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56. Mentiras


Harry no tenía ni idea de qué era lo que planeaba Arlina; en realidad ni siquiera sabía si tenía algún plan. Salió detrás de ella del despacho de la profesora Umbridge y la siguió por el pasillo, consciente de que resultaría muy sospechoso que se notara que él no sabía adónde iban, así que no intentó hablar con ella. La profesora Umbridge los seguía tan de cerca que Harry notaba cómo respiraba.

Arlina bajó por la escalera que conducía al vestíbulo. Se oían voces y ruido de cubiertos y platos provenientes del Gran Comedor; Harry no podía creer que seis metros más allá hubiera gente cenando tranquilamente, que celebraba el final de los exámenes sin nada de qué preocuparse...

Arlina salió por las puertas de roble del castillo y bajó la escalera de piedra, donde la recibió la templada y agradable brisa de la tarde. El sol estaba poniéndose por detrás de las copas de los árboles del Bosque Prohibido, y mientras Arlina caminaba decidida por la extensión de césped, seguida de Harry (la profesora Umbridge tenía que correr para seguirles el ritmo), las largas y oscuras sombras del bosque ondulaban sobre la hierba detrás de ellos como si fueran capas.

—Está escondida en la cabaña de Hagrid, ¿verdad? —aventuró la profesora Umbridge, impaciente, al oído de Harry.

—Claro que no —repuso Arlina en tono mordaz—. Hagrid podría haberla puesto en marcha accidentalmente.

—Ya —dijo la profesora asintiendo con la cabeza; su emoción iba en aumento—. Sí, claro, seguro que la habría puesto en marcha, ese híbrido es un bruto.

La mujer rió y Harry sintió un irrefrenable impulso de darse la vuelta y agarrarla por el cuello, pero se contuvo. Notaba un dolor palpitante en la cicatriz, aunque aún no le ardía como si la tuviera al rojo, como sabía que ocurriría si Voldemort se dispusiera a matar.

—Bueno, ¿dónde está? —preguntó la profesora con un deje de incertidumbre en la voz al ver que Arlina seguía caminando a grandes zancadas hacia el bosque.

—En el bosque, ¿dónde quiere que esté? —contestó la chica, y señaló los frondosos árboles—. Había que guardarla en un sitio donde los estudiantes no pudieran encontrarla por casualidad, ¿no le parece?

—Sí, claro —concedió la profesora Umbridge, aunque parecía un poco preocupada—. Claro, claro... Muy bien, pues... vayan ustedes por delante.

—Si tenemos que ir nosotros delante, ¿puede prestarnos su varita? —preguntó Harry.

—Nada de eso, señor Potter —repuso la profesora Umbridge con falsa ternura, y le clavó la punta en la espalda—. Me temo que el Ministerio valora mucho más mi vida que la de ustedes dos.

Cuando llegaron bajo la sombra que proyectaban los primeros árboles, Harry intentó captar la mirada de Arlina, pues entrar en el bosque sin varitas le parecía algo mucho más imprudente que todo lo que habían hecho aquella tarde. Sin embargo, Arlina se limitó a lanzar a la profesora Umbridge una mirada de desprecio y se metió sin vacilar entre los árboles; caminaba tan deprisa que la profesora Umbridge se veía en apuros para seguirla a causa de lo cortas que eran sus piernas.

—¿Está muy lejos? —preguntó la bruja cuando la túnica se le enganchó en unas zarzas.

—Sí, ya lo creo —contestó Arlina—. Sí, está muy bien escondida.

Los recelos de Harry iban en aumento. Su novia no había tomado el camino que habían seguido para ir a visitar a Grawp, sino el que él había recorrido tres años atrás, que conducía a la guarida del monstruo Aragog. Harry dudaba que ella conociera el peligro que acechaba al final de aquel camino.

—Oye, ¿estás segura de que es por aquí? —le preguntó, lanzándole una clara indirecta.

—Sí, sí —respondió ella en tono férreo, pisando la maleza y haciendo lo que Harry consideró un ruido exagerado.

Detrás de ellos, la profesora Umbridge tropezó con un árbol joven caído. Ninguno de los dos se detuvo para ayudarla a levantarse; Arlina siguió andando y gritó volviendo un poco la cabeza:

—¡Ya falta menos!

