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Capítulo 144

A eso sí que no me lo veía venir. Hasta hacía pocos minutos había llegado a concebir la idea de que podría llegar a ser mi padre y ahora me sorprendía ante la mera mención de nuestro parentesco. De todos modos, tampoco era tan grave la situación, después de todo. Había descubierto a un nuevo familiar, y esperaba que a este no se lo llevaran tan rápido como a los demás. Me daba la sensación de que la organización tenía un interés muy especial en exterminar mi linaje. Procuré aplacar mis nervios y contener el exagerado grito que luchaba por salir al exterior. Creía que aquello sería una demostración de mi debilidad, y si algo me ha enseñado la vida es que jamás, bajo ninguna circunstancia debería demostrar mi flaqueza. Por consiguiente, me limité a alzar mis cejas no más de lo necesario y acompañar la expresión con unos ojos saltones que servirían a la causa.

—Eres como Pandora. Cada vez que abres la boca oscureces más mi mundo —le recalqué, ni bien pude recuperarme.

—Mi función es conocer aquello que nadie más sabe —añadió, jubiloso.

Le indiqué a Nemo, ahora Aidan, que aquel sitio me disgustaba -preferí aludir al disgusto y no al temor, aunque estaba seguro de que aquello no lo engañaría. Fiel a la petición de su ahora nuevo sobrino, se impulsó con manos y pies hasta acabar de pie. Verificó su reloj para verificar que estaba atrasado y envió una señal con su teléfono de que se demoraría un poco más, que no había pasado nada grave. Un «Estoy con él» habría sido más que suficiente. Sin disculparse la demora, me indicó que aceleráramos la marcha, adoptando una velocidad que a mí me resultó inalcanzable y que me rememoró aquellos primeros paseos con Clarissa, separados por un buen trecho de unos tres o cuatro metros de largo. Nemo caminaba con la misma determinación que mi madre supo tener alguna vez, ladeándose un poco hacia la derecha, producto de un accidente sufrido en susodicho pie, que lo condenaba a avalanzárseme cada vez más, hasta que le sugerí que cambiásemos de posición y pudimos manejarnos mejor.

Aquellos no eran ni el lugar ni el momento precisos para continuar con nuestra conversación. Bien sabía mi ahora flamante tío que sus planes no permitirían cualquier otro contratiempo. Era el tipo de persona que consideraba que, para los asuntos que importan, siempre se debe mirar a la gente a los ojos. Pocos quedaban como él; se estaban extinguiendo aquellos seres especiales que, en un mundo de pantallas, preferirían mirar a su interlocutor. Me pregunté si mi nuevo primo sería de los suyos, lo que me remitió a la charla en las duchas, lo que ratificó mi teoría de que hay cosas que no se heredan.

—¿Cuánto falta? —inquirí, cual niño, para romper el hielo.

—No demasiado —replicó Nemo, encogiéndose de hombros mientras se abría paso entre las últimas lianas.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo sabrás.

Su tono era terminante. No podríamos continuar la plática hasta que él se dignara a ceder, como ya se había hecho costumbre. Ahora debíamos de alcanzar un Sandero negro, cuyos ocupantes serían unos hombres de confianza de Nemo, los mejores, me obligué a creer. Debían de haber aparcado en un sitio bastante recóndito y no daban señales de vida. Aidan —todavía sigue sonándome raro llamarlo así al día de hoy— les informó de nuestra ubicación y les indicó que nos veríamos en cinco minutos. Agradecí que, aunque implícitamente, hubiera respondido mi pregunta. Ahora estaba más tranquilo y encontraba un buen motivo para abrirme por el terreno escarpado a toda velocidad. Tras un buen recorrido, alcanzamos una calle que corría paralela a la arboleda, de seguro, de las primeras que conformaban aquella especie de barrio suburbano que se alzaba a modo de pequeñas casas de ladrillos huecos y rodeadas de árboles. El Sandero estaba en el sitio que habían acordado. En cuanto nos vieron, el conductor encendió el motor, con el cuidado de apagar todas las luces.

—Perdonen la demora. Estábamos bastante ocupados charlando de nuestras cosas —se justificó Nemo, mientras hacía fuerza para accionar la manija de atrás (la que cedió recién al cuarto o quinto intento), sin preocuparse de saludar a sus secuaces. El mundo de los tipos rudos no tiene tiempo para las normas de deferencia.

—¿Ya se lo contaste? —le inquirió uno de los hombres, cuyo cabello rubio platinado chocaba con su apariencia de hippie, con sus ropas largas y holgadas, que compartían todos los colores del arcoíris.

—Aún no lo sabe.

—¿Aún no lo sabe? —intervino el segundo matón, que desde el asiento del copiloto le daba las indicaciones pertinentes al conductor para que tomara un sendero alternativo.

—Eso acabo de decir, imbécil —le reiteró Nemo, quien no estaba de muy buen humor para que un tercero intercediera en sus problemas familiares.

La palabrota me recordó que, aunque fuera mi tío nuevo, seguía siendo un sucio y vil criminal. Y lo peor de todo era que parecía enorgullecerse de ello.

—¿Cuándo piensas hacerlo? Es difícil que te siga a todas partes como un ratoncito ciego si no le dices por qué —arguyó quien acababa de recibir el improperio.

—Hasta ahora lo ha hecho muy bien.

—No puedes ocultar la verdad todo el tiempo; en algún momento, la presión del frasco que la contiene la hará estallar —salió de nuevo a la carga—. Además, el pobre merece conocer la razón de todo esto.

Lo miré a Nemo de nuevo a los ojos, mientras le agradecía en mi mente al pelado del copiloto por su acertada intervención. Mi tío no tuvo más remedio que resignarse a su suerte.

—De acuerdo —musitó, a regañadientes—, se lo diré. Aún nos faltan unos veinte minutos de viaje. Creo que alcanzarán —deslizó, con poco convencimiento.

Tal como afirman los abogados, el hecho antecede al derecho. Y aquellos matones habían ganado su propia sentencia de muerte servida en bandeja. El destino me sonrió con complicidad en el momento exacto en el que el vehículo viró hacia la derecha, sin abandonar su alta velocidad, rumbo a la vivienda de Tim, a unas pocas cuadras más atrás del sitio en el que nos habíamos encontrado la primera vez. Por ende, me pregunté la razón por la cual el chofer se había percatado de que su jefe corría ayuda y había acudido a su rescate. Dudaba mucho de que los matones llevaran computadoras dentro de sí, por lo que atribuí a aquella situación a la necesidad de crear un código de emergencia que les permitiera mantenerse en contacto. O quizá yo pensaba en algo demasiado elaborado, cuando unos simples disparos habrían atraído la atención de cualquiera, en particular, de aquellos que estuvieran a su espera. Me reservé la pregunta para un futuro; tal vez podría saldar mi duda el propio Tim en persona antes de morir en mis garras.

El aluvión de pensamientos fue diluyéndose poco a poco por lo que, cuando restaban apenas unas cuadras para nuestro encuentro mortal, ya habían desaparecido casi por completo, lo que me permitiría fijar mi atención en la situación crítica que deberíamos enfrentar a continuación. Mis amigos ya estaban apostados en sus posiciones y todo indicaba que Casey se aparecería con su coche en menos de un minuto. Aproveché el instante para verificar cualquier mensaje proveniente de Clark y comprobar su ubicación, sin éxito alguno. Matteo me informó que a él también le había sido imposible contactarlo. Me juré a mí misma que, en cuanto nos libráramos de este pez gordo, iríamos en su rescate, aunque tuviéramos que estar allí todo un mes.

El fuerte sonido del caño de escape del vehículo irrumpió en la escena. Los neumáticos chirriaron en el momento en que realizaron una curva perfecta para ingresar en la cuadra. Los mafiosos habían descendido la velocidad en un treinta por ciento, señal inequívoca de que se encontraban cerca de su destino. El primer disparo provino del sector en donde Thiago y Estella se habían apostado, detrás de un gran hidrante. Un aluvión de disparos salidos ahora de un pequeño revólver bien cargado para los casos de emergencia, golpearon en el sitio ideal para que el hidrante en cuestión estallara sin poder contener la presión del agua, provocando un estruendoso sonido que obligó a mis amigos a tirarse de lleno al piso, mientras Matteo y Lusmila les cubrían la retaguardia. Casey se unió al tiroteo, mas su función al volante le impedía sujetar bien la pistola, lo que acabó en varias balas perdidas que pasaron olímpicamente lejos de nosotros, y que fueron criticados por Tim con un sonoro «¿Qué haces, imbécil», proferido entre dientes sin dejar de disparar, y a lo que el otro había replicado en voz tan baja que apenas era perceptible para mi sistema un «Lo siento, estoy muy nervioso» y que concluyó con un «Vete al demonio, Casey. Has hecho esto muchas veces más», que no recibió réplica alguna de parte del aludido. Por consiguiente, Casey no había sido capaz de controlar el vehículo, obligándose a aminorar la velocidad, sirviendo de blanco perfecto para que uno de los cuchillos de Estella se incrustara en uno de los neumáticos y apenas les permitiera avanzar, enervando aún más al criminal, quien daba muestras de su pérdida de estribos. Cuando una bala perforó el parabrisas del coche y los vidrios casi le arrancan un ojo al conductor, Tim lanzó un grito ahogado, entre ofuscado y desesperado, al tiempo que se hundía en la parte baja del asiento para evitar ser interceptado por los proyectiles y aprovechaba para criticar la mala actuación de su chofer en el drama.

—Tranquilízate un poco y dispara con precisión —me indicaba mi sistema a modo de subtitulado, con unas letras amarillas que apenas podían leerse.

—Me he quedado sin municiones —se lamentó Casey, mientras arrojaba su pistola por la calle.

A todo esto, los matones ya habían recorrido una buena parte del largo callejón, aunque todavía no se habían encontrado conmigo. Los esperaba en el extremo, con Hellie enfrente mío, por si necesitaría refuerzos. La formación inicial se había desbaratado a consecuencia de la urgencia, y ahora cada uno se había apostado en el sitio que juzgó más conveniente para nuestra emboscada. Thiago y Estella pusieron en funcionamiento sus piernas, tratando de acortar las distancias con el vehículo, el cual había serenado la marcha, para la pesadilla de Tim.

—¿Puedes pisar el maldito acelerador de una vez o repetirás la estupidez que acabas de cometer con la pistola? —le espetó el jefe, entre gritos.

—Me había quedado sin municiones —repuso el matón, mientras recibía el arma de su compañero.

—Podría haberla cargado y tú lo sabes. ¿Puedes disparar de una vez? Le quedan dos malditas balas y no quiero desperdiciarlas. En cuanto se te acaben, quiero que hundas el pedal y rajemos de aquí —le lanzó, de un sopetón Tim, en una cantata que duró menos de diez segundos.

Casey obedeció y realizó el primer disparo, mientras sostenía como podía el volante. Lusmila se vio obligada a abandonar su escondite, no sin antes regresarle el favor, con un certero proyectil que se perdió en el cabezal del asiento del acompañante. Tim farfulló una vez más, maldiciendo su suerte. Sin embargo, la situación cambió de repente en cuanto Casey volvió a colocar su brazo dentro del vehículo, para el estupor de todos los presentes. Aproveché para arrojar un par de balas contra los neumáticos. Mi sorpresa no fue menor cuando percibí un fogonazo en el interior del vehículo y el grito ahogado de Tim, lo que reflejaba que había sido herido por su propio compañero. Supuse que, en la maraña de murmullos ininteligibles, más de uno habrían sido de espasmo y temor. No era capaz de comprender la puñalada que había recibido en la espalda, y que pronto dejaría de ser una metáfora y el poeta abandonaría la pluma para empuñar el cuchillo, que dejaría un reguero de sangre a su paso. Y en ese precioso momento, Casey tuvo la osadía de detenerse, en medio de la calle, haciendo caso omiso a los disparos que continuaban haciendo mella contra el capot de su nuevo vehículo.



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