63. Slughorn
Pese a que llevaba varios días ansiando que fuera verdad que Dumbledore iría a recogerlo, Harry se sintió muy incómodo en cuanto comenzaron a andar por Privet Drive. Era la primera vez que mantenía una conversación propiamente dicha con el director de su colegio fuera de Hogwarts, pues por lo general los separaba un escritorio. Además, el recuerdo de su último encuentro cara a cara no dejaba de acudirle a la mente, e incrementaba su sensación de bochorno; en aquella ocasión, él había gritado como un loco, y, por si fuera poco, se había empeñado en romper algunas de las posesiones más preciadas de Dumbledore.
Sin embargo, éste parecía completamente relajado. Y Arlina parecía ajena a su vergüenza. Ambos actuaban como si él jamás hubiera realizado aquella rabieta.
—Tengan la varita preparada —les advirtió con tranquilidad.
—Creía que teníamos prohibido hacer magia fuera del colegio, profesor —comentó Arlina.
—Si los atacan, les autorizo a usar cualquier contraembrujo o contramaldición que se les ocurra. Sin embargo, no creo que esta noche deba preocuparnos esa eventualidad.
—¿Por qué no, señor?
—Porque están conmigo. Con eso bastará, Harry —Al llegar al final de Privet Drive se detuvo en seco—. Todavía no han aprobado el examen de Aparición, ya que para presentarse a ese examen hay que tener diecisiete años o más, de modo que tendrán que sujetarse con fuerza a mi brazo —Harry se agarró al antebrazo que le ofrecía y Arlina se agarró del antebrazo izquierdo—. Muy bien. Allá vamos.
No era la primera vez que Arlina se aparecía, de hecho, la primera vez había sido cuando Dumbledore se apareció en la Jardinera hace unas horas, pidiéndole permiso a Garrett de acompañarla en su viaje haría para escoltar a Harry hasta la Madriguera.
En secreto, cuando llegaron a Privet Drive, Dumbledore le había confesado que estaba ahí más que sólo para recoger a Harry. Tenía una pequeña misión para ambos jóvenes.
Notó que el brazo del anciano profesor se alejaba de él y se aferró con más fuerza. De pronto todo se volvió negro, y Arlina empezó a percibir una fuerte presión procedente de todas direcciones; no podía respirar, como si unas bandas de hierro le ciñeran el pecho; sus globos oculares empujaban hacia el interior del cráneo; los tímpanos se le hundían más y más en la cabeza, y entonces...
Aspiró a bocanadas el aire nocturno y abrió los llorosos ojos. Se sentía como si la hubieran hecho pasar por un tubo de goma muy estrecho. Tardó un par de segundos en darse cuenta de que Privet Drive había desaparecido. Dumbledore, Harry y Arlina estaban de pie en una plaza de pueblo desierta, en cuyo centro había un viejo monumento a los caídos y unos cuantos bancos. Tras recuperar por completo los sentidos, comprendió que tardaría en acostumbrarse a las apariciones.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Dumbledore, mirando a Harry con interés— Lleva tiempo acostumbrarse a esta sensación. Arlina apenas lo está dominando, por lo que veo.
Arlina asintió, parpadeando para alejar las lágrimas.
—Estoy bien —contestó Harry, frotándose las orejas, a las que no parecía haberles agradado dejar Privet Drive—. Pero creo que prefiero las escobas.
Dumbledore sonrió, se ciñó un poco más el cuello de la capa de viaje e indicó:
—Por aquí —Echó a andar con brío por delante de una posada vacía y de varias casas. Según el reloj de una iglesia cercana, era casi medianoche—. Y dime, Harry, ¿te ha dolido últimamente... la cicatriz?
El chico se llevó una mano a la frente y se frotó la marca con forma de rayo.
—No —contestó—, y no lo entiendo. Creí que me ardería siempre, ya que Voldemort está recobrando su poder.
Vio que el anciano ponía cara de satisfacción.
—Yo, en cambio, creí todo lo contrario. Lord Voldemort ha comprendido por fin lo peligroso que puede resultar que accedas a sus pensamientos y sus sentimientos. Al parecer, ahora está empleando la Oclumancia contra ti.
—Pues por mí, mejor —repuso Harry, que no echaba de menos ni los inquietantes sueños ni los fugaces momentos en que se introducía en la mente de Voldemort.
Doblaron una esquina y pasaron ante una cabina telefónica y una parada de autobús. Harry volvió a mirar de reojo a Dumbledore.
—Profesor...
—Dime, Harry.
—Hum... ¿Dónde estamos?
—Esto, Harry, es el precioso pueblo de Budleigh Babberton.
—¿Y qué hacemos aquí?
—¡Ah, sí, claro! Todavía no se los he explicado. Verán, ya he perdido la cuenta de las veces que he dicho esto en los últimos años, pero resulta que de nuevo hay un puesto vacante en el profesorado. Hemos venido aquí para convencer a un viejo colega mío, que ya se ha jubilado, para que regrese a Hogwarts.
—¿Y cómo podemos nosotros ayudarlo a convencerlo? —preguntó Arlina.
—No se preocupen, ¡ya encontraremos alguna manera! A la izquierda.
Subieron por una calle estrecha y empinada con hileras de casas a ambos lados, pero no había luz en ninguna ventana. El frío que, desde hacía dos semanas, se había instalado en Privet Drive reinaba también allí. Pensando en los dementores, Harry miró hacia atrás y, para tranquilizarse, sujetó con fuerza la varita que llevaba en el bolsillo.
—¿Por qué no nos aparecimos directamente en casa de su viejo colega, profesor?
—Porque eso sería tan descortés como echar abajo la puerta. Es de buena educación ofrecer a los otros magos la oportunidad de negarnos la entrada. De cualquier modo, la mayoría de las viviendas mágicas están protegidas de aparecedores no deseados. En Hogwarts, por ejemplo...