—Baja la voz, Arlina —murmuró Harry, y aceleró el paso para alcanzarla— Alguien podría oírnos...

—Eso es precisamente lo que quiero, que nos oigan —repuso Arlina en voz baja mientras la profesora Umbridge intentaba darles alcance sin preocuparse por el ruido que hacía—. Ya verás...

Siguieron caminando un buen rato, hasta que se adentraron tanto en el bosque que la densa cúpula de árboles impedía el paso de la luz. Harry tenía la sensación que ya había experimentado otras veces en el bosque: que lo observaban unos ojos invisibles.

—¿Falta mucho? —preguntó la profesora Umbridge con enojo.

—¡No, ya falta poco! —gritó Hermione cuando entraban en un claro húmedo y oscuro—. Sólo un poquito...

Entonces una flecha surcó el aire y se clavó en el tronco de un árbol, produciendo un ruido sordo, justo por encima de la cabeza de Arlina. De pronto oyeron ruido de cascos; Harry notó que el suelo del bosque temblaba y la profesora Umbridge soltó un grito y se abrazó a Harry para que le sirviera de escudo.

Él, sin embargo, se soltó y se dio la vuelta. Entonces vio cerca de cincuenta centauros que salían de todos los rincones, con los arcos cargados y levantados, apuntándolos a los tres. Harry, Arlina y la profesora Umbridge retrocedieron hacia el centro del claro; la profesora emitía leves gemidos de terror. Harry miró de reojo a Arlina, que exhibía una sonrisa triunfante.

—¿Quién eres? —preguntó una voz.

Harry miró hacia la izquierda. El centauro de pelaje marrón, Magorian, se había separado del círculo que los demás formaban alrededor de los intrusos y caminaba hacia ellos con el arco levantado. A la derecha de Harry, la profesora Umbridge seguía gimoteando y apuntaba al centauro que se le estaba acercando con la varita, que le temblaba violentamente en la mano.

—Te he preguntado quién eres, humana —repitió Magorian con brusquedad.

—¡Soy Dolores Umbridge! —contestó la profesora con una voz chillona que delataba su miedo— ¡Subsecretaria del ministro de Magia y directora y Suma Inquisidora de Hogwarts!

—¿Eres del Ministerio de Magia? —inquirió Magorian mientras los centauros que los rodeaban se movían inquietos.

—¡Exacto —exclamó la profesora Umbridge con voz aún más chillona—, así que mucho cuidado! Según las leyes aprobadas por el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, cualquier ataque de híbridos como ustedes contra seres humanos...

—¿Cómo nos has llamado? —gritó un centauro negro de aspecto feroz a quien Harry reconoció como Bane. A su alrededor, los demás murmuraban furiosos y tensaban las cuerdas de sus arcos.

—¡No los llame así! —exclamó Arlina, indignada, pero la profesora Umbridge hizo como si no la hubiera oído. Sin dejar de apuntar con su temblorosa varita a Magorian, continuó:

—La ley Quince B establece claramente que: "Cualquier ataque de una criatura mágica dotada de inteligencia cuasihumana, y por lo tanto considerada responsable de sus actos..."

—¿"Inteligencia cuasihumana"? —repitió Magorian mientras Bane y otros centauros rugían de rabia y piafaban— ¡Lo que acabas de decir es un grave insulto para nosotros, humana! Afortunadamente, nuestra inteligencia sobrepasa con creces la suya.

—¿Qué hacen en nuestro bosque? —bramó el centauro gris de rostro severo al que Harry y Arlina habían visto en su última incursión en el bosque— ¿A qué han venido?

—¿Su bosque, dices? —replicó la profesora Umbridge, que ahora temblaba no sólo de miedo, sino también de indignación— Permíteme recordarte que si viven aquí es únicamente porque el Ministerio de Magia les ha cedido ciertas tierras...

Inmediatamente, una flecha pasó volando tan cerca de la cabeza de Dolores Umbridge que le arrancó unos cuantos pelos; la profesora soltó un grito desgarrador y se llevó las manos a la cabeza mientras varios centauros proferían gritos de aprobación y otros reían escandalosamente. El sonido de sus fuertes relinchos, que resonaba en el claro apenas iluminado, y la imagen de sus cascos piafando resultaban muy inquietantes.

