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Capítulo 131

El día siguiente inició de una manera idéntica al anterior, con la única excepción que, en esta ocasión, al entrar en nuestro dormitorio el capataz, Sebastian y yo nos unimos al resto del grupo, calzándonos los uniformes color caqui que habíamos colocado debajo de nuestras almohadas, para después dirigirnos a la cafetería. Cafetería era un término demasiado sugerente para aquel cuchitril de diez por diez metros con unos cuantos tablones como bancos y uno más ancho como mesa, en donde cada uno recibió un plato con una buena ración de puré de zanahorias y unas judías que los muchachos engulleron sin problemas, a diferencia de nosotros dos, quienes tuvimos que recurrir a las estrategias más vergonzosas para conseguir llenar a toda costa nuestros estómagos. Sin embargo, en el comedor ocurrió un hecho peculiar del que daré cuenta a continuación:

Justo en el momento en el que me encontraba llevando mi bandeja al sitio en donde todos los demás habían colocado las suyas, un jovencito de unos trece años se dirigió hacia mí con una sonrisa enorme en su rostro, como si tuviera emoción por conocerme. Como lo que yo menos me consideraba era famoso, comencé a descartar un sinfín de rostros y nombres, tratando de aseverar mi teoría de que nunca en mi vida me lo había cruzado antes. Mis recuerdos tendían a confirmar mis sospechas.

—Eres David Cecil, ¿verdad? —preguntó, con un destello en su mirada—. Nathaniel Park —me extendió su mano, la que estreché con gusto—. Eres famoso, ¿sabes?

Por su expresión facial supuse que me había sonrojado. El resto de los soldados ya estaban abandonando la sala, por lo que me obligué a apurarme para que no me recayera la ira del capataz por segunda vez en dos días.

—En la práctica, aparecer en la televisión no te vuelve famoso —repliqué, mientras agradecía a la cocinera que recibía mi plato y me apresuraba por juntarme con el resto.

—¡Ya sabes dónde encontrarme! —exclamó él, corriendo detrás mío, para evitar el broncazo de su entrenador.

El segundo día fue mucho más intenso, pero también, mucho más selectivo. Las prácticas iniciaron con una clasificación en dos grandes grupos. Nemo se había unido al entrenamiento y ahora acompañaba al capataz; cada unos escogería a los miembros de su equipo conforme a las características que consideraban primordiales. Por ende, aunque nunca expresaron en forma implícita su criterio de selección, dispusieron, uno a la vez, a los débiles a la derecha y a los fortachones a la izquierda. Considero que a estas alturas no sería necesario aclarar adónde fui enviado ni tampoco quién fue mi entrenador. Para mi desagrado, Nemo comandó nuestro grupo, presentándose como el capataz Márquez.

—No es necesario aclarar que todos ustedes necesitarán de un plan de entrenamiento mucho más exhaustivo. En algunos casos —dirigió su mirada hacia los más rechonchos-—será más difícil que en otros.

Comenzamos con una seguidilla de veinticinco abdominales, los que fueron sucedidos por una plancha y una pequeña carrera de cien metros a trote constante. Los de menor estado atlético se sujetaban la tripa, que ya comenzaba a dolerle, suplicando por un minuto de descanso, petición que fue rechazada con creces. Por fortuna, Nemo se hallaba ocupado con los otros muchachos, por lo que apenas me prestó atención, o eso me pareció hasta que me invitó a pasar al frente para utilizarme como modelo de pruebas.

—El joven Cecil será mi asistente y les mostrará lo que deben hacer a continuación.

Señaló una pequeña y empinada cumbre y me invitó a escalarla sin nunca perder el ritmo. Sin demasiado esfuerzo alcancé la cima, al igual que aquellos que presentaban características físicas similares a mí. Nemo tomaba notas en una planilla, señalando a los mejores y los peores, para después dar cuenta a sus superiores. Ejercicios similares nos obligaron a acabar empantanados hasta la cabeza, a practicar saltos tan elevados como precisos, sortear obstáculos y trepar ayudados de una cuerda distancias irrisorias. Al acabar la sesión del día miré mi cuerpo, lleno de cortes, magulladuras, lodo y sudor. Sentí que mis músculos habían ganado fuerza y resistencia y me enorgullecí de poder comenzar a tallar el cuerpo esbelto que siempre había deseado.

Debido a que Sebastian había demostrado un rendimiento deficiente al igual que otros diez muchachos, no tuvo el privilegio de recibir diez minutos de descanso, los que yo aprovecharía para tomar una ducha, al igual que la gran mayoría. Por lo tanto, recogí una segunda muda de ropa y la coloqué en uno de los bancos, dejando mi ropa sucia dentro de un inmenso canasto y disfruté de la sensación de sentirme limpio otra vez. Disfruté del agua caliente empapando mi cuerpo todo lo que esta duró —la organización poseía un sistema cronometrado que permitía el uso continuo del agua durante unos escasos dos minutos—, al igual que mis compañeros, quienes se enjabonaban todo el cuerpo a contrarreloj. Algunos aprovechaban para desinfectarse las heridas, sobre las que luego colocarían unos apósitos. Por mi parte, me dirigí hacia los cambiadores con la toalla amarrada a la cintura y comencé a vestirme. En ese instante, como salido de las sombras, se apareció la pequeña figura de Nathaniel.

