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Capítulo 88

En un momento de solaz, previo a una nueva reunión en la que analizaríamos la acción que acabábamos de ejecutar y en donde los responsables serían felicitados, me dediqué a cambiar los canales como un maniático, al son de las coberturas periodísticas del acontecimiento. Por supuesto, el verborrágico discurso de Woodrom Garret era el preferido de la mayoría de los noticiosos; el mandatario tomaba una postura inflexible y su gesto adusto anunciaba el advenimiento de un período de purgas en contra de todos los miembros de la sociedad secreta. Su estilo se asemejaba mucho al que supo tener Winston Churchill durante la década del cuarenta. La acción había levantado una polvareda en todo el país y los medios de comunicación hacían eco del suceso, exponiendo videos varios que eran repetidos una y otra vez.

Desde el cómodo sommier de mi habitación observaba yo las consecuencias de mis actos. Al igual que Albert Einstein al ver la caída de Big-fat y Little-boy en Hiroshima y Nagasaki, me espantaba el hecho de saber que yo formaba parte de un selecto grupo de culpables que se afanaban de lo que consiguieron. La técnica no pudo ser menos escueta -enviar a un hombre que explotó junto con la bomba-, pero no por ello generaba menos orgullo en mis compañeros. Aquella demostración de supremacía llevada a cabo por las fuerzas de la ANJ había hecho trastabillar a medio país.

Pero lo más desusado de todo fue que Clary fue acusada de haber formado parte del complot. Si bien había realizado su descargo a través de su cuenta de Twitter (no por ello menos desvaído de detalles ni de argumentaciones), el dislate pronunciado por un tal Frank Giraud ganó mucha popularidad entre la gente. Me enteré también de que la agrupación de Clarissa organizaría una marcha en favor de los clones que sería replicada en países foráneos, tales como Japón y China, en donde la clonación también se hallaba en auge. Themma expelía insultos y amenazas a diestro y siniestro que le hicieron ganarse el odio de un sector mayoritario de la población. De pronto, me di cuenta de que ella no merecía mi pena ni mi atención, por lo que decidí cerrar de una vez aquella maldita ventana. Pero, en verdad, fue un acto reflejo frente a los golpeteos en la puerta del conserje.

—Los señores lo esperan en la planta baja —se limitó a informar, sin hablar mucho más que lo necesario.

Avancé hacia donde presumía que podrían hallarse (el encargado no me había otorgado las coordenadas), exudando como un loco, quitándome con un pañuelo el agua de mi frente. Si bien la reunión se realizaría como exvoto a todos los que participaron en el éxito de la operación, no me veía tentado a compartir aquella fiesta con ellos. Ninguna pérdida humana se celebra, ni siquiera las que se dan por negligencia y mucho menos las que son fruto del individualismo. Ningún tipo de expoliación haría falta para que me decidiera por mantener silencio acerca de los detalles de la operación; ni siquiera me quedaban ganas para comentármela a mí mismo.

Llegué puntal y me quedé inmerso en un mar de un gravoso arrobamiento, una magnánima reunión cuyo anfitrión, el propio Helling, musicalizaba. Los hombres se movían cual hato por el vasto salón, cuchicheando nimiedades. Sólo los más jóvenes danzaban en el centro de la pista con una sonrisa, discurriendo que se hallaban disfrutando de una de las tantas actividades que se perdieron de realizar de jóvenes por culpa de la asociación. La inmolación se traducía en un jolgorio, y nadie quería quedar fuera. El ambiente atufaba a alcohol y muchachas hermosas que flirteaban con los benjamines. Un prurito de ira me sacudió de arriba a abajo. Resultaba increíble que, tras lo ocurrido, miles de personas habían fallecido y que aquí, cercanos al centro de operaciones, se tuvieran el oprobio y la osadía de festejar las muertes que ellos mismos habían causado.

