Capítulo 110
Una maldita hora más. Sesenta minutos. Mil seiscientos segundos de sufrimiento, sintiendo cómo mis fuerzas desfallecían y todos mis esfuerzos para seguir con vida eran cada vez más inútiles. De nada serviría gastar mis energías en realizar un nuevo cruce hasta el cantero; no merecía la pena, no me quedaban ganas ni fuerzas. Por lo tanto, lo mejor sería esperar, afinando el oído para no perderme ni un detalle. El tiempo transcurría con extrema lentitud; mi lucha ahora se renovaba, esta vez se sumaba un nuevo contrincante: el sueño. Una nueva complicación a esta montaña de porquería. Múltiples bofetadas me permitieron mantenerme en velo. Tenía las mejillas enrojecidas, lo que hacía juego con mi mandíbula inflamada, en una imagen tan cómica como dolorosa.
Por fin, un sonido a sirena surcó el aire. Después le siguieron las luces. Todo parecía destinado a llamar la atención de cualquier ser humano vivo que se encontrara cerca. El ritmo que mantenían era, sin dudas, cauteloso. Cada unos veinte metros, apuntaban una linterna bastante potente a ambos lados de la acera, sin importarles que el poste en cuestión aún no era perceptible para ellos. «Con razón no llegaban más. Parece que están en una carrera de velocidad contra una tortuga» sonreí, aún en la desesperación. Intenté no atiborrar mi cabeza de pensamientos; en cada ocasión que lo hacía, una fuerte migraña me condenaba a mantener la mente en blanco.
De pronto, se oyó una voz distorsionada, de esas que se desprenden de megáfonos de la época colonial con las que los vendedores de huevos atacan tu casa a las ocho de la mañana.
—¿David? ¿David? ¿Estás ahí? Haz alguna señal con el móvil
¿David? ¿David? —repetía, frenético, el conductor.
Entre David y David, maldije la escasa carga de mi teléfono. Un David más y me puse de pie, apoyándome sobre los codos con un esfuerzo tan grande que hizo que se me escapara un quejido de dolor. Otro David y comencé a correr hacia la autopista, sacudiendo los brazos, incapaz de exclamar siquiera algún grito ininteligible de auxilio. Un ¿Estás ahí? más tarde me di cuenta de que no podían verme. La iluminación era escasa y mi sombra se perdía en la oscuridad. «En la noche todos los gatos son pardos» anunciaba, con gran sabiduría, Hércules Poirot.
Una situación desesperante requiere de una reacción desesperada. De esa manera, desesperadamente esperanzado, me dirigí hacia el mismo carril por el que venía enfilando la ambulancia a paso de hombre, intentando interponerme entre la luz de la linterna y la de los faros. Me jugaría un ojo a que Nemo se estaría riendo de mí en ese preciso momento, donde fuera que estuviese.
Por fin, el copiloto pasó su linterna por encima de mi cuerpo. Pareció sorprendido y a la vez aliviado cuando dirigió el haz de luz por segunda vez hacia mí. Ahora era mi turno de quedar estupefacto: con claridad, pude reconocer cómo el piloto quitaba un pendrive del reproductor de música y el monólogo que yo, con ironía, acusaba de disco rayado (de hecho, lo era), se detuvo por completo. Esta vez, sí fue él quien tomó el radio en la mano y se dirigió hacia mí.
—¿Eres tú, verdad? —sacudí con energía mi cabeza con tanto vigor que temí que se saliera de su eje, en señal de confirmación—. Nos alegramos de encontrarte. En un minuto estamos contigo.
Activaron las balizas y cruzaron la ambulancia de modo tal que impidiera el paso de otros autos. Puras paparruchadas, siendo que estábamos solos en aquellos parajes. A continuación, abrieron la parte de atrás de la camioneta y se apareció una tercera doctora. «Claustrofóbica no es» bromeé, para mis adentros. Me preguntaba cuánto tiempo había estado allí dentro. La joven arrastraba una camilla, sobre la cual no tardaron en colocarme, siempre con mucho cuidado, controlando con sus propias manos mis latidos y respiración. Por fortuna, todo estaba bien (o al menos eso yo creía, puesto a que ninguno se alarmó tras el primer examen).
Me subieron al interior del cubículo y, ya en la luz, inspeccionaron mi mandíbula con el ceño fruncido. A continuación, tras hacerme la inútil pregunta de si me dolía o no (a lo que, por supuesto, respondí con una afirmación), introdujeron una enorme aguja, la cual, al entrar en contacto con mi quijada, me quitó todo el dolor (omítase el generado por la misma doctora al proporcionarme la anestesia). Acto seguido, todo se volvió tan negro como mi porvenir.
