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Capítulo 148

Dormí sólo unos cuarenta minutos, mas fueron los más placenteros y a la vez cortos de toda mi vida. El capataz nos levantó a fuerza de silbatazos, irrumpiendo en nuestra habitación marcando sus pasos con una fuerza demoledora. Los muchachos se levantaron de inmediato, con el ya típico salto gracias al cual varios de ellos se habían lastimado sus frentes con la cama de arriba. Apenas podía mantenerme de pie; Nemo me había prometido una dosis doble de café, mas parecía ser que el cansancio venció su promesa. Por consiguiente, me apoyé en el borde de la cama e hice un esfuerzo hercúleo para mantenerme de pie. Mi aspecto tampoco constataba demasiado entre las decenas de rostros cadavéricos y ojerosos que allí podían verse. Me calcé mi ropa de entrenamiento, mas al ver que los demás optaban por un uniforme más formal, procedía a cambiarme de inmediato, presumiendo que ellos conocían algo que yo ignoraba. Con toda la incertidumbre que pude acaparar en aquel momento, me dirigí junto con los demás, casi cerrando la fila, zigzagueando en las mismas curvas y avanzando con la cabeza en alto por los pasillos.

En el camino sentí que un brazo me rozó. Me volteé y encontré a mi ahora primo Nathaniel, quien había acompasado el ritmo de sus pasos para andar a mi lado. Le dediqué la mejor sonrisa que mis escasos minutos de sueño me permitían dirigirle.

—¿Cómo ha salido todo? —musitó, en un volumen casi ininteligible que me obligó a agacharme un poco para percibir sus palabras con claridad.

—Tal como tu padre quería que saliera —añadí, sin más.

Por ventura, la oportuna llegada al comedor me desligó de una conversación incómoda. Nathaniel reservó los asientos para ambos, al tiempo que me incitaba a que fuese yo quien pidiera primero el aperitivo del día.

—Ya que no disfrutaste tu última cena, al menos hazlo con el desayuno —me dijo el pequeño, con sorna, al tanto de lo que el destino me deparaba.

No respondí, sino que me dirigí siguiendo una recta imaginaria hacia el sitio en donde recogería mi bandeja. Los más cagaprisas ya estaban en la fila, por lo que debí de esperar un buen tiempo hasta que la señora de la cafetería se dignara en atenderme. Cuando por fin estuve enfrente de ella, le solicité un emparedado y una taza grande de café. La mujer me escrutó con la mirada antes de comenzar a entonar el fragmento de una canción.

—Listen at the crowd would sing,
"Now the old king is dead.
Long live the king!" —canturreaba ella justo en el preciso momento en el que me guiñaba el ojo con amabilidad.

Abandoné la fila con la mayor premura posible, temeroso de que alguien se hubiera percatado de aquella sutil pero peligrosa manera de celebrar mi presencia. Cumpliendo la palabra de su jefe, había colocado una segunda taza de café junto a la otra, cuyo humo y aroma penetraron con fuerza en mis narinas. Ocupé mi sitio junto a mi nuevo primo, mientras él iba en búsqueda de su desayuno. Durante mi espera, comencé a escuchar segmentos de conversaciones ajenas, las que ya palpitaban el ambiente de tensión del nuevo día. El primero era un joven moreno, rapado casi al ras, con porte muy atlético, quien no cesaba de platicar con un selecto grupo.

—Y cuentan que no durmió anoche en su habitación. Yo mismo lo sentí entrar una hora antes de que nos despierten.

—¿Crees que se trate de un espía o un agente secreto? —intervino otro, de complexión similar al anterior pero con una voz gutural.

—O de un poli —replicó el aludido, provocando un pequeño grito de asombro.

—Quizá estemos imaginando cosas que no son —afirmó un tercero, quien no dejaba de pelearse con su emparedado, que estaba como una piedra.

