#3. M
El viaje en coche es más bien espantoso. En circunstancias normales, me habría encantado la idea de abandonar la ciudad un cálido día de invierno, pero a medida que las bulliciosas calles de Londres ceden el paso a onduladas campiñas salpicadas de ovejas que dormitan al sol, me invade un sentimiento de soledad. Por otra parte, tampoco en el coche reina un ambiente muy alegre, que digamos...
Recuerdo el día en que mi vida, tal y como la conocía, se fue a la mierda y se convirtió en una sentencia.
Me levanté por la aroma gustosa de café. ¡Me encanta el café! Supuse que Aster habría preparado el desayuno para enterrar el hacha de guerra y que conversáramos como siempre. Que ingenua fui.
Abrí la puerta de la habitación frotándome los ojos por la luz del sol que cubría todo el pasillo y me dirigí a la cocina. Aster estaba delante de la encimera, limpiando un par de tazas.
—Buenos días —saludé en medio de un bostezo.
—Buenos di... ¡Joder, Mer! ¿No puedes ponerte algo encima, para variar?
Me miré un momento, extrañada. Simplemente iba con una camisa vieja que me iba tres tallas grande y las bragas. Tampoco era para escandalizarse.
—¡Cómo si nunca me hubieras visto en bolas! —lo provoqué, divertida—. Ay, Aster, cada día que pasa te vuelves más finolis. Encima que te dejo mirar.
—Mérida, por el amor de Dios... ése vocabulario —oí una voz grave detrás de mí que en el acto me dejó congelada y la boca seca.
Me giré lentamente, intentando poner mi mejor cara de niña buena. Un hombre con el rostro completamente inexpresivo, estaba sentado en la pequeña mesa circular que tiene Aster en la cocina mientras bebía lenta y tranquilamente el café. Llevaba un jersey de punto gris, el pelo rojo más revuelto de lo normal y una barba de tres día algo descuidada.
—Papá... —conseguí decir después de tragar saliva como cinco veces. Mi voz sonó más pastosa de lo que deseaba.
—Anda, siéntate y desayuna, pequeña delincuente.
No conseguí entrever si lo estaba diciendo en broma, pero le obedecí y me senté en la pequeña mesita sin atreverme a mirarlo directamente a la cara.
—¿Se ha levantado ya Coraline? —pregunté para intentar distraer la atención de mi persona.
—Hace cuatro horas o así... tenía comida familiar —me explicó Aster, dejando una taza de humeante café delante de mí. Pobre Coraline... con resaca y encima con sus tíos, que son ruidosos y nunca tienen una palabra amable para nadie. Por suerte su primo Norman estaría allí y podrían darse apoyo mutuamente.
—Me ha dicho que si quieres ir a verla más tarde que le envíes un mensaje —siguió contándome Aster.
Antes de que pudiese siquiera asentir con la cabeza, mi padre dejó su taza encima de la mesa y carraspeó para llamarme la atención.
—Me temo que no podrá ser.
Genial. Allí venía el castigo por no dar señales de vida desde la tarde del día anterior. Podría aguantar un mes sin el móvil, no era la primera vez que me lo quitaban. Sé que mis padres me quieren y se preocupan por mi, que intentan hacerme "una mujer de provecho". Pero casi nunca tienen tiempo para mí o para mis hermanos. Es lo que pasa cuando los dos se dedican a la política y se acercan eventos importantes, elecciones... lo que sea para que su partido gane popularidad y estas chorradas. El caso es que sus castigos son poco... creativos. Y muy monótonos. Repito: que ingenua fui.
Papá me alargó un sobre del tamaño de una revista y que parecía bastante acolchado.
—¿Qué es esto? —pregunté, arrugando la nariz.
—Ábrelo y lo sabrás —lo dijo tan tranquilo que me dio mala espina en el acto. Él siguió tomándose su café, perdiendo su mirada hacía el ventanal, fijándose en los transeúntes de un sábado cualquiera al mediodía. Miré hacía Aster, preguntándole con la mirada a qué venía ese espectáculo tan chorra, pero solo se encogió de hombros. Al final decidí abrir el sobre, algo intranquila. Dentro, había una carta escrita pulcramente a mano y lo que parecía una revista publicitaria. En su portada salía un grupo de adolescentes perfectamente peinados y vestidos, sonriéndose los unos a los otros. Que mal rollo. Decidí empezar por la carta.
