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Capítulo 113

Era la segunda ocasión en la que me enfrentaba a la monstruosa máquina creadora de vida; esta vez, aislado de las cámaras, las luces y hasta de la presencia del Doctor Helling. Asimismo, la compañía no era de lo más reconfortante que se podría pedir. El proceso, a pesar de todo, no fue ni la mitad de doloroso ni la mitad de costoso. De hecho, me sentí a gusto dentro de la cabina por unos instantes, hasta antes de comenzar a ver cómo mi reflejo se dibujaba frente a mí. Tal como ya había visualizado en una ocasión, el aparato comenzó formando los pies, luego prosiguió por las piernas, las rodillas, los muslos, la cadera, el torso, los brazos y, por último, la cabeza. Quedaba frente a mí un joven salido de una hoja de calcar demasiado precisa, cargado de una vitalidad y un optimismo de aquel que me caracterizaba en mis buenas épocas.

—¿Qué es lo que quieren de mí? —aquella situación ya se nos estaba yendo demasiado de las manos.

—A ti —repuso el aludido, siempre tan informativo.

—Dime algo nuevo, ¿quieres? No todos los días te secuestran y te clonan así sin más.

—Podrás entrevistarte con nuestro cliente en instantes. Sólo espero que ya haya llegado. Este lugar es demasiado peligroso para permanecer por mucho más tiempo.

—Aquí estoy.

De repente, una voz parecida a la mía heló el aire y una silueta se desdibujó desde una de las barandillas. Me estremecí. Hacía unos pocos minutos había estado paseándome por allí sin percatarme de su presencia. La luz del celular apuntó hacia él, mas se encontraba a una distancia tan prudencial que nos impedía escrutarle el rostro. La figura avanzó a paso decidido en la penumbra, cubriendo su rostro con una de las manos para evitar cegarse con la luz de la linterna.

—Apaga esa puñetera porquería, ¿quieres? —le ordenó en un tono brusco.

Aquella voz... La había oído en algún lado, estaba seguro. Por mi cabeza desfilaron miles de nombres, rostros y voces diferentes y parecidas a su vez a la de nuestro misterioso polizón.

—Lo siento —se disculpó el aludido, haciendo lo que se esperaba de él.

—Veo que les ha salido a la perfección —continuó el infiltrado, dándole al accidente la atención justa y necesaria que en verdad necesitaba dicha nimiedad.

Me volteé una vez más hacia la creación y la observé, incrédulo. La misma expresión, el mismo barbejo, el mismo porte. Me pregunté si también habían copiado mi historial cerebral; si así lo era, aquel joven estaría al tanto de todos mis secretos. Sin dudas, un fantástico medio de extorsión. La mera idea de ser partícipe de un chantaje me estremeció de pies a cabeza.

A la orden silenciosa del sujeto, nos dirigimos hacia la misma puerta por la que habíamos entrado. El cañón del revólver apoyado contra mi espalda era suficiente estímulo para mover mis piernas lo más acompasado al resto posible. A mi lado, el otro David caminaba con una expresión inquisidora pero, sobre todo, con la mirada de aquel que cree tener una situación bajo control. El descenso por la escalerilla fue algo más desafiante que a la ida. El contratista fue el primero en bajar, unos segundos antes de que yo me viera obligado a imitarlo. El mismo comenzó a reír como un maniático al ver que mi copia se desplazaba con la misma torpeza que yo, deteniéndose en aquellos peldaños en los que yo también lo había hecho.

—Es perfecto para mis planes —se carcajeaba, ni bien comprobaba nuestras semejanzas—. Sólo un clon puede vencer a otro clon —afirmó, inflando el pecho, airoso por lo que había conseguido.

Fue entonces cuando mis neuronas hicieron la sinapsis capaz de encuadrar voz y silueta y conectarla con una persona. Suspiré aliviado en cuanto supe quién se encontraba por delante mío. Aún en la penumbra podía percibir el brillo de odio que desprendían los ojos de Frank Giraud en la noche estrellada.