—... no puedes aparecerte ni en los edificios ni en los jardines —completó rápidamente Harry—. Me lo dijo Hermione.
—Y tiene mucha razón. Otra vez a la izquierda.
A sus espaldas, el reloj de la iglesia dio la medianoche. Harry se preguntó por qué Dumbledore no consideraba descortés visitar a su colega tan tarde, pero, en lo que a preguntas se refería, tenía algunas más urgentes que plantearle.
—Señor, en El Profeta leí que han despedido a Fudge...
—Correcto —confirmó Dumbledore torciendo por una empinada callejuela—. Lo ha sustituido, como estoy seguro de que también habrás leído, Rufus Scrimgeour, que hasta ahora era el jefe de la Oficina de Aurores.
—¿Y qué tal...? ¿Qué tal es?
—Una pregunta interesante. Es competente, desde luego, y tiene una personalidad más fuerte y decidida que Cornelius.
—Creo que era el mejor candidato —opinó Arlina, quien lo conocía desde hace varios años, ya que era el jefe de Garrett—. Scrimgeour es un hombre de acción, y como lleva toda su vida activa combatiendo a los magos tenebrosos, no subestima a Voldemort. Sólo espero que eso sea suficiente para que las cosas no se vengan abajo.
Al dejar el puesto como jefe de la Oficina de Aurores, esa vacante se le había ofrecido a Garrett Winchester, el tío de Arlina, pero éste había rechazado la oferta. Era un excelente auror, pero jamás había deseado ser el jefe. Repudiaba la idea de sentarse detrás de un escritorio.
Harry aguardó en silencio, pero Dumbledore no hizo ningún comentario acerca de su desacuerdo con Scrimgeour que había mencionado El Profeta, y como no tuvo valor para sacar el tema, habló de otra cosa.
—Y también leí lo de Madame Bones, señor.
—Sí —asintió el mago en voz baja—. Una pérdida terrible. Era una gran bruja. Creo que es allí. ¡Ay! —Había señalado con la mano lastimada.
—Profesor, ¿qué le ha pasado en la...?
—Ahora no tengo tiempo para explicarlo —le cortó—. Es una historia emocionante y quiero hacerle justicia.
Sonrió al muchacho, y éste comprendió que no le estaba dando largas y que tenía permiso para seguir formulando preguntas.
—Una lechuza me trajo un folleto del Ministerio de Magia, señor, con las medidas de seguridad que todos deberíamos adoptar contra los mortífagos...
—Sí, yo también recibí uno —dijo Dumbledore, aún sonriendo—. Arlina igual, ¿no es así? —Arlina asintió—. ¿Lo encontraste útil, Harry?
—No mucho.
—Ya me lo imaginaba. Pero no me has preguntado, por ejemplo, cuál es mi mermelada favorita, ya sabes, para comprobar que soy el verdadero profesor Dumbledore y no un impostor.
—No se me... —empezó Harry, sin saber si estaba riñéndole o no.
—Para otra vez, Harry, quiero que sepas que mi mermelada favorita es la de frambuesa. Aunque, evidentemente, si yo fuera un mortífago me habría asegurado de averiguar mis propias preferencias respecto a las mermeladas antes de hacerme pasar por mí mismo.
—Ya, claro... Pues en ese folleto decía algo sobre los inferi. ¿Qué son? El folleto no lo explicaba.
—Son cadáveres —contestó Arlina con serenidad—. Cuerpos de personas muertas que han sido hechizados para hacer con ellos lo que se le antoje a un mago tenebroso.
—Correcto —asintió Dumbledore—. Pero hace mucho tiempo que no se ven inferi, al menos desde que Voldemort perdió el poder... Él mató a tanta gente que pudo formar un ejército con ellos, claro. Es aquí, muchachos, aquí mismo...
Se estaban acercando a una casita de piedra rodeada de un jardín. Harry estaba tan ocupado asimilando la espeluznante explicación sobre los inferi que no prestaba atención a nada más, pero, cuando llegaron a la verja, Dumbledore se detuvo en seco y el chico chocó contra él.
—¡Cáspita!
Arlina siguió la mirada del anciano mago a lo largo del cuidado sendero del jardín y se le cayó el alma a los pies: la puerta de la casa colgaba de los goznes.
Dumbledore miró a ambos lados de la calle, que parecía desierta.
—Saquen su varita y síganme —ordenó en voz baja. A continuación abrió la verja y recorrió con rapidez y sigilo el sendero, seguido de los muchachos; luego empujó muy despacio la puerta de la casa con la varita en ristre—. ¡Lumos!
La punta de la varita de Dumbledore se inflamó y proyectó su luz por un estrecho recibidor. A la izquierda había otra puerta abierta. Manteniendo en alto la iluminada varita, el anciano entró en el salón, con Harry pegado a sus talones y Arlina siguiéndolos.
Ante ellos apareció un escenario de absoluta devastación: en el suelo yacía un astillado reloj de pie, con la esfera rota y el péndulo tirado un poco más allá, como una espada abandonada; un piano tumbado sobre un costado tenía las teclas esparcidas a su alrededor; los restos de una lámpara de cristal centelleaban a pocos pasos; los almohadones tenían tajos de los que salían plumas, y fragmentos de cristal y porcelana lo cubrían todo como si fuese polvo. Dumbledore alzó un poco más la varita para iluminar las paredes, cuyo empapelado estaba salpicado de una sustancia pegajosa de color rojo oscuro. El grito ahogado de Arlina lo hizo volverse.
—Esto no pinta nada bien —observó con seriedad—. Sí, aquí ha pasado algo horroroso.
