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| ❅ | Capítulo 3.


Después de mostrarle a Atticus una parte de los jardines de palacio, cada uno se retiró a sus respectivos aposentos. No avisé a las doncellas para que vinieran a ayudarme, pues quería estar en la más completa soledad. El príncipe de Verano había resultado ser demasiado inocente y cargado de buenas intenciones para poder verlo como a un enemigo. Y eso no era en absoluto bueno para mí.

Me deshice del vestido que me había regalado con ciertos problemas, pues la parte de arriba se encontraba llena de lazos que me costó desabrochar sin ayuda. Lo observé con el ceño fruncido, con un ligero cosquilleo en todo mi cuerpo. Ahora que había cumplido con el deseo del príncipe de verme vestido con él, no sabía qué hacer; una parte de mí rechazaba la idea de volver a usarlo en otra ocasión, pero sabía que el tiempo que pasáramos en la Corte de Verano tendría que utilizar el mismo tipo de prendas que sus habitantes. Aquello solamente era el principio de lo que me esperaría durante el tiempo que durara el Torneo.

Lo doblé con sumo cuidado y lo guardé en uno de los armarios, procurando ocultarlo entre otros vestidos. Después me puse mi cómodo camisón y me fui directa a la cama, dando por terminada la velada.

Sin embargo, por muchas vueltas que daba sobre el colchón, no lograba conciliar el sueño. No se oía ningún sonido en el pasillo o en algún punto de palacio; la cena habría terminado mientras yo le mostraba al príncipe de Verano los jardines y todos los invitados se habrían marchado, o bien se habrían encerrado en sus respectivas habitaciones.

Me giré hacia la ventana que había más cerca de mi cama. La enorme luna podía verse a través de la gélida niebla que cubría el cielo; aquel año, la reina Mab no se encontraba con un humor suficientemente bueno para permitirnos tener cielos despejados. Era su forma de hacer ver a su pueblo que aún lloraba la muerte de su rey.

Con un suspiro lleno de resignación, salí de la cama y busqué un par de botas. Fui al baño para comprobar que las ropas de hombre seguían allí, ya secas; las cogí, volviendo a esconderlas en uno de los huecos recónditos que había en uno de mis armarios. Me calcé las botas y me puse por encima del camisón una gruesa capa.

Sabía qué hacer para poder eliminar todo lo que obstruía mis pensamientos en esos momentos.

Comprobé que no había nadie con la que cruzarme antes de salir de mi dormitorio, dirigiéndome hacia uno de los pasadizos que llevaban a la planta baja y que reducían a cero las probabilidades de que pudiera toparme con alguien indeseado.

Me recoloqué la capa sobre mis hombros mientras salía a la gélida noche. Miré en dirección donde se encontraba el campamento de los soldados que habían venido a proteger al príncipe de Verano, no había luces y no parecía haber movimiento dentro de él, lo que significaba que era muy posible que todos aquellos soldados estuvieran disfrutando de un reparador sueño tras aquel largo viaje hasta allí.

Eché a correr hacia el bosque que había cerca, fundiéndome con las sombras. Conocía el camino que debía seguir sin problemas, lo había recorrido en tantas ocasiones y desde hacía tantos años, que no me resultaba complicado orientarme por el interior del bosque.

Saqué del hueco de un tronco el carcaj y el arco que había allí escondidos, echándome al hombro la correa con el carcaj y sujetando con firmeza la curva del arco. No me encontraba lejos de mi destino y la mano que sostenía el arco me cosquilleaba de anticipación.

Sinéad había sido quien le había explicado a Marmaduc qué quería que su hermana pequeña pudiera aprender. Al contrario que sucedía con los príncipes de Verano, en el caso de Sinéad, era que mi hermano se encontraba mucho más cómodo enfrentándose a nobles y a las otras cortes en aquellos juegos políticos. En mi caso, no poseía un don de la palabra como Sinéad y era mucho más impulsiva que él. Cuando me enfrentaba a Marmaduc con cualquier arma, no eran necesarias las palabras... en lo único que tenía que centrarme era en adelantarme al próximo movimiento de mi rival y en actuar en consecuencia.

La paciencia no entraba dentro de mis limitadas cualidades.

Suspiré de alivio al divisar el claro que Marmaduc había acondicionado para convertirlo en una improvisada pista de tiro. Había colocado dianas en cada tronco y muchas de ellas ya estaban viejas y demasiado agujereadas. Caminé hasta encontrarme en el centro de aquel claro y saqué del carcaj la primera flecha.

