Capítulo 13
La noche había resultado muy reponedora, en contraposición a mi escaso sueño el día anterior, pero al terminar de completar tres sudokus nivel difícil sin fallar ni una vez, mi cerebro se obligó a apagarse. Y así dormí durante horas, sin sentir la manta que mi madre me había puesto cuando había comenzado a correr viento y sólo me percaté de ella cuando desperté por una pesadilla.
Me visualicé a mí mismo a punto de ser colgado en una horca, nada más y nada menos que por mi propia novia, quien vestía una túnica de sicario roja y jalaba de la cuerda con una fuerza sobrehumana, diciendo «Larga vida a los clones». Sacudí la cabeza para despertar y negar aquello que había visto y sentí el calor y la presión de la cuerda sobre mi cuello, hasta el punto de proferir un alarido de dolor. Después, me di cuenta que era yo mismo quien apretaba la colcha sobre mi cuerpo, muerto de miedo.
Me puse de pie, me cambié el pijama por unos cómodos joggins y una musculosa flúor, que daría muestra al mundo de mi asombrosa musculatura, no sin antes olvidar rociarme todo el cuerpo con una fragancia sabor limón la cual, tal como yo lo había decidido al programarla, se trataba del perfume favorito de Clary.
Su recuerdo, vivaz y punzante, me hizo ponerme de pie de un salto y consultar la hora en mi teléfono: las once menos cuarto, lo cual no me sorprendió, ya que había estado vagando por mi habitación hasta que me dormí, alrededor de las tres de la mañana. Supuse, más bien, no me cupo duda alguna, que Clary había partido ya a la plaza y me sentí terrible por no acompañarla. Después de todo, ella misma fue quien no me despertó a tiempo ni me llamó para invitarme a militar por las calles.
Me preparé un buen tazón con leche descremada y cereales azucarados, de los mismos que comía desde que tenía memoria. Me preparé, además, un huevo revuelto y un café con leche, para despertarme un poco. Comencé a responderles a mis seguidores y a regalarles corazones a mis amigos cuando mi teléfono me recordó que tenía un mensaje que abrir desde las ocho de la mañana. De Clary, nada menos. Me metí una buena ración de cereales en mi boca y me dispuse a responder.
Clary: ¿Ya leíste la nota que te dejé en la nevera? Si es que despertaste je, je.
Me dirigí hacia allí y me encontré con un pequeño papel plagado de dobleces, fijado con un imán que un tío nos había regalado en su viaje a Trinidad y Tobago. El mensaje me dejó impactado.
«7:05
Querido David:
Como sabes, acabo de partir rumbo a la plaza principal, con mis cincuenta gorras y mi cabeza en alto. Espero que te puedas unir a nosotros, si es que te despiertas antes de que termine el día. Si todo sale bien, te llamaré para que me recojas. En cambio, si fracasamos, me verás en tu puerta antes de lo que esperas.
Cuídate mucho, sabes que te amo
Clary.
P.D.: ¡Larga vida a los clones!»
Al leer la última frase, mi cuerpo fue recorrido por un escalofrío que lo atravesó de pies a cabeza. El mero hecho de pensar en que aquella pesadilla personal se podría hacerse realidad para toda la humanidad me dio náuseas. Me incliné en el fregadero y regresé todo lo que había comido. El aire de la sala tomó un hedor a podrido, en donde se mezclaban el aroma a cereales con café con leche.
A las ocho y media sonó una notificación en mi teléfono en la que me avisaba que SúperAtonicumMC ya venía hacia aquí, con todos los accesorios rojos que se había comprometido a adquirir. Di la orden explícita a mi móvil de que enviara cualquier actualización directamente a mi sistema operativo, para poder consultar a mis lentes de contacto tantas veces fuera necesario, sin espantar a la clientela. Y respecto a eso... Aún me quedaba una torta entera de chocolate y tres cuartos de la marmolada para vender. Al parecer, a la gente no le entusiasmó mucho la idea de apoyar nuestra revuelta, por lo que decidí quitar los carteles de encima y atraer a nuevas personas con una inocente sonrisa.
Un joven, con los ojos perdidos de tanto fumar, se acercó a mí y, con el aroma a tabaco que desprendía su boca, me consultó por los precios y se decidió por comprar las únicas dos porciones que hasta aquel momento había vendido.
—Sabes, si no hubiera visto lo hermosa que eres desde una cuadra de distancia, jamás habría venido hasta aquí. Además, te ves muy sola.
Se sentó junto a mí y comenzó a frotar mi espalda con sus manazas, intentando descender por ella, hasta que lo corté de llenó con un golpe. Él se refugió, cual caracol asustado, en la capucha de su abrigo, y murmuró una serie de palabras ininteligibles. Sin embargo, no podría irse de allí de ese modo, reconociendo que la mujer más hermosa que había visto en su vida la hubiera rechazado.