Avanzó con cautela hasta el centro de la habitación mientras examinaba los escombros. Arlina y Harry lo siguieron, mirando a todas partes, temerosos de que pudieran encontrarlo detrás de los restos del piano o del derribado sofá, pero no vieron ningún cadáver.
—Tal vez hubo una pelea y... se lo llevaron, ¿no, profesor? —sugirió Harry, intentando no imaginar lo malherido que tendría que estar un hombre para dejar esas manchas en las paredes.
—No lo creo —repuso Dumbledore mientras miraba detrás de una volcada butaca con exceso de relleno.
—¿Insinúa que está...?
—Por aquí, sí.
Y sin previo aviso, se precipitó sobre la butaca e hincó la punta de la varita en el asiento, que gritó:
—¡Ay!
—Buenas noches, Horace —saludó Dumbledore, y se irguió de nuevo.
Arlina se quedó boquiabierta. Un anciano calvo y tremendamente gordo, que se frotaba la parte baja del vientre y miraba a Dumbledore con ojos entrecerrados y gesto ofendido, se hallaba donde un segundo antes estaba la butaca.
—No necesitabas clavarme la varita tan fuerte —refunfuñó, poniéndose en pie con dificultad—. Me has hecho daño.
La luz de la varita brilló sobre su reluciente calva y sus saltones ojos, así como sobre los bruñidos botones de la chaqueta de terciopelo marrón que llevaba encima de un pijama de seda lila. La coronilla de aquel personaje apenas llegaba a la altura de la barbilla de Dumbledore.
—¿Cómo me has descubierto? —gruñó mientras se tambaleaba sin dejar de frotarse el vientre. Se mostraba impertérrito a pesar de que acababan de sorprenderlo haciéndose pasar por una butaca.
—Mi querido Horace —contestó Dumbledore, que parecía encontrar todo aquello muy gracioso—, si fuera verdad que los mortífagos han venido a visitarte, habría aparecido la Marca Tenebrosa encima de la casa.
El mago se dio una palmada en la ancha frente con una manaza.
—La Marca Tenebrosa —masculló—. Ya sabía yo que se me olvidaba algo. Bueno, en cualquier caso no habría tenido tiempo. Acababa de darle los últimos retoques al tapizado cuando entraste en la habitación —exhaló un suspiro hondo.
—¿Quieres que te ayude a poner orden? —se ofreció Dumbledore con amabilidad.
—Sí, por favor.
Los dos magos (uno alto y delgado, y el otro bajito y gordo) se colocaron de pie, espalda contra espalda, y sacudieron sus respectivas varitas con un amplio e idéntico movimiento. Los muebles volvieron volando a su posición original; los adornos se recompusieron suspendidos en el aire; las plumas se metieron de nuevo en los almohadones; los libros rotos se repararon por sí solos antes de regresar a sus estantes; las lámparas de aceite se trasladaron por el aire hasta sus mesitas y volvieron a encenderse; una serie de dañados marcos de plata también voló por la habitación y aterrizó, intacta, en un aparador; desgarrones, grietas y agujeros se repararon por todas partes, y las paredes se autolimpiaron.
—Por cierto, ¿qué clase de sangre era ésa? —preguntó Dumbledore, elevando la voz para hacerse oír por encima de las campanadas del restaurado reloj de pie.
—¿La de las paredes? ¡De dragón! —gritó el mago llamado Horace al mismo tiempo que, con un agudo chirrido y un fuerte tintineo, la lámpara de cristal volvía a enroscarse en el techo. Tras un último ¡pataplum! del piano, volvió a reinar el silencio— Sí, de dragón —repitió el mago con desenfado, y se dirigió hacia una pequeña botella de cristal que había encima de un aparador. La puso a contraluz para examinar el espeso líquido que contenía—. Mi última botella, y por desgracia se ha puesto por las nubes. No obstante, quizá pueda volver a utilizarla. Hum. Ha cogido un poco de polvo.
La dejó otra vez en el aparador y suspiró. Entonces fue cuando reparó por primera vez en Harry.
—¡Atiza! —exclamó mientras clavaba sus saltones ojos en la frente de Harry y en la cicatriz con forma de rayo que la surcaba— ¡Ajajá!
—Éste es Harry Potter —hizo las presentaciones Dumbledore—. Harry, te presento a un viejo amigo y colega mío, Horace Slughorn.
Harry se tensó inmediatamente. Reconoció el apellido apenas lo escuchó. Era pariente de aquel que Moody le había confesado que era el padre de Arlina en aquella vieja fotografía de la primera Orden del Fénix.
Slughorn se volvió hacia el director de Hogwarts con expresión sagaz.
—Creíste que así me persuadirías, ¿verdad? Pues bien, la respuesta es no, Albus.
Apartó a Harry con decisión, volvió la cara hacia otro lado y adoptó el aire de quien intenta resistir una tentación.
—Entiendo, querido amigo, no es que... ¡Oh! Qué descortés de mi parte. Horace, te presento a una de las mejores estudiantes que tenemos en Hogwarts, Arlina Winchester. Arlina, este es Horace Slughorn.
—Mucho gusto, señor —dijo Arlina con voz suave y agradable.
Horace regresó la mirada como si hubiera escuchado algo imposible. Sus ojos celestes se abrieron tanto como pudieron a través del cansancio y las arrugas. Se quedó quieto en su lugar, sólo mirandp como si hubiera visto un fantasma.
Arlina se preguntó si tenía algo en la cara, ya que era la única explicación lógica que se le venía a la mente para que el mago se pusiera de ese modo al escuchar su nombre y mirarla. O tal vez, conocía a su tío Garrett y no se llevaban bien. Garrett no se llevaba bien con nadie fuera de su íntimo círculo y la Orden del Fénix.
Después de unos incómodos y silenciosos segundos, el profesor Dumbledore sonrió.
