Capítulo 142
Nemo y yo abandonamos las duchas como si lo que acababa de ocurrir allí dentro no hubiera cambiado ni un milímetro mi situación. Por fortuna, nadie pareció interesarse en nosotros; de hecho, nos allanaron el camino para que pudiéramos salir sin ser víctimas de miradas suspicaces. Aprovechando la situación, avanzamos por los oscuros pasadizos, hasta llegar al campo de entrenamiento. Visto de aquella manera, jamás nadie podría imaginarse las atrocidades que allí se desempeñaban; es más, hasta parecía calmo y evocaba una quietud especial. La escasa luminosidad convertía a aquel sitio en un lugar perfecto para observar las estrellas, las que deseaban demostrar todo su esplendor. La escena me embelesó, y casi por un segundo conseguí olvidarme de mi trágica vida. Frente a las estrellas, no hay manera de no sentirse inferior.
Abandoné mis cavilaciones cuando ya habíamos atravesado un largo trecho, en busca de un hueco en el alambrado que, según las fuentes, era ya de público conocimiento. Nemo llevaba consigo una tenaza, por si las moscas. Estaba a punto de hacer un comentario sobre la noche, el cielo, las constelaciones, la misión o lo que fuera que quisiera referir a la historia que él mismo se había rehusado a continuar una vez, y su conducta me daba entender de que tampoco desearía reanudarla. Juzgué aquel como el momento adecuado para saldar una duda muy importante que ya me venía carcomiendo los sesos.
—Si mis padres han muerto ya, ¿por qué no me dejan en paz y punto? —inquirí, sin dejar de observar el universo.
Nemo apuró la marcha. Deseaba a toda costa alcanzar la camioneta y dejar de tener que estar a la defensiva.
—Pues porque tus padres han sido asesinados —repuso—. A Stuart lo mató Themma, mas habría sucumbido en nuestras garras tarde o temprano. Tenían un plan para liquidarlo y hacer que pareciera un accidente. Con tu madre, como te habrás dado cuenta, tuvieron más suerte —añadió, con la desazón propia de quien ha perdido a alguien especial.
—¿Dices nuestras garras y luego tenían? ¿Acaso estás jugando a dos puntas? —le espeté, esta vez, con una razón fundada.
—Deberías prestarle menos atención a las palabras —contrarrestó, sin dejar de mover sus piernas a gran velocidad— y más a los hechos.
Di un largo suspiro. La situación ya me estaba exasperando.
—Si me concentro en los hechos —inicié, tratando de controlar mi voz para que no se escuchara por toda la comarca y nos descubrieran—, te recuerdo que tú acompañaste a mi madre hasta su lecho de muerte. Tú la condenaste y, encima, tuviste la caradurez máxima de hacerte pasar por mí —le recalqué, haciendo un gran esfuerzo para aplacar mi furia.
—Lo siento, pero esta vez te has equivocado. Te refresco la memoria: la recepcionista dijo que tu madre vino acompañada de un asiático —se apresuró a aclararme, saboreando la victoria de tener razón.
En lugar del clásico «Touché» que habría correspondido dadas las circunstancias, me apresuré por seguir dando una puntada sin hilo.
—Veo que estás al tanto de todo.
—Es imposible que no lo esté —añadió, encogiéndose de hombros.
Penetramos, a través de un gran agujero en el alambrado, en un pequeño bosquecito, creado con antelación para ocultar el campo de prácticas y toda actividad ilegal concerniente al perímetro. Nemo me indicó que no lo perdiera mi vista y siguiera el sonido de sus pasos. Por el contrario, opté por seguir su voz, que tanto tenía aún para confesarme.
—¿Qué quisiste expresar con eso del «último entrenamiento»? ¿Crees que me matarán, al igual que ellos? —le interrogué, de un sopetón.
—En efecto.
Nunca dos palabras habían causado un pavor semejante en mí. Nunca dos palabras habían conseguido que se me revolviera la tripa y tuviera que sujetármela con ambas manos para evitar regresar la escasa cena que acababa de engullir. Nunca dos palabras habían sido algo más que dos palabras. Y allí, en donde Nemo confirmaba mis temores y contribuía a incrementarlos, residía mi verdadera suerte. Además de pensamientos diversos, cientos de preguntas se me cruzaron por la mente, por la que me vi obligada a filtrarlas con precisión, para no perderme la oportunidad de comprender lo maldita que estaba mi vida.
—¿Por qué haces esto por mí? —me decidí por fin.
Nemo simuló ocuparse en esquivar unas cuantas raíces que sobresalían del piso. Casi podía oírlo descartar respuestas prefabricadas, tratando de convencerse que había emprendido el camino correcto, y que necesitaba despejar mi panorama con una réplica concisa que nos permitiera salir del aprieto en el que yo me encontraba.
—Fuiste la última voluntad de tu madre —me recuerda, como lo había hecho ya una vez en aquella casona en donde me había dado cobijo.
Sólo que esta vez, comprendo de inmediato que sus palabras esconden algo más.
Tim no dejaba de silbar una de las canciones que estaba de moda en aquel momento, sin quitar las manos del bolsillo de su americana, protegiéndose de un frío imaginario. Supuse que allí mismo llevaría el revólver y deseaba asegurarse de que estuviera allí, junto a él. En aquel caso, lo comprendería sin juzgarlo dos veces; me sentía desprotegida cada vez que me paseaba por un sitio peligroso sin la leal compañía de mi arma.
