Capítulo 129
Nemo nos escrutó con la mirada, sin procurar transparentar sus propias emociones, mas ambos sabíamos que se regocijaba de verme de nuevo. Había prometido ser mi guía durante mi recorrido por el infierno, y bien había cumplido; y lo había hecho hasta el punto que temía encontrarme de cara con las gélidas estatuas de Bruto y Judas Iscariote, en el último escalafón que me restaba por visitar. Se despidió de su compañero, solicitándole cierta información en un lenguaje encriptado y recibiendo una respuesta que le hizo asentir, para después dirigirse hacia nosotros con un sonoro «Vamos, muchachos» que le salió resquebrajado por culpa de una buena cantidad de flema que se le atascó en la garganta. El resto no fue más que el procedimiento protocolar, el cual abarcaba horas y horas apelotonados en un automóvil, parando cada tanto para comprar un fibrón y volver a dibujarse el trasero, bien por fallas técnicas o así también para liberar nuestras vejigas.
Por primera vez, en lugar de utilizar un avión privado, Nemo había insistido en viajar igual que el resto de los mortales, ignorante de que su apariencia atraería las miradas de los curiosos y de más de un agente de policía. «Cuando no tienes nada que ocultar, no debes tener miedo» declaró él, afanoso, al tiempo que guardaba una bolsita de cocaína en el bolsillo de su americana, contradiciendo sus propias palabras. Sin embargo, tras haber simulado un tropiezo y derribar la maleta de una mujer de unos treinta años -la que, por cierto, se encontraba entre enfadarse con aquel tipo y arrojarle una catarata de insultos o reírse de su cabello colorido- , dispuso con habilidad el paquetito en su interior, mientras simulaba ayudarla a recolectar todo el contenido. Una vez que la joven se fue, no tardé en interrogarlo en dicha cuestión.
—Lo difícil y lo peligroso atraen —había declarado, con gran seriedad.
—¿Era necesario traer esa cosa aquí? —le espeté, temeroso aún de que fuéramos descubiertos—. Tampoco es como si no hubieras levantado sospechas en aquella joven.
Sebastian me observaba, impertérrito, sin poder comprender cómo me atrevía a enfrentar a Nemo.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Alguna vez viste a un alcohólico separarse de sus botellas aunque sólo fuera por unas horas de viaje? —se excusó.
Nemo se mostraba reacio a seguir llamando la atención de los pasajeros.
—Esperemos que ella parta después que nosotros —rogué, aún con el corazón en la garganta.
—No te preocupes —procuró tranquilizarme— su vuelo no sale hasta las tres de la tarde. Lo leí en su pasaje —se apresuró a añadir, declarando, terminante, que la conversación había acabado.
Todo salió como esperábamos y no tardamos en partir hacia Nueva Hampshire, en donde nos esperaban nuevos agentes. Aterrizamos sin inconvenientes hacia las dos de la tarde, con la fortuna de que nadie había identificado a Nemo. Sebastian, quien hacía poco tiempo había disfrutado de llevar la voz cantante, ahora descubría que el juego de superior había sido sólo la carta de ingreso a la asociación. El viaje no había durado más que unas pocas horas aún así, Nemo insistió en que nos quedásemos a descansar y que a la mañana temprano comenzaríamos con los entrenamientos los que, tanto Sebastian —quien había vivido a base de frituras toda su vida— como yo —que si hubiera nacido en Oriente me confundirían con un fideo— sabríamos valorar.
Nuestro sitio de descanso era similar a un campamento, ubicado dentro de un terreno privado que simulaba encontrarse abandonado pero que, en realidad, era la cuna de más de cinco mil soldados, hombres en su mayoría, que descansaban tras una exhaustiva jornada de ejercicio. Sebastian y yo compartimos una pequeña carpa, mientras que Nemo se colocó a nuestro alrededor, en una segunda tienda en donde tenía espacio para él solo. El otro joven insistió en tomarse una ducha antes de recostarse (por mi parte, ya me había acostumbrado a una ligera película de mugre que me hacía ver un poco más moreno) y, como todo niño rico lo haría, se horrorizó al ver las duchas compartidas y regresó con tanto pudor que ni siquiera se quitó las medias para dormir. No opuse objeción alguna y le dejé dormir. Demasiado esfuerzo tendría que hacer por la mañana.
Lo que ambos no sabíamos era que estábamos en la fila de los que se dirigían derecho al matadero.
—¡Cuquito! —le gritó Thiago al doctor ni bien se cruzó por nuestro lado, despreocupado.
—¡Qué demon...
