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Capítulo 90

El lóbrego sitio al que fui transportado difería con creces del glamoroso salón en el que los burócratas de la organización festejaban sus mortíferos triunfos. Junto a mí se encontraban dos enmascarados que sostenían sus armas con sendas manos. No tuvieron el decoro de depositarme sobre el suelo; se limitaron a desanudar la bolsa y arrojarme de cabeza contra el cemento, lo que me costó un corte en la mejilla derecha que no cesaba de sangrarme. Los misteriosos sujetos conversaban en una lengua que a mí me era desconocida, un esperanto para la guerra, que incluía una mezcolanza idiomática entre el español (que yo apenas dilucidaba gracias a unas precarias lecciones de mi madre), el inglés, el italiano, el ruso y alguna lengua oriental. Reconocí algunas palabras y los elevados tonos que ambos mantenían reflejaban que no parecían estar muy de acuerdo. Por fin, la silueta más delgada venció a la ruda y ambos optaron por descorrerse las capuchas y darse a conocer.

Si bien la sangre chorreaba por mi mejilla y mi presión arterial había decaído, pude reconocer los rostros de Jacob y la joven Emma, la única hija del Doctor Helling. Ambos habían cambiado sus semblantes y ahora me observaban con una expresión fría y amenazante muy distinta a las que yo acostumbraba a verlos. A continuación, y juzgando que el asunto era primordial, decidieron incluirme dentro de la conversación. Por segunda ocasión, Emma doblegó la voluntad de Jacob y este, contra su voluntad, se vio obligado a aceptar.

—Bienvenido a la ANJ, galán —me saludó, irónico, Jacob.

—Vemos que la estabas pasando muy bien con tanta fiestita y querellas. Ya es momento de que comiences a servir para algo más que para bajarte botellas de vodka. Es tiempo de encargarte tu primera misión.

—Te entrenaremos nosotros dos —la relevó Jacob- hasta convertirte en un francotirador experto. Necesitamos a más jóvenes en nuestras filas, y contigo no tenemos nada que perder, salvo nuestro tiempo.

Me entregaron una ametralladora cargada y me indicaron hacia dónde debería apuntar. En el centro de la sala de disparos se encontraba un hombre hecho de paja con un círculo rojo alrededor del corazón. Jacob se colocó detrás mío y depositó el cañón de su arma contra mi espalda, diciéndome en forma indirecta «Atrévete a desobedecer y verás». Emma, en cambio se colocó a mi lado y se dispuso a enseñarme la técnica.

—Debes colocar tu dedo aquí —colocó con delicadeza mi mano sobre el gatillo— y tu ojo en este lugar. Agáchate y colócate a la altura de tu objetivo; no le temas a fallar, es parte del juego. Por ahora, es necesario que ganes experiencia; pronto te harás cargo de tus errores.

Me aposté sobre un paquete de heno y orienté mi arma contra mi objetivo. Disparé. Una catarata de fuego escupiendo plomo caliente consiguió descuartizar al espantapájaros sin gran dificultad. Emma celebró con creces mi victoria. Jacob, en cambio, se mantuvo al margen.

—Es demasiado pronto para vitoreos manejo de armas es genético. Stuart también era muy hábil en el arte.

—¿Acaso matar es un arte? —los interrogué, algo confundido.

—Matar es el arte de desahogar las penas propias con vidas ajenas —decretó Jacob.

—Suena mal —le advertí, compungido.

—La verdad duele —contraatacó este.

—El punto es —nos interrumpió Emma, dispuesta a desviar el tema de conversación de una potencial discusión— que tu tío sabía dominar el arte de la guerra casi tanto como tú.

—¿Eso es bueno? —pregunté, confundido.

—Es bueno siempre y cuando quieras apuntar a los cargos más altos —concluyó ella, elevando la mirada al cielo para recordar y evocar la imagen de mi tío que, aún latente, no podía dejar de olvidar.