A la luz de una farola, pude observar con mayor detalle los rasgos de Tim, percibiendo la mirada perdida e indeterminada de un drogadicto, que opacaba sus ojos color miel, su barba zaparrastrosa y rala, la que denotaba muchas horas de trabajo y pocas de sueño, postura que las pesadas ojeras bajo sus párpados se empeñaban en confirmar. Era el tipo de persona que no prestaba demasiada atención a su aspecto ni aseo personal, justificándose con la idea de que tenía asuntos más importantes en los que ocuparse. La campera ocultaba su musculatura, mas supuse que detrás de la misma se encontraban brazos bien entrenados como consecuencia de años de trabajo pesado. Nada de sí desencajaba con el modelo de matón de segunda mano, ni siquiera el fino y largo cigarro que nunca se quitaba de la boca, bien sujeto por sus incisivos. Me sorprendió en sobremanera dicha habilidad; yo habría esperado que se quedara con la mitad del tabaco en la boca, pero lo cierto fue que jamás debió cambiarlo de posición para evitar la inminente caída.
Distraída por mis observaciones y conjeturas, no fui capaz de notar que el mafioso se dirigía hacia nosotros, con una sangre fría que me hizo estremecer. Sentí a Lusmila y Hellie temblar de miedo detrás mío, mientras fingíamos encontrarnos en una acalorada discusión acerca de una nueva banda adolescente que estaba siendo furor en todo el mundo. Palpé mi costado para asegurarme de que la semiautomática no me hubiera abandonado. Sonreí con suficiencia cuando la sentí bien ceñida a mi cintura, lo que me dotó de mayor seguridad, la que se esfumó en un santiamén en cuanto Tim se detuvo en seco enfrente de nosotras.
—Eres Themma, ¿verdad? —inquirió, sin siquiera hacer un pequeño prólogo ni atisbar un saludo.
Simulé que no se estaba dirigiendo a mí, y miré a mis amigas como si no supiera de lo que estaba hablando.
—Creo que... —inicié, aunque me vi interrumpida por su jovial e innoble manera de monopolizar una conversación.
—Reconozco la buena madera cuando la veo —repuso, con un dejo de emoción en su voz.
—Pero no sabes reconocer rostros —le retruqué, mientras hacía señas a mis amigas que me siguieran el juego.
Hellie comprendió de inmediato, y se apresuró por demostrar su fiereza.
—No confío en sujetos que aparecen a mitad de la noche y se dirigen hacia ti con puras patrañas —expresó ella, una gran seriedad que incluso habría resultado hilarante en otra circunstancia.
—Princesa Hellie —respondió este, haciendo una pequeña y burlona referencia—, es más agradable en persona. Parece que estar lejos de su familia le ha causado un cortocircuito.
Si no hubiera estado respaldada por un sistema que decidía qué era lo que más le convenía a su usuario, Hellie habría enrojecido hasta el punto de acabar como un tomate. Aquellas eran demasiadas coincidencias. Tim sonreía, complaciente y hasta divertido con la situación.
—No voy a mentirles. Las estaba esperando —añadió, misterioso-—por la simple idea de que sabía que estarían buscándome.
Como en una corte, decidí que el silencio sería nuestra mejor arma. Me mostré reticente a reaccionar de alguna manera que dejara a trasluz la verdad.
—¿No van a decirme nada? —nos desafió el matón, sin dejar de mover su mano derecha, en un gesto con el que supuse que estaría apuntándonos a través de la americana.
—No hay nada que discutir —repuse, lacónica.
Ya había enviado la alerta a mis amigos y rogaba que nos socorriesen pronto. Thiago prometió que llegarían allí en cinco minutos. Les rogué que se tomaran prisa, porque la situación pronto se tornaría bastante torva.
—Lo nuestro ha sido un encuentro fortuito, aunque mi jefe y yo supusimos que te aparecerías por estos días. No puedes tomar de sorpresa a quien está preparado. Por lo pronto, agradece que me prestara a platicar contigo —sacó su pistola con grandes alharacas, como si quisiera dejarnos bien en claro sus intenciones.
En un gesto instintivo y maternal, extendí mis brazos para cubrir los indefensos cuerpos de mis amigas, las que aún no comprendían la escena en absoluto. El revuelo ya había despertado a los más débiles, algunos de los cuales se habían atrevido a encender las luces de sus habitaciones, mientras buscaban el rosario que tuvieran a mano. Rogué que alguno tuviera clemencia y llamara a la policía puesto que, marcada como estaba, a mí me era imposible. Otros, por el contrario, habían abierto las persianas con la delicadeza de que las bisagras no chirriasen y apagaron las luces, encontrándose así en un palco preferencial para observar la carnicería.
—Hablemos con seriedad y con la verdad —continuó Tim, mientras elevaba su dedo índice para indicarme que iba demasiado en serio—. Ambos sabemos que has venido hasta aquí para matar a mi jefe. Es por ello que, en el mundo de la mafia, decidimos investigar por nuestras cuentas y actuar en consecuencia.
Un largo fogonazo y dos balas seguidas acabaron rozando mis costillas, antes de perderse en el asfalto. El silenciador había cumplido su función a la perfección. Lusmila se horrorizó al notar mis magulladuras y se precipitó sobre mí, con lágrimas en los ojos.
—Te doy una última advertencia. Márchate de California o te la verás con nosotros —me amenazó, implorando a un plural abarcativo que podría prestarse a múltiples interpretaciones—. Y te aseguro que eso último no va a ser tan dulce.
El cínico señaló las heridas que me acababa de generar y, sin dejar de dar marcha atrás, reemprendió su camino hacia su madriguera, dejándome sola con mis dudas y el terrible dolor de haberme fisurado más de una costilla en el proceso.
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