No alcanzó a concluir su frase puesto a que Thiago se apresuró en sujetar su boca con fuerza, al tiempo que doblaba el brazo derecho del doctor, provocándole un dolor tan grande que acabó en gemidos y que le hizo soltar su maletín, del que nos hicimos de inmediato. Mientras Mónica y yo hurgábamos ayudadas de una linterna, Thiago disfrutaba de aplicar una llave maestra sobre el cuello del señor Craig, regodeándose con cada quejido y pedido de compasión para después, inmisericorde, cernir sus garras con mayor fuerza. Maldije una y otra vez mientras apartaba un fichero con los pacientes del día, su teléfono celular, una bata de repuesto y unas cuantas jeringuillas, todas vacías, las que acabaron desperdigadas sobre el piso. Tomé el bolso desde la base y lo di vuelta de un sopetón, sacudiéndolo con creces, sin que se cayera ni un granito de arena. Con algo de pesar, me vi obligada a ejecutar un cambio en mis planes.
—No hay nada aquí. Me temo que tendremos que darnos el lujo de matar a un inocente —declaré, algo abatida.
Thiago asintió y, de inmediato, pude oírlo aspirar y espirar un par de segundos antes de percatarme de que sus bíceps se hinchaban cada vez más y los quejidos del doctor eran más y más débiles y el color de su tez adquirió la palidez de la muerte. Mientras tanto, en lugar de limitarme a observar el espectáculo macabro, me concentré en iniciar una nueva metamorfosis, haciéndome con una cabeza ovalada y canosa, unos lentes con demasiado aumento, unos incómodos ochenta kilogramos y un estilo deleznable a la hora de vestirse. En cuanto acabé mi transformación, contemplé la imagen del muerto en el que me había convertido y me asombré del enorme parecido que mi sistema había conseguido.
Mónica se encargó de cargar el cadáver y comenzó a descuartizarlo con una cuchilla, para después despedirse de nosotros a arrojar a diversos basureros secciones del pobre doctor Craig a quien no quisimos asesinar, mas la Providencia no nos había dado opción. La imaginaba repartiendo secciones de antebrazo, brazos, piernas y pies por los cestos de basura de Jordania. Sin dudas el fatal descubrimiento de la cabeza de aquel hombre no sería demasiado agradable para quien lo hallara. Palpó en sus bolsillos y retiró las llaves del vehículo, la que nos arrojó, siendo interceptada por Thiago, en una atrapada digna de un buen jugador de béisbol. El joven celebró el hecho de haber conseguido un vehículo nuevo y a costo cero.
—Ahora es el momento de entrar e interpretar mi mejor papel.
—Lo harás estupendo —dijo, en una respuesta prefabricada, sin dejar de concentrarse en admirar el Mercedes y probar todas sus comodidades. Afirmó también que me esperaría en el estacionamiento.
—No te distraigas tanto con tu nuevo juguete. No quisiera tener que clavarle estas agujas a nadie sin tener idea de cómo hacerlo —le advertí, rogando que recordara la otra parte del plan.
—No lo haré —me aseguró él, al tiempo que me daba un beso en los labios a modo de despedida—. ¿Sabes? Menos mal que tendrás esa maldita barba sólo unas horas —se alegró, al tiempo que se limpiaba la boca con la mano con expresión de asco.
Acomodé las pertenencias del difunto en el maletín y me dirigí hacia la entrada, tratando de comportarme como lo hacía el señor. Por fortuna, mi sistema había hallado gran cantidad de data y me la recordaba a cada rato con algunos cartelitos que me causaban mucha gracia como «RÁSCATE LA PELADA» o «COMIENZA A SUDAR POR LA ESPALDA», así como otras indicaciones que me obligaban a perpetrar acciones que nunca se me habrían ocurrido hacer, al tiempo que me arrepentía de haber escogido a Craig como señuelo. No obstante, también me sirvió de ayuda al momento de contestar los interrogantes de la secretaria, saludar a ciertos expacientes que creyeron reconocer al doctor e incluso a sus compañeros de trabajo, los cuales ya estaban extrañándose de mi ausencia.
—Disculpen mi retraso —mi voz sonaba demasiado ronca y sentía sabor a tabaco por toda mi boca— he tenido un problema con Nahir, mi hija pequeña. Acaba de caer de la motocicleta que manejaba mi esposa y se golpeó las costillas.
—Puedes ir a verla, yo te cubriré —se ofreció con gentileza un tal Michael, quien ya tenía los guantes puestos.
—Mi esposa me telefoneará si me necesita. Su motocicleta está en la seccional de policía y quizá requiera de algún medicamento —aclaré, simulando despreocupación.
—Iré a hablar con el jefe un momento —me informó Michael, el cual, en la práctica, era el segundo mando.
Y de esa manera, me dejó sola en el quirófano. Agradecí su generosidad con creces, aunque él ignoraba lo que acababa de hacer en realidad.
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