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Capítulo 147


El viaje de regreso fue más calmo que el de ida. Una vez ya cumplida nuestra misión, regresábamos ahora más calmos, cargando en el baúl el inmenso saco que habíamos recolectado. Nemo se quitó los zapatos y emitió un largo y sonoro bufido, señal de que aquel día le había resultado más que extenuante. La suave brisa que venía del exterior e ingresaba por la ventana no tardó en esparcir el aroma desagradable que los pies de Nemo desprendían. Me vi tentado a vomitar una vez más, pero luego recordé, tan pronto como lo intenté, que no me quedaba más nada dentro que regresar. Los gruñidos de mi estómago se empeñaban en mostrarse de acuerdo con mi observación, y como estos perturbaron las interminables canciones de Rihanna, el del asiento del acompañante hurgó en su bolso y me entregó un paquete de galletas con chispas de chocolate, que mi estómago agradeció de inmediato. El crujido de las galletas inundó el aire.

—Trata de no ensuciarme el piso, ¿quieres? —me indicó el conductor, quien se había horrorizado en cuanto esparcí las migajas que se encontraban sobre mi regazo hasta depositarlas en el tapizado.

Me disculpé, avergonzado. Él hizo un gesto para indicarme que aquello no tenía tanta importancia y me señaló con la vista a Nemo, a quien la presión de las emociones vividas le había traído sus consecuencias. Resultaba casi inofensivo en aquella posición, sentado del lado opuesto a la ventanilla para que el viento no acabara haciéndole pescar una gripa. Su cabello se mecía a merced de la brisa, siempre tan estrambótico y su boca había adquirido un rictus delicado, propio de mi familia. En aquel momento sus preocupaciones se habían esfumado. Procuré hacer lo mismo, mas mis intentos fueron sucedidos por fracasos cada vez más estrepitosos que acabaron por conseguir que me rindiera.

El conductor no hizo el atisbo de cabecear ni una sola vez. Por el contrario, mantenía la vista siempre fija en la carretera, como siguiendo un camino de líneas punteadas trazadas en su propia mente. El del asiento del copiloto jugueteaba con uno de los anillos, obligándose a estar despierto para no transmitir su sueño a su compañero. Creo que hablo en nombre de todos si afirmo que el viaje se tornó mucho más lento que el de ida; las ruedas avanzaban paulatinas, por la calle, a la misma velocidad que antes, a excepción de que, esta vez, la dosis de adrenalina, tras haber alcanzado su clímax, comenzó a caer en picada libre.

En lo que me pareció una eternidad, ingresamos al mismo barrio del que partimos al comienzo. El hombre que estaba al volante le indicó a Nemo que debía despertarse, que ya estábamos por llegar. El reloj del vehículo marcaba las cuatro y media de la mañana. Mi tío ahogó sus últimos ronquidos y abrió los ojos poco a poco, como si una luz inexistente le impidiera hacerlo más rápido. Sus ojos se encontraron con los míos, y recordó el aluvión de sensaciones que habían transcurrido hasta entonces, alegrándose de verme con vida, junto a él. No dudó en demostrar su afecto al estrechar con una suavidad inusual mi mano derecha.

Aparcamos en el mismo sitio en el que todo había comenzado. Nemo les agradeció a sus amigos por los servicios prestados, deslizándoles mil dólares en efectivo a cada uno, los que acabaron en las billeteras respectivas. Ni bien colocaron en dinero en su sitio, el conductor pisó el acelerador y abandonaron la explanada con un destino desconocido. Nemo consultó el reloj que colgaba de su muñeca, comprobando que apenas faltaba una hora para el amanecer, por lo que me obligó a acelerar la marcha para no ser traicionados por la claridez del alba, lo que nos expondría a la vista de los guardas y los indiscretos. Desde lejos podía percibirse ya el esbozo de un ajetreo en todo el perímetro. Supuse que la ausencia de Nemo llamaría la atención de inmediato en cuanto no se lo viera presente en su sitio, mas a él no parecía preocuparle demasiado cualquier reprimenda. Atisbé a aquello la satisfacción de quien acaba un deber de buena manera. Podía percibir sus deseos de triunfo y el brillo especial que tenían sus ojos, incluso bajo la mismísima oscuridad de la noche.

