Capítulo 87
En volandas me dirigí hacia un barucho de mala muerte que me había cruzado camino a la fábrica. Ordené al cochero que se detuviera ni bien arribamos y le arrojé unos cuantos billetes, cuya suma superaba con creces a aquella que correspondía. El hombre la recibió sin espetarme nada y se guardó el dinero con desesperación en el bolsillo de su saco, sin darme siquiera las gracias. En las afueras del lugar se apelotonaba una mansalva de peatones, un verdadero gentío que cargaba sus bolsas de las compras y que se había detenido a presenciar la noticia en el único televisor que tenían cerca. Allí, algunos me proporcionaron sin saberlo el nombre de aquella conjurada organización que por más de cinco décadas había confabulado planes macabros en contra del Estado, la famosa America Needs Justice.
Esta vez, era ostensible que ninguna amenaza los echaba hacia atrás; es más, los incitaba a arrojar más leña al fuego en menor tiempo; precepto que ya es rey y soberano en aquellas sociedades secretas a sembradas a lo largo y ancho del mundo, cuyo principal defecto es la recomida y su principal virtud la sorpresa. Una avalancha de personas había comenzado a correr, abandonando uno de los casinos más importantes de la ciudad tras una sonora explosión que redujo el edificio en cenizas. Algunos lagartos rechistaban a todo aquel que no le permitía oír con claridad, ya sea por algún comentario o una sonada de nariz demasiado estruendosa, por lo que opté por adentrarme en el café para conseguir mayor tranquilidad. El ataque que había afectado nuestro terruño ya contaba con más de doscientos heridos y cien muertos, todos aristócratas y funcionarios egoístas que transportaban fajos y fajos de dinero para las apuestas que, fruto de su ambición, habían optado por hacer caso omiso a las advertencias y continuar en el cuchutril. Un grupo de oportunistas (los cuales podrían haber sido emplazados por el comité de la organización) desvestían a los cadáveres para retirar todo el dinero que cabía en sus brazos y, una vez que sus manos acababan henchidas de papeles verdes, abandonaban a la merced del fuego a los cadáveres saqueados.
—El incidente —había comenzado a explicar el periodista, un hombre de unos cuarenta años que no era capaz casi de hablar con claridad como fruto del terror, acompañado de suntuosas imágenes que daban muestras de la catástrofe inminente— se cobró las vidas de una tracalada de familias burocráticas que se apiñaban en el sitio para pasar una noche familiar cuando, a las diez y dos minutos, un hombre que se hacía pasar por un empleado del recinto, tomó una granada que guardaba junto a su cajeta de utensilios y la arrojó contra la multitud. Parece ser que al kamikazee no le importó demasiado sacrificar su vida y la de los demás al servicio de una causa fúnebre...
El resto del informe careció de todo agraciado; las cámaras enfocaban restos humanos desperdigados a diestro y siniestro por la avenida y las calles teñidas de rojo, símbolo de que la renuente y siempre discreta ANJ y su peligroso y rencoroso accionar.
—Aún no comprendo a esta gente —aseguraría, con máxime, Garret en una conferencia que daría horas después—. No le sienta bien el capitalismo ni el socialismo, ni el Primer ni el Segundo Mundo, ni los demócratas ni los republicanos. ¿Acaso no quieren hacer más que daño a nuestro eximio y siempre honrado país? Aún no comprendo el cambio que quieren lograr con su régimen oscurantista y destructivo dispuesto a cercerar nuestro camino hacia la verdadera democracia y el progreso. ¿Acaso tienen planes para un futuro más promisorio del que estamos construyendo? Considero indecoroso preguntarles... ¡¿Por qué justicia luchan ustedes?! ¡¿Por qué justicia luchan ustedes, sarta de cobardes arruinavidas?! Ustedes son unas asechanzas para nuestra prole y el resto de las naciones de la Tierra —concluyó por fin, con repulsa, el mandatario. Su cabeza se había tornado colorada a más no poder y las venas de su cuello se hallaban enrojecidas.