El día anterior a la manifestación mi agenda estuvo sobrecargada, hasta el punto que me vi obligada a seleccionar algunos programas de televisión y discriminar a otros cuya audiencia también me interesaba pero no de igual manera. Ya no resultaba impalpable para nadie nuestra movilización, por lo que conspiradores, fanáticos y dementes maquinaban con impericia hipótesis que arribaban a situaciones quiméricas que el público les celebraba. Mas mi mayor logro, sin lugar a dudas, fue el de recibir la propuesta para realizar un móvil que sería televisado de la mano de uno de los diarios más conocidos a nivel mundial: el New York Times. El mano a mano llegaría a más de cuatro millones de personas, por lo que se viralizaría de inmediato.

Como ya se me había tornado costumbre, utilicé las pinturas para cubrir mi rostro y ocultarlo ante las cámaras. De hecho, algunos expertos habían comparado mi rostro con el de millones de estadounidenses en busca de mi identidad, mas habían fracasado. Dejé a Thiago a cargo del grupo, quienes armarían todas las pancartas y buscarían repercutir en forma positiva en la audiencia. Si bien nuestro apoyo había decrecido y los prejuicios se encontraban en las nubes, más de diez mil personas habían confirmado su presencia. El gobierno ya había tomado las medidas de seguridad al respecto, sin proclamarse a nuestro favor ni en nuestra contra.

Tras horas y horas de viaje en colectivo arribé al estudio central. Un grupo de fervientes seguidores me recibió con pancartas y, los más valientes, se sacaron algunas fotografías conmigo. El botones despejó mi entrada y, sin nunca abandonar su formalidad, me dirigió hacia el sitio en el que sería recibida. Aludiendo a que no me hacía falta maquillaje puesto que de ello yo misma me había encargado, me condujo hacia el lugar en donde se estaba grabando el noticiero en vivo.

Nos colamos allí y, tras sortear un sinfín de cables e informar a los guardas, el botones hizo señas a los conductores para avisarles de mi presencia. Ellos desviaron la vista una milésima de segundo y correspondieron el informe. A continuación, informaron a los televidentes que, tras el espacio publicitario, iniciaría la entrevista con el personaje más destacado del día. Las cámaras se apagaron e inició un tramiterío para acordar las condiciones en las que se daría el encuentro. En primer lugar, los periodistas —Santiago Gattiew y Marina Ventrulli— me dieron la bienvenida con algo de temor, el cual se iría disipando a lo largo de toda la tarde. Se armó un pequeño alboroto cuando la encargada de colocarme el micrófono (sabrá Dios si lo había hecho por distraída o por haberse pasado de inteligente) descorrió parte de mi maquillaje con sus uñas.

—El espacio publicitario finaliza en tres minutos —anunció uno de los productores—. ¿Tienes inconvenientes en que te maquillemos de nuevo? Estamos faltos de coloraciones similares y sería muy evidente —se justificó, siempre pillo, el hombre.

—Está bien, puedo convivir con un error. Después de todo, le vendría bien al público ver algo sin tantos pies y cabeza —alegué yo, en una rápida retirada.

—Estoy seguro de que lo verán de todos modos —contraatacó el productor, con una frase que se prestaba para una doble interpretación, llevándose luego los audífonos a su oreja, dando así con su réplica terminada la conversación.

El enorme reloj digital que funcionaba como temporizador comenzó a parpadear, anunciando que restaba un minuto para el momento de la verdad. Santiago y yo nos dirigimos hacia unos sillones al tiempo que Marina nos cubría desde el plano principal. El entrevistador recibió la hoja con sus preguntas, les dio una rápida hojeada y preparó su mejor sonrisa. Marina replicó su actitud y, de inmediato, las cámaras se encendieron y el programa comenzó. Era el momento de brillar y la hora de demostrar cuán equivocados están aquellos que hablan por hablar. A la nueva revolución le faltaba cada vez menos para conseguir lo que todos nosotros deseábamos. Era ahora o nunca. Frank Giraud se había metido con el equipo equivocado. Y no tendría piedad con él.





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