Capítulo 70
Abandonamos el salón de inmediato una vez fui capaz de recuperar la compostura. Jacob, con los brazos en jarra, había permanecido a mi lado, incitándome a que me sanara pronto, alegando a que un encargado ya estaba esperándonos afuera. Devoré una última porción de pizza y lo acompañé, resilente. Él allanaba el camino y daría la voz de guardia ni bien percibiera el menor movimiento sospechoso. Por mi parte, mi mejor contribución sería la del silencio.
Nos inmiscuimos en una puerta alternativa, a varios metros del jolgorio general. Avanzamos por un pasillo bien iluminado y nos encontramos frente a un pequeño edificio, entrado ya en años, mas cuyas habitaciones continuaban en funcionamiento. Jacob saludó al encargado del lugar (el cual era bedel, secretario, guardia y encargado de la limpieza), el cual acababa de barrer las últimas bazofias, colocándolas en una gigantesca bolsa. Lo que sin dudas más me sorprendió fue que, a más de veinte metros de distancia, fuéramos capaces de oír el murmullo de la música en medio del tiberio.
Jacob se paseaba por el lugar, afanándose de no necesitar beneplácito alguno para atravesarlo, en búsqueda de la salida. El conserje ni siquiera se limitó a observarnos; continuó con su eterna rutina, intercalando gemidos cuando, compungido, sentía al ciático dándole el merecido propio de la gente de su edad.
Mi nuevo guía —el paso de mando constituía un acto y una componenda entre ellos en donde el único gran perjudicado era yo— daba grandes zancadas sobre el pequeño lugar, destruyendo con sus enormes pies todo a su paso, sin murmurar siquiera una palabra de arrepentimiento ni preocuparse por apartar a un lado a las víctimas de su premura. Una vez que ingresó dentro de un armario, encontró lo que buscaba sin gran dificultad —en aquella organización no había margen para error alguno— y salió del clóset, vestido con ropa cómoda y deportiva. Me encerró allí dentro y me ordenó a que me vistiera con la otra muda que reposaba sobre el único mueble allí presente: una pequeña mesita de luz, castigando con golpes de sus nudillos contra la puerta cada descalabro que yo generaba con mi lentitud.
Sin llegar al extremo de desbarrar, abrió con fuerza la puerta y me encontró abrochándome el cinturón de mi pantalón, el cual me había traído algunas dificultades. Considerando mi actitud como un intento adrede de dispendio de su escaso tiempo, estampó su queja sobre mi débil mandíbula, la cual no sintió pudor en comenzar a sangrar. Su acción violenta logró un efecto disidente al de sus planes y las circuntancias lo obligaron a llevarme a un baño cercano, a lavarme la cara.
—No creas que lo hago por compasión. Jamás lo haría y menos contigo —afirmó Jacob, ensoberbeciéndose de su rudeza.
Recorrimos el mismo camino de regreso y acabamos en una habitación colocada en el ala contrario. «Baño» rezaba aquel gazmoño cartel. Una pequeña estera se encontraba frente a la puerta. Al pisarla, una polvareda salió debajo de sí y comencé a toser como un histriónico, atacado por los ácaros. El viejo truco de la suciedad tras la alfombra propició un nuevo motivo para generar furia en mi acompañante, quien mascullaba insultos a diestra y siniestra.
El garbo que presentaba el baño —nótese el sarcasmo— no hacía más que asquearme. Allí dentro no había lavabos ni canillas; un pequeño retrete, que sabrán ellos por qué milagro conservaba la tapa, constituía el panorama completo. Desde afuera, se escuchaba el repicar de los zapatos de Jacob, el cual marcaba el ritmo de una canción inexistente, inapetente de haber generado tantos contratiempos para su operación relámpago.
Por mi parte, llegó mi segunda oportunidad de demostrarme a mí mismo que no era un mancebo temeroso hasta de un inodoro, mas mi instinto insistía en que aquel era el único sitio que ayudaría con mi herida. Esperando que el contenido de aquel sólo fuera inodoro, incoloro e insípido, levanté la tapa del mismo, rogando compasión. Cuando por fin abrí los ojos, descubrí que aquello no era más que agua y, con más disgusto que placer, removí la que era, ya, mi segunda marca física por mi participación dentro de aquel clan de hombres y mujeres desquiciados.
