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Capítulo 140

Su frase, inacabada y sugerente, me despertó curiosidad, hasta el punto que regresé sobre mis pasos. Me resistía a creer que me había mentido con respecto al entrenamiento. Nemo no dejaba dudas de que sus intenciones eran buenas. Además, confiaba en que Nathaniel le sirviera de filtro para las mentiras y los ocultismos. Recién entonces percibí una pequeña silla de plástico en un rincón, la tomé y la coloqué enfrente de ambos, justo en el medio. Era partidario de las conversaciones cara a cara. «Las personas hablan con sus ojos» me había dicho mi madre con gran sabiduría, en esas épocas en donde todavía le tenía respeto y admiración. Nemo se tomó su tiempo para encender el porro que tenía guardado en el bolsillo. En cuanto lo encendió, y aromatizado el ambiente con el olor a marihuana, juzgó que aquel era el momento preciso para proceder con su relato.

—Todas las historias tienen un comienzo, y la tuya se remonta a tu nacimiento —inició, clavando sus ojos negros en mí, como si deseara robarme el alma—. Por cierto, ¿alguna vez supiste quién era tu padre? —me inquirió.

Una descarga de adrenalina recorrió todo mi cuerpo. En mi casa, la mera mención de aquel sujeto era tabú.

—Sólo sé que abandonó a mi madre. Eso es todo —repuse, reprochándome a mí mismo el hecho de haber sido tan obediente en el pasado para no cuestionar las historias de mi madre.

—No confíes en nadie, menos en los adultos —se limitó a señalarme Nemo, mientras llevaba su mano a la boca para quitarse el cigarro.

—Supongo que este no es el momento más adecuado para que me lo recuerdes —respondí, con sarna.

-Mi punto es -prosiguió Nemo, restándole importancia a mi comentario anterior-, que tu padre ha pasado dieciséis años vivito y coleando y tú aún no te has dado cuenta.

Nathaniel me observaba con aquella fiereza que había heredado de su padre. Sin embargo, su mirada parecía transmitirme una sensación de cercanía, que muy pocas veces yo había experimentado. Me observaba con encanto, curiosidad y, hasta incluso, cariño. Sus ojos eran como dos perlas frías que quería regalarme.

—Ahora, es momento que llegues al final del asunto, que los lectores y yo estamos esperando —le solicité, simulando una entereza que se desmoronaría a la simple mención del nombre del aludido.

Hinqué mis incisivos en la comisura de mis labios. Un fino hilo de sangre comenzó a desprenderse de mi boca, hasta llegar a la barbilla. Extendí la lengua para sentir aquel sabor a sal y óxido, dejando por sentado que me ayudaría a recordarme que estaba vivo.

—Me sorprende que aún no lo hayas adivinado. Lo esencial es invisible a los ojos —musitó él, saboreando las palabras.

—La vida no puede resumirse con aforismos y frases baratas —le espeté.

Al ver que no continuaba la conversación ni tampoco miraba a los ojos, comprendí que deseaba que yo tomara el papel protagónico en la conversación. Maldije al Principito por aparecerse tanto en mi vida con sus frases sosas y sugestivas. Nathaniel imitaba a su padre, tratando de lograr mostrar toda su rudeza, pisando su pie derecho con el izquierdo y sorbiéndose los mocos con gran cuidado. Se empeñaba en ocultar su tristeza, como si aquello no fuera de lo más corriente.

—¿Acaso tú... —percibí cómo Nemo deslizaba una pequeña sonrisa, aún cabizbajo —eres... mi padre? —inquirí.

No pude contener más mi llanto; no ocurrió lo mismo con mis manifestaciones de afecto. Tampoco creía que se lo merecía demasiado. La había jugado de suplente y, cuando le había llegado la pelota, se había dado una buena patinada. Observé a Nathaniel, Nathan, su hijo, mi hermano. Aquella era una revelación sorprendente. No comprendía cómo no me había caído de bruces al suelo después de todo eso. Ante mi negativa de proferir palabra alguna, Nemo tomó las riendas de la conversación, por vigésimo octava vez, a groso modo.

—Verdad que Einstein tenía razón cuando decía que lo único infinito, además del Universo, es la estupidez humana —parecía que, antes de venir, se había puesto a husmear en las páginas de Internet de frases gastadas.

Nathaniel comenzó a reírse junto con su padre. Hacían una díada incondicional.

—Agradezco haber fallado —le reproché, ofendido.

—Tampoco anduviste tan lejos —me felicitó, con gran ironía.

—Quisiera conocer el nombre del padre que nunca tuve —reiteré, buscando enfocar la charla en el punto que era de vital importancia.

Nemo murmuró que estaba bien, que creía que se había pasado un poco de la raya. Arrojó los restos de su porro al piso, aplastándolo con sus zapatos para extinguir el fuego. Nathaniel no parecía muy orgulloso de su padre en ese aspecto.