—Supongo que al menos podremos beber algo antes de irnos, ¿no? —propuso—. Y brindar por los viejos tiempos.
Slughorn titubeó, y miró a Dumbledore.
—Eh... Sí, sí. Está bien, pero sólo una copa —concedió.
Dumbledore sonrió y condujo a ambos jóvenes hacia unas butacas (parecida a aquella por la que Slughorn se había hecho pasar) situadas junto al fuego que había empezado a arder en la chimenea y al lado de una lámpara de aceite encendida. Arlina se sentó con la impresión de que Dumbledore, por algún motivo, quería que ella destacara cuanto fuera posible. Y en efecto, cuando Slughorn, que había estado ocupado con licoreras y copas, se dio otra vez la vuelta hacia la habitación, sus ojos se posaron de inmediato en Arlina.
—¡Rediez! —exclamó, y desvió la mirada, como si la visión de la chica lo asustara o le hiriera los ojos— Toma... —Le dio una copa a Dumbledore, que se había sentado, le acercó la bandeja a Arlina y a Harry y luego se apoltronó en el reparado sofá. Tenía las piernas tan cortas que no tocaba el suelo con los pies.
—Cuéntame, Horace, ¿cómo te va? —preguntó Dumbledore.
—No muy bien. Tengo problemas respiratorios. Tos. Y también reuma. Ya no puedo moverme como antes. En fin, era de esperar. Ya sabes, la edad, la fatiga...
—Y sin embargo, debes de haberte movido con gran agilidad para prepararnos semejante bienvenida en tan poco tiempo. No creo que hayas tenido más de tres minutos desde el aviso.
—Dos —replicó Slughorn con una mezcla de fastidio y orgullo—. No oí el encantamiento antiintrusos cuando sonó porque estaba dándome un baño. Aun así —añadió con severidad y arrugando el entrecejo—, el hecho es que soy muy mayor, Albus. Soy un anciano cansado que se ha ganado el derecho a tener una vida tranquila y unas cuantas comodidades.
Desde luego, comodidades no le faltaban, pensó Arlina recorriendo la habitación con la mirada. La casa estaba atestada de cosas y se respiraba un aire viciado, pero nadie afirmaría que no era cómoda; había butacas y banquetas para poner los pies, bebidas y libros, cajas de chocolatinas y mullidos almohadones. Si Arlina no hubiera sabido quién vivía allí, habría apostado a que era la casa de una anciana rica.
—Eres más joven que yo, Horace —comentó Dumbledore.
—Pues mira, quizá tú también deberías empezar a pensar en jubilarte —respondió Slughorn, y sus ojos, de un tono rojizo, se fijaron en la lesionada mano de Dumbledore—. Veo que has perdido reflejos.
—Tienes razón —reconoció Dumbledore, y de una sacudida se retiró la manga para mostrar la yema de sus quemados y ennegrecidos dedos; al verlos, Arlina sintió un desagradable escalofrío—. No cabe duda de que soy más lento que antes. Pero, por otra parte...
Se encogió de hombros y extendió los brazos, dando a entender que la edad ofrecía sus compensaciones. Harry vio que en la mano ilesa llevaba un anillo que no le conocía: era grande, elaborado toscamente con un material que parecía oro, y tenía engarzada una gruesa y resquebrajada piedra negra. Slughorn también reparó en el anillo, y Harry vio que fruncía la ancha frente.
—Y todas estas precauciones contra los intrusos, Horace... ¿las tomas por los mortífagos o por mí? —preguntó Dumbledore.
—¿Qué van a querer los mortífagos de un pobre vejete averiado como yo? —repuso Slughorn.
—Supongo que podrían pretender que pusieras tu considerable talento al servicio de la coacción, la tortura y el asesinato. ¿Me estás diciendo en serio que todavía no han venido a reclutarte?
Slughorn lo miró torvamente y luego masculló:
—No les he dado esa oportunidad. Llevo un año yendo de un lado para otro y nunca me quedo más de una semana en el mismo sitio. Voy de casa en casa de muggles; los dueños de esta vivienda están de vacaciones en las islas Canarias. Aquí me he sentido muy a gusto; el día que me marche lo lamentaré. Cuando le coges el tranquillo, resulta muy fácil: sólo tienes que hacerles un simple encantamiento congelador a esas absurdas alarmas antirrobo que utilizan en lugar de chivatoscopios, y asegurarte de que los vecinos no te vean entrar el piano.
—Muy ingenioso —admitió Dumbledore—. Pero debe de ser una existencia agotadora para un pobre vejete averiado en busca de una vida tranquila. Mira, si volvieras a Hogwarts...
—¡Si vas a decirme que mi vida sería más apacible en ese agobiante colegio, puedes ahorrarte el esfuerzo, Albus! ¡Quizá haya estado escondido, pero me han llegado extraños rumores desde que Dolores Umbridge se marchó de allí! Si es así como tratas a los maestros actualmente...
—La profesora Umbridge cometió una grave falta contra nuestra manada de centauros —argumentó Dumbledore—. Creo que tú, Horace, no habrías incurrido en el error de entrar tan campante en el Bosque Prohibido y llamar a una horda de centauros "repugnantes híbridos".
—¿En serio? ¿Eso hizo? Qué mujer tan idiota. Nunca me cayó bien.
Arlina y Harry se miraron y rieron entre dientes, y ambos magos los miraron.
—Lo siento —se apresuró a decir el muchacho—. Es que... tampoco nos cae bien.
—Yo no lo siento —corrigió Arlina con la mirada en alto y la comisura izquierda de su boca ligeramente alzada—. Creo que debieron dejarla con los centauros.
Slughorn seguía mirándola de esa forma tan extraña que Arlina no supo descifrar.
De pronto Dumbledore se levantó.
—¿Ya te marchas? —preguntó Slughorn, como si eso fuera lo que estaba deseando.