Escogí una de las dianas que más cerca se encontraban de mí, coloqué la flecha en el arco y apunté. Recordé mis primeras veces con el arco, al principio me había costado un gran esfuerzo saber cómo cogerlo... por no hablar de los golpes que me había propinado a mí misma al intentar tensar la cuerda; con el tiempo, y gracias a la paciencia del propio Marmaduc, ya no me resultaba tan complicado tensar la cuerda, aunque sí intentar acertar a la diana.

Sonreí con añoranza cuando disparé la primera flecha, clavándola en el centro de la diana. A pesar de saber manejar una amplia selección de armas, el arco se había convertido en mi preferido; las distancias largas eran mi especialidad y el tiro con arco mi actividad favorita.

Saqué una segunda flecha y pasé a la siguiente diana, disparando. Empecé una consecución de movimientos, casi de manera mecánica sacaba una flecha, apuntaba y disparaba. Todas ellas sin desviarme ni un centímetro del centro de cada una de las dianas.

Tensé la cuerda para disparar la siguiente flecha cuando escuché un crujido a mi espalda. Todos nosotros contábamos con unos sentidos más desarrollados, y en la quietud del bosque mi oído había registrado perfectamente ese mínimo sonido que delataba que no me encontraba sola. Mi cuerpo se quedó congelado, con la flecha aún en el arco y la cuerda tensa, lista para disparar.

No moví ni un músculo, agudizando el oído para intentar descubrir de dónde procedían aquellas pisadas. Unos instantes después, escuché un nuevo crujido que anunciaba que el desconocido se encontraba más cerca.

El bosque era hogar de multitud de criaturas, pero dudaba que alguna de ellas pudiera moverse con tanto sigilo... como si quisiera pasar desapercibida.

Aguardé unos segundos más, intentando localizar la posición del desconocido espía. Una ramita crujió cerca de mi derecha, delatando el sitio donde estaba aguardando entre las sombras la persona que me había seguido; me giré a la velocidad del rayo y disparé la flecha sin dudar, a ciegas.

Volví a cargar una nueva flecha por si acaso había errado en mi primer disparo, pero el gruñido de dolor procedente del interior del bosque terminó por delatar al espía. Sonó masculino y bastante molesto.

Con el arco todavía cargado, me dirigí hacia la dirección desde donde había escuchado el sonido. Esquivé ramas y raíces en mi camino, sin querer bajar el arco por las posibles sorpresas desagradables que podían surgirme.

Las manos me temblaron cuando, a la trémula luz de luna que se colaba entre las ramas de los árboles, vi la sombra abultada de alguien que se cubría el brazo, mi flecha se había quedado clavada en el tronco del árbol que se encontraba a su espalda.

—Quédate quieto —le advertí, apuntándole con el arco.

La silueta obedeció y una ligera brisa me trajo el inconfundible aroma de la sangre. Mis comisuras temblaron, intentando curvarse en una sonrisa de satisfacción al comprender que la flecha le había rozado, aunque sin llegar a herirle de gravedad.

Di un par de pasos más, acercándome al espía.

—¿Por qué me has seguido? —le pregunté.

Su cuerpo se removió y yo le di una fuerte patada en lo que suponía que tendrían que estar sus piernas, mandándolo de nuevo al suelo nevado. Un nuevo quejido se le escapó de sus cubiertos labios.

—Creo haberte ordenado que no te movieras —repetí—. O la próxima vez no fallaré.

En un rápido movimiento, le arranqué la capucha que llevaba, ahogando una exclamación de desconcierto. Después volví a apuntarle con la flecha, situándola enfrente de su rostro, como elemento disuasorio para que hiciera cualquier movimiento en falso.

Kavanagh me observaba desde el suelo con una expresión de molestia y dolor. Terminó por retirarse la capa que llevaba sobre su cuerpo, desafiando mis advertencias sobre lo que sucedería si volvía a moverse. Mis dedos se quedaron agarrotados sobre el arco y la flecha, todavía aturdida por haberme encontrado con él allí.

—Estaba haciendo mi ronda de guardia cuando te vi saliendo del castillo —me explicó el soldado de Verano, apretándose el brazo donde mi flecha le había herido—. Me pareció sospechoso que una joven decidiera dar un paseo a estas intempestivas horas de la noche, por lo que te seguí... hasta aquí.

