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Capítulo 99

No tardé en encontrarme con los encargados en el sitio acordado. Los mismos no mostraban signo alguno de preocupación por mi demora; en su camioneta de los años setenta, las canciones de los Rolling Stones sonaban casi inaudibles, mas conseguían apagar aquel ruido blanco al que los ignorantes llaman silencio y los más sabios le dicen paz. Ambos hombres compartían un solo cigarrillo, al cual alternaban cada un período de diez segundos exactos. Una humareda blancuzca y cientos de colillas permitían calcular el tiempo aproximado que debían llevar de espera. En el ambiente se respiraba una nicotina reutilizada y monótona. Sendos codos, los del acompañante y el del propio conductor, se asomaban por fuera de la ventanilla. El tiempo parecía no pasar para ellos.

Al verme, uno de ellos apagó el cilindro con un ágil movimiento de manos, abriendo la puerta trasera con parsimonia. Me observó a través del espejo retrovisor y levantó su tatuaje para demostrar que estábamos del mismo lado. Su compañero imitó la señal, dándome a entender que era fundamental aquella marca a la hora de identificarnos. Una vez ya cerciorados, arrancaron el vehículo, sin nunca dejar de sonar Ride em on de fondo, rompiendo aquel silencio incómodo. Transitamos por un camino pedregoso que daba la sensación de que en cualquier momento la cubierta se pincharía a consecuencia de aquellas lanzas puntiagudas que sobresalían del suelo. Quien manejaba tampoco colaboraba demasiado, esquivaba los profundos pozos con movimientos intempestivos, con una precisión tal que parecía conocer de memoria la geografía de aquel sitio.

—¿Necesitas algo?

El copiloto se dignó por fin a dirigirme la palabra. Mientras tanto, el disco había cambiado y era el turno de los Gun's and Roses. Welcome to the jungle ambientaba aquella escena a la perfección. El cupletista parecía un poco más sobrio que mis acompañantes, mas no se quedaba muy lejos. Detuvieron la canción para poder oírme, después de tanto batiburrillo sus orejas pedían una tregua.

—¿Adónde nos dirigimos? —le inquirí. La curda le impedía comprenderme en su totalidad—. Necesito saber adónde nos dirigimos —les aclaré, con la presunción de que ellos no se mostrarían muy amables, al igual que sus colegas. ¿Es que se requiere ser hosco para ser malvado?

—Aquí cerca hay una demarcación. De seguro no lo conoces, de trata de un pueblito fantasma, de esos que salen en televisión de vez en cuando, cuna de un carcamal y de una noche que se inicia a las seis de la tarde —me aclaró el otro, mesurado.

—¿Hay algo más que quieres saber?

Aquel interrogante podría haber sido el puntapié inicial para inmiscuirme en aquel mundo de rapacidad y maldad que tantos sufrimientos me había propiciado, mas sin ellos mi existencia no se habría cundido mucho más. El potaje regresó una vez que la canción volvió a sonar. El ocaso ya se había precipitado y aún no habíamos arribado a destino. Nuestro vehículo era la única fuente rutilante en medio de tanta oscuridad, compitiendo en un mano a mano con las estrellas. El conductor demostró no estar demasiado sobrio, lo que palizaba sus movimientos lentos y negligentes. Parecía como si en cualquier momento nos fuéramos a estrellar contra un poste.

Cuando llegamos al poblado, no tardaron en aparcar el vehículo junto a la acera de una pequeña casita, inexistente para el mundo pero muy real para nosotros. «Se toman muy en serio el tema de la invisibilidad» bromeé, para mis adentros. Ni siquiera la luz de una luciérnaga se encontraba encendida. Mi temor se dio al percatarme de que era yo quien debía de descender a aquel sitio inhóspito; ellos no habían apagado el motor puesto a que seguro que se marcharían. El grupo estaba dispuesto a separarme de los de su raigambre. Si no, ¿de qué otra manera podría interpretarse el hecho de que me dejaran abandonado en un pueblo desierto acompañado de la nada? ¿Acaso deseaban que ahora comenzara a trabajar con fantasmas? Me preparaba para entrar cual sablista en una casa habitada por un ososo Don Nadie de maxilares orondos y putrefactos.

