Capítulo 117
Me quedé impactado al descubrir la llave que abriría las puertas de la computadora de Frank. Nunca supuse que aquello hubiera sido verdad, es más, probar con aquello me había parecido tan descabellado como las teorías del preadamismo y el terraplanismo que ya circulaban por entonces en la boca de todos. La batería de había menoscabado un diez por ciento desde la última vez, por lo que sólo me quedaba un cuarto para lograr escapar. El carácter de insularidad de dicho sótano me impediría conectarlo a alguna fuente de energía. En el preciso instante en el que me propuse a pedir ayuda me paralicé: desconocía la manera de acceder a cualquier tipo de ayuda.
Sentí falenas volando en el estómago; unos concomitantes retortijones acababan por enervarme aún más. La pestaña de Google al abrirse eliminó al fin la foto del envarado joven de mi vista. Las teclas habían perdido ya su color borravino impreso por la suciedad, lo que me permitió inteligir cada una de ellas con gran facilidad. Bisbeando insultos y mezclándolos con plegarias improvisadas, inicié mi heroica búsqueda. Lo primero que tecleé fue «AGENTE D007» y, de inmediato, acostumbrado a las búsquedas prosaicas y a los usuarios inútiles, en la pantalla se aparecieron mil imágenes de James Bond. Mascullé en voz baja una sarta de insultos y amenazas y le indiqué a Google que mi primera búsqueda había estado bien escrita. La leyenda de No se han encontrado resultados para tu búsqueda tardó en aparecer.
Antes de continuar con mi odiosa aventura, me apresuré por esconderme tras una pestaña de incógnito, que tantas veces había sido fautora mía durante toda mi adolescencia. El veintiuno por ciento restante de batería me obligaba a apurarme. No podía comprender que existieran computadoras tan lentas que se sobrecalentaran tan rápido. Aquella ralea de ordenadores debió de haber exacerbado a más de uno. Se notaba que era tan viejo como refrito hasta el punto de sorprenderme de que hubiera funcionado todo ese tiempo.
A continuación, comencé a consultar en diversas entradas la manera de contactarse con la ANJ. Como era lógico suponer, una asociación que se dedica a conminar a grandes mandatarios, propagar sofismas y torturar a inocentes no se expondría con tal facilidad a la merced de Internet. Sin embargo, la página web que se encargaba de difundir sus fechorías se encontraba intacta. El diseño no era demasiado elaborado; el fondo se asemejaba a un conjunto de tejas color negro y rojo sangre imbricadas y que, a medida que ibas bajando, se dibujaba la Casa Blanca en su nueva versión acompañado de la leyenda «Antes de lo que esperas» y la cabeza del presidente Garret atravesada por una fisga que le hacía chorrear sangre por todo el cuello. Me pregunté si actualizarían en rostro cada cuatro años, para dotar de mayor realismo a su amenaza.
Me apresuré a buscar algún tipo de enlace que me llevaría a un contacto directo con ellos, en vano. Agradecí a Nemo por haberme ocultado cualquier manera de pedir ayuda; en cierta parte, era suya la culpa por la que yo me encontraba irredente en aquel calabozo sin barrotes. A continuación, y sintiéndome con el agua al cuello, realicé un último intento, escuchando métodos inútiles y eternos de un grupo de ineptos cuya solaz intención detesté. Al final de mi búsqueda, decidí cerrar el buscador y concentrarme en algún otro ícono que me permitiera escapar, siendo consciente de que hacía aquello sólo por aburrimiento y que ya no me quedaba esperanza alguna que resignarme a esperar a que los planes de mi captor acabaran.
Justo antes de estar a punto de resignar mi pedido de auxilio, opté por abrir mi correo electrónico para verificar si algún amigo me había enviado algún documento importante que me demostrara que sus vidas continuaban con total normalidad. Ni bien lo hice, un mail entrante se dibujó sobre mi pantalla. El remitente no había colocado asunto a su mensaje y su dirección era de lo más aleatoria ([email protected]), sin embargo, estaba seguro de saber quién me lo había enviado ni bien declamé aquella simple oración en mi mente.
«Activaste el protocolo de seguridad; en instantes llegamos.
N.»
Apreté F5 para refrescar la página una vez más y consultar si un segundo mail me anticipara sus progresos. Para mi sorpresa, el mensaje había desaparecido. Era como si Céfiro se hubiera dispuesto a jugarme una de sus bromas.