—¿De dónde vienes? ¿De una fiesta temática monocroma? ¿O eres de esos personajes de La casa de papel? —concluyó, mientras engullía su porción de un solo bocado y se sacudía las manazas en efusivos aplausos—. Siempre viene bien hablar con una loca para comenzar el día —agregó, antes de perderse en la distancia.
Mi sistema me anunció que SúperAtonicumMC estaría llegando en ese preciso momento, calculando con precisión cuántos semáforos lo habían detenido, agregando dos minutos extra para disminuir el margen de error. El aviso me puso nerviosa y comencé a mover la cabeza en forma frenética de un lado a otro, buscando a mi compañero. Por fin, un joven apuesto se me acercó. Era demasiado bajo para mi gusto, pero su físico daba pruebas de que el gimnasio estaba dando sus frutos.
—Tú debes ser Clarissa, ¿verdad? —me preguntó, mientras abría su maraña rubia a la mitad para poder verme sin dificultad.
—Y tú SúperAtonicumMC, ¿cierto?
La cara del muchacho reflejó que jamás había oído tal nombre antes. Incluso, percibí como deslizó su lengua hacia delante, para luego morderla y evitar descostillarse a carcajadas por mi confusión.
—No tengo idea de quién será ese tipo, pero yo sólo quiero una porción de torta. El día, por corto que ha sido, muy largo se me ha pasado.
—¿Cómo sabes... —me atreví a preguntar, pero con el toque justo de desconfianza como para no espantar a mi segundo cliente.
—¿Tu nombre? —concluyó mi pregunta—. Tu propia tarjeta te delata —se rio, mientras la señalaba con un dedo—. Como sea, aquí tienes tu dinero. Te deseo buena suerte —se despidió de mí con un beso.
SON LAS 09:45. El reloj de mi cabeza me anunció que la revolución ya debería de haber comenzado o, al menos, algún revolucionario debería de haber llegado, mas me encontraba tan sola como cuando había llegado.
—Disculpa —la voz suave de un joven de ojos algo rasgados me sobresaltó—, tú debes ser Clary045, ¿o me equivoco?
—Si tú eres SúperAtonicumMC, estás en lo cierto —respondí, con una sonrisa, sabiendo que había encontrado a mi primer aliado entre tanta oscuridad.
—Thiago, para los íntimos —se acercó a mi rostro y estampó un fuerte beso contra mi mejilla—. Disculpa la tardanza, mi abuela no me quería dejar venir.
—Como sea, ahora estamos aquí, juntos, dispuestos a derogar una ley que no puede hacer más que sembrar caos en el mundo.
—Pongámonos en marcha, que estas gorras no van a estar tan quietas después de todo.
Tomé una pila de gorras y comencé a repartirlas a cada transeúnte que por allí pasara, explicándole con detenimiento los detalles sobre la marcha, adjuntándoles un cancionero con todos los temas que habrían de sonar durante las próximas dos horas.
—Clarissa, tú ve por la derecha y yo por la izquierda —la voz de Thiago sonaba en mis oídos y me hacía perder la concentración.
—Por favor —le dije, simulando despreocupación—, dime Clary. Clarissa suena demasiado...
—¿Anticuado? ¿De vieja? ¿De señora de cien años? —bromeó él, mientras arreglaba su cabello castaño.
Varios jóvenes no dudaron ni un segundo en acercarse hacia mí sólo para admirar mi belleza exterior, regodeándose por conquistarme de cualquier forma posible. Otros, en cambio, decidieron aceptar la gorra para combatir aquel día en el que el sol se había empedernido con brillar más fuerte. Pero nadie, nadie de nadie, se dignó a unirse a la marcha. Aquella mañana escuché una catarata de excusas una más disparatada que la otra para eludirme. Aún confiaba en que a Thiago le había ido algo mejor. Sin embargo, al encontrarnos, ambos habíamos mermado nuestra provisión de gorros, pero nadie nos seguía.
Visto desde lejos, aquella era la postal perfecta de un fracaso rotundo e inminente: dos jóvenes con sesenta y ocho gorras color rojo chillón, una centena de globos que ya estaban desinflándose y cartulinas con frases dobladas con sutileza. Nada había salido como esperaba: aquella ley saldría esa misma tarde y todos mis esfuerzos para detener al presidente habían resultado en vano. Me recosté sobre el hombro de Thiago y comencé a llorar, llena de dolor, mientras su mano se pasaba por mi cabeza en caricias suaves, como si aquel momento podría detener al universo entero para siempre.
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