Capítulo 120
Tras haberme cortado las alas y las ganas de hablar con un sutil y ácido calmante, el conductor disfrutó de mi silencio, saboreando cada segundo de quietud, al tiempo que el sonido de su mano chocando contra el claxon le respondía a los impertinentes que criticaban su negligente manera de desenvolverse sobre ruedas. Acabamos ingresando en un gran galpón con forma de hangar, cubierto en su totalidad por una gruesa chapa que impedía conocer si allí dentro había algún tipo de actividad humana. Una tenue lámpara que difundía un haz de luz amarillo era lo único que brillaba, además de las estrellas. Parecía ser que Themma no había ahorrado en gastos o, lo que era peor, que su revolución iba viento en popa.
Un fuerte crujido fue desprendido por el portón de chapa ni bien fue entreabierto. Uno de los matones se apresuró a rociar con algo de grasa en aerosol las bisagras, lo que facilitó el desplazamiento de las mismas y disminuyó el urticante ruido que sacudía mis entrañas. En el interior, la luz nos invadió. En el inmenso cubículo se apiñaban más de cincuenta personas, todas ellas trabajando, frenéticas, en la impresión de cientos de miles de volantes. Las máquinas escupían las copias, las que no tardaban en ocupar unas grandes cajas destinados a tal fin.
—Bienvenido a nuestra sala de propaganda. Aquí se imprime todo nuestro material en el país —me señaló el jovenzuelo, tratando de generar sorpresa en mí.
—Es impresionante que cuenten con una máquina tan compleja —me vi obligado a admitir—. Pensé que no se tomarían la revuelta tan a pecho.
—En la ANJ todo se hace a lo grande o no se hace —anunció él, enorgulleciéndose e impregnando un gran pavor en mí.
—Espera... ¿La ANJ? —inquirí, sin comprender aún nada al respecto—. Pensé que tu eras...
—Disculpa que no me haya presentado antes. Sebastian Shawger, a tu servicio —me extendió su mano, la que apreté, sin abandonar todavía mi estupor.
—¿Tú no eres uno de los lacayos de Themma? Recuerdo haberte visto hace poco persiguiéndole el trasero.
—Lo era —se limitó a informarme, manteniendo su reserva.
—¿Qué ocurrió? —no pude contener mi curiosidad.
—Prefiero compartir mi vida privada con los íntimos. No me agrada estar ventilando mis desgracias con todo el mundo —añadió, con una expresión en el rostro que, o bien sugería un cambio de rumbo en la conversación, o bien era una no tan sutil manera de concluirla.
—El punto es que estás aquí ahora.
—Exacto —celebró él.
—No te he visto aquí antes —por segunda ocasión, procuré dirigir mi conversación hacia lo que era de mi incumbencia.
—Tu rescate ha sido mi primera misión oficial. Por fortuna para mí, ha sido todo un éxito —anunció, glorioso.
—¿Ya has recibido tu tatuaje?
—El grupo estaba expectante a mis resultados. Comprenderás que no es lo mismo contratar a un tatuador que pagarle a un crematorio —comentó él, con una sonrisa de suficiencia en sus labios.
Sebastian respondía con aspereza, casi como si las palabras no quisieran salir de su boca. Aquella situación lo incomodaba bastante.
—Eso justifica que me hayas estampado tu puño contra mi mandíbula, ¿verdad? —contraataqué.
—Gajes del oficio.
Los hombres que nos habían acompañado en el trayecto se habían integrado con facilidad al nuevo trabajo. Al verlos doblar los panfletos con tal exactitud casi podría olvidar que hacía poco habían disparado a quemarropa contra una mujer inocente. No se mostraban reacios al cambio.
—¿No deberíamos ayudar? —le inquirí, señalando al resto de los trabajadores.
—Me limito a hacer mi trabajo y no el de los demás —fue su única respuesta, a la vez que se quitaba los zapatos sin desatarse los cordones con sus propios pies-. Suficiente adrenalina por el día de hoy. No esperaba que mi primera misión oficial fuera tan urgente.
