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Capítulo 35

Las nubes que cubrían al sol ocasionaron un fulgor que incrementó la peligrosidad de la escena. Tras dos largas zancadas, Nemo se colocó sobre los adoquines y pasó al otro lado; todo esto, sin perderme de vista ni un segundo. Sus rodillas estaban manchadas con limo, de modo tal que se habían tornado marrones.

—¿Esta vez también te harás el valiente? —procuró sulfurarme.

—Soy todo tuyo —fue lo único que fui capaz de responder. Tampoco era muy conveniente seguir empeorando las cosas.

—Entonces comienza a buscar en su habitación —me obligó, como si la situación se tratara de una exigüidad: él, apuntándome con un cañón y yo, agradecido de que mis pantalones largos apaciguaran, aunque muy poco, el temblor de mis piernas.

El cuarto de mi tío era bastante espacioso, con su gran cama destendida en el medio, un par de cactus secos sobre una repisa y sus olorientas pantuflas dispersas por toda la habitación. Cada vez que levantaba la vista me encontraba cara a cara con Nemo, quien hacía mil mohines que sólo le parecían divertidas a él.

Tras una intensa búsqueda en donde encontré más de lo que quería encontrar (una agenda de bolsillo negra, una colección de revistas para adultos bajo la cama y un juego de sábanas manchadas con sangre), le comenté los resultados a mi captor, el cual insistió en hurgar una segunda vez, resignándose a aceptar la idea de que su instinto fuera falible.

—¿Se puede saber qué es lo que estás buscando? —el eco repitió mi última palabra.

—Yo qué se —confesó—. Un documento, una nota, un cajón con doble fondo; cualquier cosa que pueda servirnos de utilidad...

—¿Y se puede saber para qué quieres eso? Stuart no era, digamos, un hombre muy importante.

—No sabes nada sobre él —me aseguró—. Y, si llegara a contártelo, no podrás cruzar esta puerta para revelarlo —me conminó—. Probemos con su estudio —agregó, luego de unos insoportables minutos de silencio.

Nos encaminamos hacia allí, pisando con cautela de no despertar a los fantasmas que allí reposaban. Nemo se colocó unos guantes negros de látex (par único, por supuesto), obligándome a tocar cada cosa con los nudillos para no imprimir mis huellas dactilares en ella, algo que había hecho en la habitación, cayendo como un verdadero necio. Me sentí felonado por aquel que había prometido ayudarme.

El imponente escritorio de madera, lo único de la habitación que no tenía menos de veinte años, se hallaba casi vacío. En él, una rosa inmarcesible de plástico y un vaso con wisky a medio acabar constituían todo lo que se encontraba allí. Dos cajones, uno debajo del otro, completaban el panorama.

—¡¡Maldición!! —profirió Nemo al encontrarse con su siguiente intríngulis.

Stuart Maldonado parecía burlarse de nosotros desde nuestra tumba cada vez que el alambre que el criminal estaba usando para abrir la cerradura se doblaba debido a la presión. Él desapareció un momento para ir a la cocina y regresar con el cuchillo más afilado que encontró. Con tres certeros golpes abrió la tapa del escritorio, revelando el contenido del primer cajón: un viejo teléfono sin batería y un llavero que guardaba una única y pequeña llave. En el segundo encontramos una minúscula linterna, un resistente candado y una servilleta algo destruida por las cucarachas.

Los ojos de mi acompañante se iluminaron como si de una vieja cotilla se tratase. Gracias a la escasa luminiscencia que nos proporcionaba aquel objeto, conseguimos leer un par de datos aislados y, para mí, insignificantes. Los vítores y la expresión de alivio de Nemo reflejaban que no pensaba lo mismo que yo.

—¡Lo tengo! —exclamó, aliviado, al tiempo que guardaba el trozo de papel en su bolsillo.



Unos días más tarde nos dispusimos a continuar con nuestro reclutamiento de clones. Me había quedado pendiente el llamar a Matteo para invitarlo a unirse al clan, problema que solucionaría dentro de poco.

El komorebi filtrándose por debajo del portón del garage me obligó poco a poco a ir abriendo los ojos. Thiago continuaba abrazado a mí, con el cabello tan enmarañado que me causó gracia. Procuré no rozar su torso desnudo con mis brazos mientras maniobraba para desligarme, a regañadientes, de sus brazos protectores.

Susana se había ido a trabajar más temprano; tenía doble turno ya que los Killigan celebrarían una fiesta esa noche y querían que todo estuviera limpio y brillante para entonces. Agendé un recordatorio mental para agradecerle todo lo que estaba haciendo por nosotros.

Me preparé una taza de té junto a unos tostados, a la vez que estudiaba la pequeña tarjeta que Matteo me había otorgado semanas atrás, mucho antes de que todo esto pasara. Pese a que estaba algo húmeda todavía (la pobre Susana no se había percatado de ella a la hora de lavar nuestra ropa), el número telefónico aún podía deducirse.

El aroma del pan quemándose despertó a Thiago, quien gruñó desde el colchón que estaba apoyado sobre el piso. Me volteé para dejar que se cambiara en paz (no teníamos puerta y, en consecuencia, una privacidad casi nula en aquel lugar), mientras terminaba de endulzar mi desayuno.

Comimos en silencio, consumidos por el hambre, mientras cada uno miraba su teléfono un rato, el cual ya se había convertido en un uebo para ambos. Al acabar, levantamos los platos y los fregamos a mano.

Antes de salir de compras le insistí a Thiago en que deberíamos de contactarnos con Matteo. No podía soportar la idea de que aún seguía sufriendo. Marqué su número y esperé un largo rato hasta que me saltó la voz molesta de la señora del contestador. Insistí en dos ocasiones más, con idénticos resultados. Decidí, muy contra mi parecer, que lo mejor sería dejarle un mensaje.

—Hola —procuré que mi tono sonara lo más eufónico posible— Matteo, soy Clarissa, ¿me recuerdas? La chica loca que llevaste a su casa hace unos días —bromeé—. Mira —comencé— me gustaría invitarte a que formes parte de un grupo en donde buscamos venganza por la opresión a la que estamos siendo sometidos los clones. Ya sabes, con lo que me has dicho sobre tu jefe... En fin —intenté concluir, para no acabar gastándome una fortuna en el teléfono, sobre todo, ahora que David había cambiado todas las claves de su cuenta bancaria—, me gustaría de que formes parte. ¿Qué dices? ¿Te sumas? De ser así, respóndeme la llamada lo antes que puedas.

Con el trabajo ya realizado, nos vestimos sin mucho dasdismo para ir al mercado, a fines de buscar los mejores precios posibles. Si teníamos que vivir a base de fideos con salsa para acabar con la injusticia, con gusto lo haríamos. Los mejores logros implican inmensos sacrificios.

Caminamos por toda la ciudad con los bolsones de frutas a ambas manos, deteniéndonos en cada tienda de mascota que encontrábamos, para satisfacer la manía de Thiago con los gatos, que lo asemejaban a un auriurafílico.

A las dos de la tarde, media cuadra antes de regresar a casa todos cansados y sudando la gota gorda, mi teléfono vibró. No pude suprimir una sonrisa al descubrir quién era el que llamaba. Atendí de inmediato, esperando encontrarme con la dulce voz de Matteo del otro lado mas, muy a pesar mío, me llevé una desagradable sorpresa.



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