—Señor Cecil, ¿podemos hablar un momento?

El domingo siguiente nos dirigimos hacia el castillo real, tal como habíamos acordado con Hellie, Mónica, Matteo y yo, ataviados en nuestros nuevos trajes de guardas de seguridad que nos hacían ver mucho más rudos. Debido a la insistencia de estela y su terquedad por querer sumar un nuevo corazón a su colección, decidimos llevarla con nosotros, pese al peligro que aquello conllevaba. Thiago aceptó acompañarla para asegurarse de que no cometiera ninguna imprudencia; es más, nos había recordado la amenaza de David, confesando que no se vería cómodo ejecutando la misión bajo la presión de ser descubiertos por un viejo conocido. Desconocíamos las intenciones de nuestro enemigo, aunque también su alcance.

—No debemos preocuparnos por él, es sólo una liebre asustada que quiere jugar a ser un zorro —procuré tranquilizarlo.

—Aún no me convence la idea de saber que viajó hasta aquí por nosotros —alegó éste, aún sin mucho convencimiento.

—Seguro que se trata de un truquito informático de segunda. Jamás se atrevería a jugar fuego con fuego —le aclaré.

Partimos alrededor de las nueve de la mañana rumbo a la casa real, en donde en unas horas tendría lugar una rueda de prensa en donde se discutiría acerca de los planes del gobierno contra la hambruna y unas medidas en lo respectivo a la suba de los impuestos, dos tópicos que habían sido el foco de múltiples debates en todo el país a consecuencia de las declaraciones realizadas por el jefe de Estado y a las que los medios de comunicación deseaban confirmar para generar mayor revuelo político al dar a conocer la opinión de los monarcas, la que difería con creces a la que el anterior profesaba. Por consiguiente, los príncipes Adwin y Hellie se encontrarían también allí, listos para responder cualquier interrogante de un par de reporteros chismosos que quisieran conocer con lujo de detalles su nueva vida como una flamante pareja casada. Asimismo, la cantidad de personas sería tal que escabullirse entre las filas no sería demasiado complicado.

Hellie nos había indicado el protocolo al que debíamos atenernos y nos había hecho llegar nuestros uniformes y unas placas de identificación con nombres de fantasía; Mónica era ahora Marcus Zimmerman, Matteo, Selene Díaz y yo Mina Ramírez. Thiago se haría pasar por un tal Theodorus Starks, reportero de un periódico local, quien sería acompañado por la pequeña Estella, quien interpretaría el papel de la tierna hija menor. Una vez ya en nuestros papeles y equipados con nuestros trajes especiales -los cuales contenían unas preciosas nueve milímetros muy útiles por si las cosas se salían de control-, nos separamos cada uno por su cuenta, deseándoles a mis amigos que tuvieran éxito y, sobre todo, mucha precaución. En los planos del viejo edificio había encontrado una habitación que permanecía abandonada cerca del dormitorio del príncipe Adwin que nos vendría de maravillas y allí nos esperaría Estella cerca de las once de la noche.

Ni bien nos dirigíamos por el camino real dentro del Mercedes que nos habíamos tomado prestado del doctor Craig, percibimos a una gran multitud que se dirigía hacia la entrada, por lo que optamos por reducir la velocidad y avanzar a paso de hombre, corriendo a los reporteros a fuerza de bocinazos, amparados por la oscuridad de los vidrios y unas gafas igual de negras que obligaban a los periodistas a pensar que allí pasaba gente importante y que deberían abrirles el paso. Estacionamos en la empalizada y nos dirigimos a la entrada por la puerta de servicio, en donde ya nos esperaba una centena de guardas ataviados idénticos a nosotros, quienes desviaron su mirada de inmediato, tratando de reconocer a sus colegas.

—Ellos son Marcus, Selene y Mina a quienes acabo de promover como mis escoltas personales. Acaban de llegar esta mañana en un vuelo directo desde el Palacio de Buckingham, en donde fueron los encargados de proteger a la Reina Isabel en persona. Sus referencias hablan muy bien de ellos —añadió, con complicidad.

Por lo tanto, avanzamos entre los otros hombres y mujeres, los que nos abrieron paso para que iniciáramos nuestras tareas de inmediato. La princesa les dio órdenes certeras a cada uno de los guardianes, los que se apresuraron por ocupar sus posiciones, no sin antes cargar sus armas y mentalizarse para estar preparados para todo lo que podría ocurrir. El jefe de seguridad intercambió un par de susurros con Hellie, al tiempo que deslizaba su mirada hacia nosotros, en un gesto que presumía que sus gafas de sol ocultarían, aunque sin saber que era perceptible para todos nosotros.

—No te preocupes por ellos. Hay momentos en donde tienes que ser menos desconfiado, Joseph —declaró, tajante la princesa, dando por finalizada la conversación. Luego elevó su voz hacia todos nosotros—. ¡En marcha! —ordenó—. Tenemos una conferencia de prensa que concretar.




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