Enarqué una ceja, animándole a que siguiera hablando. En su mirada no había ni rastro de reconocimiento. Kavanagh no me había relacionado con el muchachito que le había vencido en aquel estúpido duelo. Simplemente había creído sospechoso que alguien como yo saliera sola por la noche en dirección al bosque.

Entrecerré los ojos de manera acusatoria.

—¿Creía que iba a reunirme aquí con alguien? —le interrogué, conteniendo una sonrisa cargada de maldad—. ¿Con un amante, quizá?

Kavanagh sostuvo mi mirada sin un ápice de vergüenza. Me divirtió que mantuviera una expresión impertérrita, que nada en él pudiera delatar si había acertado con mis sospechas o no.

Al final guardé la flecha en el carcaj y bajé el arco. El soldado de Verano seguía mudo, sin querer reconocer si su retorcida mente había deducido que había ido al bosque para poder reunirme con un amante. Desvié la mirada hacia su brazo y vi que la sangre manchaba sus dedos. Habría jurado que mi disparo debía haberle causado un simple rasguño, pero la cantidad de sangre que corría entre sus dedos contradecía totalmente mis creencias.

Un sentimiento de culpa se me enroscó en el estómago, no estaba cómoda con esa sensación porque no estaba acostumbrada a sentir culpa por un chico que pertenecía a una corte que odiaba profundamente; sin embargo, tenía que encargarme de la herida que yo misma le había provocado.

Me acuclillé frente a Kavanagh y le lancé una mirada que pedía su permiso. Sus ojos de color ámbar, resplandecientes, me contemplaron con recelo, como si supiera que no debía confiar en alguien que pertenecía a la Corte de Invierno. Aparté con cuidado la mano ensangrentada del brazo herido y le eché un vistazo a la herida.

Kavanagh se apoyó contra el tronco del árbol, soltando una risa ronca.

—Es una nimiedad. —Reconoció, sonando casi avergonzado—. Pero mi magia aquí no fluye del mismo modo que en mi hogar.

Lo miré con atención y el soldado sonrió.

—El frío de la reina Mab es poderoso.

Me coloqué algunos mechones tras la oreja y volví a centrar mi vista en la herida. Tenía sentido que la magia de mi madre fuera la culpable de que la magia de verano que recorría las venas de Kavanagh no fluyera correctamente, recordé el consejo de Marmaduc sobre su herida en el costado. Hasta que no volviera a la Corte de Verano o se alejara lo suficientemente del castillo, centro de poder de la reina Mab, no conseguiría sanar de manera correcta.

Aunque había un modo mucho más sencillo.

Cogí aire, mentalizándome para lo que estaba a punto de hacer. No quise detenerme a pensar en qué dirían Sinéad y Mab si pudieran adivinar lo que iba a hacer a continuación, pues temía que mi valor se esfumara.

Me incliné sobre la herida de su brazo y cerré los ojos, concentrándome en la magia que nos rodeaba. Soplé con suavidad en ella, transmitiéndole parte de mi poder y cubriendo la piel de una quebradiza capa de hielo que se fundiría después, cerrando la herida sin dejar siquiera cicatriz. Para sellar el sortilegio, besé la zona herida.

Kavanagh dio un respingo y yo me aparté apresuradamente, mirándole a los ojos con alarma por lo que acababa de hacer.

—No paraba de sangrar —me excusé—. Y hubiera tardado días en cerrarse.

La mirada del soldado de Verano alternaba entre su brazo curado, que aún tenía un leve brillo azulado producto de mi magia, y mi rostro. Su máscara de imperturbabilidad se había roto, dejando ver ahora un gesto de asombro y algo cercano a la desconfianza, era evidente que no terminaba de creerse lo que había sucedido y quizá sospechaba que mi sortilegio no era lo que parecía ser.

Temía que pudiera haberlo perjudicado, fingiendo haberle ayudado.

Me quedé acuclillada mientras que Kavanagh se ponía apresuradamente en pie, acariciando su piel con una expresión de desconcierto. Cuando llegó a la conclusión de que no iba a morir y que no había tratado de hacerle ninguna jugarreta, dejó de pasearse de un lado a otro.

Entonces yo también me puse en pie y sacudí la nieve que se había quedado pegada en los bajos de la capa que llevaba cubriendo mi camisón. El soldado de Verano se inclinó para recoger la suya del suelo, también sacudiéndola.

Sus ojos me contemplaban con curiosidad que me hizo que empezara a arrepentirme de haberle ayudado.

