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Capítulo 64


Al despertarme a la mañana temprano, me vi sumido en una soledad absoluta. Sobre mi frente, prendiendo con celo, pendía una insignificante nota, cuyo contenido desconocía. Una vez frente al espejo, forcé a mis ojos para conseguir dilucidar las palabras sin tener que desprenderme aquel pequeño papel y sufrir las consecuencias. Una firma contrahecha, las cuales eran una costumbre para mi compañero de piso, coronaba el margen inferior, y una letra incomprensible parecía luchar por escapar de su prisión.

De un fuerte tirón, arranqué la pegatina de mi cara, procurando convencerme de que aquello no me dolería. No obstante, el ardor que sufrió mi frente fue muestra de mi estupidez y de mi pésima condición de figurante. El mensaje, que parecía haber sido escrito en dos patadas, se asemejaba mucho a los que solemos dejar a la hora de ir al baño, ir por la manutención o regresar tarde de la escuela; mas su contenido dejaba de ser tan inocente como en estos otros.

«David. Te alecciono que no salgas de aquí hasta que alguien no toque la puerta. Cuando lo hagan, síguelo con tus cosas, sin importar quién sea».

Su caligrafía denotaba que se trataba de una situación desesperada y los rasgones en los bordes de la pequeña hoja confirmaban mi teoría. Desdoblé el papel y lo oculté en el bolsillo de mi cazadora.

Comencé a realizar mis tareas de aseo personal como ya era una costumbre. Observé en el reflejo mi figura espigada y me lamenté por nunca haber sido afín a los deportes, al tiempo que emitía pequeños balidos con cada pequeña imperfección que abandonaba mi cara y acababa estrellándose contra el espejo. Una crema celestina me ayudó a ocultar las huellas de la masacre recién presenciada, justo a tiempo para que se escucharan cinco golpes en la puerta, uno con cada dedo, como los que dan los niños cuando desean molestar.

Todavía con mecimientos, me dirigí hacia la entrada, no sin antes proferir un fuerte «Ahí voy» para demostrar quién mandaba, que acabó en un lamento quejumbroso y compungido de garganta seca mañanera. Quien se ocultaba del otro lado de la puerta comenzaba a dar pequeños pasos para marcar un ritmo, costumbre inquietante de la gente de la dehesa, que me recordó por un instante a mi pobre madre. Y peor aún se materializó mi deja-vú cuando ella misma en persona se apareció delante de la puerta.

Vestía una blusa blanca y unos jeans desgastados e inmundos, los cuales parecían sacados de una degollina. Su rostro había perdido su esencia jovial y pronunciadas arrugas molestaban en su frente. Era evidente que ella aún no las había notado, de ser así, habría salido a la calle desgañitando en busca de un cirujano plástico.

—¿Qué haces aquí? —le inquirí, en un tono en donde se yuxtaponían la diatriba y la extrañeza.

—Lo mismo que tú —retrucó ella, relamiéndose el labio superior, el cual daba muestras de haberse encarnizado hacía instantes.

—Nunca esperes una respuesta concreta a una pregunta abstracta, ¿verdad? —sugerí, entre risas, en un tono que no hacía más que encomiar su fantástica habilidad para responder a todo aquel que se le cruzara por el frente.

—Por un día te pediré que me tomes en serio —me ordenó ella, a la vez que realizaba filigranas en la pared con la ayuda de sus largas uñas.

—¿Cómo me encontraste? —insistí, obnubulado por la incertidumbre.

—David, yo soy tu madre —alegó ella, cuya frase casi me saca de las casillas de la risa gracias al intertexto—, y conozco cada uno de tus movimientos —añadió, con aires de fulgor.

—Hueles como un guzgo y hablas como un jaguar enojado. No sabía que tuvieras habilidades para el espionaje.

—Ya era tiempo de que lo supieras —añadió ella, al tiempo que hurgaba entre sus senos y sacaba una cadenita idéntica a la que mi tío supo tener.

«AGENTE X307»

Versaba el de ella, muy por el contrario.

Mi cerebro, guillado por el dolor y la preocupación por la muerte, dejó que mis piernas funcionaran por sí solas y me acercaran hacia mi compañera. Ella, cuyo hidalgo gesto resaltaba una valentía absoluta e inexpugnable, se pertrechó contra la pared, esperando con impaciencia con los brazos en jarra y el ceño fruncido.

—Ya es tiempo de que pases la página o deberás llorar sobre dos cadáveres —seguía advirtiéndome ella, cual paloma heralda.

—No fue sólo un flirteo, fue la única persona que de veras me comprendió. Sentirías lo mismo si alguna vez muriera alguien a quien amas con todo tu ser.

—Me he visto morir mil veces y he presenciado las veces en que los demás creyeron ser capaces de influir en mi propia vida, tiñiéndola de sufrimiento y dolor. Considero a la resurrección ya no más como una palabra, sino como un dogma.

Y dicho esto, derribó la puerta de una brutal patada. Del otro lado, el grito agudo de una persona que se encontraba detrás, invadió el ambiente, obligándonos a ocultarnos tras los inmensos pilares que se alzaban a ambos lados. Un pequeño pero peligroso felino color negro no apto para creyentes del fetichismo, abrió el paso, persiguiendo a un niño expósito que acarreaba entre sus manos una pequeña rama a modo de arcabuz. El pequeño avanzó a paso ciego por el túnel, bamboleando su cabeza a modo de vaivén, hasta acabar con su paso incierto en una nueva habitación. El mismo niño, al cual habíamos lastimado minutos antes, nos dedicó una penetrante mirada a ambas desde la oscuridad, hecho que pudimos presenciar gracias a un súbito fulgorazo de luz, que resaltó sus ojos saltones.

En la habitación encontramos, sin gran esfuerzo, el segundo cuerpo que estábamos buscando. En este caso, Estella había sido amarrada a un inmenso poste y despojada de su último signo de inocencia. Sus brazos y piernas, desnudos y blancos, me impulsaron a la acción. Sin maquinar nunca en mi mente la idea de un doble luto, presioné sobre su pecho hasta el cansancio, en búsqueda de revivir aquel corazón débil y tan poderoso a la vez. Le ordené, asimismo, a Mónica que continuara con la labor, agobiada por el esfuerzo físico al que me había sometido, acabando en un letargo repentino, señal de que mi cuerpo se negaba a ayudar en más.

Por mi mente desfilaron las varias escenas que habían transcurrido durante todo el día, las cuales se veían sutilmente interrumpidas por las palabras de aliento que Mónica le pronunciaba al cadáver de mi amiga creyendo, con toda su inocencia, que sus esfuerzos traerían resultado alguno.

Fue ella misma la que se zamarreó tiempo después, reclamando por mi atención, tras haberse rendido en forma definitiva. Sus manos acariciaron las mías para darme fuerzas, mientras que su reclamo para que yo viera la luz se tornaba cada vez más pertinente. Al fin, me decidí. No podía seguir evadiéndome de mis problemas, parchando agujeros insustituibles con la memoria. Fue en el mismo momento en que abrí los ojos cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo: había sido la mano de la pequeña Estella la que estaba sujetándome.

Sin embargo, y pese a toda la felicidad con la que buscaba precipitarme sobre ella y fundirme en un abrazo, me percaté de que ya no estábamos en el mismo sitio. Mi hipótesis acabó por confirmarse cuando el cañón de una ametralladora me obligó a desviarme por un momento de todas mis dudas, para concentrarme en lo que de veras importaba: salvar mi pellejo.



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