—Queridos señores DunBroch —leí en voz alta—, nos alegra anunciarles que su primogénita ha sido admitida en el Surval Montreux College éste curso. Soy consciente que el trimestre acaba de empezar, pero dadas las credenciales de la señorita DunBroch, tengo la total convicción de que en seguida se adaptará al curso académico...
Paré enseguida para volver a leer las primeras frases. No me lo podía creer.
—¿Surval Montreux? —pregunté consternada.
—Es un internado internacional cerca de Winchester. Tiene mucho prestigio, seguro que te gustará.
—¿No habéis encontrado un instituto más lejos?
En aquél momento, Aster murmuró que tenía trabajo por hacer y, con una disculpa algo vaga se fue de la cocina. Traidor. Estaba tan nerviosa, tan anonadada que incluso notaba mis manos frías. Vale que ya no podía volver a mi antiguo instituto... ¿Pero Winchester? ¡Eso estaba como a dos horas en coche! En Londres tenía mis amigos, mis hermanos. Toda mi vida estaba aquí, cerca de ellos.
Apoyé la cabeza en mis manos, intentando poner mis pensamientos en orden antes de soltar alguna gilipollada por la boca y hacer que la situación se volviera más complicada.
—Sé que últimamente he estado algo más... acelerada de lo normal —empecé con el tono más tranquilo que conseguí—, pero, papá... ¿En serio me vais a meter en un internado? ¡Ni que hubiese matado a alguien!
—Cielo, tu madre y yo sabemos que no eres una mala chica —mi padre se incorporó un poco de la silla para poder fijar sus ojos celestes en los míos. Por primera vez vi algo en ellos que me contrajo el estómago: decepción. Me había dado por perdida—. Pero no sabemos qué te ocurre ni cómo ayudarte. Tus hermanos cada día son más inquietos y curiosos. No queremos que seas una mala influencia para ellos.
Aquello dolió, pero me mordí la mejilla por dentro para contrarrestar el dolor. No iba a llorar delante de él. Puedo montar una escena y hacerme la niña malcriada, pero nunca llorar de verdad. Jamás. No sabía hasta qué punto aquella decisión había sido de mi madre y mi padre fuese tan solo el mensajero de las malas noticias. Me gustaría pensar que la mala de la película era únicamente ella... Pero los ojos tristes de papá eran una verdad como un puñal. Joder, dolía.
Algo abatida, escondí el rostro, aún mordiéndome la mejilla. Estaba tan histérica que era capaz de romper la mesa. Así que decidí no decir ni hacer nada.
Fallaba a todo el mundo. El mundo me fallaba a mí. Maldito círculo vicioso.
De pronto, mi padre se levantó y me acarició el cabello. Ni con ese contacto me digné a mirarlo.
—Nos iremos mañana después de comer. Lo siento, cariño, pero es por tu propio bien.
Sí, claro. Por mi bien mis cojones.
***
—Ya casi hemos llegado —la voz de papá me llega clara pese llevar los auriculares de mi iPod puestos.
Miro por la ventana del coche y descubro, a la lejanía, un gran edificio neogótico de piedra gris ante nosotros. Al instante me siento más decepcionada. Cuando escuchas la palabra internado te imaginas un castillo rollo Hogwarts. Joder, ya que voy a estar encarcelada en este sitio, ya podría parecerse más a la escuela de Harry Potter, sería más entretenido. A ver, el porte de castillo lo tiene. Pero parece más la mansión de un neo millonario con pretensiones y demasiados aires de grandeza.
Bueno, vale: el edificio es bonito. Pero eso no evita que se me erice el bello de la piel cuando ya estamos a unos metros de la entrada. En un último movimiento desesperado me obligo a sacar un par de lágrimas y empiezo a jadear, intentando provocarme un ataque de ansiedad.