Tenía que dejar de ser tan amable con todos aquellos que pertenecían a la Corte de Verano.

Mis ojos se abrieron de par en par cuando sus manos se dirigieron al borde de la camisa holgada que llevaba, levantándola lo suficiente para mostrarme el vendaje que rodeaba su costado, cubriendo la herida que yo misma le había causado en nuestro duelo en las caballerizas.

—¿Podrías curar también esto? —Quiso saber.

Levanté la mirada de su costado hasta que nuestras miradas se cruzaron.

—No voy a hacerlo. —Me negué en rotundo—. Ya he saldado mi deuda contigo por mi error.

Kavanagh mantuvo su costado descubierto unos instantes más, como si creyera que podría cambiar de opinión. Me crucé de brazos para subrayar mi negativa a repetir el mismo procedimiento y él terminó por bajar la camisa, torciendo su gesto en una expresión contrariada.

—En tal caso tienes mi más sincero agradecimiento.

Asentí.

Entonces di media vuelta y caminé de regreso al claro donde tenía las dianas. El soldado de Verano no tardó en seguirme con sus ruidosas pisadas resonando a mis espaldas, logrando que pusiera los ojos en blanco. Era evidente que, de no seguirme, tendría muchos problemas para regresar al campamento.

Le permití que se quedara conmigo mientras yo iba recogiendo las flechas clavadas en las dianas para volverlas a guardar en el carcaj, algunas de ellas tenían sus puntas demasiado desgastadas, por lo que tendría que sustituirlas por unas nuevas cuando tuviera oportunidad.

Recoloqué mi capa sobre el camisón, asegurándome de que éste no quedara a la vista, y me giré hacia Kavanagh, que contemplaba mi improvisada pista de tiro con una expresión cargada de curiosidad. Me aclaré la garganta para llamar su atención y le indiqué con un apresurado movimiento de mano que viniera hacia mí.

Una vez estuvo a una distancia considerable de mí, eché a andar hacia el interior del bosque. Ninguno de los dos hablamos en lo que duró el trayecto de regreso a los terrenos despejados del castillo y el campamento de los soldados de Verano, de vez en cuando escuchaba algún gruñido o queja ahogada de Kavanagh por lo complicado que le resultaba avanzar entre el denso follaje.

—Eres hábil con el arco. —Escuché que me felicitaba a mi espalda.

Lo miré por encima del hombro, entornando los ojos. Kavanagh se peleaba con una rama baja que se había quedado enganchada en su capa y yo me tragué una risita ante semejante escena.

—Años de práctica —respondí.

Kavanagh jadeó cuando logró librarse de la rama, tropezando con una raíz.

—¿Hay mujeres dentro del ejército de la Corte de Invierno? —preguntó.

Lo miré con molestia.

—¿Y en el ejército de la Corte de Verano? —repliqué.

Kavanagh sonrió.

Touché.

Logramos alcanzar sin muchos más problemas las lindes del bosque. El soldado de Verano dejó escapar un suspiro de alivio al encontrarse fuera de la trampa que suponían todas aquellas ramas y raíces, seguimos caminando juntos un trecho más hasta que el campamento quedó visible a nuestra derecha.

—Gracias por no haberme dejado abandonado en el bosque —dijo Kavanagh, pasándose una de sus manos por el cabello.

No era muy usual entre nosotros que fuéramos agradecidos, pues eso podría suponer una deuda que no queríamos tener que saldar. No hice comentario alguno sobre el fallo que acababa de cometer, pero algo en la mirada de Kavanagh me hizo sospechar que había sido a propósito.

Asentí de nuevo.

Volví a darle la espalda y me apresuré a regresar al interior del castillo, alejándome de aquel soldado de Verano. Tras haber usado mi sortilegio con él, notaba mi cuerpo pesado, por lo que no tardaría mucho en caer dormida, mi intención se habría cumplido entonces.

—¿No merezco ni siquiera el nombre de mi salvadora? —La voz de Kavanagh llegó hasta mí a pesar de la distancia.

Detuve mis pasos para mirarle por última vez con el ceño fruncido.

—Me parece innecesario darte mi nombre si ésta es la única ocasión en la que vamos a coincidir —le respondí e hice una pequeña pausa—. Si sois inteligente y cauto, no volváis a internaros solo en el bosque, ni siquiera si el motivo es la persecución de una joven dama a altas horas de la noche.

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