Capítulo 25
Tras el inmenso golpe bajo que todos habíamos presumido, ya poco quedaba por hacer. Por un lado, conocíamos el paradero de Clary y a sus acompañantes. Por el otro, el país entero los estaba buscando. Ya era hora de que cranearan un poco y admitieran su derrota.
En nuestra segunda reunión general, con Emma Helling ya presente, resolvimos que, para nimbar la caída definitiva de nuestros enemigos, debíamos rematarlo a mi manera: incendiando la vivienda de Susana con ellos dentro . Luego, recogeríamos sus cadáveres y los defenestaríamos desde la ventana del crematorio y nos bañaríamos en sus cenizas (si algo de alocado tiene este plan, agradecería que se lo agradecieran a la joven Helling, a quien se le ocurrió mientras se apipaba en un importante banquete que su padre había dado para celebrar su éxito).
Conforme al plan, Michelle fue maquillada con minuciosidad por sus estilistas hasta parecerse a una vendedora ambulante de cepillos, que se pasearía ya caída la noche por el barrio de ancianos. Su aspecto era impactante y sus delgadas piernas se cubrieron con una delgada capa de mugre.
Ya por la noche, cada uno se disparó en un punto cardinal diferente, acordando las ocho de la noche como hora de actuar. Yo me vestí de paisano, con una camisa que me bailaba y unos pantalones en donde podrían haber cabido cinco Davids. Anexé, además una cuerda a mi atuendo, por si acaso fuera necesario apersogar a los reos.
El camino fue algo extenuante; no estaba acostumbrado a caminar cinco kilómetros (pese a que durante más de dos años mi madre había insistido en contratar a un entrenador que me ayudara con mi estado físico) y la gente tampoco ayudó. Unos críos me rodearon haciendo círculos con sus bicis al tiempo que gritaban «No llegarás lejos». También, más de un perro inútil comenzó a ladrarme como loco, arrojando fuertes mordiscos al aire y rasgando mi pantalón en varios costados.
Cuando pasé cerca de un edificio con Wi-fi recibí un mensaje de Michelle en el que me contaba que había tenido un pequeño trastorno en su viaje tras perder un colectivo y que llegaría un poco más tarde. Eso me sirvió para tomar aire un rato y beber una buena bebida energética que me levantó los ánimos.
Me paseé un rato por el centro comercial, tratando de no recordar a mi tío difunto siendo hendido por una mocosa de diez años. Envié un par de respuestas a mensajes de mi madre, preocupada por cómo iba el plan, y retomé camino.
Una vez ya al final del camino, pasada media hora desde las ocho, me encontré en la entrada de la Residencia Esperanza y esperé a mis compañeros. Una vez que Michelle se apareció, con su bolsa de cepillos ahuecada, nos colocamos a una distancia prudencial y esperamos por su actuación.
La ahora vagabunda cojeó hasta la pequeña casita y tocó fuerte la puerta. Sin embargo, nadie abrió, pese a que la luz estaba encendida. Comenzó a escucharse una fuerte música desde adentro, lo cual sin dudas molestaría a más de un vecino, pero Michelle intentó por segunda vez.
—¿Qué quiere? —la propia Susana la atendió tras brutales timbrazos que arruinaron por completo el aparato.
—Disculpe que la interrumpa, señora, pero, por casualidad, ¿no necesita usted un cepillo? —comenzó a decir nuestra aliada.
Susana miró hacia todos sin disimulo, obligándonos a ocultarnos tras un matorral con espinas, que arruinaron mi cara más de la cuenta (estaba seguro de que, en boca de Clarissa, había dejado de ser un choclo para convertirme en un rayado). A continuación, la vieja la miró de pies a cabeza y se decidió por expulsarla, extendiendo el brazo cual jefe que cesantea a un mal empleado.
—Déjese de disfraces, señorita Rogers. Ya estamos grandes para eso, no me diga que aún le gusta jugar a la vagabunda —le atacó Susana—. Aunque, lejos de ser una careta, así debería vivir siempre.
Ya estaba cerrando la puerta cuando Michelle intentó con un último truco.
—Por favor, señora, estoy embarazada y necesito dinero para mantener a mi otro hijo. Se lo dejo a un dólar, si le parece.
Susana suspiró con elegancia y dio el golpe final.
—¡Encima tienes la desfachatez de querer robarle a tus enemigos! —gritó—. Vete, vete de aquí antes de que llame a la policía. Y, si acaso tu hijo se llama David Cecil, me alegraría mucho no contribuir contigo para salvar su pellejo. Y, si tú adoras tanto el tuyo, te recomiendo que te alejes de él lo antes posible. ¿Comprendiste?