—No, pero si no te importa utilizaré tu cuarto de baño.
—¡Ah! —dijo Slughorn, decepcionado—. Está en el pasillo. Segunda puerta a la izquierda.
Dumbledore cruzó la habitación. Tan pronto la puerta se hubo cerrado detrás de él, se hizo el silencio. Tras unos instantes Slughorn se levantó, inquieto. Le lanzó una mirada furtiva a Arlina y luego a Harry, después se acercó a la chimenea y se quedó de espaldas al fuego, calentándose el amplio trasero.
—No creas que no sé por qué te ha traído aquí —dijo con brusquedad. Harry lo miró, pero no dijo nada. La acuosa mirada de Slughorn se deslizó por la cicatriz del chico y esta vez le recorrió el resto del rostro—. Te pareces mucho a tu padre.
—Sí, ya me lo han dicho.
—Excepto en los ojos. Tienes...
—Ya, los ojos de mi madre —Harry había oído aquel comentario tantas veces que lo ponía un poco nervioso.
—Rediez. Sí, bueno... No está bien que los profesores tengan alumnos predilectos, desde luego, pero ella era uno de los míos. Tu madre —añadió en respuesta a la inquisitiva mirada del chico—. Lily Evans. Fue una de las alumnas más brillantes que jamás tuve. Una chica encantadora, llena de vida. Siempre le decía que debería haber estado en mi casa. Y recuerdo que me daba unas respuestas muy astutas.
—¿A qué casa pertenecía usted?
—Yo era jefe de Slytherin —reveló Slughorn—. ¡Pero no debes guardarme rencor por ello! —se apresuró a añadir al ver la expresión de Harry, y lo amenazó con un grueso dedo índice—. Tú debes de ser de Gryffindor, como ella. Sí, suele ser cosa de familia. Aunque no siempre. ¿Has oído hablar de Sirius Black? Seguro que sí: desde hace un par de años lo mencionan mucho en los periódicos. Murió hace pocas semanas.
Harry notó como si una mano invisible le retorciera las tripas. Arlina estiró la mano y cubrió la de él con cuidado y calidez. Harry aún era muy sensible al tema de Sirius, y no lo culpaba en lo absoluto.
—En fin, Sirius era un gran amigo de tu padre, iban juntos al colegio. Toda la familia Black había estado en mi casa, ¡pero Sirius acabó en Gryffindor! Lástima. Era un chico de gran talento. En cambio, sí tuve en Slytherin a su hermano Regulus cuando entró en Hogwarts, pero me habría gustado tenerlos a ambos. —Parecía un entusiasta coleccionista al que habían ganado en una subasta. Se quedó contemplando la pared que tenía delante, al parecer recordando el pasado, mientras se mecía distraídamente para calentar de manera uniforme el trasero—. Tu madre era hija de muggles, ya lo sé. Cuando me enteré no podía creerlo. Yo estaba convencido de que era una sangre limpia, porque era una gran bruja.
Arlina abrió la boca, pero Harry se le adelantó:
—Una de mis mejores amigas es hija de muggles —intervino Harry—, y es la mejor alumna de mi curso.
—¡No vayas a creer que tengo prejuicios! —replicó Slughorn con gesto de sorpresa— ¡No, no, no! ¿No acabo de decir que tu madre era una de mis alumnas favoritas? Y un año después le di clases a Dirk Cresswell, que ahora es jefe de la Oficina de Coordinación de los Duendes. Pues bien, él también era hijo de muggles y un alumno de gran talento. ¡Todavía me proporciona informaciones reservadas de lo que se cuece en Gringotts!
Sonriendo con gesto ufano, se balanceó ligeramente y señaló las relucientes fotografías enmarcadas que reposaban en el aparador; en todas ellas había unos diminutos ocupantes que se movían.
—Todos son ex alumnos míos y todos, grandes fichajes. Reconocerás a Barnabás Cuffe, director de El Profeta, a quien siempre le interesa escuchar mi opinión sobre las noticias del día; a Ambrosius Flume, de Honeydukes (todos los años me regala una cesta por mi cumpleaños, ¡sólo porque le presenté a Cicerón Harkiss, que le ofreció su primer empleo!); y en la parte de atrás... la verás si estiras un poco el cuello. Ésa es Gwenog Jones, la capitana del Holyhead Harpies. La gente siempre se sorprende cuando se entera de que me tuteo con las Harpies, ¡y tengo entradas gratis siempre que quiero! —Esa idea pareció animarlo muchísimo.
—Impresionante —halagó Arlina con falsa sorpresa. En realidad no le interesaba cuánta gente famosa conocía Horace Slughorn, pero el profesor Dumbledore había sido muy claro: necesitaba que aquel mago volviera como profesor a Hogwarts, y los había traído allí para persuadirlo.
Slughorn sonrió y la miró.
—Sí, lo es —asintió—. También tuve a tu madre como mi alumna, ¿sabes? ¡Aquí está, mira!
Eso despertó el interés de Arlina. La joven bruja se levantó y se acercó a mirar las fotografías, buscando aquella que Slughorn señaló. En ella había un grupo de alumnos en Hogwarts de diferentes casas, todos alrededor del que entonces era el profesor de Pociones en Hogwarts.
Ahí, Arlina distinguió a Lily Evans, la madre de Harry. Unos estudiantes más a su derecha, donde señalaba Slughorn, estaba su madre. Se quedó boquiabierta. Nunca había visto a su madre en su época como estudiante. Garrett no disfrutaba de abrir el baúl con aquellas viejas fotografías, estaba casi prohibido.
—Decía que algún día se volvería la mejor herbologista de Europa. ¡Y ese es tu tío, mira! No era excelente en Pociones, pero nadie le ganaba en un duelo.
