Capítulo 92
Una vez ya empotrado sobre un piso alejado del sitio del conflicto, inicié un proceso de transformación. Me quité las ropas de villano y me vestí al igual que cualquier joven de mi edad lo haría, con la cautela suficiente de incinerar lo más pronto posible las pruebas del crimen en una pequeña pira que unos rebeldes habían encendido a base de quemar neumáticos, en manifestación de su desagrado con lo que yo acababa de cometer. No obstante, si lo observaba sentado desde la otra barranca, acababa de convertirme en un paladín del propio grupo y la idea de ganar respetabilidad entre aquellos seres rudos y fríos era un pábulo más que suficiente para dejar que mis fantasías y aires de grandeza alcanzaran ya la estratósfera. Mi acción se convertiría en un achaque para la historia contemporánea, mientras que centenares de especialistas presentes y futuros se dedicarían a investigar los acontecimientos de la Matanza.
Los trabajos de auxilio iniciaron antes de que los primeros rescatistas arribaran a la escena. Un grupo de ciudadanos provistos con sus botiquines y sus vendas de reserva se limitaban a paliar los dolores de los heridos y a consolarlos. El clan de Themma se había adherido a las fuerzas encargadas de mitigar el impacto de mis malas acciones. Los helicópteros volaban de un lado al otro y la policía detenía a todo aquel que le parecía sospechoso. El día, que ya comenzaba a anochecer, se había teñido de luces azules y verdes y las estrepitosas sirenas azotaban a todos los presentes. Las familias de las presuntas víctimas no perdían la ocasión para emitir un parabién a quien hubiera salvado la vida de su ser querido, para después abandonar las panegíricas palabras, arremangar sus camisas y ponerse manos a la obra.
El panteón de la ciudad se convirtió en un cúmulo de cadáveres que formaron una verdadera cadena montañosa de víctimas. Los propios reporteros, que se disponían a congratular a los salvadores, abandonaron sus puestos y la necesidad de la primicia para salvar vidas con sus propias manos. Un parapeto de policías cargados con escudos antibalas se perepretraron en un perímetro de un kilómetro, previendo una nueva agresión que nunca llegaba, sobre todo, porque hasta al propio asesino le recomía el sinsabor. El llamado era perentorio y no se daba a basto con la cantidad de ayuda que se precisaba en aquel momento. Los autos particulares convirtiosen en ambulancias especializados, mientras que desde una abogada hasta un ama de llaves se transformaron en peritas especializadas en medicina.
Tras unos segundos de indecisión, con el presagio y la convicción de que así debía hacerlo, dejé que preponderara mi lado misericordioso en aquella rencilla entre el bien y el mal, que tan familiar se me había vuelto en el último tiempo. Por lo tanto, y tratando de regresar a aquella reminiscencia del David más semejante a un querubín que a un asesino, descendí por las tuberías y, sin importarme las consecuencias que mi acto tendría, me puse en marcha.
La gente se mostró muy colaborativa conmigo desde un inicio, engañadas por una treta que yo me jugaba a mí mismo para convencerme de que podría escaparme del cuerpo de aquel umbrío ser en el que me había convertido. Una señora me alcanzó un tentempié al verme algo mareado y a punto del síncope, que recibí gustoso, pero guardé para entregárselo a una niña que había perdido a su madre. Caminamos por encima de los cuerpos tiesos de la mano, hasta que decidí dejarla en compañía de uno de los guardas que se encargaba de los rastreos familiares. Continué con mis tareas con vejación, siendo yo quien merecía la muerte por la acción patética que acabara de cometer.
Esperé a la menor ocasión para escaparme de allí, con el velo de tener que visitar a mi abuela enferma, sin poder soportar más aquel espacio lúgubre y quejumbroso que yo mismo había creado. Miré hacia los lados para cerciorarme de que Clary no estuviera cerca de mí. Estaba seguro de que ella ya habría resuelto el misterio y estaría buscándome, por lo que mi mejor alternativa sería escapar, tal como lo haría un cobarde. Y eso fue exactamente lo que hice.
