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Capítulo 139

Aquella no era más que una de las muchas revelaciones que llegarían a continuación y para la que, sin duda alguna, no estaba preparado. Antes de proferir palabra alguna, me detuve para observarlos con mayor detenimiento y pude percibir algunas de sus similitudes. Si comenzaba a hilar fino era capaz de notar la manera en la que Nathaniel replicaba, en una versión más pequeña, la curva del mentón de su padre, la profundidad de sus ojos y las pobladas cejas que los cubrían. Las diferencias más notables residían en la nariz y la boca, las que, en el caso del niño, tenían la delicadeza de los rasgos maternos, con una nariz italiana que le confería aires de altivez. Ambos comenzaron a observarme, dispuestos a subsanar todas mis inquietudes. Sin embargo, reemprendieron al instante su conversación como si nada hubiera ocurrido.

—No debí decir eso, lo siento —se disculpó el niño, quien no se atrevía a mirar los ojos de su padre—. Ya sé que me dirás que tengo que acatar tus órdenes sin más, pero esto me ha parecido demasiado. Tener un arma no debería otorgarte el derecho a matar.

—Te habría descubierto, hijo, y habría difundido la verdad en todos los medios de comunicación. Era un tipo tan gilipollas como peligroso —repuso Nemo, frotándose la antepierna con los brazos para generar algo de calor.

Me pregunté si seguirían ignorándome más tiempo o por fin se concentrarían en la razón por la que yo me encontraba con ellos.

—Dime lo que tengas que decirme de una vez. No tenemos demasiado tiempo —le indiqué a Nathaniel, quien aún buscaba su camiseta dondequiera que la hubiera dejado.

—No te preocupes por ello, Dawid —intentó tranquilizarme Nemo—. Nadie entrará o saldrá de este sitio mientras yo permanezca aquí.

—De todos modos, no me gustaría permanecer demasiado tiempo encerrado. Mañana tengo las prácticas y quisiera aprovechar de unas horas de sueño que ustedes sin dudas me quitarán —les hice notar, mientras me ponía de pie.

Apoyado por la falta de réplica de ambos, recogí mis cosas, deposité las toallas limpias en su sitio y me vi obligado a rodear los sesos de Frank Giraud para no tropezarme con el líquido viscoso que se había adueñado del piso. Nemo carraspeó en un volumen elevadísimo, lo que me obligó a voltearme hacia sí. Coloqué mis brazos en jarra y adopté una expresión tan desafiante como impasible, la que era una síntesis perfecta entre mi inquietud y mi hartazgo. Nathaniel me indicó que viniera y me dejó un espacio libre a su lado. Aún no se había colocado la remera y parecía ser que permanecería semidesnudo durante el resto de la conversación. Un nuevo ademán me quitó de mi espiral de pensamientos y me recordó que colocara mi trasero en aquellas tablas rojas de una buena vez. Ninguno de los dos se esforzó por obligarme a ir allí a la fuerza; después de todo, el único interesado debería ser yo.

—Se parecen bastante —musité, con una voz algo trémula y una media sonrisa que indicaba que estaba dispuesto a una tregua.

Nemo contempló a su hijo con admiración, de pies a cabeza, para después apretarle su clavícula izquierda con la mano, con un gesto que su hijo consideró cariñoso. Eran del tipo de hombres que creían que brusquedad y cariño van de la mano.

—Y estoy orgulloso de ello —replicó Nemo, aún con un dejo de admiración en su tono de voz.

Aquella era la primera vez que veía a un Nemo diferente al que había conocido todo este tiempo, aquel que dejaba de ser un nadie para todos y se convertía en un Alguien, con mayúsculas, para los que quiere.

—Si te fijas bien, quizá puedas encontrar más similitudes —me invitó Nemo, quien parecía divertido con el juego. Me preocupó a sobremanera el tiempo que se tomaba para cada revelación, como si estuviera esperando que yo saboreara una a una cada palabra. Temía que fuéramos sorprendidos con las manos en la masa.

Sin hacer caso a mis corazonadas, me detuve una vez más para escrutarlos con la mirada, recorriéndolos de arriba a abajo y de abajo a arriba, imaginando cómo habría sido Nemo de niño y si se parecería a su hijo, imaginando cómo sería Nathaniel de grande y si se parecería a su padre a su edad. Intenté detenerme en pequeños detalles, mas fracasé con estrépito. Quizá, no habría entendido el punto de sus palabras y debería cambiar mi enfoque. Un pequeño bostezo interrumpió mis cavilaciones y me recordó que al otro día tendría que entrenar.