—Parece que el jefe máximo tiene un interés especial en mí.
—Lucas 15, 11-32. El pastor nunca abandona a una de sus ovejas. Alégrate por los pecadores arrepentidos y no por los justos.
Me preguntaba cuántos de ellos se encuadrarían en la primer categoría. Sin dudas, tenían una percepción algo distorsionada de la justicia...
You're, el tema debut de la cantante surcoreana, comenzó a resonar en los altavoces a un volumen elevadísimo. La multitud coreaba cada estrofa, saboreando las palabras, al unísono. Toda la ciudad parecía recitar aquella maldita canción que los tenía enloquecidos. La cantante disfrutaba del concierto de su vida, el cual pronto también se convertiría en el de su muerte.
Deslicé la pequeña bala con la palabra Alissa grabada en una de sus caras, deslicé el cargador y me preparé para asestar el golpe final a la carrera de quien se creía capaz de despreciar la vida de los demás. Esperé a que transcurriera el primer estribillo, luego el segundo, luego el tercero (algunos podrán pensar que aquello sería extenuante, mas las canciones en la actualidad tienen poco cerebro por detrás, desde donde se las mire)... Una humareda comenzó a inundar el lugar. Una catarata de papelitos también celebraba el éxito del concierto. Los últimos quince segundos de la canción serían inolvidables para todos los que nos encontrábamos allí.
Me posicioné frente a mi víctima y cerré mi ojo izquierdo para poder fijar mejor mi visión en mi objetivo. Coloqué mi brazo derecho sobre el aféizar de la ventana y conté hasta tres. Debajo mío, la multitud estaba enloquecida. Supuse que mis amigos se mantendrían expectantes, preguntándose cuándo sería la maldita ocasión en la que yo disparara. Mi dedo índice se topó con el gatillo de mi pistola Beretta. Al segundo, una explosión de fuego salió disparada del cañón, lo que me obligó a mantener el brazo más firme y ceñir mi mano con mayor presión alrededor de la misma. El proyectil realizó la trayectoria que yo había previsto, estampándose en el corazón de Kissa, quien se desplomó de inmediato.
Conforme a los testimonios de Matteo, Virgine, Clark y Lusmila, quienes no habían salido corriendo ni bien el escándalo se desatara, la pista se tiñó de rojo y la cantante se desplomó boca arriba, cerca de una de las bailarinas, quien comenzó a vomitar ni bien el cadáver acabó junto a sus pies y la sangre salpicó su mentón. Los policías más cobardes arrojaron un par de tiros al aire. Los más prudentes no se arriesgaron a que un disparo en falso acabara con la vida de un inocente, por lo que se encargaron de dirigir a la multitud. Sólo un puñado de valientes había salido en mi búsqueda. Demasiado tarde, por supuesto.
Arrojé la pistola al suelo y comencé a correr hacia la ventana con una velocidad demencial. Realicé un salto muy limpio, impulsándome cual resorte, pudiendo así alcanzar el extremo de la polea con una brusquedad que casi acaba esguinzándome el hombro. Las fuertes cuerdas sostuvieron mi peso y me trasladaron hacia el otro extremo. Sin dejar nada librado al azar, tomé el cuchillo que Thiago me había dejado en el techo y corté de un solo intento todo lo que me unía a mis perseguidores. Con el corazón aún en la boca, me deslicé por la escalera de incendios, descendiendo a gran velocidad cada uno de los escalones, para acabar aterrizando en el piso, sana y salva.
El incidente había alarmado a toda la multitud, la cual ahora se desperdigaba en múltiples direcciones, entre gritos de horror y pedidos de auxilio. No me resultó difícil adherirme a ellos. Corría yo, por ende, con el corazón en la mano, sintiendo el palpitar más intenso que lo corriente. Me complacía saber que Kissa no sería capaz de conseguir aquello, aunque lo intentara.
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