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Capítulo 102

Encontramos el auto de Nemo en una especie de sótano abovedado que hacía las veces de garage. Un pequeño velo recubría aquel armatoste de los años cincuenta, un verdadero paquidermo cuyo mayor virtud, de seguro, no era la velocidad.

—Si intentas engañarme, siempre tendré a este amiguito para encarrilarte. Podría propiciarte unas cuantas puñaladas de yapa si sigues con este tipo de sorpresas —le amenacé, presionando el cuchillo alrededor de su espalda, girándolo sobre su propio eje cual destornillador, consciente de que, a la fuerza, Nemo se prestaría para mi moción.

—Es todo lo que tengo. Al menos con esto llegaremos antes al hospital que a pie —sentenció.

Según mi teléfono, desde el poblado hasta el hospital había una distancia de setenta kilómetros lo que, en aquel pedazo de chapa, podría significar hasta una hora y media de viaje.

—Puras paparruchadas —me había respondido Nemo ni bien le expuse mi planteo.

Ya me había desmoralizado apenas había visto el vehículo al descubierto, mas una vez que me vi inmerso en su interior me percaté de que lo que menos haríamos sería llegar expeditivamente a visitar a mi madre moribunda. Nemo depositó la llave en la cerradura e intentó que la catramina arrancase, sin éxitos. Aquel oropel no se dignaba a funcionar hasta que su conductor le propició unos golpes frenéticos, hasta lograr que el cacharro respondiera. Aquella era una manera poco circunspecta de reparar un automóvil; mientras funcionara, por ahora, me bastaba. Por fin nos pusimos en marcha y, a paso de hombre, rodeamos la casa, atravesamos la marquesina y penetramos en un callejón sin señalización. La callejuela de tierra tampoco nos jugaba muchos puntos a nuestro favor y yo ya comenzaba a impacientarme hasta que abandoné la voluta de maldiciones que se había creado en mi mente y decidí que aquella no había sido una buena elección.

—Hasta en un taxi habríamos llegado antes. Me vas a decir ahora que este es el único auto que tienes —lo miré a los ojos, desafiándolo.

—El único capaz de sacarnos de este suelo yermo y solitario —hizo una pausa; le quedaba claro de que su vehículo no se encontraba sobrealimentado ni tampoco en óptimas condiciones, mas ahora deseaba desviar la conversación hacia lo que le convenía—. Además, a qué inepto se le ocurriría la fanfarria de agotar un mes entero de sueldo en un maldito taxi. Debes comprender que lo subversivo también debe financiarse. No te escondas tras ese perfil hedonista, sendos somos conscientes de que el asunto de tu madre te tiene tan mal que no me extrañaría que nos armes un numerito al grupo y acabes generando una trifulca peligrosa.

—Habla menos y aprieta ese acelerador —lo espeté, harto de que se hubiera desbocado la conversación en lugar de conducir.

—No hay apuro.

Nemo parecía esquivar cada saeta envenenada que mis palabras le arrojaban, mostrando una sangre fría que le permitía controlar la conversación, lo que me obligaba a desenredar aquel juego de palabras. Hastiado ante tantas evasivas y corcoveos, tomé mi teléfono con furia, dificultándoseme la tarea al no retirar mis manos del puñal y me propuse a discar el número del hospital en donde se encontraba mi madre y activé el altavoz. El ruido seco del contestador me amotinaba cada vez más. Tum, tum, tummmm. Nada, nadie.

—Esto no es esporádico cuando te encuentras en el campo. Aquí no encontrarás señal —esta vez, el tono de Nemo era más paternal y no cuasi violento, aunque su chaqueta ya había adquirido aquel color parduzco que se me hacía cada minuto más familiar.

—Hoy en día, hasta los fantasmas necesitan Wi-fi. Estoy seguro de que pronto encontraremos alguna torre. Además, me sorprende que siendo un quintacolumnista no tengas una antena en tu auto. ¿Cómo harías en caso de una emergencia?

—Tenemos nuestros métodos. Los irás descubriendo de a poco, supongo yo. Los grandes nunca revelamos nuestros...