—¿Acaso necesitaría una doble ración de café si no estuviera en lo cierto? —se defendió el moreno, quien llevaba la batuta de la conversación.

Nathaniel se sentó al lado mío, cargando sólo un té caliente, con el que aumentó la temperatura de sus manos, obligándome a desconcentrarme del foco en cuestión, debiendo soportar una charla banal entre ambos en la que no intentábamos destacar más que lo necesario. De soslayo percibí alguna que otra mirada furtiva de parte del grupo que antes estaba conspirando contra mí. Sin embargo, no consiguieron hacerlo por mucho tiempo más, puesto que el capataz interrumpió nuestro desayuno, ingresando por la puerta principal, arrojando disparos al aire que nos intimaban a refugiarnos bajo las mesas.

—Hoy tendremos una velada especial. Salimos para allí ahora mismo —añadió, sin importarle que más de la mitad aún estaba en la cola y con sus bandejas vacías.

Unos cuantos reclamos fueron acallados con dos certeras balas que se incrustaron junto a la pila de bandejas. Tras la amenaza, nos pusimos de pie sin más remedio y secundamos al jefe. A lo lejos, pude sentir la exclamación del negro que decía triunfal «Se los dije. Todo lo de anoche tuvo algo que ver». Me vi tentado a contradecirle, mas era consciente de que estaba en lo cierto.

Tumako lanzó un par de palabrotas en japonés que mi sistema tradujo de inmediato en el momento exacto en el que las primeras sirenas de policía se escucharon a lo lejos. Las luces azules y rojas parpadeaban con intermitencia, amenazando con acercarse y obligándonos a ponernos en acción. El ya liberado jefe no tardó demasiado tiempo en recuperar el cargo que tan bien merecido había ganado. Sin dirigir siquiera un saludo hacia su séquito, comenzó a distribuir órdenes a troche y moche.

—Oliver y Menfins, por allí —indicaba con sus dedos—, Starks y Chen por aquel lado —ordenó, desparramando a sus súbditos por las intrincadas calles—. Atóntenlos un poco y no paren nunca de disparar. Es una orden —aclaró, mientras tomaba otro revólver en sus manos.

De inmediato comenzó a correr en dirección al sitio en donde estaba aparcado nuestro vehículo. Clark y yo corrimos tras él, tratando de apaciguar las distancias a un ritmo que no llamaría la atención de los demás. Recorrimos un largo trecho haciendo alarde de nuestra resistencia física, hasta que alcanzamos la explanada en donde reposaba el automóvil. Clark se apresuró por abrir la puerta trasera para que yo ocupara dicho sitio, mientras que invitaba a Tumako a ocupar el asiento del acompañante, tal y como se esperaba que el verdadero Casey habría hecho en aquella circunstancia, si aún viviese. Sin desconfiar de nuestras dobles intenciones, ocupó su sitio habitual en silencio, sin empeñarse en recordarle a mi compañero que reventara el acelerador, puesto a que aquel era un código implícito que ambos compartían para aquellas situaciones apremiantes. Clark arrancó el motor cuando un coche patrulla ya había acortado las distancias. Alegando a un ataque de desesperación, encendió por un segundo los faros del vehículo, ante la estupefacción de Tumako.

—¿Qué haces, imbécil? ¿Acaso quieres que nos atrapen? —le espetó, dándole un derechazo en el mentón.

—Disculpa —repuso mi amigo, masajeándose la zona.

—Lo reconsideraré si arrancas de una vez.

