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Capítulo 127

Arrojé un zapato hacia la figura que acababa de dirigirse hacia mí, al tiempo que el jefe hurgaba en sus bolsillos para tomar el arma que había ocultado en su americana. Ambos nos volteamos a la vez en el momento oportuno para presenciar el rostro de Sebastian despavorido, quien tembló de miedo en cuanto sintió la amenaza de muerte. A su alrededor no había nadie más. Nuestro superior no podía creerlo ni bien vio que lo que tenía en su mano era un trozo de PVC que antes formaba parte de una pila de escombros.

—¡Fuiste tú, imbécil! —gritó el jefe, mientras llevaba su pistola de nuevo a su sitio—. Podría haberte matado —añadió, preocupado.

—Sólo fue una broma, no se ponga sensible, señor —alegó Sebastian, quien todavía no podía calmar el temblor de sus rodillas.

—No tienes agallas para hacer cosas de hombre —añadió, sin pelos en la lengua, su contraparte.

Si bien aquella conversación era de lo más interesante, yo no pude contener mi curiosidad, por lo que osé interrumpirlos.

—¿Cómo pudiste imitarla tan bien? —inquirí.

De inmediato, todas las miradas se volvieron hacia mí, para luego posarse en el aludido, quien todavía no podía recomponerse del impacto.

—Tomé clases de ventriloquia y de actuación cuando era pequeño —confesó—. Además, me la pasaba imitando a la gallega del GPS cada vez que mi madre me llevaba a algún sitio —cambió de voz y se irguió—. Doble a la izquierda en sesenta metros —pronunció, silabeando como un robot cada palabra, provocando la risa del jefe.

—Por un momento creí que tu también eras un maldito clon —bromeó éste, generalizando las risas.

El cambio en el ambiente favoreció a crear un clima más amistoso. Los empleados, que ya no tenían nada que hacer, comenzaron a cuchichear, celebrando el talento del señorito Shawger.

—Aún estoy aquí —le hizo notar Luke, algo divertido, algo ofendido.

—Chaval, deberías tomarte un descanso. No has dejado de estar en línea por una puñetera hora —le castigó el jefe, mostrando por primera vez un modismo de su habla natal.

—Hago mi trabajo, a diferencia de ustedes —fue su única contestación.

—¿Ya estás rumbo al aeropuerto? —le inquirió su jefe, desviando la conversación hacia su punto fuerte.

—Desde que me enteré del nuevo destino de Themma, estoy apostado entre los encargados de limpieza. Le robé la identificación a un tal Dudley y lo amordacé en los baños.

—Ese es mi Luke —proclamó, con gran emoción, su jefe.

—No tardaré en partir rumbo a Jordania a enfrentarme con ella —informó, calmo, como si atravesar la mitad del planeta Tierra no fuera más que un mero trámite burocrático—. Mientras tanto, quisiera informarle al Señor Giraud sobre mis progresos, aunque no he podido comunicarme con él.

—Me temo que será imposible. Cargamos con su vida anoche. Uno de nuestros agentes estrelló su vehículo contra el suyo adrede y lo hizo descarrilar —respondió el español, sin un dejo de emoción en su tono de voz.

—¡Madonna Santa! —exclamó el clon del otro lado de la línea.

Aquella revelación pareció no haber sorprendido al resto de los presentes. Cuando tienes el poder de elegir entre la vida y la muerte, vives con el temor de que otro también se haya otorgado la misma licencia que tú. Pude percibir una pequeña interferencia del otro lado de la línea; Luke parecía estar intercambiando un par de palabras con otras personas. Ni bien acabó, volvió a subir el volumen de su micrófono y se dirigió hacia nosotros por última vez.

—Me temo que me acaban de solicitar que limpie los baños de la planta alta. Una fortuna, a decir verdad. No quiero que nadie más descubra que tengo de polizón a un viejo cascarrabias —y dicho esto, cortó.

El jefe por fin se levantó de su asiento, ordenándole al resto de los hombres que abandonaran el lugar de inmediato.