La voz de Nemo se me tornaba cada vez más lejana, al tiempo que yo acosaba a mi teléfono en busca de una maldita señal. Por fin, tras haber recorrido cincuenta kilómetros, una débil rayita blanca se dibujó sobre la pantalla de mi móvil.

—Detente —le ordené a Nemo, a la vez que las pastillas de freno hacían todo el trabajo duro.

Entre tanto numerito que me monté, no me di cuenta de que Thiago ya se hallaba repuesto y Matteo ya había recuperado la razón, relatándole con lujo de detalles la historia a Estella, por iniciativa propia, mientras que la niña verificaba en los detalles cualquier desviación o demencia que podría haber surgido a consecuencia del accidente. Todos se habían mostrado gélidos y parecían haber pausado sus vidas desde el instante en el que despedí a Sebastian hasta que por fin les dirigí la palabra.

—¿Y ustedes cómo se encuentran?

El silencio fue toda su respuesta. En los ojos de mis amigos se reflejaba un sentimiento que se extendía, generalizado, entre todos los miembros: el miedo en su máxima expresión. De hecho, Thiago se mostró muy distante y cauto, como si los pocos minutos de lucidez le hubieran permitido comprender aquella peligrosa situación en un instante. Mónica no se mostraba en línea y tampoco respondía mis mensajes. Todos los presentes, exceptuándome, desaprobaban mi actitud. El ambiente se encontraba tenso y se respiraba resentimiento. Matteo continuaba con dificultades al respirar, por lo que sus agónicas inhalaciones llenaban el silencio, aunque él no lo deseara.

—Iré a buscar algo para comer —les mentí, viendo en aquella la única excusa viable para abandonar la habitación.

Fui por mi refresco de naranja y escuché el leve sonido de la puerta de la habitación de Thiago cerrándose. Decidí esperar unos instantes y me dirigí hacia el baño. Me senté en el retrete y comencé a revisar mi teléfono, buscando evadir mi realidad ahogando mis penas con una alternativa. Una única notificación se dibujó en la pantalla, correspondiente a un posteo reciente de Frank Giraud, el cual informaba las buenas nuevas a sus ya cien mil seguidores:

«Soplones confirman que ha habido una reciente baja en el grupo de Los Olímpicos. Parece ser que no todos son rosas en el paraíso. ¿Verdad @ThemmaOfficial

Aquello me encolerizó a grado sumo. ¿Acaso alguno de mis amigos le había comentado las buenas nuevas o en verdad existía tal espía? Me inclinaba hacia la primera alternativa; el gobierno no tiene el gusto de ponerte un soplón sin antes valuar tu cabeza en miles de dólares. Todo indicaba de que Sebastian no se habría atrevido a hablar puesto a que había huido cual zarigüeya asustada de nuestra morada. Por ende, todas mis sospechas, lamentaba afirmarlo, recaían sobre mis amigos. Por ello no tardé en acabar mis trámites para reunirme con ellos.

Si bien había tardado más de quince minutos allí dentro entre cosa y cosa, al arribar a la habitación la puerta aún no había sido abierta y había un bullicio sospechoso e ininteligible que, ni bien sintió mi presencia, por instinto se acalló. De seguro Mónica me había seguido el rastro y tenía bien en claro cuándo debían callarse. Acto seguido, realicé un frenético golpeteo en la puerta y el silencio fue sepulcral.

—¿Puedo pasar? —intenté sonar lo más conciliadora posible, aunque sin éxito.

—Adelante —respondieron todos al unísono, lo que demostraba que algo se traían entre manos.

La puerta fue cerrada detrás de mí por Clark, quien mostraba un rostro tan apesumbrado como el resto de nuestros colegas. Mónica se hallaba al frente mío y, tras ella, se apelotonaba el resto, buscando protección en el otro ser no humano de la habitación. Matteo aún se hallaba bastante débil como para formar parte de la muralla defensiva.

—Necesitamos hablar —me dijo Mónica, en un tono que parecía mostrar que su preocupación era tan grande como la del resto de los presentes.

Tras ella, Clark, Estella, Virgine, Lusmila, Thiago y Matteo asentían, agitando sus cabezas con una premeditada coordinación. No obstante, sus ojos eran el reflejo vivo del terror que
atosigaba, ahondado en sus corazones.




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