—¿De quién dices que es este bosque, humana? —rugió Bane.

—¡Repugnantes híbridos! —gritó ella sin quitarse las manos de la cabeza— ¡Bestias! ¡Animales incontrolados!

—¡Cállese! —le gritó Arlina, pero era demasiado tarde: la profesora Umbridge apuntó con su varita a Magorian y gritó:

—¡Incarcerous!

Unas cuerdas que parecían gruesas serpientes saltaron por los aires y se enroscaron con fuerza alrededor del torso del centauro, sujetándole los brazos: éste soltó un grito de cólera y se encabritó, intentando liberarse, mientras los otros centauros cargaban contra la profesora Umbridge.

Harry agarró a Arlina y la tiró al suelo; él se tumbó sobre ella, también boca abajo, y sintió un momento de pánico al oír los cascos de los centauros que tronaban a su alrededor, pero éstos saltaban por encima de ellos, gritando y aullando de rabia.

—¡Noooo! —oyeron chillar a la profesora Umbridge—. ¡Noooo! ¡Soy la subsecretaria..., no pueden..., suéltenme, bestias inmundas..., noooo!

Harry vio un destello de luz roja y comprendió que la profesora Umbridge había intentado aturdir a uno de los centauros; entonces la bruja gritó con todas sus fuerzas. Harry alzó un poco la cabeza y vio que Bane había levantado del suelo a la profesora cogiéndola por la parte de atrás de la túnica. La mujer se agitaba y vociferaba, muerta de miedo, y se le cayó la varita de la mano; entonces a Harry le dio un vuelco el corazón. Si pudiera alcanzarla... Harry estiró un brazo, pero justo en ese momento el casco de un centauro descendió sobre la varita, que se partió limpiamente por la mitad.

—¡Ahora! —rugió una voz junto a la oreja del chico, y un fuerte y peludo brazo apareció de la nada y lo levantó del suelo. A Arlina también la habían levantado. Por encima de los lomos y de las cabezas de los corcoveantes centauros de diversas tonalidades, Harry vio cómo Bane se llevaba a la profesora Umbridge y desaparecía con ella entre los árboles. La profesora no paraba de chillar, pero su voz se fue haciendo cada vez más débil hasta que el estruendo de cascos que los rodeaba ahogó sus gritos y dejaron de oírla.

—¿Qué hacemos con éstos? —preguntó el centauro gris de rostro severo que sujetaba a Arlina.

—Son jóvenes —respondió una voz lenta y lúgubre detrás de Harry—. Nosotros no atacamos a los potros.

—Pero ellos son los que la han traído hasta aquí, Ronan —replicó el centauro que sujetaba con firmeza a Harry—. Y no son tan jóvenes... Casi han alcanzado la edad adulta —Zarandeó a Harry, a quien tenía cogido por el cuello de la túnica.

—¡Por favor —suplicó Arlina—, no nos hagan daño, por favor, nosotros no pensamos como ella, no somos empleados del Ministerio de Magia! ¡Nosotros sólo...

Pero Harry no oyó el resto de la disculpa de Arlina, porque en aquel instante se oyó un crujido tan fuerte en el borde del claro que todos, los chicos y los cincuenta centauros que allí se encontraban, se dieron la vuelta. El centauro que sujetaba a Harry lo dejó caer al suelo y cogió su arco y su carcaj. A Arlina también la habían soltado, y Harry corrió hacia ella en el momento en que dos gruesos troncos de árbol se separaban y la monstruosa figura de Grawp, el gigante, aparecía entre ellos.

Los centauros que estaban más cerca de Grawp retrocedieron; el claro se había convertido en un bosque de arcos listos para disparar: todas las flechas apuntaban hacia arriba, hacia la enorme y grisácea cara que los contemplaba desde debajo del espeso dosel de ramas. Grawp tenía la torcida boca entreabierta formando una mueca estúpida; los amarillentos dientes, del tamaño de ladrillos, destacaban en la penumbra, y los ojos sin brillo y del color del lodo del gigante se entrecerraron cuando miró a las criaturas que tenía a sus pies. De los tobillos le colgaban unas cuerdas rotas.