Bajé de prisa las escaleras y me dirigí hacia la puerta principal, la cual contenía la llave puesta en la cerradura del lado de adentro. Tras agradecer en silencio a los dueños por el detalle, salí hacia la calle, con la delicadeza de llevarme la llave conmigo y la esperanza de que aquello significara un pequeño contratiempo más para aquel joven necesitado que no tardaría demasiado en comprender de que yo no quería nada con él.

En un callejón un poco más solitario, realicé mi transformación. Mi cuerpo fue perdiendo su forma original, mis senos se aplastaron, mis piernas se acortaron, mis pies se estiraron unos centímetros, al igual que mi panza, la que ahora mostraba una barriguilla de niño ricachón acostumbrado a la Coca-Cola y los videojuegos. Mi sistema me colocó unas ropas idénticas a las que se le habían visto por última vez (nada del otro mundo, una cazadora y unos jeans descoloridos) y calibró a mi organismo con el peso, la voz y la altura nuevos. Una vez pronta, eché a correr por la acera a toda velocidad, cuidando de no despertar la atención de ningún perro que se encontrara en las calles aledañas.

Maldije mi suerte en el momento exacto en el que un ovejero alemán se levantó de su cucha y me clavó la mirada. Justo antes de que se dispusiera a alarmar a toda la comarca con sus ladridos, se tomó el tiempo para inspeccionar aquel olor que le resultaba familiar de algún lado. Antes de que percibiera el aroma a metal y electricidad, me apresuré a abandonarlo. Unas luces azules parpadeantes me indicaban cuál era el camino que debía de seguir.

Realicé una segunda pausa en mi corrida, consciente de que a aquellas instancias el joven policía se habría percatado de que algo andaba mal y estaría calzándose su uniforme reglamentario —si es que ya lo había hecho y ahora intentaba forzar la cerradura de su habitación con alguna ganzúa improvisada—, para recoger un poco de barro de la calle y manchar con mucha sutileza mis manos, mi rostro y mi ropa. Unté también mi cabello con algo de grasa que pude quitarle a un portón desvencijado. Para finalizar, reduje dos kilogramos mi silueta. Aquel era el reflejo perfecto de un adolescente rico que había pasado unas noches fuera de casa y estaba desesperado. Satisfecha con el resultado, le envié un mensaje a Mónica para mantenerla al tanto.

«Ya estoy lista».

Recibí el okey característico de todos sus mensajes antes de que me llegara un segundo texto, que rezaba por mi premura.

«Apúrate que esto se nos está yendo de las manos».

Le dediqué una colección de insultos destinados en exclusiva al oficial y su inspector mequetrefes cuyos nombres, entre tanta adrenalina, ya había olvidado. Mi sistema se apresuró por refrescármelo con un sutil cartelito; no obstante, aquello era lo que menos me preocupaba en aquellos instantes.

Realicé un esfuerzo colosal para saltar la cerca de una vez, sintiendo cómo los alambres de púas casi lastimaban mi nueva entrepierna y, sin procurar llamar demasiado la atención, rasgué con los mismos parte de mis vestiduras, al tiempo que me automutilaba los brazos con las uñas (las cuales, dicho sea de paso, tenían una leve capa de tierra característica de aquel que necesita un buen baño). Cuando todo estuve listo, fue el momento de evadir a un grupo de policías, que resultó tan ingenuo como yo creía. Ni bien deposité las ratas a pila cerca de ellos, comenzaron a gritar despavoridos, dándome la oportunidad perfecta para acercarme hacia la puerta y golpearla con fuerza.

Toc, toc, toc.

Sentí cómo se abría el pórtico y me creí parte de un espectáculo teatral. Era el momento de demostrar que una asesina no lleva armas de utilería consigo.




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