Nuestra malquerencia fue dejada de lado, a la vez que yo me esforzaba por comprender el plan que Thiago había elucubrado, en un momento de desesperación. Antes de continuar hablando, desinfectó el malhadado su hombro dañado y se colocó, con dificultad, un vendaje que rondaba la parte baja de sus axilas. Y yo, cual monigote, me quedé allí, observando la delicadeza con la que movía sus manos y la autosuficiencia que había adquirido en tan poco tiempo.
Abandoné mi posición de lucha y todo aquel intento de mondar, para sentarme como indios a esperar la fase dos de la idea que su pasmosa mente había estado maquinando en mi ausencia con el reconcomio de que pudiera serle tan útil como para su idea como él supo serlo con mis descabellados proyectos.
—¿Qué pasará con ellas? —lo inquirí, atemorizada por lo que les había ocurrido.
—No deberías preocuparte por pellejos ajenos, ya bastante tienes con el propio. Se encuentran en un sitio el cual no tardaremos en alcanzar —su tono de voz, imponente y neutral, se contraponía con sus ademanes suaves y tranquilizantes, los cuales me dieron una idea del juego al cual estaría dispuesta a jugar.
Me dirigió con delicadeza —como si se tratara casi como una invitación-—fijando sus ojos en los míos, permitiéndome descubrir aquel rostro decorado con pecas que tanta felicidad supo darme en mi pasado, hacia el pelotón de fusilamiento. Una vez allí, recordaría todos nuestros buenos momentos, ansiosa por revivirlos.
—Prefieres que te vende los ojos, ¿verdad? —continuaba él, con el truco de los gestos sugerentes, caminando hacia mí y depositando mi pañuelo sobre mi mano—. Colócatelo tú misma, no pienso tocar a un pedazo de chatarra —pese a ser consciente de lo que ocurría, mi ser enmudeció ante tamaña declaración.
Él cargó su ametralladora y realizó el protocolo como debería de hacerse. Se colocó una especie de lentes para proteger su vista de las explosiones y encendió el láser, el cual apuntó primero hacia mi frente con gran precisión, para acabar luego en la pared opuesta a la que se encontraba Thiago.
—Te ha llegado la hora. Es momento de que te rencuentres con tus amigas.
Para cualquier ignorante, sus palabras no hacían más que obedecer a un ejercicio mecánico, casi protocolar, con el cual pretendía dar a entender a sus superiores que no era más que su perro de caza, dispuesto a saltar sobre su próxima presa. Sin embargo, aquel que se hubiera detenido un instante, habría percibido como, con un suplicio ininteligible, me indicaba la puerta que debería de abrir.
—Las puertas del paraíso están abiertas pero cuidado, no ingreses antes de que Dios te llame o acabarás en la fila de los que se creen mártires —anunció él, con una nueva indirecta cargada de suspicacia, las cuales abundaban en aquel momento—. Arrójate al piso, vil bestia, y ruégale a tu Señor no desfallecer en el intento, el único en el que podrás escapar hacia un mundo mejor.
Siguiendo sus instrucciones sin vacilar, me dejé rodar, observando como Thiago se colocaba un casco y ropa protectora, cubriéndose de pies a cabeza, para luego disponerse a disparar. No obstante, su inteligencia natural, siempre un paso adelante que el resto de los mortales, lo inclinó a dar un último consejo.
—Te avisaré cuando comience a disparar, para que sigas con tus recuerdos tus últimos pasos. Sé selectiva, el tiempo es escaso y no conseguirás rememorarlo a todo.
Dio un suspiro, levantó su dedo pulgar buscando mi aprobación, me indicó que me colocara en cuchillas y, una vez ya listo, colocó el dedo en el gatillo y exclamó.
—¡¡A la una, a las dos y a las tres!!
Una catarata de fuego se levantó ante mis pies y realicé con premura la tarea que me fue encomendada. Con suavidad, deslicé mi mano en el picaporte e ingresé a un sitio más seguro. Una vez allí, me limité a oír la serenata mortal que Thiago había preparado para mí.
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