Clark pisó el acelerador con tanta fuerza que el vehículo realizó una circunferencia perfecta antes de partir por una carretera paralela a la que habían utilizado Oliver y Menfins. A aquellas alturas, la sirena de la policía comenzaba ya a taladrar nuestros oídos. Tumako se hallaba en un estado de desesperación tal que no cesaba de verificar si llevaba las municiones consigo. A una velocidad rayana a los doscientos kilómetros por hora, desembocamos en la avenida principal la que, a aquellas horas, se encontraba apenas transitada, lo que favorecía a nuestros planes y contribuía a convencer al asesino de que sus propias directrices eran ejecutadas a su gusto. Serpenteamos por las callejuelas y evitamos los semáforos, llamando más la atención de los escasos peatones que por aquella hora vagaban por la hermosa ciudad. A los pocos minutos, se sumaron más refuerzos policiales, lo cual hizo que los vituperios de Tumako se incrementasen y le agarrasen aquellas incontenibles ganas de acogotar al primero que desacatara sus órdenes.

—Maldita sea. Esto tiene que ser una broma —musitaba en un volumen bastante alto, mientras asomaba su torso por la ventanilla y comenzaba a disparar a los primeros patrulleros que se nos acercaban.

El primer tiro dio de lleno en el parabrisas del coche que nos perseguía por detrás, obligando a los oficiales a cargo a detenerse unos instantes para defenderse de aquella catarata de vidrios que se ceñía sobre su cabeza. Como respuesta, la luminiscencia de un inmenso reflector iluminó la noche, al tiempo que las aspas de un helicóptero aturdían nuestros tímpanos. Tumako dirigió unos disparos aislados al aire, sin resultados favorecedores.

Clark se abrió camino por una nueva avenida, mucho más ancha que la anterior, por lo que pudimos avanzar con mayor prisa rumbo a la residencia del maleante. Sin embargo, los coches patrullas se multiplicaron, en un intento desaforado de capturarnos, recibiendo un par de disparos míos y un aluvión de pólvora de parte del ocupante del asiento del copiloto. Nuevos y certeros proyectiles se incrustaron en los neumáticos de uno de los automóviles, lo que los obligó a detenerse. El tamaño de la calle evitó un embotellamiento que habíamos previsto, por lo que el resto de los patrulleros continuaron su marcha normal.

De pronto, Tumako masculló más de la cuenta. Me volteé hacia adelantes para percibir que un ejército de coches se encontraban enfrente nuestro, avanzando a una velocidad considerable, respondiendo a sus disparos con gran eficacia, de modo tal que obligaron a Clark a maniobrar con el vehículo para que ninguno de nosotros saliera herido. Ante la urgencia, y viendo la incapacidad de realizar avances considerables, Clark tomó una pistola y comenzó a disparar con nosotros, con una precisión brutal y atronadora, bajando en seco a dos de los coches que nos perseguían de frente. Aprovechó el desliz de los neumáticos para realizar una certera curva que nos allanó el camino por unos minutos.

«Ya es hora» le envié a Clark vía intercomunicador. Él asintió con un pulgar arriba.

La residencia de Tumako, desconocida por los polis, se encontraba a escasos metros de allí. No obstante, la cantidad monumental de coches que desplegaron nos impedían avanzar a buen ritmo. Por fin, dos patrulleros más se avalanzaron por el lado derecho. Tumako y yo les dimos una dosis de plomo antes de que ellos nos regresaran el favor. Clark se enfrentaba a otro vehículo que atacaba por el extremo izquierdo. Un cuarto auto apareció por el frente. El asesino lo detuvo de inmediato.

Podríamos haber estado siglos en aquella situación de desventaja, avanzando a paso de hombre, mas apenas nos quedaban ya municiones con las que defendernos. Aquello no constituyó una preocupación puesto que todos los patrulleros se detuvieron al presenciar cinco certeros disparos que iluminaron el interior del vehículo, tiñiéndolo por unos segundos de color fuego. No hizo falta que supieran nada más cuando el cadáver de Tumako Oko cayó a la acera, antes de ser descuartizado por los neumáticos del vehículo.

Me alegré de que Estella no tuviera de qué preocuparse. El frío corazón de nuestra nueva víctima descansaba en mis manos, mas sus latidos se habían extinguido por completo.

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