¿Era en verdad culpa suya?

Mina se recostaba en su cama blanca, con la mirada perdida y su mente divagando. Se preguntaba una y otra vez sí acaso era ella la razón del porqué Nayeon la trataba de aquella manera.

Tal vez debería medir sus palabras, tal vez debería comportarse mejor, tal vez debería cambiar ciertas actitudes.

En sus sueños, Nayeon es tan hermosa como la noche de su boda. Cuando duerme, Nayeon la besa, la abraza y le susurra amor eterno, prometiendo que jamás se iría de su lado.

Pero cuando despierta, Mina quiere que rompa esa promesa.

Ella es débil, no es capaz de levantarse y defenderse, no es capaz de aceptar que está casada con lo que sea que Nayeon era. Porque, en definitiva, no era una humana.

—¿Qué tanto piensas, cariño?

Su nublada vista poco a poco se aclara, viendo a la dueña de sus pensamientos sentarse a su lado.

—Nada importante—responde con calma.

Algo aprendió en estos años, y es a ocultar su miedo. A ocultar muy bien lo que sucedía detrás de esa puerta blanca de la entrada de la casa.

Todo porque Nayeon le enseñó a hacerlo.

—Saliste temprano hoy—comenta viendo a su esposa acostarse a su lado. Nayeon se acurruca rápidamente en su costado, pasando su mano por la cintura contraria y suspirando lentamente.

—Quería verte.

Y eran momentos como ese donde Mina pensaba que su esposa sí la amaba. Y donde ella se permitía amarla también.

Momentos como esos, tan calmados, le hacían olvidar la verdadera naturaleza de la mujer que la abrazaba.