—Si me disculpan, no tengo tiempo para tantos jueguitos ni para comprender su punto. Les pido claridad al exponer sus ideas y clemencia para comprender que mañana tendré una práctica mucho más exhaustiva que la de hoy —tomé una pausa puesto a que el oxígeno ya se me había acabado, y aproveché la ocasión para señalarles el reloj, el cual indicaba que llevábamos allí más de media hora—. Además, no creo que nadie se crea la mentira que quieras inventar para justificar nuestro enclaustramiento.

Aquello había sido demasiada información largada de un sopetón, toda a la vez. Nemo me lo hizo notar con sus gestos, al tiempo que inhalaba y espiraba con gran parsimonia, mostrándome la manera en la que debería hacerlo. Le agradecí por su recordatorio y me dispuse a serenarme.

—En primer lugar, no has aprendido de nada de la gran Agatha Christie, la que sugería siempre seguir un orden y un método. Por lo tanto, procederé a responderte una pregunta por vez, dado a que no tengo prisa. Agradecería que me refrescaras alguna inquietud que se me haya salteado. Como verás, es difícil seguir a una persona enfadada —repuso, mientras cerraba los ojos tratando de recordarlo todo.

»Tal como te lo indiqué otrora, yo soy uno de los cabecillas aquí, y nadie cuestiona mis órdenes, tengan la justificación que tengan, siempre que las mismas no atenten contra los intereses de la organización. En todo caso, me creerán un tipo rudo que sólo quiere divertirse un poco con sus alumnos —replicó, con un guiñó de picardía que hizo reír a su hijo—. Una vez sorteado este obstáculo, no tenemos nada que temer e iré confesándote la verdad poco a poco para que puedas asimilarla —hizo una pequeña pausa para sorber sus mocos e indicarle a su hijo que se colocara la maldita camiseta de una buena vez para que no pescara un resfriado—. Las revelaciones requieren que tengas el tiempo suficiente para reflexionar.

—Genial, entonces pasaré la noche en vela, viendo cómo se encaminan las cosas —le retruqué, sarcástico.

—Ya te he dicho que no debes preocuparte por lo que tenga que ver con tu entrenamiento —reiteró, poniendo los ojos en blanco.

—Hasta ahora, no me has dado un pretexto sólido para que así lo crea —repuse, con escepticismo.

—David, no lo comprendes. El de hoy ha sido tu último entrenamiento.

Nemo se mostró demasiado preocupado, lo que me hizo replantearme la idea de brincar de felicidad allí mismo. Para muchos había significado una alharaca, mas éste no se mostraba muy contento con ello.

—Eso no tiene nada de malo —agregué, tratando de ocultar mi sonrisa.

—Lo que acabas de decir demuestra que todavía no sabes nada de tu pasado, tu presente ni tu futuro —contestó Nemo, con aire enigmático.

—Ellos son mis guardaespaldas de confianza —el reducidor se apresuró a aclarar el malentendido—. No tienen nada que temer siempre que su visita no tenga dobles intenciones.

—En absoluto —repuso Hellie, quien deseaba a toda costa internarse en el quid de la cuestión.

Percibiendo la ansiedad de la princesa, me apresuré a tomar el pequeño saco y colocarlo sobre la mesa, con gran delicadeza, para evitar que las joyas perdieran valor a causa de mi deseo irrefrenable de controlar hasta el más mínimo detalle de todo. Los ojos de ave rapaz de nuestro cliente se iluminaron tanto que llegaron a la altura de la poderosa luz de uno de los reflectores que se encendió de repente y llenó de luminiscencia la pequeña tienda. Llevé mis manos a los ojos para darle tiempo a mi sistema para que calibrara mis pupilas a la nueva situación, dejándolas tan diminutas que casi no podían verse. El viejo y rapaz comerciante comenzó a sacar uno a uno cada anillo y cadena que allí se encontraban, disponiéndolos todos sobre la mesa, uno al lado del otro, ordenándolos desde aquellos que atraían más su atención hasta los que menos. El precioso anillo que Hellie llevaba y se había quitado en el camino captó su atención de inmediato.

—Creo haber visto esta pieza antes en algún lugar —nos hizo notar el reducidor, mientras lo movía de un lado al otro, como si aquello le fuera útil para recordar—. ¿Es robado? —inquirió, con una pregunta retórica más que protocolar.

—¿Acaso algo de aquí no lo es? —le regresé la pregunta.

El hombre murmuró un Touché casi inaudible, antes de dedicarse de lleno al minucioso examen que tendría como objetivo hallar el mayor número de desperfectos posibles para cuidar su bolsillo.