Grawp abrió un poco más la boca y dijo:

—Jagi.

Harry no sabía ni qué significaba "jagi" ni en qué lengua había hablado el gigante, pero no le importaba; simplemente contemplaba los pies de Grawp, que eran casi tan largos como el cuerpo entero de Harry. Arlina agarró a su novio por un brazo; los centauros, por su parte, se habían quedado callados y observaban al gigante, que movía de un lado a otro la inmensa y redonda cabeza mientras seguía mirando entre ellos como si buscara algo que se le hubiera caído.

—¡Jagi! —dijo otra vez con insistencia.

—¡Vete de aquí, gigante! —gritó Magorian— ¡No eres bien recibido entre nosotros!

Aquellas palabras no impresionaron ni lo más mínimo a Grawp. Se enderezó un poco (los centauros tensaron aún más los arcos) y gritó:

—¡JAGI!

Unos cuantos centauros parecían preocupados. Arlina, en cambio, soltó un grito ahogado.

—¡Harry! —susurró— ¡Creo que intenta decir "Hagrid"!

Entonces Grawp se fijó en los dos únicos humanos que había en medio de aquel mar de centauros. Agachó un poco más la cabeza y los miró fijamente. Harry notó que Arlina temblaba cuando el gigante abrió una vez más la boca y pronunció con una voz grave y atronadora:

—Arli.

—¡Ay, duendes! —exclamó Arlina, y apretó tanto el brazo de Harry que empezó a dormírsele— ¡Se... se acuerda de mí!

—¡ARLI! —rugió Grawp— ¿DÓNDE JAGI?

—¡No lo sé! —gritó Arlina, aterrada— ¡Lo siento, Grawp, no lo sé!

—¡GRAWP QUIERE JAGI!

El gigante bajó una de las inmensas manos. Arlina gritó con todas sus fuerzas, dio unos cuantos pasos hacia atrás y se cayó. Harry, que no llevaba consigo su varita, se preparó para dar puñetazos, patadas, mordiscos o lo que hiciera falta, pero la mano pasó rozándolo y derribó a un centauro blanco como la nieve.

Eso era precisamente lo que los centauros estaban esperando. Los dedos extendidos de Grawp se encontraban a un palmo de Harry cuando cincuenta flechas salieron volando hacia el cuerpo del gigante y le acribillaron la enorme cara, le hicieron gritar de ira y de dolor y consiguieron que se enderezara mientras se frotaba la cara con las manazas rompiendo las astas de las flechas, aunque así se le clavaban aún más las puntas.

Grawp se puso a vociferar y a golpear el suelo con sus inmensos pies, y los centauros se dispersaron; unos goterones de sangre, del tamaño de pedruscos, cayeron sobre Harry mientras éste ayudaba a levantarse a Arlina; luego ambos echaron a correr tan deprisa como pudieron para refugiarse bajo los árboles. Una vez allí se volvieron para mirar; Grawp trataba de agarrar a los centauros a ciegas mientras la sangre resbalaba por su cara; los centauros salieron en estampida hacia los árboles del otro lado del claro. Harry y Arlina vieron cómo Grawp soltaba otro rugido de ira y los perseguía, derribando más árboles a su paso.

—¡Oh, no! —dijo Arlina con un hilo de voz; temblaba tanto que se le doblaban las rodillas— Eso ha sido horrible. Y Grawp podría matarlos a todos.

—Pues a mí me da igual, la verdad —confesó Harry con amargura.

El ruido de los centauros alejándose al galope y el del gigante, que los perseguía dando tumbos, fue haciéndose cada vez más débil. Mientras lo escuchaba, Harry sintió otra fuerte punzada en la cicatriz y lo invadió una oleada de terror.

Habían perdido mucho tiempo, y en aquellos momentos la posibilidad de rescatar a Sirius era aún más remota que cuando Harry había tenido la visión. Harry no sólo había perdido su varita, sino que además estaban en medio del Bosque Prohibido sin ningún medio de transporte.

