Capítulo 28
Mi madre me notó más desazogado de lo normal, mas no insistió en preguntar. Con todo lo que venía pasándome desde que había adquirido a Clarissa, no tenía por qué no comportarme de ese modo. Le agradecí en silencio.
Llevaba debatiéndome durante todo el día sobre qué hacer. Apriñé la medalla contra mi pecho, la cual emitía destellos de luz al reflejar el fuego de las velas que había colocado mi madre en honor a su hermano. Sabía que en esa chapa de segunda mano se encontraba el secreto que mi tío quería que yo conociese, caso contrario, el encuentro fortuito (ahora que lo pensaba bien, podría tratarse de algo para nada casual) con aquel sujeto no se habría producido.
A veces me pregunto por qué soy tan estúpido. En otras ocasiones, en cambio, la pregunta se vuelve certeza. Y aquel día lo confirmé.
Al mediodía del jueves, insistí en ir de compras yo mismo, propuesta que anonadó a mi madre. Encantada, me tendió su bolsa ecológica de un gatito y se tiró en el sofá, respondiendo mensajes de una joven actriz que la había contratado tras haber peleado con su manager, el que también era su esposo, en una discusión que había tirado por la borda su carrera. Rosita no había llegado aún, lo cual se reflejaba en la montaña de platos grasos que se apilaba en el fregadero. Me calcé mis gafas de sol para parecer más rudo y escondí la medalla de mi tío en el bolsillo de mi campera estilo universitaria.
El resto de los pasos antes de llegar a nuestro encuentro fueron banales, por lo que me limitaré a decir que nada cambió demasiado: la misma avalancha de gente, los empleados inútiles, los precios contradictorios... Sin embargo, al salir, dejé de preocuparme por un par de paquetes y comencé a temer por mi propia vida. Algo dentro de mí me gritaba que no entrara allí, que sólo me encontraría con más problemas de los que ya tenía, pero no pude hacerle (o hacerme) caso. Necesitaba honrar a mi tío concediéndole un último deseo.
La escena pareció rebobinar y comenzar igual que ayer, como si de una proyección se tratara. Esta vez, decidí gastar unos cuantos dólares para ayudar a la pobre artesana y arrojé unas cuantas monedas a los huérfanos, con la esperanza de que aquello sirviera para recordarme lo buena persona que solía ser antes.
—Estoy buscando a un tipo duro —interrogué al primer motoquero que me encontré, el cual pareció sorprenderse por mi voz ronca— de cabello colorido —aclaré—. Si mal no lo creo, se trata de tu jefe.
—¿Cuál es la razón? —inquirió él, a la defensiva, como un manual de modales muy bien aprendido.
—Esta —le mostré el dije y lo moví hacia los lados, encantado de ver cómo el movimiento de sus globos oculares acompasaba el de mi mano. Lo único que faltaba era que saliera tras él y sacudiera la cola.
Se escabulló y consiguió perderse en unos recovecos mal iluminados. Me quedé solo, más bien, enfrente de una anciana que prometía leer la mente en base al pocillo que dejaras en el café. Me reí tanto por dentro de la tarotista que creí que su predicción sería: «Te vas a enfermar después de esto. No sabes hace cuanto no lavo esta taza».
—Hola —le dije, intentando evitar el tono socarrón que se me solía escapar en tales circunstancias—, vengo del presente a conocer mi futuro.
—O quieres saber el futuro para comprender tu pasado —respondió ella, calmada, sin dejar de preparar el café.
Mi corto alcance neuronal no alcanzó a dar la sinapsis suficiente como para entender qué demonios estaba diciendo. Aún así, bebí el café de un trago, tratando de no pensar cuántas bocas habían bebido de allí antes y en la cantidad de microbios que entraban a raudales en mi esófago.
—Déjame ver... —encendió la linterna de su teléfono. «Al fin se adaptaron al Siglo XXI» pensé, con cinismo—. Lo que puedo ver es que tuviste un daño muy grande hace muy poco que aún te cuesta sanar. El mañana tampoco te ayudará en tu proceso interior, pero poco a poco conseguirás superar todos los obstáculos que se te presenten, de alguna forma u otra.
Me quedé estupefacto y me retracté de todo lo que había pensado de ella y su séquito de adivinos, extendiéndole un billete de diez dólares como ofrenda de paz. La señora se rió de mí y de mi actitud, mientras tomaba el dinero y lo guardaba en su bolso.
—¿Có...mo lo hizo? —titubeé.
—Te sorprendería saber lo sencillo que es mi trabajo. Siempre un buen observador tiene ventajas. ¿O acaso pensaste que me iría por las ramas? De hecho, sé más de ti de lo que crees. Los noticiosos te convirtieron en una celebridad. Ahh, y gracias por el dinero —concluyó, poniéndose de pie para desarmar su lugar de trabajo—. Ahí viene el jefe —me señaló con la mirada—. Sería prudente advertirte que no se lleva muy bien con los que se hacen rogar.