Si no hubiera sido por mi espectacular sistema de escaneo de retinas, jamás habría identificado a aquella mujer. Había sido una buena jugada de David, a decir verdad, que podría haber engañado a la verdadera Susana, pero no a mí, razón por la cual acudí yo en su lugar.
Aquel joven —que había intentado, en vano, macerar a la anciana para investigar nuestro paradero— no dejaba de sorprenderme: ahora se ocultaba tras unos arbustos de cincuenta centímetros y procuraba que yo no lo descubriera. Sonreí al ver como las espinas le raspaban su cara porosa.
Una vez que la periodista desapareció de nuestra vista, Thiago comenzó a zapear mientras Susana preparaba la cena, unos deliciosos rótolos de verdura y yo intentaba darme una ducha. Sin embargo, al abrir la canilla y los brazos para esperar la catarata el baño pareció burlarse de mí.
—¿Alguien sabe qué le ocurre a esta cosa? El agua no sale —protesté.
—Tampoco de aquí —Susana abrió el grifo de la cocina para demostrarlo—. Debe de haber sido un corte general, aunque el noticioso no me ha informado de ello. Al menos —bromeó ella— el agua alcanzó para Thiu, El Pestilente.
Todos nos echamos a reír. Ya eran de mi conocimiento las anécdotas de Thiago al salir del gimnasio todo sudado. Un día, hacía unos cuantos años, en el que su abuela estaba preparando empanadas árabes y se le había acabado la cebolla, llamó al niño y acercó su axila a la olla. En aquel momento, su nieto se enojó tanto que casi se marcha de la casa, pero luego aquello pasó a la inmortalidad como un motivo de risa. Me alegré de que Thiago no se hubiera separado de su nona, que tanto había dado por él.
Susana nos alcanzó un alcohol en gel (para ella la higiene era algo básico) para reemplazar al agua, con el que desinfectamos nuestras manos antes de comer. Ya en la mesa, comencé a sentir un suave hedor a quemado, mas no apercibí a la anciana ya que me parecía demasiado trivial. Thiago había preparado un delicioso pastel con crema de postre, con el que me embarduné las manos y la cara, lo cual provocó grandes carcajadas.
Poco a poco, el olor a quemado comenzó a penetrar por debajo de la puerta de chapa y supimos que se trataba de un incendio. La mujer, con una actitud sobreprotectora, tomó el palo de amasar y arremetió contra una ventana —la cual había sido trabada intencional y deliberadamente desde afuera— y nos proporcionó una vía de escape.
Ya me estaba aventurando por ella cuando me di cuenta de que Susana aún seguí dentro. Junto a Thiago la ayudamos a salir, empujándola a tramos y dejándola sola en otros, procurando que dejase de calafatrar la salida.
A continuación, el joven me arrojó por la ventana como una flecha y, tras mío, repitió su hazaña. Nos apartamos hacia un lugar seguro y desde allí observamos los restos de la hermosa casita, convertida en una intensa llamarada anaranjada y una bola de humo. No fui capaz de mirar a Susana a los ojos, pero esbocé en mi mente una disculpa.
Los ancianos estaban revolucionados y llamaban enloquecidos a los bomberos. Los tres observábamos, impactados, las consecuencias de nuestro ridículo plan para cambiar la vida de los clones. No pude contenerme y abracé a la mujer, quien bien podría haber apagado el incendio con sus lágrimas.
No obstante, el momento íntimo no duró demasiado tiempo cuando noté unos pasos que se encaminaban hacia mí. No se trataba de las determinantes pisadas de Thiago; más bien eran de las torpes zancadas de David. Giré mi cuello ciento ochenta grados (habilidad que, al igual que mi enemigo, desconocía) y lo observé.
Su silueta se iluminaba con las lenguas de fuego por detrás. Llevaba puesta una camisa empapada de sudor que se le adhería al cuerpo y unos pantalones ennegrecidos. Su sonrisa, torva, mostrándome la totalidad de sus dientes desaliñados contrastaba con el rojo de sus ojos, que se clavaban en los míos. En su mano derecha, una antorcha reducida a astillas me decía todo.
—Apuesto que te gustó esta bromita, ¿verdad? —su voz cambió a un tono burlón—. Esta doctora necesitaba probar las medicinas que receta.
Me guiñó un ojo, cómplice, y se perdió en la distancia.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro