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Capítulo 73

Una vez transcurrida una hora exacta, Jacob abrió sus ojos sin atolladeros, estiró sus brazos cual felino a la vez que emanaba profundos bostezos, sin precisar siquiera de un despertador. Me sacudió con brusquedad, abandonando aquel momento de amabilidad que había atisbado minutos antes, el cual se había esfumado como si de un espectro se tratara. Mi aspecto no estaba tan atildado como el suyo; en sus ropas no había lugar para una arruga mínima, fruto de su rigidez a la hora de dormir, similar a una momia egipcia pernoctando en su sarcófago.

El ambiente borrascoso de los gritos y el tiroteo se habían calmado. Ya era tiempo de partir. Con un cáustico gesto, Jacob me indicó que fuera yo quien encabezara la acometida, sin creer jamás que me tomaría tan a pecho su mordaz actitud, lo que lo obligó a tacklearme contra el piso, pasando por encima de mí.

—Puedes pasar tranquilo —agregué yo, con el mismo tono sarcástico con el que él se había comportado, a la vez que me sacudía la cochambre de los ojos, con gran esfuerzo.

Sin mostrarse clemente por mi dolor, Jacob avanzó solo por el corredor, con su espíritu frágil, disoluto por una buena oratoria, la cual le había permitido justificar, maquiavélico, sus medios. Su actitud tampoco me sorprendió, es más, jamás se salió de la figura dentro de la cual yo supe estereotiparlo. Lo seguí como pude, corriendo a más no poder, sintiendo cómo el emparedado reclamaba por no haber sido digerido en el tiempo estipulado.

Penetramos en un pasillo disímil, que conducía a un colorido jardín. La que alguna vez fue mi madre habría ponderado aquel paraíso de orquídeas, rosas y margaritas, tan bien cuidadas, tan bien curtidas. Asimismo, la profunda semejanza que encontré entre éste y el del geriátrico que un día incendié, transformaba mis apologías y no hacía más que remover dentro de mí un sentimiento de mea culpa. La introyección sirvió también para recriminarme toda una vida de falacias sobre cuyos pilares he vivido, despertando en mí un sentimiento de impotencia y hiel.

La vitalidad de mi compañero -la cual no debería de sorprenderme puesto que tenemos casi la misma edad-se contraponía con mi holganza, no obstante, lo que más me preocupó fue su delicadeza por no dañar aquel jardín florido, dando pequeños saltos por un caminito de lajas para no marchitarlas. Su empatía por la naturaleza se podía comparar sólo con el amor que el fürer alemán supo cultivar hacia los perros. No obstante, me consolaba el hecho de que su maldad sin dudas sería inasequible.

Recorrí el mismo camino que mi compañero, hasta ingresar en la parte trasera de un garage antiguo, que acababa en una pequeña y silenciosa casita. Jacob comenzó a explorarla, extrañado (tal como me lo confesaría él mismo más tarde) por el nuevo destino al que nos habían enviado, acostumbrado a explorar sitios más recónditos y oscuros o, en su defecto, alegres y abarrotados de dinero. Preparó un café para sí y se sentó en la cocina, jugueteando con sus dedos, impaciente.

—El visitante de hoy será sin dudas el mejor que habrás conocido hasta la fecha. Mis padres supieron codearse con él durante una misión en Ucrania, en abril de 1986.

—¿Y ahora siguen en contacto con él? —lo interrogué, interesado.

—Yo sí, pero ellos no. Fallecieron a finales de abril en lo que los medios calificaron como un infausto accidente que continúa causando estragos hata nuestros días.

—¿Entonces fueron ellos los responsables de aquel fatídico accidente que se dio en Chernobyl?

—En efecto —aseguró él.

Se disponía a contar la historia cuando oímos que alguien estaba entrando en la casa. Al fin conocería a uno de los peces más gordos de la organización.

Aclaro antes que nada que, a diferencia de Themma, no tengo siquiera un atisbo de literato. Tampoco me caracterizo por lucubrar demasiado cada palabra antes de expresarla, por lo que intentaré no sonar demasiado contradictorio en mi narración.

Aquel día lunes, martes o miércoles (sólo recordaba que hacía no demasiado tiempo habíamos tenido nuestra cena dominical Ingrid y todo su equipo) simbolizó un antes y un después en mi vida. Allí, herido de muerte, tras haber dado fe de mi carácter mendrugo y asustadizo, presencié, pusilánime, el momento exacto en el que ella caía rendida a mi lado. Y por ella no estoy refiriéndome más que a mi salvadora. Ella, que había recibido un brutal disparo en la cabeza, comenzó a pronunciar una serie de murmuraraciones, lo cual me hizo pensar si no me hallaba enfrente de un odre.

Por fortuna, el Doctor Helling (Dios se lo agradezca) estaba tan obsesionado con proteger sus exclusivos aparatos tecnológicos, que la bala rebotó contra el cráneo de su hija, como si este último estuviera cubierto por una capa de acero indestructible. Atribuí, en un principio, que su causa no era del todo urgente. Después de todo, el proyectil ni siquiera había dañado su sistema y a mi ametralladora se le estaban por acabar las balas.

Con frugalidad, recogí mis ropas y cubrí mis heridas como pude, presionando con fuerza contra mi pecho, temiendo haber contraído alguna infección grave. El resto de mi cuerpo no presentaba herida alguna y mis piernas estaban preparadas para responder en cualquier momento. Sin nada más grave que unos golondrinos que estorbaban mis axilas, estaba preparado para actuar cuando fuera el momento indicado.

De hecho, una vez que las municiones se agotaran, avancé con cautela, como un crío que acaba de cometer una pillería, escudriñando por Estella y Mónica, las cuales estarían esperándome en la habitación contigua. Cargué a Clarissa entre mis brazos (a veces me gustaba llamarla por su verdadero nombre, el cual le confería mayor aspecto humano) y me dirigí hasta una pequeña puerta, que ante los ojos de cualquiera, habría pasado como una ventila. Toqué con mis dedos una cancioncilla, la cual ratificaría mi identidad, ingresando así a un inmenso cuarto en donde todo parecía tan insignificante comparado con el problema que, nunca tan bien dicho, tenía en mis manos.

Soy consciente de que mis dotes de escritura nunca me llevarán a ninguna parte. Es más, jamás osé con compararme con gigantes como Agatha Christie y Edgar Allan Poe, los cuales ocupaban la peana dentro de mi ranking de escritores favoritos.

El punto es que Estella y Mónica no dudaron en ponerse a la carga. Dejé en manos de la última el cuidado de Themma y solicité a Estella su ayuda. Ambas nos recostaron sobre las únicas camas que allí se encontraban. Mónica, quien había descargado todo un prospecto al respecto, dirigía ambiguamente ambas cirugías, indicándole a la pequeña de qué manera habría de recomponerme el pecho.

El trabajo tomó largas horas pero acabó con éxito. Themma continuaba dormida, mas su cirujana me aseguraba que no sería por mucho más tiempo y que no tardaría en sanar. Era un alivio que, después de tanto sacrificio, fuera su salud la que estuviera a salvo. Después de todo, los libero también a ustedes, mis amigos, de una prosa sin sentido, vacía y, como ya lo dije antes, algo contradictoria.




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