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Capítulo 100

Me postré frente al umbral, dubitativo, sujetando la aldaba con una mano, golpeando con la otra mi pecho, como un aliciente que me incitara a tocar. El silencio era mortal en aquel pueblo alicaído. Repetí la operación, esta vez colocando mi mano derecha en el pecho, presionando mis dedos sobre la álgida puerta. Me resultaba extraño que presentara tal gelidez en comparación al templado tiempo que hacía allí afuera. «Es que los muertos tienen su propio microclima» pensé, altisonante. Resignado ante la ignorancia, palmeé las manos, acto por el cual, sin dudas, atraería a un pueblo entero condenado al silencio. Por fin, tras un alud de aplausos, alguien se hizo oír del otro lado de la puerta. Sus movimientos eran presurosos, como los de aquel que aprovecha sus últimos segundos para aliñar un poco su destartalado hogar. Ni un «Ya voy», ni un«Espere un momento»; parecía que las normas de deferencia constituían una alharaca para él. De seguro recibiría una andanada de su parte, aludiendo a que yo habría de despertarlo de su placentero sueño. Por mi cabeza se me cruzaban mil y una formas de reprimenda de lo más aspavientas.

La puerta se abrió lenta, tan amodorrada como su dueño. Percibí un aroma fatuo y una presencia altanera que yo ya conocía. No todo el mismo estila aquella fragancia de limón y canela y le sienta tan bien.

—Hola, Nemo —lo saludé, feliz de habernos amancebado en un sitio que yo no esperaba.

—Hola, Dawid —me respondió con una sonrisa falsa, deformando mi nombre y expresándolo en tono burlesco. Mi mera presencia lo amohinaba a más no poder.

—Pensé que estaban esperándome, ignoraba que la borrasca de sorpresas continuaría por días y más días.

—Claro que sabía que llegarías —aclaró él, con un tono anodino—. El jefe se mostró demasiado pesado contigo. Parece que le agradan más los pajaritos que recién empiezan a volar.

—Supuse que estarías enterado que, tras atravesar un anfractuoso camino, no me habían abandonado a la merced de la galerna. Mas debo reconocer que esperaba un recibimiento más cálido y formal —contraataqué, aludiendo a que su cuerpo se hallaba enrollado en una enorme bata de los años sesenta que hacía años que no se estilaba más, la cual dejaba ver el vello de su pecho, orgulloso de su masculinidad.

—¿Sabes qué es peor que no esperar una visita? Saber que a quien vas a recibir es una criatura seráfica y preguntona a quien nuestro jefe adora —aquello confirmaba que nuestra animadversión había llegado para quedarse.

—¿Puedo pasar? —le pedí.

—Qué más da, de todas maneras, lo harás igual —me respondió él, abriendo la puerta y demostrándome que mi presencia le era anecdótica.

Me invitó a sentarme en el desvencijado sofá, sacó del aparador una botella de vino y tomó del refrigerador una deliciosa cerveza. Aquello significaba apalabrar nuestra reunión improvisada y que Nemo se vería obligado a destejer una maraña de engañifas que el grupo había tejido hasta arribar allí.

—¿Qué hacías aquí? ¿Acaso el equipo no necesita a un hombre determinado y resilente como tú? —le inquirí, suplicando que, por primera vez en su vida, respondiera una de mis preguntas.

—En verdad el grupo se ha paralizado un poco en estos días y se me fueron otorgados mis dos días mensuales de franco.

—¿Acaso nuestro encuentro fue casual o habías premeditado con anterioridad quedarte a descansar en este cuchitril de mala muerte?

—Me pidieron que te siguiera el rastro de inmediato —confesó.

—¿Acaso hacen lo mismo con cada recluso nuevo que se les adhiere?

—No es por ti, es por tu madre.

—¿Ahora se muestra preocupada después de haberme arrojado a la boca del lobo? —las venas de mi cuello estaban a punto de estallar.

—Ella me pidió que lo hiciera y, al ser una de las mujeres más influyentes de la zona, tuve que hacerlo.

—Resilencia e hipocresía pura —lo condené.

—Era lo mínimo que podía hacer por ella. Fue lo que nos solicitó a modo de última voluntad.

Tras un trabajo integral que sólo duró unos nanosegundos, mi sistema pudo localizar la ubicación de Frank Giraud. No era que antes no hubiera podido; la falta de tiempo me condenaba a posponer acontecimientos que eran de veras importantes. No obstante, la seguridad de mi novio y mi mejor amigo estaban en riesgo y yo no podía separar cabeza y corazón para atender ambas misiones a la vez.

