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Capítulo 135

Sin caer aún en la cuenta de lo que estaba sucediendo, me puse de pie, tratando de esconderme tras una máscara de seriedad que se desmoronó a los pocos segundos ni bien estrellé mis rodillas contra el filo del pupitre, generándome un acto reflejo que disparó una patada a la silla de adelante, haciendo enfadar al estudiante que sintió mi pie incrustándose de lleno en su trasero. El profesor simuló no haberse percatado de mi desliz y me indicó con un gesto de manos que me colocara junto a los demás. El francotirador accionó la tercera y última bala, la que se perdió también en el cañón del arma.

Robin Walker fue quien hizo los honores, aceptando la venda que el profesor le extendió para que no fuera capaz de ver la ejecución, no sin antes preguntarle si estaba de acuerdo con aquello, y lo ayudó después a amarrársela por detrás de la cabeza. Anthony se relamía los labios, a la espera de la señal. Tras la retórica pregunta «¿Estás listo?» y la respuesta opuesta a la que en verdad su mente quería decir, el gordo se cruzó de brazos, esperando la cuenta regresiva que iría de diez a uno y la que sería acompañada por los alumnos. Me horroricé ante la idea de presenciar cómo nuestros propios compañeros palpitaban nuestras muertes, uniendo sus voces en una sola hasta estallar en un enérgico «¡Cero!» a la par del cual un único proyectil se estampó en la cabeza de Robin, echándolo hacia atrás y dejándola casi desprendida de todo su cuerpo, en una turbia escena que me recordó a Nick Casi Decapitado. Una expresión de terror generalizada que se resumía en un simple «Ohh» inundó la sala.

Después le llegó el turno a Logan Gutiérrez, el cual tenía los dos ojos enrojecidos de tanto llorar y ahora intentaba, sin éxito, contener las lágrimas, hasta el punto de que el profesor optó por apresurarse para que la deshidratación no le ganara de mano a Anthony en la mortal puja de quién de los dos se cargaría con la vida de un inocente. Ante la misma pregunta que su compañero, Logan aceptó la venda con gusto, solicitando también si podrían cubrir sus oídos, alegando a que no le sonaba demasiado agradable el hecho de oír a sus compañeros haciendo de temporizadores humanos para pronosticar su muerte. Sus brazos y piernas aún temblaban cuando la cuenta regresiva llegó a su fin y una bala se incrustó en el medio de su pecho, derribándolo debido a la fuerza del impacto.

Algunos de los jovencitos se habían entusiasmado y reclamaban con fuertes gritos que la carnicería se concretara con su última fase: mi muerte. Observé hacia la multitud y pude observar el rostro de Nathaniel, el cual reflejaba un pavor inmenso ante la posibilidad de presenciar cómo su ídolo se convertía en un fiambre. Supuse que si Nemo estuviera entre los presentes, habría observado mi muerte sin siquiera pestañear.

—David Cecil, al frente —me indicó el larguirucho, como si hubiera sido necesaria dicha aclaración dado a que era el único con vida de los tres elegidos.

Hice mi mejor esfuerzo para acabar generando una buena impresión en mis colegas. Por ende, me puse de pie y caminé con la mirada fija en Anthony, casi desafiante, simulando que la enorme carabina que llevaba en el hombro no existiera y nos encontráramos a punto de iniciar una batalla cuerpo a cuerpo. Él sonrió ante mi ocurrencia. Me sorprendió a sobremanera que el docente no me interrogase sobre si deseaba o no que me colocaran la venda en los ojos, lo que le hice notar, sólo para demostrar que le había prestado atención durante las ejecuciones anteriores.

—Es una pregunta protocolar —confirmó él, restándole importancia, mientras ajustaba la venda con más fuerza alrededor de mi cabeza—. ¿O acaso quieres que te la quite? —inquirió él, sabiendo de antemano que mi respuesta sería negativa.

—Estoy bien así —me apresuré a confirmar—. De todas maneras, ya se tomó la licencia para hacerlo.

El cántico de los estudiantes comenzó a contar hacia atrás para anticipar mis últimos diez segundos de vida, en los cuales maldije una y otra vez haberme metido en aquella organización para ahora tener sus manos sobre mi cogote y no poder hacer nada para evitarlo. Despotriqué también contra los difuntos Stuart y Esther, aunque siempre se me dijo que no hablara mal de los muertos, mas supuse que, en el infierno, tendrían bastantes más preocupaciones como para ofenderse con un adolescente que les lanzara una cantata de insultos. Al oír el número tres sentí cómo mis piernas se tornaban flojas y mi cuerpo se tensaba como un arco. El número dos me sirvió para murmurar la palabra perdón, dirigida hacia nadie en particular, aunque destinada hacia todos aquellos que sintieran que les cabía el saco. El número uno se rellenó con un fuerte suspiro al tiempo que intentaba traer a mi mente a la persona más especial que había conocido en vida. Por desgracia, miles de rostros desfilaron por mi mente, aunque quien tuvo el privilegio mayor fue la mismísima Clarissa, la que parecía sonreírme desde Jordania, escondida dentro de un turbante. Disfrutaba de mi sufrimiento y se regocijaba con mi dolor. Juré que, en otra vida, me tomaría una venganza de una buena vez. Rogué que mi fantasma regresara pronto.

Cerré mis ojos con fuerza, esperando el estallido final.

