Capítulo 89
Para finiquitar los festejos, apareció el Doctor Helling en el medio del salón. Muchos buscaban avanzar de a empellones para conseguir un contacto más próximo con el aludido, en especial los más jóvenes, lo que provocó que algún negligente mancillara mi camisa con el trago que, hasta hacía un momento, yo me encontraba sosteniendo. Parecía que para aquel hombre el estrépito era sosiego, tal como lo mostraba su aire taciturno. Disfrutaba de todos los honores que se le servían, sintiéndose un verdadero héroe para la organización.
Utilizando la mancha en mi camisa como el pretexto perfecto, me dirigí hacia los servicios a respirar un poco de aire que no estuviera tan embotado de marihuana y cocaína recién traficadas. La humareda había generado un tórrido y tóxico ambiente, mas quienes se encontraban allí ni se preocuparon. Tratando de pasar lo más desapercibido posible, me deslicé con suavidad entre la multitud. Antes de llegar a los sanitarios, me sentí observado, por lo que me volteé. Allí, una joven me ponderaba de pies a cabeza. A la postre, aquella empresa no me había hecho perder el encanto.
—¿Le gustaría una camisa limpia, señor? —fue su humilde ofrecimiento.
—Por favor —le agradecí.
Una vez en el baño me desabotoné la camisa y, al ver mi abdomen caído, recordé que Clary había sostenido que con dos días de gimnasio no sería nunca capaz de conseguir un cuerpo esbelto. Acabé por desnudarme entero, dándome así una ducha que acabó de relajarme. Permanecí allí durante más de media hora cuando recordé que la joven debería de estar esperándome afuera, camisa en mano, y yo no había tenido el decoro de recibirla. Por ende, me envolví la cintura en una toalla y salí de la ducha. No obstante, para mi sorpresa, allí se encontraba mi nueva camisa, plisada y perfumada.
«Espero no haber demudado su baño con mis pasos. Esto es para usted».
Sin nombre ni firma, siendo su único recuerdo aquella hermosa caligrafía, doblé la esquela para guardarla en mi pantalón y me apresuré por salir. Sacudí un poco mi cabello con parsimonia, seguro de que el resto se hallaría en sus menudencias, por lo que mi ausencia no alteraría a nadie. Me amedrentaba la idea de recibir algún tipo de castigo por haberme negado a celebrar la victoria del régimen sobre la democracia. Mi furia para con ellos aún era irrefrenable y me remordía pensar cuáles serían sus próximos pasos. Tras alistarme, me dirigí hacia la salida.
Para mi sorpresa, el salón se hallaba tan vacío que casi no parecía haber lugar para los insectos. La música que estaba en boga resonando por los parlantes había enmudecido por una sóla razón: sin parlantes no hay música. Tampoco habían quedado en pie mesas, sillas, decoraciones ni comida. Aquello había desaparecido en su totalidad, quedando solo un vestusto salón, de paredes desnudas. La puerta, además, se hallaba bajo llave y no había nadie en aquel sitio para socorrerme. Consulté a mi reloj para asegurarme de no haber perdido la noción del tiempo durante la ducha. En efecto, tal como lo comprobaban los dígitos, no habían transcurrido más de treinta y cinco minutos desde que cientos de personas festejaban, vivarachos, una catástrofe.
—Auxilio, auxilio —pronunciaba, a la vez que estrellaba mis puños contra la puerta de vidrio.
Nada. Nadie respondía a mi llamado. Busqué al gagá que había visto cerca de la entrada pidiendo limosna, pero tampoco fui capaz de encontrarlo. La infidencia del alcohol y el humo que aún persistían (lo único que me demostraba que allí había ocurrido lo que yo sostenía) influyeron primero en mi estómago y luego en mi mente, provocando un fuerte descargo de comida por la tubería del retrete. Regresé esperanzado, con la infundada creencia de que todo se restituiría. Por supuesto, aquello era tan estúpido que tuve ganas de pegarme a mí mismo.
Los citadinos y glamourosos invitados habían desaparecido por completo, al igual que el último empleado de mala muerte. Sobrevolaba sobre mí un presentimiento de que algo malo pasaría pronto. Dios no tardaría en expiarme por haber formado parte del plan. La quietud y mi nerviosismo eran tales que todo mi cuerpo se convirtió en una masa urticante, que acabó con fuertes arañazos que aplacaron la comezón. De pronto, sentí cómo unos pasos se acercaban hacia mí. Sin darme tiempo siquiera a reaccionar, misteriosos sujetos me inmovilizaron manos y pies y me encerraron dentro de un enorme saco. A continuación, comenzaron a trasladarme a un sitio misterioso. Por fin la organización se desprendería de uno de sus suplicios más estorbosos. Esto, ni más ni menos, habría de costarme la vida entera.