—Hoy se ganaron el resto del día libre.

Sebastian y yo ya estábamos colando entre la multitud que abandonaba la sala cuando un nuevo grito nos detuvo en seco.

—¡Cecil! ¡Shawger! ¡Vengan aquí! Tengo un trabajo especial para ustedes —nos indicó, con una sonrisa demencial en el rostro.

El calor abrasador de las tierras de Jordania acababa de darnos una gran cachetada a todos los pasajeros, quienes nos habíamos arropado para protegernos del frío glacial del aire acondicionado. En los comentarios del resto de los turistas se temía, en forma generalizada, pescarse una buena gripe o, en el mejor de los casos, pasarse todas sus vacaciones sacando un nuevo paquete de pañuelos descartables cada dos cuadras. Estella fue la primera en quejarse de la aridez y la violencia del sol, que parecía azotarnos la piel con un látigo.

—Necesitamos quitarnos esta ropa de inmediato —pronunció Thiago, el cual ya tenía toda la cara roja y la remera empapada de sudor.

Si bien Clark, Matteo, Mónica y yo nos hablábamos de maravillas gracias a que podíamos disponer de nuestros sistemas, los que configuraban nuestra temperatura corporal a nuestro gusto, tuvimos compasión con los demás y aceptamos el insistente pedido de Lusmila de comprarnos unos turbantes típicos de los que vendían en todas las tiendas para turistas, los que nos protegerían del astro rey y nos permitirían mayor frescura. Por la módica suma de cinco dólares cada uno, acabamos todos vistiendo a lo oriental, como si hubiéramos salido de una fiesta de disfraces.

—Esto es mucho más cómodo —expresó Thiago, con júbilo, ni bien se deshizo de su ajustado chupín elastizado negro, que apenas le permitía caminar, pero que lo hacía lucir de maravillas. Si alguna moraleja podría sacarse de aquello es que estar a la moda duele.

A través de una página de Internet que aparecía siempre en las publicidades en la televisión, habíamos comparado con antelación los precios de los diferentes hoteles, consiguiendo ahorrar casi trescientos dólares para una estancia que, por mucho, se alargaría hasta una semana. El camino a nuestra nueva residencia estuvo acompañado de un sol deslumbrante que apenas nos permitía despegar los párpados para ver el camino que teníamos delante. Ni bien realizamos todos los trámites burocráticos indispensables para permanecer allí, nos dispusimos en la única habitación que había disponible, la número trece, la cual, gracias a la cultura supersticiosa del otro lado del globo, no solía reservarse salvo a turistas occidentales e intrépidos. Aceptamos la oferta de inmediato. Demasiados problemas ya teníamos con los vivos para preocuparnos ahora por los muertos.

Mientras Clark y Mónica se dirigían a la tienda de cuchillos acompañados de la pequeña Estella —quien había insistido en ser quien seleccionara la nueva adquisición—, Thiago y yo nos dirigimos hacia un hospital cercano para hacernos con el último elemento que nos hacía falta para concretar nuestros maquiavélicos planes. Esperamos primero a que bajara el sol, ahora dentro de nuestros atuendos normales y no en la tela que nos habían vendido en aquella tienda de segunda mano. Estuvimos en los alrededores durante poco más de una hora, durante la cual discutimos cuál sería la mejor manera de infiltrarse en la clínica, la que era demasiado inmensa y segura como para que no se descubriera a unos matones rondando alrededor de aquel imponente edificio de cuatro plantas y vidrios oscuros con guardias apostados en todas las puertas posibles. Antes de arribar a una conclusión que, por supuesto, mantendría a Thiago apartado del foco de acción principal, opté por dar el paso primordial para liberar a la princesa: su consentimiento. Por esa misma razón, en cuanto pude localizar su ubicación, le envié un mensaje muy certero y conciso.

«Princesa Hellie:

He venido a rescatarla.

Themma».

Para mi sorpresa, la réplica llegó casi de inmediato. No obstante, me llamó en sobremanera la atención que proviniera de dos números telefónicos con diferentes prefijos.




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