Hellie ya se había ido, por lo que no nos quedó más remedio que seguir el juego y abrir la puñetera puerta, rogando que no se percatara de la diferencia. Con rapidez logré encontrar un perfil idéntico al de Adwin y me apresuré para hallar una vestimenta que pareciera lo bastante extraña como para pertenecer a la realeza. Mónica se colocó detrás mío, con intención protectora, no sin antes alcanzarme un cuchillo, el cual no tardé en sujetar con fuerza. Tras haber preguntado quién se encontraba allí para ganar algo de tiempo, recibí la confirmación de identidad de la reina misma en persona. Abrí la puerta, cuchillo en mano, esforzándome para que mi voz sonara igual de gangosa que la de su hijo.

—¿Qué pasa, mamá? —pregunté, simulando temor.

—¿Qué haces con un cuchillo? —inquirió ella, procurando pasar por alto mi interrogante.

—Si me dices para qué viniste te lo contaré —intenté negociar.

—Quería ver si estabas bien, ¿conforme? —su expresión maternal y su pequeña sonrisa me consternaron, hasta el punto de sentir pena por ella cuando recibiera la noticia de la muerte de su hijo.

—Y este bebé me ayudará a estarlo —le confirmé, mientras lo sujetaba con fuerza, con cara de maniático.

La reina me observó con un dejo de preocupación y con un índice de sospecha.

—¿De dónde lo sacaste?

Se estaba volviendo demasiada inquisidora, por lo que procuré despacharla antes de verme forzada a acabar también con su vida.

—Uno de los guardas me lo dio —afirmé, tratando de sonar inescrutable—, ¿conforme?

—No me gusta que te hagas el héroe, hijo. Tienes la capa bastante desteñida a estas alturas —retrucó ella, mientras jugaba con su anillo de matrimonio, el que contenía un hermoso rubí valuado en millones de dólares.

—Y tendré la cena bastante fría si no me dejas de demorar más tiempo —le espeté, terminante.

Deslicé la puerta, asentí ante el pedido de disculpas de la mujer y acabé encerrándome de nuevo en la habitación, todavía vestida de príncipe. Presioné un botón para deshacer mi aspecto físico, olvidándome de cambiarme la ropa, por lo que mis senos acabaron estrellándose contra las enjuntas vestimentas del príncipe. Mónica se apresuró por ayudarme a desabrocharme aquel incómodo traje. Le agradecí, al tiempo que revisaba en mi sistema para comprobar si tenía algún mensaje de Thiago o Estella. Un pequeño puntito rojo me indicaba que tenía una notificación desde hacía unos diez minutos.

«Ya estamos en el puerto. Vamos camino a destino».

Thiago evitaba mencionar cualquier dato relevante por si eran pillados de sorpresa y requisados. Tras tipear lo justo y necesario, le informé que allí estaríamos al amanecer. Él me envió un pulgar arriba y se desconectó de inmediato. Debería de haber llegado ya su barco. Imaginé a Estella cerniendo la bolsa con el corazón del príncipe con fuerza, tratando de evitar las miradas esquivas, ignorando que viajar con tipos de reputación dudosa implica una regla tácita muy clara: no hurgo en lo tuyo, no hurgas en lo mío.

Hellie me informó que la cena se había retrasado porque la reina no se sentía bien y el rey había solicitado a los guardias que se apostaran en todas las puertas y ventanas del palacio, anunciando en público que tenía un mal presentimiento acerca de lo que podría ocurrir aquella noche. Imaginé que la ruptura del protocolo no era habitual; aquello denotaba que el humor general se encontraba bastante perturbado. Supuse que, si aún existían juglares y bufones para entretener a la familia real, no harían presencia esa misma noche.

Mónica y yo esperamos en silencio, sentadas sobre la cama, no sin antes cubrir con las cortinas el único ventanal que tenía salida al exterior para evitar las miradas indiscretas y curiosas de cualquier encargado de seguridad. Una vez que ambas estuvimos seguras de que nadie perturbaría nuestra paz, iniciamos una partida de ajedrez mental demasiado pareja, no sólo la mejor que había visto en toda mi vida sino también la mejor que viví. Las rápidas estrategias y el Wi-fi aún más veloz nos permitía a ambas boicotear las jugadas de la otra y, asimismo, recurrir a técnicas que creíamos que sorprenderían a nuestra adversaria, hasta acabar descubriendo que acabábamos de terminar en tablas, rey contra rey, ambos en los extremos opuestos del tablero. Estrechamos nuestras manos y nos fundimos luego en un abrazo nada programado tras treinta y siete minutos de partida. A los pocos minutos sentimos cinco toques de puerta, alternados uno arriba y otro abajo, correspondientes a la nueva clave que habíamos acordado. Antes de entrar, la princesa le dedicó unas palabras a los guardas.

—Traeré a los míos para que les sirvan de refuerzo. Adwin insiste en que así se haga —informó de un sopetón antes de adentrarse en la habitación, sin darle tiempo para que procesacen la noticia.

Ni falta hizo que nos pusiera al tanto de la decisión que acababa de tomar, puesto a que la escasa distancia nos había puesto al tanto. Presenciamos el momento en el que Hellie pasó a convertirse en Mina, al igual que yo. Matteo, Mónica y ella se dirigieron hacia la puerta, despidiéndose de mí y deseándome suerte. Mientras tanto, yo debería permanecer allí hasta el próximo relevo de guardia, a las tres de la mañana, para escabullirme entre los uniformados. Acordamos que saldría por una puerta secreta, oculta tras el armario, tras haber tomado unas cuantas joyas que escondería en mis zapatos y que luego serían reducidas para financiar nuestra campaña en un puestito turbio que habíamos encontrado por Internet.

Me recosté un rato en la cama matrimonial sin olvidarme de poner la alarma, vestida de Hellie por si alguien tenía la caradureza de ingresar, colocando el cadáver de Adwin en una posición que simularía que estaba durmiendo. Ahora no quedaba más remedio que esperar.  




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