—Del padre que nunca tuviste —me remarcó él, volviendo a fijar su mirada en mí—. Tu padre, hijo mío, (y espero que no te lo tomes tan literal a eso de «hijo mío») —aclaró, con un chascarrillo que sirvió para aplacar las aguas—, no fue nadie más ni nadie menos que Stuart Maldonado.

Aquello ya se estaba pasando de castaño oscuro.

Nuestro pequeño tesoro nos serviría para tener un buen sustento financiero por un largo tiempo. Mónica calculaba que, incluyendo los largos y costosos viajes, tiraríamos para un mes y medio o dos, eso sin contar las donaciones que nuestros seguidores y adeptos realizaban día a día a través de nuestra página oficial, a los que les debíamos el lujo de permanecer desempleados, en pos de nuestros fines. Por lo pronto, una buena suma acabó destinada a costear nuestro corto viaje a California, en un regreso exitoso a nuestro país de origen.

La familia real ya había confirmado la muerte del príncipe, la cual aparecía ahora en todas las pantallas, grandes, pequeñas y medianas, de todo el aeropuerto. El monarca se había rehusado a emitir declaración alguna al respecto; fue su esposa la que dio el comunicado oficial, acompañada de un vocero que traducía sus torpes y doloridas palabras en frases audibles y comprensibles para el resto del pueblo. En cuanto alguien le interrogó sobre el estado de la princesa Hellie, ella decidió guardar silencio y disfrazar la verdad a medias, alegando que era una verdadera pérdida para la familia y regresando al tema que se estaba tocando. Todavía no se había informado a los ciudadanos sobre su huida ni la de sus tres nuevos guardas, mas ya se había emitido una orden de búsqueda que nos obligó a disfrazar nuestras ubicaciones hasta borrar todos nuestros rastros de la web. Asimismo, las sospechas no recaían pura y exclusivamente en nosotros; el hallazgo del cadáver de Luke les había dado mucho que pensar, y les obligó a reconsiderar ciertos puntos que antes habían pasado por alto, creyéndose dueños de una verdad absoluta. Con el panorama a nuestro favor, nadie nos retendría aquella mañana para un control de seguridad.

El viaje fue veloz, desprovisto de contratiempo y miradas esquivas. No tuvimos dificultades al despegar ni tampoco al aterrizar. La comida era todo lo asquerosa que se podría esperar; unos filetes gomosos y grasosos y una pequeña ración de puré, el cual quedó apelmazado en la bolsa de nylon, la que se llevó más alimento que yo a mi boca. Si eres una asesina, lo que menos te importa es lo que te dan de comer. A excepción, claro está, de nuestra nueva víctima, Tumako Oko, quien, desde la incomodidad de la cárcel de San Quintín, esperaba un juicio de doce jurados que decidirían su destino. Con más de quince casos de violación, asesinato y abuso de menores, no cabían dudas de la suerte que le acaecería. Nosotros sólo le ahorraremos al gobierno una pequeña aguja y la pesadilla de uno de sus empleados.

Aterrizamos en la ciudad californiana hacia el atardecer, con la brisa estival azotándonos el rostro. Nos dividimos en pequeños grupos; cada cual llevaría un porcentaje de dinero más o menos bajo, lo que nos evitaría cientos de problemas e interrogantes. Los guardias nos recibieron con la formalidad debida, sin tomarse la molestia en revisar el historial criminal de cada uno de sus pasajeros, precaución que deberían de haber tomado a pedido del gobierno de Jordania, el cual no parecía demasiado preocupado por el acontecimiento. Supuse que tendrían sus propias teorías dentro de sus cerebros orientales, tan contrastantes con los del otro lado del globo. La ausencia de armas y de cualquier otro objeto metálico o punzante, y la ayuda de unos narcotraficantes novatos a quienes les descubrieron los polvitos ocultos dentro de sus mochilas, desviaron la atención sobre nosotros, aunque también obligó a los guardas a tomarse el tiempo de hacernos pasar dos veces a cada uno por el escáner, con idénticos resultados. A ninguno le extrañó el hecho de que hubiera varios clones juntos por allí; después de todo, su tenencia era legal y se habían convertido en el nuevo juguete de los niños ricos. Además, la delgadísima placa que Helling había incrustado en nuestros cerebros apenas causaría un ligero pitido en el detector, al que los trabajadores ya estaban acostumbrados.

Una vez ya en nuestra residencia, la que no era más que una pequeña cabaña de mala muerte que ocuparíamos por unos días, nos tendimos por fin en nuestras cuchetas y dormimos una larga siesta que se prolongaría hasta la mañana siguiente. Lidiar con el jet-lag no te hace demasiado problema cuando acabas de regresar de una misión que le revolvería las tripas a cualquiera. Aún faltaban cientos de vidas por salvar a costa de otros, y no podría estar tranquila con mi conciencia hasta ver a todos los clones libres del yugo de una humanidad que siempre ha adorado la esclavitud, la lujuria y sus malditos inventos para conquistar un mundo del que ya son dueños.




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