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Capítulo 71

Mi cuerpo sentía como, a cada intacto, aquel tósigo disfrazado de tinta serpenteaba por mis venas. Los aristócratas habían tronchado toda expresión de dolor que podría haber sido emanada por mi boca, colocándome uno de ellos —el más tripón de todos— un pañuelo para evitar cualquier escándalo. El resto de los balandrones habían ceñido un círculo a mi alrededor y, conscientes de que nadie sería capaz de atravesar tal barrera humana sostenida por el dinero, actuaban como si nada estuviera ocurriendo. Algunos de sus comentarios, por cierto, me hicieron zaherir, en especial aquellos que criticaban mi cobardía. En un tono adulón, Miguel reconoció el magnífico trabajo del tatuador con un apretón de manos y un cheque por una jugosa cantidad de dinero.

A continuación, le vino el turno a otro zagal, este ya más preparado —tal como lo indicaba una pequeña estrella negra junto a su cuello—, el cual llegó incluso a zuzar al encargado de la carnicería a que hiciera su mayor esfuerzo por demostrar su crueldad. Una vez acabado el trámite, no precisó de la valquiria que no cesaba de desinfectar una y otra vez mi pierna. Todos celebraron con vítores su valentía, relegándome a un segundo plano.

A continuación, para calmar la modorra, nos propiciaron unas copas cuyo contenido ignoraba y que, ni bien entró en contacto con mis labios, me vi obligado a regresarlo a su recipiente, con delicadeza. Acto seguido, desenvolví el paquete de un pequeño chicle, y comencé a masticarlo esperando que, después de tanto rumiarlo, me regresara el buen sabor a mi lengua. Los magnates condenaron con vehemencia mis actos, a los cuales clasificaban como dignos de un abolengo menor, hasta el punto de llegar a susurrar: 《«obre, a este jamás le han dado de probar ginebra de la buena».

Luciana se había apartado de mí en el momento en el que me convertían en un cordero partícipe de una manada de lobos, y ahora demostraba su propensión por aquel petulante muchachito de orejas perforadas que tanto había despertado la atención en el grupo. El mismo, tal como después me enteraría, se llamaba Jacob y había ingresado en el grupo tras una insoslayable llamada, tras enterarse de que nuestro presidente se encontraba maquinando un plan en contra de un grupo terrorista radicado en los Balcanes, del cual toda su familia formaba parte. El adolescente incitaba a la maledicencia y su cabello rebelde que caía con brusquedad sobre su ojo derecho, sin dudas llamaría la atención de más de una mujer.

El hospedador apartó a Luciana y otro grupete formado por tres señoras de edad avanzada y las invitó a pasar a un cuarto aislado  y tan ígneo que parecía iluminado por el propio sol. El resto del grupo —Jacob y yo incluidos— fuimos despachados y se nos ordenó que disfrutáramos de la fiesta.

Tardé unos minutos en encontrar el baño, el cual parecía que jamás se desocuparía. Una vez dentro, regresé el poco alimento que había consumido durante el día y  me levanté el pantalón para observar aquella marca que demostraba que, a partir de ahora, nada sería parte de un juego. Al salir, aún saboreando el ácido gástrico que acababa de quemar mi esófago, me encontré, del otro lado, con el rostro inquisidor del gran Jacob. Sus ojos celestes y unas diminutas pecas en su nariz contrastaban con su torva sonrisa, en suyo extremo se dibujaba la cicatriz de una incisón reciente.

—Veo que el destino está predestinado a unirnos, mi amor —agregó el histrión, con un dejo de sarcasmo que guarnecía cualquier otra connotación que aquella frase podría implicar.

«Cada vez que pienso que algo no puede empeorar más, lo hace» concluí para mis adentros. Mi espiral de pensamientos comenzó a verse interrumpida a medida que mi nuevo compañero me arrastraba hacia la pista, sin importarle siquiera el hecho de que mis manos estuvieran sucias.

Lo acaecido a continuación no fue más que una sucesión de hechos farragosos que permitieron que mi esperanza por la humanidad —la cual en el gráfico de barras que se dibujaba en el cerebro ya alcanzaba el tres por ciento— se incrementara, aunque fuera sólo un poco.

Thiago, quien se había bifurcado de la puerta, realizando algunas apariciones súbditas, procurando que yo agotara con negligencia mis provisiones, se limitaba a esconderse cual liebre asustada, cimarrón a cualquier tipo de contacto con el plomo. Se apareció al tiempo, ostentando un chaleco antibalas de unas tallas menores, que apenas le permitían moverse con facilidad.

Cerró la puerta dándome la espalda, seguro de que no me atrevería a atacarlo. Y estaba en lo cierto. Permanecí inmóvil, esperando que fuera él quien diera el primer paso. Thiago, por el contrario, se asemejaba a un tigre al acecho, esgrimiendo sus garras, enfocando sus ojos avellana en el pedazo de hierro que colgaba de mi mano.

—Te ha llegado la hora, Clarissa —anunció, pronunciando aquel nombre al que él mismo había calificado de anticuado.

Mi sistema fijó las cordenadas para el punto al que llamó «FRENTE DEL ENEMIGO», realizando un análisis sobre su cerebro, buscando cuál sería el mejor momento para asestar mi único golpe permitido. Thiago se mostraba sereno, y sus ojos, los cuales oscilaban entre los míos y mi mano derecha, portadora del arma, no cesaban de desafiarme.

Tomé aire y le quité la traba a la pistola. El sonido ni siquiera generó un pestañeo en mi rival. Todo se mantenía en una calma y un silencio rotundos, los cuales no aceptaban ser interrumpidos. Pasaron dos minutos de completa quietud de modo que cualquiera que nos hubiera visto desde afuera nos habría tomado como estatuas de cera, hasta que por fin me decidí por disparar. Thiago, en lugar de alejárseme, imprimió un brutal salto contra mí, el cual desvió la bala, que acabó estrellándose por accidente contra una pequeña cajuela, que comenzó a incendiarse.

Con la ayuda de un pequeño matafuegos, extinguió las llamas en cuestión de segundos y, al acabar su hazaña, se vanaglorió de la misma, con esa sonrisa que tanto me gustaba.

—Creo que esta vez he sido yo quien te ha salvado —dijo él, acercándose hacia mí con sus brazos abiertos.

El pequeño circo que acababa de montar allí no era en absoluto de mi agrado. Su incendio provocado, lejos de causarme estupor, me originó una gran impotencia y un deseo inmenso por vengar las muertes que él mismo había provocado.

—Aquel que una vez fue un inocente y una víctima de un culpable, hoy se relame con la sangre de los de su propia calumnia —proferí, con gran odio contenido.

—Aún no comprendes que he hecho todo esto por amor, por nuestro amor, la más pura y justa de las causas que puede existir en el universo —alegó él, a la defensiva.

—No eres nadie para creerte superior a todos. Para disponer, con tu omnipotencia  (a la que debería de llamar impotencia), señalando con tu dedo acusador, a quién quieres vivo y a quién no. Te afanas por quebrantar los principios morales más estrictos y vienes a reclamar que sea yo quien deba soportar tamaña humillación. No mereces estar de pie en este mundo, Thiago, claro que no lo mereces.

Él me miró, con lágrimas en los ojos, removiéndose con dificultad su chaleco, dejando al descubierto su pecho sudado, en cuyo hombro se notaba un raspón de bala, de mí bala. Sólo allí comprendí todo. Comprendí que si aquello no era una prueba de amor, no sabía qué más podía serlo.





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