Capítulo 116
En aquel subrepticio, recóndito, hediondo y oscuro sitio, me vi obligado a pasar el resto del día, mientras esperaba el retorno de Frank tras la entrevista, conformándome con armar pequeñas bazas de cartas para entretenerme. Si bien las mismas estaban bastante destruidas, como todo en aquel cansino lugar, las había hallado tras hurgar en una pelota de juguetes conformados en su mayoría por muñecos decapitados y/o amputados, pelotas desinfladas y juegos de niño rico que aún conservaban intactos dentro de sus envoltorios; por lo que supuse que hallaría cerca un buen rollo de celo, con el que reparé uno a uno cada naipe que sacaba de la baraja.
El calor que hacía allí dentro era devastador lo que, sumado a mi falta de baño y a mi piel sensible que me hacían aún más propiciatorio, no tardaron en salir debajo de mi ombligo unos furúnculos con los que me entretuve un rato, rascándome demasiado fuerte hasta sangrar. Acto seguido, me sentí tan apoltronado que apenas pude acercarme a la computadora y conseguí encenderla. Mientras la catramina hacía su esfuerzo por encenderse, yo debí hacer un esfuerzo para no hacer ningún mohín, producto del polvillo. El sistema operativo Windows XP vista permanecía prístino, lo cual denotaba que los ricos no actualizan su ordenador sino que lo descartan. A continuación, la barra de usuario se dibujó frente a mis ojos. La computadora me solicitaba la clave de seguridad para poder acceder.
Maldije a Frank por ser tan hacendoso; ergo yo no podía ahora acceder a una cobertura en vivo de su reportaje ni tampoco emprender cualquier acción en su contra. Descarté la idea de que él utilizara símbolos y letras combinados al azar puesto que había demostrado siempre tener un coeficiente intelectual muy cercenado. Me sosegué y me armé de paciencia; sabía que aquello me llevaría toda la tarde. Las combinaciones eran infinitas, lo que reducían mis posibilidades de salir de allí con vida antes de su regreso. Intenté con la expresión frankgiraud en primer lugar, la que la gran mayoría de los altaneros habría dispuesto; sin embargo, aquello no funcionó. Mi inquina se iba alimentando cada vez más a medida que la notebook demostraba estar demasiado contusa para responder a gran velocidad pero también lo suficientemente astuta para rechazar todas y cada una de mis suposiciones, en su mayoría nombres ligados a su círculo familiar y a sus mascotas. Rogué que en ellas no se hallara ninguna palabra relacionada a algún hobbie, amigo, artista que él conociera o cualquiera aleatoria que podría habérsele cruzado por la cabeza tras las sesiones matutinas de omiromamcia que realizaba con su madre, en donde intentaba comprender el significado de sus extraños sueños.
Había transcurrido más de una hora desde que Frank y David de habían ido y me habían dejado encerrado a la merced de los ácaros en un refugio adocenado y polvoriento y yo aún no daba con la maldita clave. Supuse que no contenía mayúsculas ni números dado a que el bloqueador y el teclado numérico presentaban una pequeña película de tierra, casi imperceptible que debería de haber desaparecido ni bien Frank había encendido el ordenador por el simple contacto con sus dedos- tal como lo revelaban el resto de las teclas que correspondían a las letras más utilizadas-, antes de que hubiera comenzado a panear para comentar sus planes. Me llamó la atención el hecho de que las letras hache e i griega se encontraran tan impolutas, a diferencia de las demás.
Sólo entonces se me ocurrió una idea desesperada, digna del delirio antes del deliquio, esperando que por fin el aparato me repusiera con algo más que con un cartelito de error. Tecleé con rapidez aquellas palabras en varias alternativas similares. Para mi sorpresa, al décimo intento, obtuve una respuesta favorable. Ahora me aparecía el escritorio con la imagen de Frank usando un tricotas viejo, sonriendo para la cámara. Quien permanecía impertérrito y serio era yo. El sacrosanto nombre que yo nunca deseé pronunciar nunca más ahora se aparecía frente a mis ojos.
«yoamoathemma» había sido la llave maestra para penetrar en sus máximos secretos.
Una cellisca suave se había levantado en la ciudad de Nueva York a las tres de la tarde. Los preparativos para el recital de Kissa, que se iniciaría en la bola de Times Square a las once de la noche. Los preparativos de seguridad ya habían iniciado con el fin de contener a la oleada de fanáticos que ya habían comenzado a acampar en una zona ahora restringida para tener una vista preferencial. La ubicuidad de la policía de la ciudad nos obligaría a actuar rápido y a planear una ruta de escape rápida e infalible. Nuestro primer paso fue reservar las plazas correspondientes para dos noches en el Hyatt Place de New York a apenas dos cuadras del Empire State.
—¿Quién es el mayor a cargo? —el lugar para las vacilaciones esta vez estaba en las manos de un hombre que presentaba un muñón en la muñeca izquierda que le impedía escribir con facilidad.
—Soy yo —se hizo cargo Matteo de inmediato, con su traje de snob conseguido en forma gratuita gracias a que su propio sistema se había encargado de ello.
El hombre gestionó nuestros permisos y revisó nuestros pasaportes, extrañado ante la masa de jóvenes que tenía enfrente, sin hallar el menor indicio de falsificación. Por segunda ocasión, agradecí a Mónica y Virgine por haberse tomado tan en serio su trabajo.
—Usted comprenderá que Kissa mueve a las multitudes —le expresó Matteo, con una enorme sonrisa.
—De hecho, nos ha ayudado a llegar a fin de mes —repuso el hombre, que ya nos había acogido con una actitud más benevolente—. Disfruten del concierto —se limitó a decirnos, antes de indicarnos el camino para alcanzar nuestros dormitorios.
Desde allí, cada uno salió disparado en direcciones diferentes, con el cuidado absoluto de no levantar sospecha alguna entre los inquilinos por nuestros hábitos extraños. Por ende, acordamos la siguiente distribución: Thiago y Matteo irían a retirar tres pistolas Beretta que unos contactos turbios nos habían conseguido a través de la Deep Web para no arriesgarnos a ser descubiertos con armas en el detector de metales; Clark y Lusmila explorarían una construcción vecina para asegurarse de que nuestros planes pudieran ejecutarse sin contratiempos; por su parte, Virgine haría lo mismo con la marquesina de un cine que se encontraba enfrente, asegurándose de no levantar sospechas; Mónica y yo repasaríamos los planos durante el desayuno gracias a nuestros sistemas que nos permitirían el contacto mental. Nos aseguramos de que todo el mundo reparara en aquellas dos jóvenes que afirmaban —en el sentido más estricto de la palabra— que Kissa se moriría de ganas por conocerlas.
—Alcanzamos por lo justo a comprar los últimos meet and greet gracias a papá.
—Le debemos una buena —comentaba yo, mientras le daba un buen mordiscón a mi medialuna con jamón y queso, una de las delicias que se le ofrecían a los extranjeros—. Esperemos que el concierto sea tan cálido como esperamos.
—Sobre todo al final. Me muero de ganas por verla interpretar su nueva canción. Resuena en todos los parlantes de la ciudad. Y supongo que ella también.
—Te aseguro que lo estará, tarde o temprano —le aseguré, con la adrenalina de aquel que anuncia un crimen en público.
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