Capítulo 72
Jacob, quien había sufrido la apremiante espera, no tardó en abrir la puerta y arrastrarme como un niño hacia la salida. Lo hacía con tal determinación y fuerza que ni se inmutaba ante mis quejidos de dolor. Me anunció que ingresaría a la abacería de la zahúrda y nos conseguiría algo de lo cual alimentarnos. El abad me abandonó, no sin antes pasar por encima de mi estómago, demostrando cuán importante debía yo de parecerle.
Tras un anfractuoso recorrido de unos veinte metros, me puse de pie con algo de dolor pero con precipitación. No deseaba seguir profiriendo balidos ni continuar a la merced de sus caprichos, como si de un cometa se tratara, por lo que comencé a caminar en círculos concéntricos hasta esperarlo. Tras una larga espera, se apareció él, cargando un emparedado a medio comer y una lata de refresco. Me arrojó una bolsa de patatas fritas que explotó ni bien entró en contacto con el suelo y una botella de cerveza a la cual, por ventura, conseguí agarrar antes de acabar empapado y sumido en ese fuerte aroma.
—Odio decirte esto, pero deberemos esperar un rato —me anunció él, mientras le quitaba las fetas de queso a su sándwich—. Una manada de montaraces han iniciado una violenta balacera en un callejón cercano, atrayendo a la policía —continuaba peleando contra la rebanada rebelde, cuando notó que yo estaba recogiendo mi comida del piso—. Ten —me extendió un billete, al tiempo que peinaba su desmadejada cabellera y la arrojaba hacia atrás, con tintes de egregio—, cómprate algo decente. Tampoco te obligaré a alimentarte del piso.
«Hace un rato me comí unos buenos gramos de tierra» me dieron ganas de contestarle.
Irresoluto, avancé hacia el pequeño quiosquillo el cual (¡adivinen qué!) estaba manejado por el hombre más multitarea que conocí en mi vida. Le encargué un emparedado sólo de queso —mi madre siempre me decía que jamás aceptara comer jamón que no fuera de primera calidad—, al tiempo que verificaba mi mandíbula, con temor a haberme generado una luxación.
Al regresar, Jacob había acabado con éxito su palestra, colocando sin primor alguno, bolitas de queso sobre su mano, para arrojarlas lo más lejos posible. Al ver mi espantoso gusto y la primacía de aquel lácteo odiado, profirió la primer frase desde que estábamos juntos, que no estaba cargada de odio.
—Eres un peligro no sólo para el movimiento sino también para los paladares de bue gusto —bromeó él—. He allí el quid de la cuestión.
Realizamos un temprano desayuno con la calma que se merecía y Jacob se otorgó el privilegio de permitirse una hora de buen sueño, abandonando sus aires de erudición e imposición, preocupándose por un tema de suma importancia para el resto de los mortales. Se recostó sobre su silla, colocando con suavidad sus pies sobre la mesa, como si hubiera sido sometido a un sortilegio del viejo conserje para tornarlo amable (lo único que le faltaba a aquel sujeto era ser un viejo brujo). No opuso desaprobación ni tirria a mi intención de cerrar los ojos igual que él lo hacía.
De esta manera nos acostamos ambos pero sólo alcanzó llegar a su inconsciente Jacob, el cual parecía murmurar palabras de odio contra algún otro ser con el que estaría peleándose. Me causó gracia, incluso, que no le bastaran los tinglados de la vida real para, encima, permitirse vivir una pesadilla también en los sueños.
La indicación veleidosa de que permaneciera al margen de la situación, no hizo más que aumentar mi curiosidad y preocupación por su integridad. Si bien aquella puerta me propiciaba la tranquilidad suficiente para saber que ninguna bala me volara los sesos, estaba segura de que Thiago se encontraría en problemas en medio de aquella verbena, una verdadera lluvia de proyectiles a los cuales desafiaba.
En el mundo de la vida cotidiana, los viandantes vivían preocupados por si tal o cual lo engañaba o si este o aquel resultaba más hipócrita y descarado. No obstante, en una cavidad inferior, mi visión biónica me permitía observar un espectáculo sangriento y aterrador. Thiago se paseaba por toda la sala, saltando de un lado al otro vituperando cada desacierto de la ametralladora, seguro de que jamás podría acabar herido.
De pronto, se escuchó un grito desgarrador. El vocinglero no era nadie más que mi propio compañero, recibiendo su merecido por haberse creído zumbón ante un espectáculo capaz de matar a cualquiera. Obedeciendo a mi instinto protector, me decidí por ingresar a la zona del crimen, desatendiendo a toda advertencia que se dibujaba en mi tablero visual. Deslicé con brusquedad mi mano sobre el picaporte y me arrojé de bruces al suelo.
Cualquiera que hubiera observado mi andar reptiliano en otro contexto, se habría descostillado de la risa; mas en aquella ocasión, arrastrarme consistía la mejor opción de escape. Lo primero que hice fue localizar el cuerpo de Thiago, desplomado sobre el piso. Rogando de que aquello no fuera más que un letargo, intenté acercarme a él, en vano. El arma aún continuaba disparando una gran provisión de balas que todavía le quedaban. Me encontré en una encrucijada: salvar a Thiago y luego apagar la máquina o viceversa.
Pude percibir que el herido presentaba una respiración débil, cargada de dolor. Compadeciéndome de él, y viéndolo más capacitado para lograr expandir mi revolución al mundo, acudí a su rescate sin dudarlo dos veces. Me coloqué de espaldas a la ametralladora, protegiéndolo con mi cuerpo y le quité su chaleco sin dudarlo demasiado. Lo primero que hice fue explorar si alguna bala se había colado por su pecho y me encontré con una situación demasiado comprometedora: un proyectil perdido había acabado en su costado izquierdo, muy cercano a su corazón y no había conseguido salir, lo cual complicaba cualquier intento de reanimación.
Hice uso de mis uñas para abrir con dificultad su carne. Mis instrucciones cerebrales manejaban a la perfección cada movimiento de mi bisturí improvisado para evitar cualquier paso en falso. En repetidas ocasiones varios disparos rozaron mis costillas y uno de ellos casi impacta contra mi nuca, mas eso, lejos de acobardarme, reafirmaba el éxito de mi empresa. Recitando pequeñas plegarias, comencé a hurgar entre sus músculos, empapándome la mano de sangre, palpando todo cuanto me encontraba, a la vez que incitaba a Thiago a que no dejara de luchar.
Tras un momento de desesperación, alcancé por fin mi objetivo: el pequeño pedazo de plomo reposaba en mis manos. Sin dejar que el tiempo corriera, cosí como pude el pecho de Thiago, arrancando un hilo de su chaqueta y hurgando en sus bolsillos buscando cualquier objeto útil. Él, que se encontraba demasiado adolorido a consecuencia de la falta de anestesia, extendió su mano y me indicó el sitio en el que conseguiría lo que buscaba: una pequeña puerta, a más de cincuenta metros de distancia. Su gesto de asentimiento me aseguraba de que podría resistir, otro tiempo más.
Pese a todo, mi negligencia acabó con todas sus esperanzas de salvación. Sin cuidarme de las advertencias, me apresuré por arribar a destino sin sentir que, justo detrás de mi cabeza, había un proyectil no tendría piedad de mí.
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