Era cierto, justo detrás de su madre, se encontraba Garrett. Llevaba el uniforme pulcro, jamás lo había visto tan arreglado, pero esa sonrisa de autosuficiencia que lo caracterizaba estaba ahí desde entonces.
—Y este de aquí, justo en medio, es mi hijo, por supuesto, mi mayor orgullo. Aleksander. Dirige el Centro de Control de Dragones en Rumania. Sólo lo veo una vez al año. Todos ellos estaban en el Club de las Eminencias.
Harry se encogió al oír el nombre del padre de Arlina. El profesor Slughorn no era sólo un pariente, era su abuelo, y lo sabía perfectamente, pero no parecía tener planeado decirle la verdad. Se preguntó entonces, por primera vez, ¿por qué nadie se lo decía? ¿Qué ocultaban? ¿Arlina no tenía el derecho a saberlo? Podría decírselo él mismo, como Moody le había solicitado, pero no sentía que le correspondiera decirle una verdad tan grande como aquella.
—Debe llevar una vida solitaria —comentó Arlina con empatía.
La sonrisa se borró de los labios de Slughorn con la misma rapidez con que la sangre se había borrado de las paredes.
—Después de que perdió a su esposa, eso es justo lo que quería. Estar solo.
—Lo lamento. Debió ser una mujer muy agradable —dijo Arlina con tono amable.
Slughorn la miró. Arlina podría jurar que vio sus ojos cristalizarse.
—Oh, lo era. Ella... Era la mejor.
—Debe extrañar eso —dijo Arlina, volviendo a mirar la fotografía donde estaban su madre y su tío de jóvenes, sólo con la diferencia de edad de un par de años. Le hubiera gustado conservar la foto—... Tener alumnos de gran potencial que en algún momento se puedan volver personas importantes, de renombre, y sentirse como aquel que descubrió ese potencial en ellos.
A Harry le pareció que a Slughorn le impresionaba cada palabra que Arlina decía, ya que por un instante se mostró muy afectado. Y algo más era cierto, Arlina estaba cumpliendo con lo que el profesor Dumbledore había pedido de ellos. Estaba persuadiéndolo de volver.
—Bueno, sí... Pero los magos prudentes se mantienen al margen en tiempos como éstos. ¡Dumbledore puede decir lo que quiera, pero aceptar un empleo en Hogwarts ahora equivaldría a declarar públicamente mi lealtad a la Orden del Fénix! Y aunque estoy seguro de que son muy admirables, valientes y todo lo demás, personalmente no me atrae su tasa de mortalidad...
—Para enseñar en Hogwarts no tiene que entrar en la Orden del Fénix —aclaró Harry, y no pudo ocultar un deje de desdén; no le resultaba fácil simpatizar con la mimada existencia de Slughorn si recordaba a Sirius agazapado en una cueva y alimentándose de ratas—. La mayoría de los profesores no pertenece a la Orden, y nunca ha muerto ninguno. Bueno, sin contar a Quirrell; pero él tuvo lo que se merecía por trabajar para Voldemort —Estaba seguro de que Slughorn era uno de esos magos que no soportaba oír el nombre de Voldemort pronunciado en voz alta, y no se equivocaba: Slughorn se estremeció y soltó un chillido de protesta que Harry ignoró—. Yo diría que los miembros del profesorado están más seguros que nadie mientras Dumbledore sea el director del colegio; se supone que él es el único mago al que Voldemort ha temido jamás, ¿no?
Slughorn se quedó con la mirada perdida reflexionando sobre lo que Harry acababa de decir.
—Sí, claro, El-que-no-debe-ser-nombrado nunca ha buscado pelea con Dumbledore —admitió—, y seguramente no me cuenta entre sus amigos, ya que no me he unido a los mortífagos. Supongo que podría argumentarse algo así. En cuyo caso, es posible que yo estuviera más seguro cerca de Albus. No negaré que me afectó la muerte de Amelia Bones. Si ella, con todos los contactos que tenía en el ministerio y con toda la protección de que gozaba...
Dumbledore entró en la habitación y Slughorn se sobresaltó, como si hubiera olvidado que el director de Hogwarts se encontraba en la casa.
—¡Ah, Albus! —dijo— Has tardado mucho. ¿Andas mal del estómago?
—No; estaba leyendo unas revistas de muggles. Me encantan los patrones de prendas de punto. Bueno, muchachos, ya hemos abusado bastante de la hospitalidad de Horace; creo que debemos marcharnos.
A Harry no le costó nada obedecer y tomó a Arlina de la mano. Slughorn pareció desconcertado.
—¿Se marchan?
—En efecto, nos marchamos. Sé ver cuándo una causa está perdida.
—¿Perdi...? —Slughorn se puso muy nervioso. Hacía girar sus gruesos pulgares y no paraba de moverse mientras Dumbledore se abrochaba la capa de viaja, Arlina se cubría el rostro con la capucha de la capa y Harry se subía la cremallera de la cazadora.
—Bueno, lamento mucho que rechaces el empleo, Horace —dijo Dumbledore alzando la mano lastimada en señal de despedida—. En Hogwarts todos se habrían alegrado de volver a verte. Si así lo deseas, puedes visitarnos cuando quieras, pese a nuestras endurecidas medidas de seguridad.
—Sí... bueno... muy amable. Como ya digo...
—Adiós, Horace.
—Adiós —dijo Harry.
—Buenas noches, señor —se despidió Arlina con voz agradable, casi melodiosa.
Estaban en la puerta de la calle cuando oyeron un grito a sus espaldas.
—¡Está bien, está bien, lo haré!
Dumbledore se dio la vuelta y vio a Slughorn, jadeante, plantado en el umbral del salón.
—¿Aceptas el empleo?
—Sí, sí —dijo Slughorn con impaciencia—. Debo de estar loco, pero sí.
