Capítulo 112
Sentí la puerta de un vehículo abriéndose antes de ser arrojado con toda la delicadeza del mundo al fondo de un baúl. Mis captores no proferían palabras entre sí, por lo que asumí que se estaban comunicando a través de gestos y señas para mantener su identidad en un secreto absoluto. El sitio no era demasiado cómodo (no apto para claustrofóbicos, claro está) ni espacioso, puesto a que el tanque de gas ocupaba más espacio que yo mismo. Lo único que rompía aquel silencio casi sepulcral era la voz de Freddie Mercury cantando Radio ga ga.
El viaje resultó eterno, lo que me hizo suponer que nos estábamos alejando de la ciudad. Mis sospechas se confirmaron en cuanto nos adentramos en un camino lleno de gravilla y polvo que hizo estornudar a uno de nuestros captores. Por fin, el conductor se detuvo en medio de una subida pronunciada y apagó el motor con mucha cautela, para después comenzar a juguetear con las llaves. Dio con la del baúl de inmediato y me dejó en libertad. En ese momento pude verlo con mayor detenimiento: cabello plateado y una barba rala destacaban de una personalidad fría y calculadora. El revólver que su mano blandía me incitaba a concentrarme en lo que a ellos les importaba: mi vida.
Un único edificio en aquel pastizal desierto rompía un paisaje monótono e inhóspito, y hacia allí nos dirigimos. A punta de pistola, el de la barba me condujo hacia la puerta de servicio. El lugar estaba a oscuras y se me hacía muy difícil ver por dónde caminaba. De hecho, tardé un buen tiempo en dar con la escalera de servicio, alumbrado por la linterna del celular del segundo hombre. Unos cuantos escalones, una cerradura violada por una ganzúa y nos encontramos dentro de la residencia. En el interior, el cartel parpadeante de Helling S.A. centellaba con furia. Aquello me hizo suponer que dicha empresa era un pilar fundamental en aquella organización la que, comandada por un narcisista doctor que le había cambiado el nombre para llevarse todos los laureles él solo, parecía seguir necesitando a más actores en sus negocios negros.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacemos aquí? Se supone que este lugar no abriría hasta mañana.
—Eres demasiado curioso —el de la barba apartó el cigarrillo de marihuana de su boca por un segundo, antes de seguir con lo suyo.
—¿No crees que tengo una buena razón para hacerlo?
—Sólo te retendremos aquí un momento —insistió el del cigarro, no sin antes expulsar una buena cantidad de humo por su nariz que me provocó una ligera tosecilla.
Los hombres continuaron enfrascados en sus misteriosas tareas, por lo que me dediqué a explorar un poco la zona. En la oscuridad, no fui capaz de identificar las máquinas clonadoras ni ninguno de los costosos equipos que venían llenando los bolsillos de Helling desde hacía unos meses. Muy por el contrario, mis secuestradores se manejaban a la penumbra, intentando encender una de las cabinas ayudados de unas herramientas que no pude reconocer. Cuando todo estuvo listo, el único de ambos que se había dispuesto a dirigirme la palabra, musitó:
—Es el momento que entres allí. La República agradecerá tu sacrificio.
—No sabía que los miembros de la ANJ se mofaban de hacerle servicios a la patria —agregué, irónico.
—¿Qué te hace creer que somos patriotas? Nosotros sólo obedecemos órdenes.
—De un patrón empedernido, maniático y perseguidor —espeté, casi saboreando mis palabras.
—Más bien de uno justo, servicial y generoso —sus ojos se cruzaron con los míos.
—Parece que ambos tenemos líderes muy diferentes.
—En efecto —concluyó el barbudo, antes de propiciarme un empujoncito que me dejó a la deriva de la monstruosa máquina creadora de clones.
—Yo la acompañaré
—la voz de un oficial joven frustró mis planes por completo de un porrazo—. Está demasiado oscuro allí afuera.
Me volteé para observar al portador de aquella voz. El mismo se mostraba más enamorado que preocupado, aunque se esforzaba por parecer exactamente lo opuesto. El pendejo se las creía de pillo, creyéndose capaz de acompañar a una atractiva señorita por las calles de la ciudad bajo el pretexto de la seguridad.
—Soy autosuficiente, muchas gracias. No necesito alguien que me persiga el trasero todo el tiempo.
—Es mi manera de ofrecerle mis disculpas —mintió el joven, quien simulaba no haber comprendido el doble sentido de mi anterior réplica.
—Está bien, siempre y cuando me deje en paz cuando yo se lo pida.
—Tenemos un trato —concluyó, airoso el joven.
Puse en marcha de inmediato mi sistema, al cual le ordené que detectara la primer posada que hubiera por allí cerca. Mientras tanto, me empeñé en mostrarle al joven un cordial agradecimiento por su compañía, deteniendo en seco sus flirteos cuando él se iba demasiado por las ramas. Por fortuna para mí, la computadora incrustada en mi cerebro localizó una hostería a unos quinientos metros, y hacia allí nos dirigimos. El joven se esforzaba a sobremanera en llamar mi atención, se mostraba tan preocupado por causarme una buena impresión que hasta me dio algo de lástima.
Un letrero algo desteñido rezaba «Amanecer serrano II» como si allí nos encontráramos en medio de la montaña. Aquel lugar me agradó, dado que resultaba tan patético como mi acompañante. Un par de aplausos más tarde, se apareció un hombre de unos sesenta y cinco años, sin remera y en pantalón corto de pijama. Tras él apareció su esposa, insertada en un camisón floreado, la cual insistió para que su marido nos propiciara «Un lecho de amor para este par de jóvenes». Sus palabras causaron el impacto exacto que yo había deseado causar en aquel joven.
Nos dirigieron por una escalera, acordando que el pago de los doce dólares correspondientes se realizaría a la mañana siguiente (lo que el oficial ignoraba es que sería él quien en verdad acabaría invitándome aquella noche), hasta una habitación para dos únicos elementos eran un camastro viejo y un pequeño baño. También nos entregaron la llave y nos desearon las buenas noches y los dulces sueños, junto a un guiño cómplice, antes de retirarse.
En cuanto lo hicieron, el policía se tumbó sobre la cama, no sin antes desprenderse de su chaleco antibalas y de su incómoda camisa, reflejando un abdomen obtenido a fuerza de años de entrenamiento que dejaría a más de una muchacha rendida a sus pies. No me dejé impresionar; después de todo, no estaba con ganas para dejarme seducir con un truco tan barato.
—¿Me disculpas un segundo? —le interrumpí, cortando de seco su inspiración—. He visto una farmacia abierta en el camino. No voy a tardar demasiado. Me llevo la llave por si los dueños me confunden en la oscuridad y se piensan que sólo soy una visitante nocturna que busca diversión con uno de sus clientes.
—Pero no hay más nadie además de nosotros —protestó el joven, al tiempo que se quitaba las botas.
—¿Nunca has escuchado que el amor ciega? Pasamos por una habitación ocupada camino a esta —repuse, con mi mejor sonrisa—. Estaré de regreso en un instante.
—Iré contigo —se ofreció él, temeroso de perderme.
—No siempre cumpliré todos tus deseos, muchacho. Me verás de nuevo en menos de lo que canta un gallo. Además, podrás ir preparándote para recibirme.
—Está bien —terminó aceptando, a regañadientes, al tiempo que se quitaba las medias.
Nunca me había sentido tan agradecida con aquel joven en toda la noche.
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