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Capítulo 95

En aquel sitio al que yo creía expósito, fue donde me encontré con aquella mujer a la cual mi mente quería olvidar, pero teniendo ex profeso la cautela de reservar los mejores momentos que habíamos vivido juntos; después de todo, y aunque me hubiera abandonado, aquel ser execrable y malvado no era nadie más que mi madre. La causalidad quiso que ambos nos sentáramos juntos en los últimos dos asientos libres de todo el autobús. Esther no se encontraría allí si no hubiera sido por un chanchullo, incluso había tomado la precaución de ocultar su marca identificadora. Tampoco me preocupó aquello, estaba seguro en que podría confiar en mi madre; de todas maneras, era muy probable que ya estuviera al tanto de mis peripecias. Me inclinaba a creer cada día más de que yo era uno de los miembros más estentóreo de la asociación.

Con una largueza que ya casi no recordaba, me dio ella un paquete de galletas de chispas de chocolate que había comprado a un señor que de ganaba la vida ofreciendo piscolabis en el colectivo. Esther le entregó una lujuriante suma de dinero, más de la que le habría correspondido al pobre hombre. El mismo, tras verificar la veracidad del billete, miró hacia la nada unos segundos, lucubrando dónde y en qué gastaría su propina. Una sonrisa se dibujó en la cara del marrullero Lazarillo. La situación me entretuvo unos minutos, tiempo suficiente como para que Esther pudiera prepararse para arrojar la información que me competía.

—Supongo que sabrás que nuestro encuentro no es ocasional —inició ella, con una miscelánea entre los tonos serio y burlesco.

—Ya no me sorprende nada de tu parte —repliqué, moroso—. Sólo quisiera saber cómo me encontraste.

—Un simple memorándum bastó para ello, mi chiquillo. Tienes una madre más orácula de lo que piensas. A diferencia de ti, yo sí que te extrañé demasiado. Es lindo ver cómo, tras haberte soportado nueve meses en mi vientre, no dediques un segundo de tu vida en pensar en mí.

—¿Qué te trae por aquí? —la interrumpí, tratando de tomar el control de la conversación.

—El petimetre jefe de ojos rasgados desea tener noticias tuyas. Eres un jovencito demasiado extrañable.

—He estado bastante ocupado este tiempo. El entrenamiento ha sisado toda posibilidad de que yo cometa tontería alguna. He abandonado la profusión y el éxito, ahora soy uno más del montón y, como tal, mi árbol genealógico ya no me favorece.

—Sobrevaluación del principiante... —se burló ella—. Clásico entre clásicos... Ahora dime, ¿ya has tenido la pichincha de demostrar de qué estás hecho? Supongo que que te habrán encomendado alguna misión, aunque fuera en los recodos de la Tierra.

El chofer intentaba realizar algunas maniobras para arrenallarse junto a la parada, mas unos cuantos autos que se encontraban delante se lo imposibilitaban.

—No quisiera timarte, mas aún no me han conferido misión alguna que sea de mi agrado.

—¿Acaso no te agrada la idea de disparar desde un tugurio hacia la multitud? —me inquirió, con las venas turgentes de la ira.

—Habla más bajo, que nos oirán —le solicité.

—Espero tu respuesta.

El ambiente se había tornado tan tenso y urente que la oportuna llegada del chofer a destino me sirvió como excusa perfecta para levantarme de mi asiento. Mi madre no se opuso a dejarme escapar, de hecho, se hizo a un lado para permitirme pasar. El resto de los pasajeros continuaban enfrascados en sus respectivos mundos. Me dirigí con premura hacia la salida, deseaba olvidarme de aquel rostro lo antes posible; lo único que ahora me generaba era dolor. Y mucha, mucha presión. Recordaba que hasta hacía no muchos años solía despedirme de ella entre besos y abrazos, esta vez, sólo me limité a voltearme y hacer contacto visual con Esther por última vez. Por fortuna, su rostro no se me hizo visible. Pero otras facciones, las mismas que tanto habían sacudido mis pesadillas, reaparecieron. Era aquel el preciso instante para correr.