A aquella noche la pasamos en aquel sitio de mala muerte que ya se había convertido en nuestra casa. Como prerrogativa, teníamos a Mónica y Lusmila, expertas en decoración quienes, con la ayuda de Clark, reutilizaban lo inutilizable y acababan creando un arte magnífico. Lejos había quedado el día en que yo di mi soflama frente al Congreso, demasiado cerca estaba mi damnificado orgullo, que clamaba por venganza. No obstante, sentía ahora con mayor proximidad los débiles cuerpos de Thiago y Matteo, quienes debían de estar elevando plegarias al cielo desde sus sueños. La voluntad de ambos era pétrea; deseaba yo que sus ganas de vivir aún persistieran.

Lusmila trataba de remediar un jarrón orondo para colocar unas flores. El resto de los muchachos se habían dedicado todo el día a trabajar. Pasaban ocho horas de su vida encerrados en una oficina o haciendo changas a la anciana de la esquina. Pronto me vería obligada a encargarme de ellos; pero ahora, la vida de mis amigos era mi prioridad.

Mónica se puso a mi disposición de inmediato. Ella fue la encargada de curar a Matteo y realizó un trabajo magnífico y nada pernicioso. Ambas habíamos descargado las instrucciones por Internet, nuestra fuente inagotable de conocimientos, el todopoderoso que nos permitía desde comprar pertrechos y acabar con vidas o realizar una operación quirúrgica que salvara a otras. Si bien ver a Thiago en esas condiciones era demasiado impresionante para mí, mi sistema me contagió también el espíritu del cirujano, por lo que la sangre no era un impedimento para mí en aquel momento -me habría atrevido a extraer un obús de su pecho, si así lo tuviera-. Con materiales caseros y otros elementos quirúrgicos que Sebastian nos había conseguido ni bien le llegó mi mensaje y había depositado sobre la mesa antes de irse a ganarse el pan, ambos muchachos recuperaron sus formas normales. Los dejamos reposar sobre sus respectivas camas; necesitarían de un largo descanso.

El día estaba concluido para mí. Virgine ya había preparado la cena con antelación, segura de que necesitaríamos un aperitivo después de tanta tensión. La cena transcurrió animosa. Mónica resaltó lo difícil que le fue, al igual que para mí, ver tanta sangre y tejido allí.

—Conocí a Matteo más de lo que me habría gustado —bromeó ella. Se notaba que tenía cierta debilidad por nuestro amigo. No dudaba de que, tras su acto heroico, él la valorara aún más.

Virgine nos agradeció por haber cuidado tanto a los muchachos mientras ella no podía hacer nada más que la comida. Le aseguré que el servicio y la lealtad hacia un amigo es mucho más poderoso que cualquier cosa. Nos despedimos hasta el otro día, ya era demasiado tarde y estábamos exhaustas. Me entristeció el hecho de que muchos de mis amigos habían conseguido un trabajo nocturno y mal pagado. Las revoluciones no son tan sencillas como lo pintan en las novelas; allí, los héroes son semidioses que parecen nunca tener hambre.

Me dirigí hacia mi habitación, no sin antes dejar depositado sobre los labios de Thiago un cálido beso. Parecía repuesto y fuerte, no dudaba en que podría salir a flote de esta.

Acomodé mi tele sobre la mesa de luz y revisé las notificaciones desde mi panel. Allí, titilante, se dibujaba aquel ícono del pajarito que indicaba que alguien acababa de publicar un tweet. Se trataba de Frank Giraud, comentando acerca de unos grupos anarquistas que azotaban a América del Sur. El mismo no cesaba de encontrar analogías con lo que él consideraba como el intento de los clones de levantar una revuelta. Su mensaje versaba lo siguiente:

«Destructores, delatores, violentos, agresivos. No saben apreciar lo que otros han construido en base al esfuerzo. No me extrañaría que se apareciera con ellos la jefa de la Revolución Clon».

Un odio demasiado fundado se perfilaba en mí cada día. Me prometí darle tregua a mis sentimientos. De todos modos, se trataría de una advertencia para todo aquel que se opusiera a nosotros. Me juré a mí misma haber leído las últimas palabras que el inepto podría teclear en su vida.




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