—Parece que tienes muchas ganas de irte de aquí, mocosa.
El oficial analizaba cada uno de mis gestos, tratando de encontrar a alguno que me delatara. Realizó el mismo estudio en el rostro de cada uno de mis amigos, con idénticos resultados. Todos sus esfuerzos eran vanos y lo sabía.
—Al igual que usted tengo familia y se deben estar preocupando por mí. Además, ellos no saben que estoy aquí.
Me maldije ni bien acabé la frase. En otro contexto, me habría llevado las manos a la boca. En este, sería demasiado sospechoso.
—¿Y por qué no lo hiciste? —esta vez, la balanza se comenzaba a inclinar a favor de nuestro rival.
Touché. Me vi obligada a pensar rápido.
—No habría aprobado la visita. Nunca le ha gustado que yo tuviera amigos que ella no conociera. Comprenderá, es demasiado sobreprotectora.
—¿Y por qué no lo hiciste? —al oficial le encantaba el morbo, era evidente.
—Porque recién nos estábamos conociendo. Yo no llamo amigo al primero que se me cruza en mente —le espeté, mirándolo fijo a los ojos, desafiante..
—Sin embargo, una jovencita tan inteligente como tú no se rodearía de unos lobos como estos —señaló despectivo a mis amigos, consciente de que aquello generaría una reacción en mí.
—Apenas los conozco demasiado, entré en el grupo hace dos días; por ende, casi no pude trabar relación alguna con Sebastian.
—¿Y por qué razón ingresaste?
El comisario parecía demasiado empedernido en continuar con el interrogatorio. La madre de Sebastian se apareció desde la cocina, asomando su torso lo suficiente como para arrojar con una precisión que sólo se consigue con práctica, una bolsa de patatas fritas al medio de la mesa, que por poco no se abrió por el estallido. Qué considerada, no siempre atiendes así a la gente que condujo a tu hijo a su propia perdición.
—Son deliciosas —profirió Estella, al tiempo que hacía crujir un buen puñado de ellas en su boca—. ¿No tendrás queso cheddar?
Yo también me sumé a mis compañeros, concentrándome en la bolsa de papas fritas, llenando ambas manos y comiéndolas de a pares, siempre con la mirada fija en el paquete, para evitar continuar una conversación que podría acabar en mi perdición.
—Estoy esperando su respuesta, señorita —reiteró el oficial, cansado de sentirse ignorado.
—También está esperando que Howkins le traiga los videos y ni una ni otra cosa va a suceder en los próximos cinco minutos. Y gracias por lo de señorita —mis palabras salían como cuchillos afilados—. A propósito, ¿también nos darán de cenar?
Recién allí el hombre tomó de nuevo los estribos de su mente y comprendió que, entre pitos y flautas, ya habían transcurrido unas tres horas desde que nos había detenido y aún no había conseguido las pruebas suficientes para inculparnos.
—Regreso en un minuto —nos anunció el policía, al tiempo que enfilaba hacia el cuarto de control.
—Tómese todo el tiempo del mundo. Ya lo hizo durante todo el día —añadió, ágil, Clark.
—Al menos déjeme ir al baño —le solicité.
El policía me miró con sospechas, mas accedió a mi pedido. Supongo que me vigilaría de cerca para comprobar que no me mandara ninguna cagada (a eso no se lo podía asegurar, dado a tantas frituras) ni me pasara de lista mientras tanto. Sentí su oído pegado a la puerta en todo momento, como si quisiera comprobar el sonido de mis desechos naturales. Me alegré de que la mirilla estuviera cubierta con un pequeño trozo de papel higiénico, o si no aquello hubiera sido demasiado incómodo. Sin embargo, aquella situación también lo era. Revivieron en mí aquellas ansias irrefrenables de enfrentarme y retar a la autoridad una vez más. Estaba segura de que el viejo no olvidaría mi rostro con facilidad. Me postré contra la puerta y, con parsimonia, dirigí mi mano a la manija, dispuesta a darle un golpe de suerte a nuestro oficial preferido. Conté hasta tres y, tras esperar un segundo más, me corrí con violencia hacia un lado, dejando que el curioso comisario estampara su frente contra el piso de un sonoro golpe. Pasé por encima de él con la mayor cautela del mundo, cuidando de no pisarlo.
—Eso le enseñará a no espiar a la gente de esa manera, viejo de porquería.
Aquella había sido una decorosa manera de darle una excelente lección a aquel impertinente hombrecito. Recién estaba saboreando la entrada de un platillo que prometía ser para dioses. Él no sabía lo que estaba haciendo al meterse con Themma. Pobre ignorante. Tan grande y tan imbécil.
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