—Es una pieza muy curiosa... ¿Cómo la consiguieron? —instó el viejo, quien no se había mostrado conforme con mi anterior réplica.

—Tenemos nuestros contactos —me limité a acotar—. ¿Acaso importa de dónde vino?

El viejo sacudió la cabeza de arriba a abajo con un ritmo frenético. La ansiedad se reflejaba en sus ojos. Por lo demás, podría confundirse con un niño grandote sin mucha dificultad.

—Puede influir con creces al momento de la valoración final. De hecho, algunos de mis más grandes tesoros permanecen tan intactos como codiciados en un mercado alternativo —nos señaló unos cuantos dijes dispuestos en una vitrina y un par de piezas de zafiro de un tamaño considerable que, sin duda alguna, valdrían unos miles de dólares.

—En ese caso... —miré a Hellie para obtener su aprobación.

Ella asintió de inmediato y se dispuso a completar mi frase.

—Proceden de las arcas reales de la mismísima princesa —Hellie adoptó un aire desafiante, en una mezcla de orgullo y desafío.

—Eso aclara mucho las cosas —añadió el reducidor, sin dejar de admirar la pieza.

Al cabo de un rato lo único que se oía era la respiración acompasada del reducidor, el cual admiraba la pieza una y otra vez, en busca de algún defecto que no encontraba, maldiciendo para sus adentros el hecho de que tuviera que gastarse unas buenas monedas para conseguir dicha reliquia.

—¿Cómo lo consiguieron? —reemprendió de nuevo la marcha, aún mascullando por lo bajo.

—De la misma manera por la cual esos objetos llegaron a este sitio de mala muerte —repuse, impasible, mientras indicaba con mi cabeza la dirección en la que se encontraban las otras costosas joyas.

El reducidor se ensimismó en su silencio durante más de media hora, escrutando las piezas una a una sin poder comprender lo que tenía enfrente, seguro de que se vanagloriaría de tenerlos en sus arcas. Los escrutó uno por uno sin decir palabra alguna, separándolos conforme a los materiales y su concentración. El contenido de aquella mesa alcanzaba para llenar nuestros cuatro bolsillos con billetes de cien. Los guardas acompañaron su silencio desde sus incómodas posiciones, sin que la brisa que ya se había levantado hacía un rato despeinara uno solo de sus cabellos engominados. Por fin, el reducidor de alejó de su pequeño lente, y esta vez no lo hizo para pestañear, tal como lo había venido haciendo minuto de por medio durante la última mitad de hora. Cruzó los dedos de su mano por delante de su pecho y, por fin, se dignó por mirarnos a los ojos.

—Podría darles cien mil por todo esto ahora mismo —nos informó, mientras escrutaba nuestras expresiones de descontento.

—Ya lo hemos hecho tasar y esto cuesta, cuanto menos, doscientos mil dólares —le informó Hellie, quien no estaba dispuesta a ceder ni un centavo.

El viejo se resignó a su suerte y despotricó un par de improperios en voz baja, mascullando en segunda ocasión contra nuestra astucia y precauciones.

—Por lo general, no suelo encontrarme con mucha gente que se atreva a solicitar lo que de veras quiere por lo que trae —confesó éste, mientras se rascaba su calva cabeza, pensando en la manera en la que podría conseguir tal dineral.

—¿Deberíamos tomarlo como un cumplido? —le espeté, cansada de tantos juegos.

En el exterior, las primeras luces del alba delataban que ya se nos estaba haciendo demasiado tarde. Unos reiterados mensajes de Thiago y Mónica nos recordaban que no podríamos tomarnos el lujo de permanecer mucho tiempo más allí. Por consiguiente, me apresuré por acabar la transacción.

—Doscientos cincuenta mil en efectivo y todo el saco es suyo —le ofrecí, dándole a entender que aquella era mi mejor oferta.

—Hecho.

El reducidor nos estrechó las manos a ambas y, sin atreverse a tomar la bolsa de la mesa antes de tiempo, regresó con varios fajos de billetes de cien agrupados con pequeños rótulos que indicaban las sumas allí presentes. Mi sistema me aseguró que no había allí ni un céntimo falsificado, por lo que acepté el dinero de inmediato, el cual repartí también en los bolsillos de Hellie. Sólo cuando su jefe tuvo en sus manos nuestro pequeño tesoro, los guardaespaldas se hicieron a un lado y nos permitieron abandonar el recinto. Incluso uno de ellos nos deseó los buenos días, mientras que el otro nos preguntaba si necesitábamos que nos alcanzara a algún sitio en particular, a lo que ambas repusimos que no era necesario puesto que ya estaban



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