Capítulo 133
—Tranquilícense —nos indicó el matón, aún entre risas—. Estas chicas no les van a estallar en sus caras. No por ahora —creyó necesario aclarar.
Se oyó un largo suspiro de alivio; todos apreciábamos demasiado nuestras vidas como para no temer que nos las arrebataran.
—Me pareció una excelente idea usarla como incentivo en las prácticas —sugirió Nemo, sin abandonar su torva sonrisa—. ¿Qué les parece? Un determinado tiempo para cada ejercicio o si no... ¡Kaboom! —gritó, al tiempo que llevaba su puño derecho contra la palma de su mano izquierda, tratando de generar la misma onomatopeya.
Aquella idea era aterrorizante. Los menos hábiles comenzaron a temer por sus vidas; el sudor que corría por sus frentes y el temblor de sus piernas eran sólo algunos de los signos que denotaban que no les quedaban demasiadas esperanzas de vivir. Los más atléticos lo tomaron como un reto (no habían demasiadas formas de tomarse aquello más que aquella) y uno de ellos, que se encontraba por delante mío, extendió su mano para emitir una pregunta. Al oír su voz reconocí a Nathaniel, el cual ahora llevaba un gorro verde que le cubría su cabeza despoblada de todo pelo.
—¿Y cómo sabremos cómo desactivarlas si acabamos a tiempo? —aquella no debía de ser la preocupación primordial para la mayoría de los presentes que nos encontrábamos allí, con el rabo entre las piernas y un librito de oraciones que recitábamos una y otra vez en nuestras cabezas.
Nemo sonrió con gran satisfacción ante el entusiasmo de su subordinado. Nathan se había colocado el puño bajo la barbilla y permanecía impasible en dicha posición, a la espera de la respuesta.
—Si fueran más observadores, habrían notado que sus mochilas llevan una pinza dentro. Basta con cortar el cable rojo para que el temporizador se detenga de inmediato —repuso, triunfal y orgulloso de tener todo bajo su control.
Por segunda ocasión, se oyó cómo todos rebuscábamos en nuestras cosas, palpando el fondo de la mochila, para luego abrir el bolsillo delantero y encontrarnos con unas pequeñas y afiladas pinzas color negro que nos hicieron sentir un poco más aliviados. Los más desconfiados se apresuraron a probar el filo al instante, presenciando la manera en la que los cables del explosivo se cortaban al menor contacto. Algunos susurros, provenientes de un sector más alejado el cual siempre había formulado teorías conspirativas sobre el verdadero objetivo de nuestras prácticas, sospechaban que los entrenadores cambiarían dichas pinzas por otras sin filo. La principal teoría —«Nos quieren ver a todos muertos»— corrió como un reguero de pólvora, musitadas en voz muy baja, para que sonara lo suficientemente clara para nosotros, mas ininteligible a los oídos de nuestro jefe.
—Yo creo que por hoy ha sido suficiente entrenamiento —más resoplidos; los bufidos de alivio se multiplicaban a cada palabra que pronunciaba—. Además, no creo que esta noche puedan dormir demasiado bien después de todo —una nueva risa sarcástica, la que se yuxtaponía con los parpadeos de estupor de mis compañeros.
Si bien eran las siete y media de la tarde, sólo nos dejaron una media hora para bañarnos, cambiarnos la ropa e ir a nuestra última clase, esta vez teórica, en donde prometían enseñarnos Conocimientos y estrategias modernas para defenderse del mundo, tal como rezaba el cartel que habían pegado en la recepción y cuya cátedra tendría lugar en un gran salón. Por lo pronto, poco teníamos por aquello. Era el momento del baño y las duchas no eran suficientes para todos, por lo que acordamos turnos de cinco minutos cada uno, conscientes de que, en muchos casos, aquello se prolongaría por un tiempo más. Yo me acabé uniendo con otros dos jovencitos —uno con la cara alargada y con pinta de haberse snifado alguna sustancia de legalidad dudosa, y otro algo más rechoncho, con pinta de rugbier y un cuerpo similar a un rectángulo—, con quienes acordamos que primero iría Cara Larga, luego Heladera y por último yo. El primero desocupó el baño a los pocos segundos, lo que le dio a Nevera todo el tiempo del mundo para enjabonarse y hasta limpiarse el cabello. Cuando por fin fue mi turno, no dudé en disfrutar del agua caliente recorriendo por todo mi cuerpo.
Debí haberme tardado un buen tiempo ya que, al salir, la gran mayoría ya se había calzado la vestimenta negra y blanca, dejando la sucia en el contenedor y se habían esfumado del mapa. Me amarré una toalla a la cintura y consulté al enorme reloj de pared, el cual me indicaba que, si apresuraba la marcha, llegaría con lo justo. Sentí una presencia y, al voltearme, observé a Nathaniel, demasiado serio, ataviado en su nuevo uniforme, y con los ojos todavía demasiado abiertos.
—Tú de nuevo —mascullé, al tiempo que trataba de pensar en una estrategia para ponerme el pantalón sin dejarme demasiado expuesto.
—Tenemos que hablar —repuso él, demasiado calmado para ser verdad.
—Siempre eliges momentos demasiado privados para hacerlo —añadí yo, entre divertido y ofuscado.
—Son los únicos en donde podré decirle la verdad —retrucó él.
—Si me disculpas, tu verdad puede esperar al final de nuestra clase —repuse, y me di vuelta rumbo al salón de conferencias.