—Un plan muy inteligente —le espetó a Arlina, pues necesitaba descargar parte de su rabia—. Muy inteligente. ¿Y ahora qué hacemos?

—Tenemos que volver al castillo —contestó Arlina con voz débil.

—¡Cuando lleguemos allí, seguramente Sirius ya estará muerto! —replicó Harry, y pegó una patada a un árbol que tenía cerca.

Entonces se oyeron unos chillidos en la copa del árbol; Harry miró hacia arriba y vio a un enojado bowtruckle que lo amenazaba con sus largos dedos.

—De todos modos, Harry, ¿cómo pensabas llegar hasta Londres?

—Sí, eso mismo nos preguntábamos nosotros —dijo una voz conocida detrás de ella.

Harry y Arlina se juntaron instintivamente y escudriñaron la espesura. Entonces vieron aparecer a Ron, y corriendo detrás de él, a Hermione, Ginny, Neville y Luna. Todos ofrecían un aspecto lamentable: Ginny tenía unos largos arañazos en una mejilla, Neville llevaba el ojo derecho amoratado, y a Ron le sangraba el labio más que nunca, pero parecían muy satisfechos de sí mismos.

—Bueno —dijo Ron apartando una rama baja. Llevaba la varita mágica de Harry en la mano—, ¿se les ocurre algo?

—¿Cómo lograron escapar? —preguntó Harry, atónito, al tiempo que cogía su varita.

—Con un par de rayos aturdidores, un encantamiento de desarme y un bonito embrujo paralizante, obra de Neville —contestó Ron sin darle importancia mientras le devolvía también a Arlina su varita mágica—. Pero Ginny ha sido la que más se ha lucido: le ha hecho a Malfoy el maleficio de los mocomurciélagos; ha sido genial, tenía toda la cara cubierta de gargajos. Desde la ventana hemos visto que iban hacia el bosque y los seguimos. ¿Qué le hicieron a la profesora Umbridge?

—Se llevó una manada de centauros —respondió Harry.

—¿Y a ustedes los dejaron aquí? —preguntó Ginny estupefacta.

—No, los ahuyentó Grawp —contestó Arlina.

—¿Quién es Grawp? —preguntó Luna con mucho interés.

—El hermano pequeño de Hagrid —respondió Ron—. Bueno, ahora eso no importa. Harry, ¿qué averiguaste en la chimenea? ¿Tiene Quien-tú-sabes a Sirius o...?

—Sí —afirmó Harry, y notó otra fuerte punzada en la cicatriz—, y estoy seguro de que Sirius todavía está vivo, pero no sé cómo vamos a ir hasta allí para ayudarlo.

Todos se quedaron en silencio con aspecto de estar bastante asustados; el problema al que se enfrentaban parecía insuperable.

—Tendremos que ir volando, ¿no? —soltó Luna con un tono realista que Harry nunca le había oído emplear.

—Bien —contestó Harry con fastidio, y se volvió hacia ella—. En primer lugar, olvídate del "tendremos", porque tú no vas a ninguna parte, y en segundo lugar, Ron es el único que tiene una escoba que no esté custodiada por un trol de seguridad, de modo que...

—¡Yo también tengo una escoba! —saltó Ginny.

—Sí, pero tú no vienes —la atajó Ron.

—¡Perdona, pero a mí me importa tanto como a ti lo que le pase a Sirius! —protestó Ginny, y apretó las mandíbulas, con lo que de pronto resaltó su parecido con Fred y George.

—Eres demasiado... —empezó a decir Harry, pero Ginny lo interrumpió con fiereza.

—Tengo tres años más de los que tenías tú cuando te enfrentaste a Quien-tú-sabes por la piedra filosofal, y gracias a mí Malfoy está atrapado en el despacho de la profesora Umbridge defendiéndose de unos gigantescos mocos voladores.

—Sí, pero...

—Todos pertenecíamos al ED —intervino Neville con serenidad—. ¿No se trataba de prepararnos para pelear contra Quien-tú-sabes? Pues ésta es la primera ocasión que tenemos de actuar. ¿O es que todo aquello era sólo un juego?

—No, claro que no... —contestó Harry impaciente.