—¡Lo encontré! —exclamé, ni bien una dirección que rondaba alrededor de Madison Square se dibujaba junto a su ruta correspondiente.

—No podemos permitirnos seguir derrochando nuestro dinero para atender a nimiedades —castigó Clark, llevándose las manos a sus gafas, con su inequívoca actitud de quien piensa que ha arrojado una bomba demasiado grande al mar.

Mis ojos funcionaban a modo de proyector, por lo que todos en la sala eran capaces de observar la ubicación exacta. El letrero que indicaba las palabras Nueva York era suficiente desaliento para todos nosotros. Clark tenía razón, no podíamos permitirnos seguir malgastando aquello que ellos consiguieron a consecuencia de trabajo, esfuerzo pero, sobre todo, sobreexplotación laboral.

It may be a better plan, I'm sure —expresó Lusmila, en un inglés cada vez más parecido al nuestro.

—Estoy segura de ello —la apoyó Mónica, quien se había mostrado al margen durante toda mi exposición.

Virgine iba y venía atendiendo a nuestros lisiados amigos mas, a lo lejos, se sumaba a la algarabía general, dispuesta a emplear en forma racional aquellos dólares que llegaron como fruto de su trabajo. Debo admitir que temí una rebelión interna por unos momentos. Más tarde, me di cuenta de que mi liderazgo autocrático no nos conduciría a nada si yo no abandonaba aquel bien fundado egocentrismo y me concentraba en los demás.

—¿Y Sebas qué opina?

Sebastian se mostraba aún demasiado apático. Se traslucía la idea de que haber abandonado todos los privilegios de su vida de niño rico en pos de nuestra causa ya no le sentaba tan bien. Se mostraba siempre muy preocupado, me evadía con la mirada y se mostraba demasiado reservado. Aquella era una señal inequívoca de arrepentimiento.

—Sebas, ¿podemos hablar a solas un momento? —una buena líder debe saber escuchar a sus subordinados—. Discúlpenme un momento —les aclaré a mis amigos, antes de llevar a Sebastian conmigo a mi habitación, ahora compartida con Thiago y Matteo.

Él no tardó en seguirme, siempre con ese andar apático y arrepentido que tanto lo caracterizaba. Cerré la puerta ni bien entró. Con la mirada me dio a entender que no se sentía cómodo siendo escuchado por los muchachos. Le rogué que no se preocupara, que ellos guardarían el secreto (si es que pudieran oírlo en algún momento).

—¿Qué es lo que te ocurre? —lo interrogué.

—Nada —fue su única respuesta.

—Las emociones no pueden resumirse en dos sílabas que forman una palabra vacía e imprecisa.

—¿Puedes prometerme que no te molestarás con lo que tengo que decirte? —se notaba de veras preocupado, parecía estar a punto del llanto.

—Ni aún si me dijeras que soy la peor cosa que pudo haber pisado la faz de la Tierra —le aclaré, con una sonrisa.

—En ese caso, creo que podrás comprenderme lo que te diré a continuación.

—A menos haré mi mejor esfuerzo, lo juro —le aseveré, con una sonrisa.

—Me siento culpable por haber roto relaciones con mi madre de aquella manera. Comprenderás... nunca solíamos pelearnos y ella siempre me apañaba con mis locuras. Siento que nos hemos comportado como unos monstruos con ella. Dudo que la represión sea la solución en estos casos. La violencia sólo genera violencia.

No podía creer lo que estaba viviendo. Sebastian se manejaba con la pura y la exclusiva verdad: el remordimiento lo carcomía por dentro.

—Dime cómo puedo ayudarte. No quisiera verte sufrir más. ¿Qué puedo hacer por ti?

—En ese caso y dada tu preocupación...

Un largo silencio; parecía debatir las posibilidades en su interior y analizar una por una cada alternativa de solución. Permanecí en silencio, dejando que él jugueteara con su pulsera y me proporcionara la respuesta que yo deseaba. Rogué al cielo para que no me traicionara. Por fin, él aclaró la garganta para expresar su decisión final.

—Me vuelvo a casa —admitió.

—¿Cómo dices? —no podía creer lo que oía.

—Me vuelvo a casa  —repitió él, en forma pausada


—¿Acaso te has vuelto loco?

—Me he vuelto humano —repuso, con una frase cargada de falsa sabiduría.

—Sabes que lo has hecho. Mas ignoras las consecuencias de haberte convertido en uno de ellos —le advertí, no sin poca desazón contenida en mi pecho.




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