Nemo echó a correr y yo debí de perseguirlo por detrás, en una carrera para la que debería de estar acostumbrado tras los entrenamientos, mas a la que se sumaba la ausencia absoluta de sueño. Había conseguido escrutar mi rostro antes de descender del vehículo, y dudaba que aquellas largas y profundas ojeras no despetaran las sospechas de los más suspicaces. Entregué mis últimas energías en la que prometía ser la última maratón de mi vida. Esta vez, pude afanarme de conocer el terreno un poco más, con lo que logré reducir mis posibilidades de aplastarme el rostro contra lo primero que se me cruzara por delante. Me torcí el tobillo en cuanto mi pie entró en contacto con una raíz que sobresalía del piso y un dolor recalcitrante avanzó hasta el inicio de mi pantorrilla. Aún así, no me detuve en ningún momento. No me dejaría vencer por la adversidad. Nemo se percató de que me encontraba rezagado, por lo que tuvo el gesto de tenderme su hombro para avanzar con más prisa. Tras el fracaso de su medida, decidió tomarme por la cintura y cargarme en sus brazos hasta la entrada.

Por segunda ocasión, ingresamos por el gran agujero del alambre y atravesamos el campo de entrenamiento con el mayor sigilo posible. Si hubiésemos llegado cinco minutos más tarde, alguno de los guardas nos habría detenido estando ya dentro de turno. Nemo se despidió de mí, indicándome el camino que debería tomar de regreso. Antes de irse, levantó una pesada piedra que ocultaba una pequeña bolsa, la que contenía mi pijama. Sin tapujos, me cambié la ropa allí mismo e ingresé al retrete. Una vez ya dentro, empapé mi cara con un agua helada y traté de quitarme aquella expresión de sonámbulo de mi rostro, sin éxito. Una vez ya listo, me escabullí en los dormitorios, con la cautela de no llamar demasiado la atención de mis compañeros, puesto que algunos de ellos tenían un sueño bastante ligero, y me apresuré por colocarme las colchas encima. De soslayo percibí cómo un par de ojos me analizaban de arriba a abajo. Fijé la vista y percibí a Nathaniel, que entreabría los ojos sin poder creer lo que estaba viendo.

Apostaría doble o nada a que él tampoco había tenido una buena noche.

El interior del túnel contrastaba con las imágenes que yo me había realizado en mi cabeza sobre cómo podría ser. Contrariamente a lo que había pensado, apenas había espacio para que dos personas caminasen una junto a la otra. Además, las paredes se encontraban reforzadas de un concreto aún fresco, a diferencia del piso, el cual guardaba unos cuantos escombros debido a una mala limpieza. Supuse que Tumako mostraría su rechazo hacia el resultado final, mas debía comprender que su destino se encontraba entre la famosa inyección letal y su intento de huida, valiéndose de lo que sus esbirros habían logrado construir en el escaso tiempo que tuvieron. El mapa que habíamos descargado en nuestras cabezas nos permitió tener un panorama general de referencia para que no titubeásemos ante el jefe al no ser capaces de reconocer un terreno que ya debería sernos conocido. El camino se abrió frente a nuestros ojos y no hicieron falta más que unos minutos para que alcanzásemos el otro extremo. Allí nos encontramos con una escalera de madera idéntica a la que ya habíamos utilizado para bajar.

Sin dar lugar al titubeo, comencé a ascender uno a uno los escalones y golpeé siete veces la tapa del túnel, la que se conectaría con el baño del mafioso. Se oyó también el repiqueteo de los pasos nerviosos del reo, quien trataba de avanzar con mucha cautela por el fondo falso para no levantar sospechas. Mi sistema me indicaba que los hombres que debían de reemplazar a los guardas reales ya se encontraban apostados en su sitio. Por ende, tomé la determinación de correr la traba y abrir la trampilla, la que bajó con gran rapidez y casi acabó golpeándome en la sien, lo que me habría dejado fuera de combate. Tumako castigó mi torpeza durante una milésima de segundo en el que fijó su vista en mí. Allí percibí con mayor precisión aquel rostro anguloso que tanto había aparecido en la pantalla de los noticieros locales y que se habían difundido por todo el país. A todos les había llamado la atención la manera en la que sus ojos acababan en un sutil y pequeño corte que reflejaban su ascendencia asiática y aquella barba larga y descuidada que no acababa de quedarle mal del todo. El delicado piercing que salía de su labio constataba con su apariencia de tipo malo. Llevaba el típico uniforme anaranjado de los condenados a muerte, aquel mono incómodo y apenas provisto por unos bolsillos que siempre debían permanecer vacíos.