Ni bien entramos en la habitación, Adwin nos recibió de un sobresalto. Había cerrado su ventana y hermetizado la habitación matrimonial. De inmediato, dirigió su mirada hacia nosotros tres y, tras ello, escrutó a su esposa con la mirada, sin poder comprender lo que estaba ocurriendo. Hellie esperó a que su esposo fuera el primero en dirigir la palabra; mientras tanto, se dedicó a acomodar los cojines que estaban en el piso, colocándolos de uno en uno sobre la cama, al tiempo que nos indicaba que cubriéramos la puerta y la cerrásemos con llave para evitar a los intrusos.
—¿Quiénes son estos? —inquirió, con sarna, Su Alteza.
—Ellos —enfatizó su esposa— son Marcus, Selene y Mina —aclaró, mientras nos indicaba con un sutil ademán que nos inclináramos para hacer una reverencia.
—El gusto es nuestro —aclaró Matteo, mientras se reclinaba de una forma muy exagerada, tomándose con hilaridad la situación.
El príncipe asintió con un vago gesto de párpados, aún con mucha desconfianza. Hellie se empeñó por levantarle el ánimo, proponiéndole un sinfín de actividades para hacer juntos, las cuales fueron rechazadas con enérgicos noes, con la excepción de una de las mismas, por lo que Mónica se propuso para alcanzarles una pequeña merienda (chocolate caliente y unas deliciosas galletas con chispas), que tranquilizó un poco al afectado miembro de la familia real. Hellie estampó un beso que unió sus labios por un instante.
—No tienes de qué preocuparte. Nuestros guardias tienen todo el castillo vigilado. Nadie no podrá entrar ni salir de aquí, te lo aseguro —le aclaró ella, mientras corría el cabello de su esposo detrás de su oreja—. Además, me traje a mis vigilantes para que te sientas más tranquilo.
—Supongo que debo decir gracias —repuso el aludido, quien todavía no acababa de convencerse.
Mientras procuraba distraer a su marido, Hellie fue muy discreta al momento de mover las agujas del reloj que se encontraba de espaldas a su marido, adelantándolo un cuarto de hora. Intenté enviarle un mensaje a Thiago para indicarle que el momento estaba a punto de llegar, mas no recibí réplica alguna. Lo llamé un par de ocasiones, lo que acabó siempre en el contestador o, en su defecto, en algún otro mensaje prefabricado de la compañía de teléfonos celulares. Les informé por vía cerrada a Matteo y Mónica quienes, a su vez, hicieron lo mismo, con idénticos resultados. Nuestra preocupación se vio interrumpida poco tiempo después por una nueva expresión de Hellie.
—¡Ya es la hora de tu medicina! —anunció, al tiempo que corría hacia el cajoncito de los remedios.
Colocándose de espaldas y con gran sigilo, la princesa consiguió hurgar entre los pliegues de su vestido para tomar la jeringa que habíamos tomado en el hospital, la que deslizó con avidez entre todas las demás. Había tenido la precaución de trasvasar el contenido hacia otra aguja para no levantar las sospechas de su esposo. Le entregó el pequeño cilindro, depositándoselo en su mano, invitándole a colocársela él mismo. Adwin negó con su cabeza.
—Ya sabes que no soy muy valiente ni muy hábil para estas cosas. Mejor, hazlo tú —le solicitó, regresándole la aguja.
Hellie sonrió con suficiencia y tomó la jeringa entre sus manos. Su esposo se hizo a un lado para que ella estuviera cómoda en el colchón, cerrando los ojos para no ver el momento en el que el metal atravesaba su delicada piel a la altura del hombro, apretando aún con más ahínco ni bien sintió a la aguja dentro de sí enviando el líquido hacia su torrente sanguíneo con premura. Por fortuna, no hizo el amague de entreabrir los párpados en ningún momento, por lo que no fue capaz de captar nuestra expresión de triunfo a medida que el cilindro iba descargando todo su contenido en el interior de su cuerpo. Ni bien acabó, Hellie cubrió la herida con un pequeño algodón y le solicitó a Adwin que apretara con fuerza para contener la hemorragia.
—Eso dolió —le recriminó él, al tiempo que acariciaba su hombro herido.
—No seas tan desagradecido —repuso Hellie, con aires de suficiencia.
Poco a poco, el efecto de la anestesia fue causando un efecto que el somnífero que Mónica había colocado en su chocolate incrementó aún más, al tiempo que el príncipe se tambaleaba cada vez más, incapaz de permanecer de pie por mucho tiempo más. Simulando extrañeza, Hellie le tomó la temperatura con la mano, para comprobar si tenía fiebre, hipótesis que rechazó de inmediato. Se levantó de la cama matrimonial y ayudó a Adwin a recostarse sobre el colchón, acomodando su cabeza encima de uno de los almohadones que había recogido del suelo y dispuesto con mucho cuidado en su sitio original.
—Abriré la ventana para que te entre algo de aire —pretextó ella, a la vez que destrabó los postigos y los abrió de par en par.
—De acuerdo —aceptó Adwin, o lo que quedaba de él.
Unos pocos segundos más y el príncipe había perdido ya su conciencia. Envié un nuevo mensaje a Thiago y un duplicado para Estella y, al no recibir contestación alguna, procedí a emitir la señal alternativa. Dos fuertes chiflidos surcaron el aire. En aquel momento rogué que mis amigos respondieran a la señal o, al menos, dieran muestras de que aún no habían caído en las manos de la guardia real.
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