Ni bien pude deshacerme de mis ropas de señora y calzarme un uniforme más cómodo, comencé con la persecución. Maldije al chofer en los más de quinientos idiomas que mi sistema me permitía utilizar en el momento exacto en el que este cerró de un empellón la puerta de salida, obligándome así a estrellar mi pie contra la ventana para poder escapar. Aterricé a unos cuantos metros de distancia, cerca de la acera, sobre el capot de un Volkswagen que amortiguó mi caída, a costa de una buena abolladura. La gente que pasaba por allí no comprendía nada y procuró llamar a la policía; no obstante, el corte de señal planeado con minuciosidad por mi cerebro, impidió contacto alguno con los hombres uniformados.

David hacía alarde de un estado físico bastante regular, más perfeccionado a consecuencia de los entrenamientos. Corría sin voltearse a ver si yo me encontraba cerca suyo, limitóse a pasarse por diferentes sitios a bien muy concurridos o bien muy inhóspitos complicándome, en el primero de los casos, su captura y, en el segundo, su localización. Él mismo había desconectado todo aparato que yo podría haber utilizado durante el rastreo, Helling habíale propiciado una clase magistral de cómo hacerse invisible, lo que contribuyó a complicarme más las cosas. No obstante, mi olfato aún podía percibir su aroma a menta fusionada con toques de limón, por lo que mis habilidades de sabueso inclinaron la balanza a mi favor.

Dos policías intentaron detenerme, pensando que se trataba de una ladrona, rodeándome uno de cada lado, impidiéndome el paso. Mis buenos reflejos y mis habilidades para distraerlos fueron la combinación perfecta para dejarlos atrás sin muchos problemas. Los mismos saltaron encima de mí en un par de ocasiones, aunque acabaron abrazando al cemento. Sus brazos, enrojecidos de sangre, les suplicaban a gritos que me dejaran ir. Tras un último intento, uno de los oficiales acabó desplomándose en el piso, desangrado. Su compañero, impactado ante la escena, comenzó a gritar por ayuda y practicó unas cuantas maniobras para conseguir regresar a la vida a su colega. Al desenlace nunca podré conocerlo, puesto que aquel fue el pretexto perfecto para escapar de sus garras.

Mi sistema había revisado las grabaciones de toda la ciudad, por lo que me había dibujado un pequeño mapa que me mostraba un camino más corto para localizar a mi enemigo, mientras que una luz parpadeante se atrevía a especular sobre su ubicación actual. Tal como lo había notado una vez cuando estábamos jugando videojuegos con el que en aquel momento era mi novio impuesto, el letrero que indicaba la proximidad entre ambos cada vez arrojaba valores más alentadores. Por fin, cuando ya restaban veinte metros, pude ver que David se había percatado de que yo me encontraba detrás. Se maldijo a sí mismo por no contar con algo filoso para arrojarme -de todas maneras, no tuvo inconveniente en lanzarme las galletas que yo misma le había obsequiado en el autobús (y que en realidad pertenecían a una niña que se la había pasado llorando durante todo el trayecto por esa misma causa) a modo de frizbee, situación que incluso me resultó tan absurda como cómica.

Quiso el destino que su camino se topara con un muro de unos dos metros de altura, infranqueable para un jovenzuelo de su talla. David evaluó las posibilidades que tendría de triunfar en su hazaña y la cantidad de oportunidades que tendría para repetirla y, sin titubear demasiado, lo intentó. Realizó un salto tan alto que no sólo atravesó el muro sin inconvenientes, sino que no tuvo tiempo siquiera para aterrizar. No pude creer que lo consiguiera, incluso después de haber jugado al poliladrón por casi una hora. Pero allí se encontraba la prueba perfecta de que me había equivocado. Gemidos de dolor se escucharon del otro lado de la pared de ladrillos. Comencé a escalarla con avidez, nerviosa de que la providencia se hubiera tomado el atrevimiento de asesinarlo por mí, algo que nunca se lo perdonaría.

Descendí con cautela, cuidando de no dar ningún paso en falso. Mis piernas me dolían demasiado después de tanto correr y mis brazos -en particular, el brazo malherido con aquel pequeño corte- no respondían a mi cerebro. David aún respiraba, aunque débil. Le agradecí a Némesis que no se hubiera dignado en meterse en el meollo del asunto. Ver a mi enemigo agonizando me habría causado más placer si no hubiera sido porque yo misma me encontraba en su mismo estado.




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