Tumako intercambió una mirada cómplice con el resto de sus compinches, cerciorándose de que ningún policía ni reo estuviese fijando su atención en su celda, evitando siempre observarnos a nosotros, desviando la atención de su posible público de lo que de veras era importante. Una vez que confirmó sus sospechas, ingresó dentro del retrete, sentándose de una manera en la que apenas podía verse su cabeza. Poco a poco, y con la mano experta y delicada de un criminal de primera, comenzó a desaparecer del punto de visión de todos los que se encontraban encima suyo. A continuación, se echó de bruces al suelo, colocándose en cuatro patas y así, medio arrastrándose y medio gateando, localizó la abertura que acabábamos de abrirle. Nos dirigió una nueva mirada de soslayo mientras aferraba con fuerza sus brazos al inicio de la escalera. De un salto avanzó por los escalones de dos en dos, hasta acabar en el suelo. Una vez allí, lo asistimos para que pudiera cerrar la trampilla y colocarla de la misma manera en la que estaba al comienzo. No olvidó deslizar el pesado pasador, colocándole también un pequeño candado que se hallaba oculto debajo de una de las patas de la escalera. Ni bien acabó el trámite, se aseguró de voltear la escalera sobre el piso para evitar que nadie más pudiera subir o bajar por ella. Contuvo sus ganas de reducirla a astillas, puesto que aquello habría significado un contratiempo y un punto de inflexión que llamaría la atención de los verdaderos carceleros. En cuanto acabó, plisió su uniforme y nos dirigió una única palabra.

—Gracias —profirió con su voz ronca.

Clark y yo asentimos en silencio, solicitándole que se limitara a decir sólo lo justo y necesario a fines de no levantar sospecha alguna. Él mostró su conformidad y nos indicó que se colocaría entre medio de nosotros dos, por si llegaban a sorprendernos con la guardia baja. Recibió también el revólver que se nos había obligado a entregarle, cargado con una docena de balas, lo que lo convertía en un tipo tan peligroso para nosotros. En un principio, nos habíamos debatido si aquella era o no una buena decisión, mas habíamos optado por seguir sus planes al pie de la letra para que siguiera ignorando nuestras verdaderas intenciones; sin embargo, ahora comenzábamos a arrepentirnos de aquello, sobre todo desde que él acarició la punta del cañón con una mirada demencial, dirigiéndonos una sonrisa que me resultó de lo más tétrica.

Con Clark al frente y conmigo a la retaguardia, avanzamos a un ritmo constante y bastante raudo, lo que nos permitió atravesar el corredor en menos de diez minutos. Podían percibirse los jadeos de agitación de Tumako tras la corrida, por lo que sospeché que no había entrenado su físico durante su cautiverio. Sin embargo, se disculpó por rezagarse y reemprendió la marcha con una vitalidad sorprendente. Al cabo de unos pocos segundos más, alcanzamos una trampilla idéntica a la que habíamos encontrado al otro extremo del recorrido. Clark fue el primero en trepar, levantando la tapa con un estruendo que fue atenuado por la fina película de paja colocada a conciencia. Tumako puso pie en el granero apenas un segundo después.

La sonrisa maquiavélica y de triunfo de todos los rateros allí presentes me hicieron rogar que mis planes consiguieran lo que estábamos buscando. Nos estábamos exponiendo a un peligro inconmensurable, y esperábamos no acabar dentro de la boca del diablo, en las puertas mismas de un peofundo y oscuro abismo que nos negábamos a conocer.


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