IV. Y las memorias perdidas en sus aguas
Siempre he creído que las personas más idiotas son las menos afortunadas. Estando en un pequeño bote de remos con una pareja de recién casados y un comandante completamente dormido, me doy cuenta de lo real que es aquella afirmación.
Ignorando los sonidos a mis espaldas, enfoco mis pensamientos en los papeles entre mis manos. Leo con cuidado la información del caso que estamos tratando de cerrar:
Reporte de desaparición:
Liza Anderson
Vista por última vez en la bahía durante las vacaciones de verano, específicamente la semana pasada. Los detalles de su caso guardan relación con una serie de desapariciones ocurridas desde el 2001. Algunas personas aseguran haber visto a la joven llegar a la cabaña junto al faro.
Suspiro, recordando las palabras de mi abuela al hablar de aquella zona. "Mantente apartado de la cabaña de los Wellerman, a ese lugar solo llegan viejas almas desesperadas y los cadáveres que las olas del mar arrastran. El mismísimo infierno tiembla al ver esa maldita cabaña."
En aquel entonces miraba con temor como aquella construcción antigua se balanceaba cuando una fuerte ráfaga de aire soplaba.
Claramente el tiempo avanza y con ello la forma de ver el mundo, durante mi adolescencia llegué a la conclusión de que mi abuela odiaba al viejo Wellerman y a su familia por los elevados precios de su pesca en el mercado.
No podría culparla, en realidad, esa familia era demasiado extraña; tal vez por eso es que era tan fácil para la inocente mente de un pequeño Héctor de cinco años. El vivido recuerdo de un hombre alto y corpulento con un clásico atuendo de navegante, siempre viene acompañado de la delgada y pálida silueta de la mujer que era su esposa en aquella época; la pareja, siempre llevaba con ellos a tres pequeños que debían ser sus hijos: un par de gemelas de largo y pajoso pelo oscuro, y un joven de mirada ansiosa y piel tan pálida que realmente le hacía lucir enfermo. Si tenía más de veinte años, apenas lo parecía.
Si, no hace falta decir que los Wellerman eran protagonistas en cada pesadilla de mi infancia y, aunque me apena admitirlo, todavía siento algo de temor al pensar en la cabaña de esta familia. Cabaña a la cual nos estamos dirigiendo en estos momentos.
Podría haber saltado este llamado pero la paga es demasiado buena y, para un investigador privado, despreciar trabajos no es algo de lo que pueda darme el lujo.
— No estés tan nervioso, niño — la gruesa y rasposa voz del comandante resuena entre el silencio —el cielo esta despejado y el mar en calma, es un buen presagio.
— Si usted lo dice. —respondo inquieto, girando mi cuerpo hasta quedar viéndole de frente.
— Solo espero que encontremos rápido a la chica, —interrumpe Sofía, con su aguda voz — no pospondré más tiempo mi luna de miel.
— Ah, el amor. —comenta el comandante —Recuerdo cuando aún creía que existía, claro, eso fue antes de mi quinta esposa. —su risa burlona estalla con fuerza —Solo los malditos hippies y navegantes de agua dulce creen esas estupideces.
Si algo caracteriza a los viejos de este lado de la bahía debe ser su lengua malhablada, aunque claro, ninguna maldición suena tan terrible como las que la abuela solía gritar maldiciendo a los balleneros.
—Hablando de esos tontos marineros, llegamos. —señala el viejo, con voz aburrida —Bienvenidos a las tierras malditas del cazador de ballenas, hogar de almas perdidas y futura tumba de todo aquel que se atreva a pisar sus terrenos.
— Bueno, no pretendo morir ahora. —dice sarcásticamente Anthony, saltando hacia el agua y arrastrando la barca hacia el puerto.
Una vez que el pequeño bote queda atado, los tres bajamos con cuidado. La brisa húmeda y la arena negra que rodea la cabaña, da una vista que cualquier fotógrafo adoraría.
—Bien, aquí nos separamos. —anuncia el comandante —Anthony al este, Sofía al norte, yo iré al sur y nos encontraremos al oeste. Niño, tu irás a revisar la cabaña, —me señala aburrido —las viejas del pueblo dicen que el dueño vino hace unos días así que no deberías tener problemas para entrar.
Intento quejarme y exigir un cambio, incluso usando las maldiciones de mi abuela como excusa, pero el comandante solo me mira con indiferencia y remarca que debo revisar la cabaña si quiero mi parte de la paga.
Derrotado, llamo a la puerta. El corazón golpeando a mil por hora hasta que la puerta chirriante se abre, dejando a la vista a aquel hombre que atormenta a mi mente inquieta por las noches.