En el preciso instante en que la entrevista comenzó, el último diputado culminaba una entrevista en la que refería el sentido de su voto durante el plebiscito mediante el cual se resolvería la eliminación de la pena de muerte en todo el país. Este pequeño triunfo era celebrado por expresidiarios y gente común, que no creían en la cultura de la muerte. Me satisfizo observar aquel espectáculo por una pantalla en medio de mi interrogatorio; al menos, me dio motivos para mostrarme alegre frente a la cámara y demostrarle a Santiago que yo no le temía a nada.
—Te veo demasiado contenta —inició él— lo cual me extraña mucho, dado a tu actitud antes de que iniciáramos con el programa.
—No tengo motivos para estar disconforme cuando percibo que la gente encargada de representarnos desempeña su trabajo de buena manera. Deberías aprender de ellos en lugar de agrandar más las grietas sociales —contraataqué.
—Disculpa, pero nos estamos desviando de tema —se recompuso él, con gran habilidad y profesionalismo—. No creo que a los televidentes esto les agrade —hizo una pausa de unos cinco segundos, tiempo en el que dibujó su mejor sonrisa falsa, dedicándome una mirada llena de energía—. Estamos aquí con la joven Hera, representante del movimiento local de clones. ¿Cómo te encuentras?
—Muy bien, gracias por preguntar. Adoro la controversia que causa cada una de mis presentaciones; ya me iré acostumbrando —confesé, arrojando una risa contagiosa.
—Lo que parece que no está demasiado bien es tu movimiento, ¿no es así?
—De hecho, podríamos decir que nos encontramos en una encrucijada importante. Por un lado, la población ha generado una conciencia social muy importante; muchos de ellos se han manifestado en sus redes en favor de los derechos humanos.
—Ajam, derechos humanos —Santiago simulaba que tomaba nota de mi discusión sólo para tratar de ridiculizar mis argumentos—. Perdona que no te mire a los ojos, es que el tema es tan entretenido que me gustaría seguir yo mismo con esta entrevista minuto a minuto —se excusó él, con un pretexto que no convenció ni a un televidente.
—Por otra parte, las declaraciones del niñato Frank Giraud han despertado una gran controversia entre la población. Tal como todos lo sabrán, el niño alegó una relación entre nosotros y la funesta organización ANJ, a cuyos ideales rechazamos con creces.
—Hablas en plural... ¿Acaso hay más personas involucradas en la organización de este evento? —preguntó, con sutileza, el conductor.
—En efecto, una manifestación así de masiva no puede ser convocada por una sola mujer —alegué, orgullosa de mis amigos.
Santiago dirigió la entrevista hacia un terreno más legal, del que no quiero dar cuentas ahora mismo. Interesado ya genuinamente en mi proyecto, había cambiado su actitud y se había dejado convencer por mi retórica. Acababa de doblegar a uno de tantos enemigos que no tenían intenciones de que yo continuara allí. Mi oratoria, que no contenía ni una pizca de subjetividad, se basaba en la ciencia, la tecnología y las leyes, argumentos que permitieron que mi postura fuese ganando terreno entre los televidentes, los cuales se manifestaban por sus redes sociales cada vez más a favor de mi propuesta. El propio Frank Giraud descargó su ira y dejó entrever su descontento a través de un tweet que escribió con rabia.
«El mundo celebra a los opresores, a los tiranos, a los impostores. No sólo los celebra, sino que se adhiere a sus ideales mortíferos y peligrosos».
—Es un placer recibir comentarios de este tipo —alegué, ni bien Santiago me leyó en voz alta el mensaje—. Muchas gracias, señorito Giraud por refutarse a usted mismo. Su acusación está desprovista de toda prueba y sobrecargada de hambre mediática. Sus meros pensamientos son una afronta a la libertad de expresión y son el reflejo de lo que usted es.
Millones de personas celebraban mi triunfo a través de mensajes de apoyo y hashtags que se replicaban por todo el mundo. Nos asegurábamos así de congregar a una gran masa de personas para nuestra manifestación. Mi trabajo había resultado tan perfecto que no cabía en mi felicidad.
—Felicidades por atreverse a dar la cara y demostrar su punto de vista frente a todos, aunque lo primero no lo ha hecho tan a rajatabla —bromeó él.
—Es importante que, por ahora, la población sepa que no se pelea por un quién sino por un qué. No importan mi nombre, mis datos ni mi rostro, lo único trascendental es mi mensaje, el cual quiero transmitirles a todos ustedes. Al resto de los adornos, relacionados con la apariencia, podemos suprimirlos con facilidad —de esta manera, y con mi último remate, concluyó así la entrevista y, con ella, el mejor día de mi vida. Esperaba que el impacto se hiciera sentir cuanto antes.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro