Capítulo 143
Aquellas palabras fueron como un puñal que removía mis entrañas, empeñándose en abrir cada vez más las cicatrices mal curadas de mi alma y de mi pecho. Nemo parecía empeñarse —adrede o no, sólo Dios lo sabía— en recordarme la catarata de desgracias en la que se había convertido mi vida; rememorándome que siempre tuve un padre que no estuvo ni lo estará jamás, y una madre que se esforzó siempre por ocultarme la verdad. Ya estábamos llegando a destino, a juzgar por la claridad que venía abriéndose a través del follaje y la disminución numérica de los enormes pinos que cumplían una torva función sin saberlo, y me quedaban más preguntas que respuestas. Mi compañero se mostraba dispuesto a ayudarme en mi proceso de entendimiento. Por lo pronto, me confirmaría con una primera respuesta de su parte.
Nemo era el tipo de persona que nunca pierde los estribos más de lo necesario, que no se dejaba llevar por los sentimientos y siempre se inclinaba hacia aquello que él consideraba justo y verdadero. Además, se mostraba determinado y certero, como una máquina bien engrasada. Sin embargo, los engranajes estaban a punto de salirse de sus órbitas.
—¿Por qué ella te lo pediría a ti? —le espeté, sin percatarme de que quizá se lo hubiera preguntado con más sarna de lo habitual, y como dicen que las disculpas no se piden sino que se demuestran, me apresuré a aclarar cualquier malentendido que podría haber surgido de mis palabras—. Supongo que no eras el único en el que confiaba —añadí, dotando de un tinte más optimista mis palabras.
Él se detuvo en seco, como si hubiera estado esperando aquella pregunta desde hacía mucho tiempo.
—Me sorprende que me inquirieses esto recién ahora —declaró, mientras se rascaba su cabello colorido.
—Gracias por dejarme claro lo imbécil que crees que soy.
—No comprendiste mi punto —repuso Nemo, tratando de aplacar las aguas tumultuosas.
—No comprendo mi vida.
—Tu filosofía barata puede esperar un poco, Lennon.
A continuación, me indicó que me serenase, señalándome las raíces de uno de los grandes pinos e indicándome con un gesto que me sentara allí mismo. Sin mucho esfuerzo, coloqué mi trasero sobre aquella superficie rasposa e incómoda. Había mejores sitios para descansar que las ramas de un árbol. Mi acompañante no tuvo mi misma suerte, y casi cayó de espaldas al intentar enderezarse. Le concedí el favor de contener mi risa.
—Ahora sí, —se acomodó en el medio de una raíz, sobre la cual se amoldó a su cuerpo— prosigamos. Quizá deberíamos remitirnos al día que nos conocimos. ¿Lo recuerdas?
Puse los ojos en blanco. La situación no parecía ser demasiado urgente después de todo.
—¿Cómo lo olvidaría? Fue el inicio de mi propio infierno.
—Las llamas no son lo único que hace al infierno —replicó, en una frase que no pude comprender ni me esforcé en hacerlo.
—¿Puedes ir al grano y ya? —le ordené, a punto de quedarme sin estribos.
—El punto es, que aquel día me preguntaste cómo quería que me llamaras. Y desde entonces, me conociste como Nemo.
Hizo una pausa, como si esperara mi aprobación. No tardé en deslizarle un «Desde luego», colocando los brazos uno sobre el otro, en una señal universal de hastío.
—Y Nemo es «nadie» en latín —afirmó, como si no lo supiera.
—Yo también leí a Verne de niño.
—Recuerdo que te regalé «Veinte mil leguas de viaje submarino», precisamente —añadió, tratando de contener un sollozo.
Me volteé hacia él sin poder creer que el libro que había marcado mi infancia hubiera sido regalo de un mafioso. Mi madre me lo había entregado la tarde de mi cumpleaños número diez y no me separé de él por un mes. Mi hermano, quien aún era muy pequeño, reclamaba por la atención nimia que le propiciaba. Luego arreglaríamos ciertas cuentas pendientes. Por lo pronto, procuré simular que no lo había oído.
—¿Por qué preferiste el trato impersonal? Sin un nombre ni eres nadie.
—Y eso era lo que yo deseaba en aquel momento. No quería que supieras la verdad de la familia porque sabía que te haría daño. Los seres humanos somos débiles frente al apego. Cuando sabemos con nombre y apellido quién es alguien, ya no lo olvidamos jamás. Fue por ello que no quise decirte nunca mi verdadero nombre. El anonimato tiene sus ventajas —añadió, sonriente—. El apego tiene la capacidad de volvernos débiles. Y eso fue lo que traté de evitar en todo momento.
Hice un amague para postrarme de rodillas. No me sentía demasiado cómodo hablando en aquella especie de jungla implantada con fines perversos.
—Ya déjate de rodeos y dime de una vez quién eres. ¿En verdad te harás rogar tanto para todo? —castigué, y pude saborear el triunfo en mi lengua.
—A mi nombre ya lo oíste una vez, a mi apellido ya te lo debes estar imaginando —dio un último y largo respingo—. Dije llamarme Joseph Park, pero en verdad soy Aidan Maldonado. Y sí, querido David, soy el hermano menor de tus padres y, por lo tanto, tu tío —declaró, solemne.
Tim continuó con su caminata lunar durante, al menos, unos dos minutos más, lo que se traduciría en más de una cuadra y media. No dejé de mostrarle mi dedo corazón durante todo su recorrido, mientras me adelantaba con pequeños pasos para salvar un poco las distancias. Mis amigos ya se habían contactado conmigo y estaban al tanto de los resultados. En mi carrera de tortugas me encontré con Estella y Matteo, quienes se unieron a nosotros. Clark no estaba con ellos ni tampoco tenían idea alguna sobre su localización actual. Intenté conectarme a través de la línea directa, mas me encontré con una barrera que me impedía contactarme con él. Tampoco pude ver su fuente de calor, por lo que debí darlo por perdido.
Tim aprovechó mi contratiempo para voltearse y comenzar a correr a toda prisa con rumbo desconocido. Matteo y Estella continuaron por un callejón adyacente, al tiempo que esperaban encontrarse con el matón en dos o tres cuadras. Hellie y Lusmila tomaron la calle contraria, por si se le ocurriera una jugada sucia o las cosas se descontrolaran un poco. Mi sistema me indicaba la ruta que había seguido por lo que, haciendo uso de todas mis energías concentradas en mis piernas, me abrí paso entre la carretera, esquivando sus innumerables baches, desniveles y manchones de aceite fresco que en más de una ocasión me hicieron tropezar. Conforme a lo que mis cálculos me indicaban, bastarían sólo unos cinco minutos para alcanzarlo, siendo que mi velocidad se mantenía constante y la suya disminuía a razón de medio metro por segundo. Matteo me indicó que lo rodearían por adelante, cerrándoles el camino. Hellie y Lusmila se desviaron cada una por las calles paralelas, haciendo caso omiso a mis anteriores indicaciones. El matón no podría escaparse de nuestras manos.
Un Volvo negro surgido de la nada se apareció en una de las esquinas a una velocidad demencial, conducida por un sujeto al que reconocí como Casey Gallangher, matón de tercera y chofer personal de Tumako y su séquito. Agradecí que sus cien kilómetros por hora le obligaran a sujetar con ambos manos el volante y descuidar la ametralladora de respaldo que, de seguro, llevaba en la guantera. El conductor realizó un derrape de película, volviéndose sobre sus pasos para volcar su arma con ruedas sobre mí, con una proeza que varios corredores profesionales le habrían envidiado, dándome apenas el tiempo necesario para impulsarme sobre el capot y arrojarme contra un poste de electricidad que se encontraba cerca. El impulso me desvió unos centímetros más de la cuenta y me obligó a extender toda mi masa muscular y hacer cátedra de mi fuerza física, lo cual acabó en un espectáculo que podría haberme arrancado de cuajo sendos hombros. Casey creyó que aquello sería un contratiempo suficiente y pisó el acelerador a fondo.
Tim le hacía señas frenéticas al coche, agitando sus brazos en clave y recibiendo a cambio un juego de luces bajas y altas que le fue suficiente para confirmar la identidad del ocupante. Una vez ya cerciorado, se colocó en la acera de enfrente, justo en la esquina, disparó dos veces en ambas direcciones (esperaba yo que sin éxito) por las que podrían venir mis amigos y le indicó al conductor que se apresurase aún más. Éste abrió la puerta del copiloto antes de estacionar, por lo que el impulso del automóvil se la cerró de nuevo, en un espectáculo que dejaba a trasluz su cerebro de rata ignorante. Tim no se preocupó por el desliz y abrió él mismo la puerta en cuanto Casey se detuvo frente a él. Además, se tomó el tiempo de bajar la ventanilla y sacar medio cuerpo hacia afuera, dotado de la famosa ametralladora cuya existencia había supuesto, descargando sus provisiones a troche y moche, sin importarle en absoluto todo el alboroto que podría causar. De todos modos, los vecinos ya debían estar acostumbrados a ello a la fuerza, dado a que allí se producían más de cinco de estas escenitas al mes, conforme a las fuentes gubernamentales.
A fuerza de los disparos ganaron un buen trecho y se perdieron en el horizonte, sin nunca dejar de conducir hacia el frente. La patente del vehículo me indicaba que éste se encontraba radicado en el extremo opuesto de la ciudad. Dudé mucho que fueran a bordear todo el barrio después de la pequeña aventura que habíamos tenido, por lo que debería de esperar a que regresaran a mis garras. Mi sistema se empeñaba por mostrarme su recorrido en un pequeño plano, el cual parecía confirmar mis sospechas. Al instante, les envié la señal a mis amigos para que nos apelotonáramos en sitios claves para sorprenderlos. De este modo, armados con revólveres de media distancia y cuchillos bien afilados en las manos adecuadas, esperamos a que nuestra presa se dirigiera hacia nuestra trampa. Era evidente que sus cerebros de rata los condenarían a comportarse como tales. Y aquí estaríamos los gatos, con mostrando las garras, listos para lanzarnos sobre ellos.
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