El gran día llegó sin penas ni glorias. Los medios se habían deslenguado de tanta información que habían hecho circular, y un sinfín de curiosos estaba dispuesto a acudir al Congreso para confirmar sus hipótesis o desvalidar la de sus enemigos. Lo cierto era que todo el mundo permanecía expectante de nuestros actos. Nuestro desempeño habría de inclinar la balanza de la opinión pública en nuestro favor o en contra. Sin embargo, y pese a la tensión que aquello me supeditaba, el día había comenzado como cualquier otro.

Thiago y Estella fueron los primeros en madrugar, preparando sendos cafés con leche al unísono, de forma tal que parecían espejos. Ninguno de los dos se atrevía a hablar del tema y confiaban, ciegos, en que yo sería la primera en hablar. Thiago permaneció con la camiseta sobre su hombro y Estella no se quitó el pijama hasta después de entrada la mañana. Ambos observaban, impertérritos, acompañados de un bowl de maní, la dirección de los debates. La tendencia, que apuntaba a la abolición de la pena de muerte, favorecía a nuestro propósito.

—Los derechos humanos no pueden ser motivos de discusión. Un crimen no convierte a su víctima en obligada a replicar la ley de «Ojo por ojo, diente por diente» —declaraba, eufórico, uno de de los principales promotores de la causa.

No obstante, sólo una mujer, una anciana cuya credibilidad varios ponían en dudas, hizo eco de nuestro proyecto.

—Dentro de pocas horas, nosotros estaremos aquí luchando por el derecho a la vida de los reos, quienes menos merecerían nuestro respeto, siendo que afuera se encontrará un gentío (espero no ser castigada por humanizar a los manifestantes) reclamando también por la facultad de hacer uso de su vida sin tener que convertirse en los nuevos esclavos del Siglo XXI. Escuchen, queridos compañeros, el grito de los marginados, los pobres y los que no han tenido las mismas oportunidades que ustedes. Digámosle que sí a la vida en todas sus formas y, sobre todo, dejemos que se ejercida por aquellos que la poseen.

El discurso acabó entre vítores de quienes estaban a favor y abucheos de los opositores. Los ojos de todos los presentes —habíanse sumado ahora Clark, Lusmila y Sebastian, que acababan de despertar— se empañaron y agradecimos a Dios la existencia de almas como la de la Licenciada Karen German.

Sin seguir perdiendo el tiempo, comenzamos a despertar al resto del clan. A mí me tocó Matteo, quien se caracterizaba por su sueño profundo, por lo que conseguir despertarlo de la cama constituyó todo un desafío. Zamarreos, gritos y estruendos no fueron suficientes para perturbarlo. Volteóse de lado y continuó durmiendo. Como última alternativa, arranqué sus colchas de lugar, haciendo que el frío penetrara en sus entrañas. Por fortuna para mí, su ropa interior me impedía conocerlo más de lo que me habría gustado. Sólo así, y tras refunfuños, se puso de pie y comenzó a vestirse.

Al llegar juntos a la cocina nos encontramos con que los demás ya habían comenzado con las tareas de maquillaje y (imaginen cuánto habremos tardado) en algunos casos ya se encontraban acabados. Tras un corto tiempo, todos mis amigos acabaron con el rostro plateado y bordó, símbolo de compromiso con la causa más justa, noble y perfecta por la que jamás habrían de pelear. El momento de pelear por nuestros derechos era ahora. Ya no íbamos a escondernos detrás de perfiles o cámaras de televisión; era momento de dar todo de nosotros para conseguir ser reconocidos. Era eso o una catarata de sangre corriendo por las calles y manchando todo lo que toca. A la decisión la dejaríamos en manos del presidente Garret y su séquito. Por supuesto, él también sería el responsable por la inejecución de sus obligaciones como funcionario público. El mundo esperaba tranquilo y no sospechaba que la calma antecedería al huracán. Y este huracán arrasaría con todo lo que ellos amaban. Con eso y mucho más.



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