El comité que se encontraba cuidando a los legisladores se trasladó con prontitud hacia el lugar de los hechos. Algunos mandatarios, conmovidos ante la escena, comenzaron a llamar a sus asistentes e iniciaron la recolección de cadáveres; los más fríos se limitaron a emplear su teléfono celular para llamar al periódico y documentar los acontecimientos. Mis amigos y yo nos dispersamos por todo el lugar, con los rostros aún pintarrajeados. Algunas personas, aún convalecientes, rechazaban nuestro auxilio y nos responsabilizaban del atentado. Otras, en cambio, aprovechaban la ocasión para intentar memorizar las facciones de quienes le brindaban ayuda. Todos acabamos manchados de sangre ajena de arriba a abajo, por lo que tomamos prestadas las ropas de ciertos difuntos, algo más limpias que las nuestras.
Antes de entrar en acción, le había solicitado a Mónica que se mantuviera al margen del epicentro del problema y, desde una torre cercana, había comenzado a seguir los rastros de David, cada vez más lejanos a nosotros. No me quedaban dudas, aquel no podría ser otro más que él. Mi escáner no podría confundir de esa manera a las personas. Ahora el nuevo misterio sería conocer las causas que lo motivaron a boicotear nuestra presentación. Como pan caliente corrían las noticias del Miércoles Rojo, como pan caliente se multiplicaban las teorías conspirativas. Y así nos encontramos con que muchas personas nos culpabilizaban de un crimen que no habíamos cometido. El voluntariado se volvió cada vez un círculo más pequeño puesto que la gente ya no se atrevía a entrar en contacto con presuntos asesinos. El temor era tal que quienes se hallaban dentro del perímetro dejaron de preocuparse por vidas ajenas y se esmeraron en salvar la suya propia.
Sin perdonarme nunca el tiempo que mi teléfono me habría de quitarme mientras yo investigaba las razones del terror, decidí solicitarme a mi sistema que me facilitase el trabajo. Tras llegar al inicio de la querella descubrió (¡cuándo no!) que había sido el propio Frank Giraud el cual había saltado a la popularidad con una nueva teoría (ahora despaldada con pruebas fehacientes) que se colocaba en mi contra, llegando al extremo de que todos los dedos acusadores se dirigieron hacia mí.
—Reúnen a los suyos y los matan a tiros. No sabemos lo que nos espera a quienes luchamos en su contra —vociferaba el niñato en un video corto que se hizo viral con la velocidad del rayo.
Sin embargo, su problema pasó a un segundo plano cuando recibí la señal de Clary de que acababa de localizar a David. Matteo, quien ese mismo día acababa de ingresar en nuestro chat mental, no podía creer lo que estaba viendo y buscaba en mí su confirmación. Su incredulidad le fue correspondida y ambos confiábamos en que su sistema no estuviera damnificado. Mónica rectificaba lo que nuestros ojos veían: allí, a no más que cien metros de distancia, podía verse al asesino en persona recolectando los cadáveres, sintiéndose como un héroe sin capa. Mi rabia fue total y tan grande hasta el punto de que opté por sobrecargar a mis compañeros de tareas a la vez que procuraba capturar al autor de la propia masacre.
Esquivando charcos de sangre y miradas de odio avancé, siempre con cuidado de no ser descubierta, por detrás de mi enemigo. David renegaba con algunos de los cadáveres, demasiado pesados para su cuerpo debilucho, a los cuales cargaba en sus hombros hasta llegar a una carretilla. Me aproximé hacia él. Mis manos sudaban y pedían a golpes una paliza de las buenas. Mis piernas se preparaban para impulsarme, cual resorte, sobre la cabeza de mi objetivo. Conté hasta tres. Extraje una cuchilla que guardaba bajo mi bota y me dispuse a atacar. No obstante, el grito desesperado a la distancia de una joven frustró todos mis planes.
—¡¡Cuidado!! ¡¡Abajo!! —le indicó a David en el momento oportuno.
El aludido hizo caso a la imperación y vio con sorpresa como mi cuerpo y mi daga volaban por encima del suyo, hasta acabar estrechándose contra uno de los supervivientes. Si bien hice todo lo posible por evitarlo, la cabeza de uno de los pocos en aquel lugar que aún continuaba con vida, acabó rodando bajo mis pies. La policía no tardó en tomar partido y arrestarme. Me condujeron hacia uno de los coches con brutalidad y me esposaron sendas manos. David iría en otro coche hacia el mismo sitio. Fatal desenlace para una revolución como la que mi mente había planeado.
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