Y sin decir más, desapareció como por arte de magia.
Por la tarde, recibí un texto de Estella invitándonos a todos a tomar una merienda en su casa, aclarándome que me presentaría a alguien muy especial.
«No es lo que tú crees, boba. Apuesto a que nadie te sentaría tan bien como el galán de secundaria que tienes. A propósito, ¿lo invitaste a salir?»Me había dicho.
Susana no opuso objeción alguna, por lo que caminamos rumbo a la casa de la pequeña. Debo reconocer que, para ser mayor, aquella mujer tenía más estado atlético que yo (otro de los defectos que había heredado del inepto de mi creador).
La casa se asemejaba más a una mansión. Pude ver también el viejo Ford de Clark aparcado en una esquina y el Alfa Romeo de Sebastian dentro de un cobertizo. Tal como lo indicaban los vehículos, habría reunión general. Hundí mi dedo huesudo en el timbre y escuché una relajante melodía del otro lado.
Estella acudió al llamado tras gritar un «Ya voy» desde la ventana. Cuando nos abrió, aún no terminaba de plisar su falda ni acomodar su cabello. Se disculpó con nosotros por lo impresentable que estaba y se refugió en el sanitario durante unos diez minutos.
—¿A ustedes también los invitó? —le había preguntado a Sebas, quien asintió con la cabeza.
—Al menos supongo que sabrás más que nosotros dos —aventuró él.
—Si saber más es no tener idea en absoluto de lo que ella planea sí, acertaste —bromeé.
La madre de la niña nos alcanzó patatas y refrescos a cada uno de nosotros, antes de echar el cerrojo y esfumarse del mapa como si no existiera. Se notaba que su hija le había dado órdenes muy claras.
Estella se apareció maquillada de más, con un peinado que resaltaba el color cobalto de su cabello y le quedaba de maravilla. Detrás de ella, o debería decir refugiada tras mi amiga, una joven de unos trece años se nos acercó, con los brazos en jarra.
—Les presento a mi amiga Virgine —se volteó para mirarla y moduló en forma exagerada—. Ellos son Clark, Thiago, su abuela Susana, Sebastian y Clarissa, que ahora se hace llamar Themma.
—Es un gusto conocerlos —intentó formular ella con sus labios, mas nada salió de ellos.
—Es sordomuda —aclaró Estella—. Nació así y los médicos no pudieron hacer nada por ella. Pero eso no importa, ella es genial de todos modos —comenzó a hablar en lenguaje de señas al tiempo que nos servía de traductora—. ¿Sabes una cosa? A veces te envidio. Desearía ser sorda cuando mamá me reprende y muda para cuando me entregan el boletín de calificaciones.
Todos, incluida Virgine, nos reímos. No obstante, aún estábamos expectantes por conocer la propuesta. No por nada te envían un mensaje pidiendo una convocatoria urgente.
—Es probable que se estén preguntando qué hace ella aquí o, más bien, cuál es el propósito con el que se la presenté. Verán, considero que nuestro equipo necesita una mensajera a toda costa y ella es nuestra mejor opción. Nadie podrá sacarle información a ella y sólo se comunicará con nosotros, con un lenguaje que inventamos juntas. No me miren así —se ruborizó, adelantando la exposición que vendría a continuación— porque habrá algunas señas propias de niña de diez años.
Recibí el archivo de Estella con los datos alusivos y no tardé en ponerme en contacto con la joven sordomuda. La dueña de la casa también les compartió el archivo a los otros miembros del grupo.
—Ya sé que todos odian la escuela, pero me temo que a esto se lo deberán saber de atrás para adelante y viceversa —su tono se tornó mucho más maduro.
—Pensé que a las órdenes las daba yo —bromeé.
—Hay momentos en donde es mejor dejarse llevar.
—¿Y cuál será el primer mensaje que enviaré? —indagó la propia Virgine, con veloces movimientos de manos y brazos.
—Una epístola de muerte para Ofelia Martínez —sugerí, con una inmensa sonrisa torva de oreja a oreja.
—Me gusta tu idea —asintió Thiago—. Yo me uno a la campaña. Y me atrevería a afirmar que conozco a nuestra segunda víctima.
Thiago se había convertido en un ser despreciable, de los de mi calumnia. Me recriminé el haberlo convertido en esa clase de personas, un reflejo de mi ser y mi odio. Después de todo, ambos teníamos una buena razón para hacerlo. A partir de ese entonces, nadie se atrevería a jugar con nosotros. Al menos no con las cartas marcadas...
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