—¡Maravilloso! —exclamó Dumbledore, radiante de alegría— Así pues, Horace, nos veremos allí el uno de septiembre.
—Sí, allí nos veremos —gruñó Slughorn.
Dumbledore y Harry ya recorrían el sendero del jardín cuando Slughorn exclamó:
—¡Tendrás que aumentarme el sueldo, Albus!
Éste rió entre dientes. La verja del jardín se cerró detrás de ellos, que descendieron por la colina en la oscuridad y en medio de una neblina que formaba remolinos.
—Los felicito, muchachos —dijo Dumbledore—. Le han mostrado con exactitud cuánto saldría ganando si regresa a Hogwarts.
—La verdad es que Arlina ha hecho casi todo —dijo Harry, con un discreto tono de orgullo por su novia.
—Eso he visto. ¿Les ha caído bien?
Arlina guardó silencio. Harry cabeceó, dudoso.
—Pues...
Harry no estaba seguro de si Slughorn le caía bien o mal. Había estado simpático a su manera, pero por otra parte parecía vanidoso y, aunque lo había negado, al parecer no entendía cómo una hija de muggles podía ser una buena bruja.
—A Horace le gusta rodearse de comodidades —explicó Dumbledore, liberando a los jóvenes de tener que expresar en voz alta lo que pensaban—. También le gusta estar acompañado de personas famosas, de éxito y con poder, y le entusiasma creer que influye en ellas. Él nunca ha querido ocupar el trono; prefiere el asiento de atrás, donde tiene más espacio para estirar las piernas, por así decirlo. Cuando enseñaba en Hogwarts, escogía a sus alumnos favoritos, a veces por la ambición o la inteligencia que demostraban, otras por su encanto o su talento, y tenía una habilidad especial para elegir a aquellos que acabarían destacando en diversos campos. Horace formó una especie de club integrado por sus alumnos predilectos, del cual él era el centro; presentaba unos miembros a otros, forjaba útiles contactos entre ellos y siempre obtenía algún beneficio a cambio, ya fuera una caja de su piña confitada favorita o la ocasión de recomendar a un nuevo empleado de la Oficina de Coordinación de los Duendes.
Harry se imaginó una enorme y gorda araña que tejía una red y movía un hilo aquí y otro allá para atraer grandes y jugosas moscas.
—Les cuento todo esto —continuó Dumbledore— no para ponerlos en contra de Horace, o mejor dicho, del profesor Slughorn, pues así debemos llamarlo ahora, sino para que estén alerta. No cabe duda de que intentará captartlos, a los dos. Harry, tú serías la joya de su colección: el niño que sobrevivió... O, como te llaman últimamente, el Elegido.
Ante esas palabras, Harry sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la neblina que los rodeaba, y recordó una frase escuchada unas semanas atrás, una frase que tenía un atroz y particular significado para él: "Ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vid...."
Dumbledore se detuvo al llegar a la iglesia por la que habían pasado en el camino de ida.
—Ya hemos caminado bastante. Sujétense de mi brazo.
El muchacho, que esta vez estaba prevenido, se preparó para desaparecerse, pero, no obstante, la experiencia le resultó desagradable. Cuando cesó la presión y pudo volver a respirar, él y Arlina se hallaban de pie en un camino rural, al lado de Dumbledore, cerca de la torcida silueta del edificio que más le gustaba en el mundo después de Hogwarts: La Madriguera. Pese a la sensación de espanto que acababa de experimentar, se animó al ver la casa. Ron estaba allí y también la señora Weasley, que cocinaba mejor que nadie.
—Si no les importa —dijo Dumbledore al traspasar la verja—, antes de que nos despidamos me gustaría hablar con ustedes en privado. ¿Qué les parece allí? —Señaló un destartalado cobertizo de piedra donde los Weasley guardaban sus escobas.
Un tanto perplejo, ambos lo siguieron, pasaron por la chirriante puerta y entraron en un recinto tan pequeño como un armario. Dumbledore iluminó la punta de su varita, que empezó a alumbrar como una antorcha, y miró a los jóvenes con una sonrisa en los labios.
—Espero que me perdones por mencionarlo, Harry, pero estoy muy satisfecho y muy orgulloso de lo bien que sobrellevas todo lo que sucedió en el ministerio. Permíteme decirte que Sirius también se habría enorgullecido de ti. —El chico tragó saliva, como si se hubiera quedado sin habla. No se sentía capaz de hablar de Sirius. Bastante le había dolido oír a tío Vernon decir "¿Ha muerto su padrino?", y aún había sido peor que Slughorn lo mencionara con toda tranquilidad—. Es una pena —prosiguió Dumbledore— que él y tú no pudieran pasar más tiempo juntos. Fue un final cruel para lo que debería haber sido una larga y feliz relación.
Arlina tomó la mano de Harry, una costumbre que había adquirido siempre que quería hacerle sentir su apoyo. Harry asintió con la mirada fija en la araña que trepaba por el sombrero de Dumbledore. Se daba cuenta de que éste lo comprendía y quizá intuía que, hasta el día en que recibió su carta, había pasado todo el tiempo en casa de los Dursley tumbado en la cama, negándose a comer y mirando fijamente por una empañada ventana que enmarcaba un gélido vacío que él asociaba con los dementores.
—Lo que más me cuesta —dijo por fin con un hilo de voz— es aceptar que nunca volverá a escribirme.
Le escocieron los ojos y parpadeó. Se sentía estúpido por admitirlo, pero el haber tenido a alguien fuera de Hogwarts a quien le importaba lo que le pasaba (alguien que era casi como un padre) había sido una de las mejores cosas que le habían sucedido. Pero las lechuzas del correo nunca volverían a llevarle ese consuelo...