Unas pocas horas antes de que el concierto se iniciara, ya nos encontrábamos todos de camino al Empire State. Se había hecho de noche y las estrellas luchaban por asomarse, mas la luminiscencia de las luces LED de las calles y la polución parecían oponerse con fervor a ello. Nos aseguramos de que nadie nos estuviera observando; por lo tanto, nos dividimos en dos grandes grupos que llegarían a tiempos diferentes. Lusmila, Matteo Virgine y Clark se despidieron de nosotros primero. Su trabajo sería sencillo: se harían pasar por fanáticos y se asegurarían de que las salidas de emergencia se encontraran despojadas de toda vigilancia. Matteo se había conectado a las cámaras del recinto y había reparado en todo nuevo oficial que se colocara de guardia.
Estella, Thiago, Mónica -que me había suplicado que le permitiera participar en la cacería y se había mostrado muy ansiosa desde el principio- y yo nos encaminamos hacia el edificio en donde todo ocurriría. Nos habíamos asegurado de planificar una perfecta vía de escape dado a que la noticia correría como un reguero de pólvora (en el sentido más estricto de la palabra que se pueda concebir), por lo que no tardaríamos en ocupar posiciones. Ingresamos por lo que luego sería una cochera, a la que aún no le habían colocado luces ni guardas. Estella y Thiago manifestaron de inmediato su incapacidad de ver escombro alguno, por lo que Mónica apadrinó a la niña y yo hice lo mismo con él. Las sogas que habíamos preparado para nuestra retirada nos ayudaron a ingresar al primer piso, ayudados por el gancho de cuatro patas que Clark había conseguido esa tarde en una tienda de deportes.
La construcción apestaba a cal húmeda y a sudor de albañil. Un leve olor a ceniza y carne rostizada inundaban el lugar. Por todas partes se hallaban repartidos cientos de baldes y espátulas, como si no fueran capaces de cargarlos consigo al acabar la jornada.
—Maldita sea, y todo porque son haraganes —masculló Thiago ni bien su pie tropezó con un balde.
—No hagas tanto escándalo. No queremos llamar la atención —le ordené.
—Por ahora —repuso el aludido.
Las escaleras estaban a medio construir, mas nos facilitaron en gran medida el ascenso. Los elevadores permanecían inútiles ante la falta de conexión eléctrica, por lo que eran meramente decorativos para entonces. El arquitecto había apostado a un proyecto inmenso, y mis piernas daban cuenta de los setenta y tres pisos que al maniático se le habían ocurrido construir.
—Menos mal que no llegamos sobre la hora —suspiró, aliviada, Estella cuando recién andábamos por el piso treinta y ocho.
La música salía a borbotones de los cientos de parlantes ubicados sobre la terraza de los rascacielos que rodeaban el escenario en donde Kissa cantaría. El nuestro era el único de los alrededores que, por razones obvias, no los poseía. Recorrimos los pisos restantes con algo más de premura. Aún restaba mucho por arreglar. Thiago de despidió de nosotros a medio camino, ni bien halló la manera de llegar al edificio contiguo con el propósito de concretar nuestros planes. Se llevó consigo una de las poleas, clavos y martillo. Le deseamos buena suerte antes de presenciar cómo sacaba su cuerpo por una de las diminutas ventanas y trepaba con gran agilidad un muro de unos tres metros de altura hasta alcanzar uno de los alféizares. A continuación, invadió una de las habitaciones con la agilidad de una pantera, palpando siempre su cintura para asegurarse de que su cuchillo continuara allí. Tras unos cuantos minutos, se apareció en la pared lateral y comenzó a trepar haciendo uso de la escalera de incendios. Tras unos diez minutos, alcanzó por fin la terraza y levantó su pulgar.
Nosotras continuamos a la par suya, penetrando en los recovecos de cemento fresco que acabaron empantanando todas nuestras zapatillas. Media hora más tarde, hacíamos la respectiva aparición desde una de las miles de ventanitas. Tras asegurarnos que todos cupiéramos dentro, le enviamos a Thiago la señal y, a continuación, la cuerda, la cual en un santiamén acabó bien sujeta a ambos lados.
Todo estaba listo. Esta vez, nos aseguraríamos de tomar el papel de estrellas en el lugar de Kissa. A todos alguna vez nos llega el momento de brillar.
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