Queríamos levantar el polvo y lo habíamos conseguido.
El fatídico acontecimiento que afectó al país y al mundo entero pocas horas después de mi entrevista le dio pie a los conspiradores para imaginar una realidad quimérica y maquiavélica que dificultó mucho nuestro éxito. El derrumbamiento del edificio del Casino Nacional de Las Vegas de la mano de un joven cómplice del grupo ANJ despertó algo más que odio en nuestro presidente. De hecho, la asociación reconoció sin pudor haber sido la autora intelectual de aquel hecho que había sacudido al país. En medio de toda la catástrofe, y en búsqueda de conseguir el apoyo mediático, se apareció en todos los canales de televisión la figura de un tal Frank Giraud.
El mocoso, cuya edad no sobrepasaba los quince años, concretó una entrevista con el New York Times ni bien el ataque no dejaba mucho más que hablar. De hecho, parecía tener preparadas sus líneas a la perfección, cada eslabón en su teoría que contribuía a realzar su apariencia de verosimilitud. Lo primero que notó el adolescente -al igual que la mayoría de la gente decente- fue la proximidad horaria entre mi discurso y la catástrofe, arribando a su primer postulado: «Una asociación a favor de los derechos de la población de clones del país ha estado amenazando al presidente Garret durante todos estos días y ha conseguido el apoyo masivo. De hecho, han asegurado hacer todo lo posible por vetar aquella ley y vengar la muerte de los de su especie. Recordemos entonces que tres de los funcionarios que desempeñaban su cargo en el Congreso y habían mostrado su simpatía con el proyecto de ley que se pretende poner en práctica, eran partes de aquella muchedumbre que murió hace ya varias horas».
—El grupo America Needs Justice apunta ahora a la creación de su juventud hitleriana la que, aunque le cueste reconocer, comparte varios postulados con la movilización. La anarquía está resurgiendo, y ya no más bajo la forma de hoz y martillo. Las banderas pardas ya no se alzan, aquí lo único pardo es el color de la sangre que los grupos pro-clon están haciendo derramar.
Sin dudas, su patraña resultó muy convincente para la mayoría de la población, tal como lo demostró la falta de apoyo popular hacia nuestra propuesta. Cientos de miles de personas compartían sus opiniones desde sus redes sociales, generando un teléfono descompuesto a nivel mundial que acabó en conclusiones apresuradas e hipótesis que nos acusaban de acontecimientos que ni siquiera sabíamos nosotros que alguna vez ocurrieron. La popularidad que alcanzó nuestro movimiento se yuxtaponía a una connotación negativa, tildándonos de fascistas y asesinos. El país se volvió en nuestra contra y algunos comenzaron a denunciarnos, dando a la policía descripciones falsas y generando detenciones infundadas que generaron una avalancha de descontento.
Mis amigos tampoco caían en la cuenta de lo que nos acababa de ocurrir. Estella no cesaba de pronunciar improperios contra Frank y sus partidarios, que no eran pocos. Mónica filtraba las noticias más importantes y realizaba en una pantalla una gráfica de cómo las personas se adherían cada vez más a la ideología opuesta. Thiago, Lusmila, Sebastian y Clark presenciaban el espectáculo en silencio, cada uno sumergido en su propia burbuja, intentando encontrar respuesta a los interrogantes que tanto los carcomían.
Por mi parte, no podía hallarme más iracunda. Busqué durante más de media hora el paradero de Frank Giraud, maquinando mil y un maneras distintas de retorcerle el pescuezo. Tras horas de una apatía que, más que ser infructífera era un sinónimo de involución, decidí que la mejor manera de aclarar el malentendido sería expresándome a partir de las redes sociales, las mismas sobre las cuales se aglomeraban más de un millar de notificaciones.
«Frank Giraud es un simple adolescente aburrido. Lo único que me preocupa es que su diversión es tan mediática y peligrosa que atenta contra los derechos humanos básicos y pone barreras a nuestra lucha por un mundo mejor» —fue, por fin, mi rabiosa condena.
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