—¿Si? —pregunta, su voz es aguda y extrañamente agitada —¿Puedo ayudarle en algo?
—Oh si, —respondo nervioso —mi nombre es Héctor Mejía, soy investigador privado y...
—Se acerca una tormenta, —interrumpe el hombre mirando al cielo despejado —¿gusta pasar, señor inspector privado?
Sin saber que responder, asiento con la cabeza mientras él entra en la casa dejando la puerta abierta. Respiro hondo un par de veces antes de entrar, con un escalofrío recorriendo mi espalda y los ojos cerrados con fuerza al cruzar el umbral.
Tomo un par de segundos convenciendo a mi mente de que todo estará bien, que las historias de la abuela no son más que otro de esos cuentos aleccionadores que cuentan para que los niños se comporten. Abro los ojos.
Desearía no haberlo hecho.
Por fuera la cabaña luce antigua pero bien conservada incluso podrías decir que es un buen lugar para vacacionar en tiempos cálidos, pero, por dentro, la madera rota y cubierta de moho cruje a cada paso, manchas negruzcas salpican las paredes, cristales rotos por todas partes y las ratas corren por el suelo sin impedimentos.
—Lamento el desorden, mi hija y yo estamos solos. —se ríe y continua hablando —Ya sabe, ser padre soltero de una adolescente, suele ser un caos.
—¿Tiene una hija? —digo antes de reflexionar lo que digo —Quiero decir, pensé que estaría solo en la cabaña.
—No se preocupe, mi hija no sale mucho así que no es extraño que no la haya visto, —responde con calma, continuando su andar lento — es demasiado rebelde, pero nada que unos días en el mar no curen, —abre una puerta en lo que supongo es una sala o comedor —¿no es así, Hali?
Me quedo helado.
Frente a mi, una macabra escena se desarrolla en un intento de lucir normal.
Una reunión familiar. Es lo que el Wellerman dice mientras pasa junto a mi al entrar en la habitación. Una pesadilla, es lo que grita mi mente exigiendo que salga corriendo de aquí.
Sentados a la mesa, hay tres cuerpos sin vida, atados torpemente a las sillas con gruesas cuerdas: una mujer pálida y alta, un hombre que alguna vez fue robusto con atuendo de pescador y una adolescente de sucio cabello rubio.
Reprimo las ganas de vomitar al entrar en el cuarto, el hombre me mira con una sonrisa ansiosa en su rostro y presenta a su familia. Mis ojos miran los cuerpos inmóviles de los ancianos mientras un dedo sale volando de la mano de la mujer cuando el Wellerman agita los brazos simulando un macabro saludo. Apenas podrías reconocer a ambos seres como la pareja que por años vendió pescado en los mercados de la bahía. El recuerdo del cartel de "Se busca" me da un escalofrío al pensar en la razón tras aquella desaparición.
—Y ella es mi niña, Hali. —presenta emocionado, parándose detrás de ella —Mi coralito tuvo un pequeño accidente hace unos días, es muy descuidada ¿sabe?
Descuido no es como yo lo definiría. Las piernas quebradas, con el hueso sobresaliendo de la piel en la rodilla y la mitad del cráneo abierta, dejando expuesto el cerebro y cubriendo su rostro completamente con sangre, ahora seca.
—¡No seas maleducada! —grita el hombre y azota la cabeza de la chica contra la mesa —Discúlpela, ya sabe como son los adolescentes.
Me voltea a ver, con una expresión extraña en su rostro. La mirada apenas parece estar enfocada y la sonrisa que traía hace unos momentos desaparece en una mueca molesta.
—¿No es verdad, —pregunta con algo de molestia en su voz — niño?
Asiento con la cabeza, incapaz de hablar. El sonido de las moscas yendo y viniendo de entre los cuerpos putrefactos empieza a hacerme doler la cabeza. El hombre me mira un segundo y se encoge de hombros antes de ofrecerme una silla junto a su hija. No pude decir que no.
Me ofrece un plato con algo de carne molida y lo que parece ser un corazón de manzana echado a perder.
—Espero que te guste, no he tenido tiempo de ir a conseguir más comida. —dice metiéndose una cuchara a la boca, sin apartar la mirada de mi.
—Gra...gracias. —balbuceo, sintiéndome nuevamente como aquel niño aterrado en el mercado.
—No hay de que, como mi padre suele decir "se agradece comiendo, no con palabras", —voltea a ver al cuerpo de quien alguna vez fue su padre —¿no es así?
Guarda silencio un momento, como esperando que respondiera. Luego voltea a ver a los restos de su madre y exclama:
—¡Casi lo olvido! —se pone de pie y sale un momento por la puerta.