—Papá... no me dejes —digo, resquebrajándome la voz. Por fin, pequeñas lágrimas recorren mis mejillas—. ¡No quiero ir a un internado! ¿Y si me hacen bulling?
Entonces, mi padre frena al instante, dándome así un buen golpe en la frente con el asiento de delante. Eso me pasa por no ponerme el cinturón.
—¡Au! —me quejo.
—Antes las vacas volarán a que alguien se meta contigo, Mérida —me reprime papá, mirándome severamente por el retrovisor—. Ésta es tu nueva escuela y ni se te ocurra meterte en problemas. ¿Me oyes?
Me tumbo otra vez en mi asiento mientras sigo mirando mi nuevo y maravilloso instituto... ¿Perdón, he dicho maravilloso? Quería decir horrible. Ni mi padre se cree ya mis pataletas. No me extraña, ya tengo una edad para hacerlas, pero por probar... Por suerte aún se las podía colar a Aster. Aunque, claro, ya de nada me iban a servir.
Papá sale del coche y yo le sigo a regañadientes. Solo llevo puesto una sudadora negra y enseguida se me pone la carne de gallina por el frío que hace en pleno campo. Fulmino con la mirada a mi padre por obligarme a que me quede aquí. Pero él, experto, me la aguanta con seriedad.
—¡Ni se te ocurra saltarte las clases!
Antes de que pueda responderle con un comentario mordaz, una mujer vestida en una traje chaqueta de color burdeos y con un pelo azabache y rizado que podría competir con el mío (por el rizado, no por el color), sale de la puerta de entrada y nos dedica una amplia sonrisa.
—¡Bienvenidos al Surval Montreux! —dice con los brazos estirados a los lados, como queriendo abarcar todo el edificio entero—. Soy la directora Gothel.
—Hola directora —saluda mi padre, dándole la mano—. Yo soy...
—Fergus DunBroch, lo sé —le corta la mujer, sin dejar de sonreír en ningún momento. Entonces se fija en mí y me dan ganas de decirle alguna barbaridad para que cambie esa expresión tan falsa de su cara— Y esta preciosidad debe de ser la señorita DunBroch.
Me mira de pies a cabeza, evaluándome: Botas negras de corte bajo hechas mierda, tejanos agujereados por las rodillas, una camiseta donde se puede contemplar una mano mostrando el dedo del medio y una sudadera negra que es bastante pasable.... Seguro que no doy mucho la talla. La directora no cambia su semblante, pero un tic casi imperceptible en la ceja derecha me confirma que no acepta mis pintas. Me da completamente igual. Al contrario, me vienen más ganas provocarla.
—Ya le he pedido a una de las responsables de tu curso que venga para explicarte de primera mano como funcionamos en esta institución y también te enseñará tu dormitorio. Mientras los adultos tenemos que perfilar un par de detalles sobre tu matrícula.
Mi padre me dedica una advertencia con la mirada antes de entrar detrás de la burbujeante directora. Yo solo le respondo rodando los ojos en blanco. Así que me siento en la escalera de piedra, esperando a la perfectísima delegada de mi curso. ¡Que bien! Aunque la tranquilidad termina antes de que empiece.
—¿Eh? ¿En serio? —oigo una voz de chica, que se acerca. Como acto reflejo, me escondo detrás de uno de los arcos para que no me vea.
Tres muchachas de mi edad, bien uniformadas y de cabellera perfecta ríen sin armar jaleo. Muy correctas, ellas.
—Sí, he oído en la secretaría que la pondrían en el seminario C.
—¿Cómo será la chica nueva?
—Espero que nos hagamos buenas amigas.
Que. Puto. Miedo. ¡Dan grima! Lo siento, papá, pero no puedo. ¡Yo aquí no pego ni con cola! Vale, me he metido en follones gordos... ¡Pero no tenían porqué mandarme en un puñetero internado de niños bien! Todas esas chicas de conducta perfecta y tan amables, deseando conocerme... No pueden ser normales. ¡Desde luego que no!
Empiezo a correr por el porche empedrado y veo un jardín enorme al otro lado de la verja. No sé si Winchester estará muy lejos, pero pienso llegar a la ciudad y pillar un tren que me lleve a Londres.
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