—Sirius significaba mucho para ti; representaba algo que no habías conocido antes —continuó Dumbledore con delicadeza—. Como es lógico, una pérdida así supone un golpe tremendo...
—Pero mientras estaba en casa de los Dursley —lo interrumpió Harry con voz más firme—, me daba cuenta de que no podía aislarme del mundo, ni... derrumbarme. A Sirius no le habría gustado, ¿verdad? Además, la vida es demasiado corta. Fíjese en Madame Bones y Emmeline Vance... Yo podría ser el siguiente, ¿no? Pero si lo soy —añadió con ímpetu, mirando fijamente los azules ojos de Dumbledore, que destellaban bajo la luz de la varita—, me aseguraré de llevarme conmigo a tantos mortífagos como pueda, y si es posible, también a Voldemort.
Arlina no podía festejar sus palabras. Ella sentía demasiado terror al pensar en Harry enfrentándose a Voldemort, cosa que pasaría más pronto de lo que deseaba.
—¡Unas palabras dignas del hijo de sus padres y del verdadero ahijado de Sirius! —declaró Dumbledore, y le dio una palmadita en la espalda— Me quito el sombrero ante ti, o lo haría si no temiera llenar a Arlina de arañas. Y ahora, Harry, hablando de otra cosa relacionada con el tema que acabamos de abordar... Tengo entendido que estas dos semanas pasadas has recibido El Profeta, ¿no?
—Sí —afirmó, y se le aceleró un poco el corazón.
—Entonces habrás visto que han corrido ríos de tinta con relación a tu aventura en la Sala de las Profecías.
—Sí —volvió a asentir—. Y ahora todo el mundo sabe que yo soy el que...
—No, no lo saben. Sólo hay tres personas en el mundo que conocen el contenido íntegro de la profecía que les concierne a ti y a lord Voldemort, y éstas están en esta apestosa escobera llena de arañas. Sin embargo, es cierto que muchos han deducido, y correctamente, que Voldemort envió a sus mortífagos a robar una profecía, y que ésta hablaba de ti. Pues bien, creo que no me equivoco si digo que no le han contado a nadie que conocen dicho contenido, o del despertar del nuevo Oráculo.
—No —confirmaron al unísono.
—Una sabia decisión, hablando en términos generales. Aunque creo que deberían relajar su celo en favor de sus amigos, el señor Ronald Weasley y la señorita Hermione Granger. Sí —continuó al ver la perplejidad de Harry y Arlina—, creo que ellos tendrían que saberlo. No los tratarían como se merecen si no les confían algo tan importante.
—Es que no queríamos...
—¿Que se preocuparan o se asustaran? —Dumbledore los observó por encima de sus gafas de media luna— ¿O quizá no les apetecía confesar que ustedes también estás preocupados y asustados? Necesitan a sus amigos. Como muy bien has dicho, Harry, Sirius no habría querido que te aislaras del mundo. —El muchacho se quedó callado, pero no parecía que Dumbledore esperara una respuesta, porque añadió—: Y una cuestión más, aunque también relacionada con lo que acabamos de comentar: he decidido que este año voy a darte clases particulares.
—¿Clases particulares? ¿Usted? —preguntó Harry, a quien la sorpresa hizo recuperar el habla.
—Sí. Me parece que ya va siendo hora de que participe de forma más activa en tu educación.
—¿Qué asignatura va a enseñarme, señor?
—Bueno, un poco de esto y un poco de aquello —contestó sin darle importancia—. A Arlina, por ejemplo, la estaré instruyendo en el arte de la Oclumancia —dijo, y pasó a mirar a la joven bruja—. Es de suma importancia que domines este disciplina para proteger tu mente de todo aquel que quiera sacarle provecho, especialmente lord Voldemort. Tu mente es nuestra mayor ventaja y tu mejor arma, Arlina. Recuerda practicar lo que te pedí todos los días.
Arlina asintió con una expresión nerviosa, pero decidida.
—Entonces... Si usted me da clases particulares, no tendré que ir a las de Oclumancia con Snape, ¿verdad?
—Con el profesor Snape, Harry. Pues no.
—Qué bien, porque eran un...
Arlina le cubrió la boca con la mano antes de que dijera lo que pensaba.
—Creo que "fracaso" sería el término adecuado —aportó Dumbledore asintiendo con la cabeza.
Arlina le quitó la mano y asintió, de acuerdo con el profesor.
—Bueno, eso significa que a partir de ahora no veré mucho al profesor Snape —observó Harry, sonriendo—, porque él no me dejará seguir estudiando Pociones a menos que haya conseguido un Extraordinario en el TIMO, y estoy seguro de no haberlo conseguido.
—No cuentes tus lechuzas antes de verlas llegar —le aconsejó Dumbledore con gravedad, y agregó—: Por cierto, es hoy cuando deberían llegar las lechuzas con las notas. Y ahora, dos cosas más, antes de que nos separemos.
»En primer lugar, Harry, de aquí en adelante quiero que siempre lleves contigo tu capa invisible, incluso dentro de Hogwarts. Por si acaso, ¿entendido? —Harry asintió— Y en segundo lugar, han de tener en cuenta que mientras se alojen aquí, La Madriguera contará con las más sofisticadas medidas de seguridad de que dispone el Ministerio de Magia. Esas medidas han causado ciertos inconvenientes a Arthur y Molly; todo su correo, por ejemplo, es examinado en el ministerio antes de llegar aquí. A ellos no les importa, ya que su única preocupación es tu seguridad. Sin embargo, no los recompensarías debidamente si te jugaras el pellejo mientras estás con ellos.
—Entiendo —se apresuró a decir Harry.
—Muy bien. —El profesor abrió la puerta de la escobera y salió al jardín—. Veo luz en la cocina. No privemos más a Molly de la ocasión de lamentar lo delgado que estás, Harry.
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