Rápidamente saco mi teléfono, mandando un mensaje a los demás "S.O.S. este tipo esta loco, vengan por mi maldita sea".
Un grito en el exterior me detiene en seco.
—Estos marineros inútiles, —dice tranquilamente al entrar a la habitación —seguro los atrapó la tormenta. —comenta dejando en mis manos un vaso de cristal con agua —Te vez pálido, bebe un poco, chico.
—Gracias...—con la voz apenas audible, respondo rápidamente bebiendo el contenido.
—Claro. Sabes, —comenta mientras vuelve a comer —siempre quise un hijo, pero mi ex esposa...era demasiado complicada y después de Hali no quiso saber de más niños.
Miro nervioso, inseguro de hablar o decir cualquier otra cosa.
—Liza Anderson...¿La ha visto por aquí? —pregunto, inquieto.
Se detiene en seco. Aprieta con fuerza la cuchara en su mano hasta que ésta se tuerce.
Me mira, la sonrisa nuevamente recorre sus labios y sus ojos se fijan en mi.
—Ya...tengo que irme, mis amigos seguro están preocupados por no saber nada de mi y...
Su mano golpea con fuerza la mesa.
—¿En serio? Me parece que el "TIPO LOCO" no te cree —arroja con fuerza el teléfono de Sofía, con la pantalla cuarteada y manchada de rojo —¿Crees que soy tan idiota?
Salgo corriendo.
Mi cuerpo golpea el suelo y la sangre llena mi boca cuando me muerdo la lengua, mi cabeza da vueltas y me siento adormecido. Su mano aprieta mi tobillo y me arrastra hacia él.
—Tranquilo, no quiero que te lastimes.
Me ayuda a levantarme, con cuidado me sienta en la silla nuevamente. Acaricia mi cabeza y acomoda mi pelo tras la oreja.
—Ella no era tan buena Hali, —dice acercándose al cuerpo junto de la chica —Liza, ¿Cierto?
No digo nada, pero parece complacido con la reacción.
—No era muy inteligente. —comenta acomodando el cabello rubio de la chica—Intento irse y tuve que romperle la pierna. Hali jamás estaría tan quieta, ni siquiera podía dormirse tan tranquila como ella lo hizo.
Lo miro un momento, sintiéndome cada vez más cansado.
—Ninguna de ellas era perfecta, ni siquiera Hali. —sonríe y me mira. —Realmente te pareces a ella, ¿No es así?
—¿Qué...? —logro decir con un hilo de voz.
—Tu abuela nos odiaba en verdad, —se ríe —la vieja tonta culpaba a este hombre de la desaparición de Rosemary, él no sabía ni quién era esa persona.
Camina un poco y saca algo de un cajón, un marco de madera astillada. Avanza hacia mi y arrastra una silla.
—Mi Rose, era tan perfecta y nuestra niña debía serlo también.
Me muestra la fotografía. Es ella. Mi mamá.
Dormida y con un enorme corte en la frente, junto a ella está él, sonriendo con la bahía detrás de ellos.
Casi como se había llevado a Liza. La misma forma en que se llevó a las demás chicas.
—Una pena, en fin...—coloca dos celulares más en la mesa y comienza a esculcarme, hasta sacar el mío —el viejo entrometido está muerto y Rose está en el fondo del mar, eso sí, debo agradecerle a tu abuela sin sus rumores sobre la cabaña alguien las habría encontrado antes.
Trago, sintiendo las lágrimas formarse en mis ojos. Dirijo mi mirada cansada hacia la mesa, él no nota.
—Descuida, solo el viejo está muerto. —dice sonriente —Aunque dudo que cualquiera de los otros vuelva, la chica estaba a nada de desmayarse cuando vio a su ¿prometido? ¿esposo? sin una mano.
Una lágrima recorre mi mejilla, la realidad me golpea con fuerza.
No volverán.
Cierro los ojos, esperando lo que sucederá.
Nunca me gusto la pequeña cabaña junto al faro, aun así, aquí estoy otra vez. Mi padre solía decir que todo aquello que alguna vez salió del vasto y desolado océano, volverá algún día a su seno.
El frío aire de la costa resulta reconfortante de alguna manera, siendo probablemente lo único en lo que Hal y yo concordaremos en este viaje. Sonrío débilmente cuando mi hijo voltea a verme, él apenas devuelve la sonrisa antes de fijar su mirada en dirección del mar. Nunca hemos sido muy unidos, solo queda esperar que este viaje cambie un poco las cosas.
—¿Recuerdas que cuando eras más pequeño decías que había una criatura en el fondo? —le pregunto juguetonamente.
—Eso fue hace años,—contesta con un hilo de voz el chico, estando al borde del llanto— papá...
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