—Entonces nosotros también deberíamos ir —razonó Neville—. Podemos ayudar.

—Es verdad —coincidió Luna, y sonrió.

Harry miró a Ron. Sabía que su amigo estaba pensando exactamente lo mismo que él: si hubiera podido elegir entre los miembros del ED para que unos cuantos lo acompañaran a rescatar a Sirius, aparte de Arlina, Ron, Hermione y él mismo, jamás se le habría ocurrido escoger ni a Ginny, ni a Neville, ni a Luna.

—Bueno, no importa —dijo Harry con frustración—, porque de todos modos todavía no sabemos cómo vamos a ir...

—Creía que eso ya lo habíamos decidido —terció Luna consiguiendo que Harry se desesperara aún más—. ¡Volando!

—Mira —dijo Ron, que ya no podía contenerse—, tú quizá puedas volar sin escoba, pero a los demás no nos crecen alas cada vez que...

—Hay otras formas de volar —puntualizó Luna.

Arlina frunció el ceño, sintiendo curiosidad. Luna era un poco extraña, diferente, pero no era una mentirosa ni haría una broma en un momento de vida o muerte.

—Sí, claro, ahora nos dirás que podemos volar en un scorky de cuernos escarolados o como se llame, ¿no? —dijo Ron.

—Los snorkacks de cuernos arrugados no pueden volar —aclaró Luna muy circunspecta—, pero ésos sí, y Hagrid dice que siempre encuentran el lugar al que quiere ir la persona que los monta. —Y Luna señaló hacia el bosque.

Arlina se dio la vuelta. Entre dos árboles había dos thestrals que observaban a los chicos como si entendieran cada palabra de la conversación que estaban manteniendo. Los blancos ojos de los animales relucían fantasmagóricamente.

—¡Claro! —susurró Arlina, y se acercó a ellos.

Los thestrals movieron la cabeza con forma de dragón y agitaron las largas y negras crines; Arlina estiró un brazo, ilusionada, y acarició el reluciente cuello del que tenía más cerca. Era tan espectacular como verlos como su patronus, y le enorgullecía que una criatura tan increíbles fuera su protector contra los dementores.

—¿Qué son, esa especie de caballos? —preguntó Ron con aire vacilante, dirigiendo la mirada hacia un punto situado más o menos a la izquierda del thestral que Arlina estaba acariciando— ¿Esos que no puedes ver a menos que hayas presenciado cómo alguien estira la pata?

—Sí —contestó Arlina.

—¿Cuántos hay?

—Sólo dos.

—Pues necesitamos cuatro —sentenció Hermione, que todavía estaba un poco agitada pero decidida a pesar de todo.

—¿Cuatro, Hermione? —la corrigió Ginny con el entrecejo fruncido.

—Creo que en realidad somos siete —aclaró Luna con calma, y contó a sus compañeros.

—¡No digan tonterías, no podemos ir todos! —gritó Harry— Miren, ustedes tres —señaló a Neville, Ginny y Luna— no tienen nada que ver con esto, ustedes no —Los aludidos volvieron a protestar. Harry notó otro pinchazo en la cicatriz, más doloroso esta vez. Cada minuto que perdían era valiosísimo; no tenía tiempo para discutir—... Está bien, de acuerdo. Ustedes lo quisieron —dijo con aspereza—. Pero si no encontramos más thestrals no podremos...

—Tranquilo, vendrán más —sentenció Arlina.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque, por si no te has dado cuenta, tú y yo vamos cubiertos de sangre —explicó Arlina fríamente—, y Hagrid utiliza carne cruda para atraer a los thestrals. Supongo que por ese motivo han venido estos dos.

Entonces Arlina notó que algo tiraba débilmente de su túnica y giró la cabeza: el thestral que tenía más cerca le lamía la manga, que estaba empapada de la sangre de Grawp.

—De acuerdo —dijo Harry; se le acababa de ocurrir una idea genial—. Arlina y yo cogeremos estos dos e iremos por delante; ustedes pueden quedarse aquí y esperan a más thestrals...

—¡No vamos a quedarme atrás! —chilló Hermione, furiosa.

—No hará falta —afirmó Luna, sonriente—. Mira, ya llegan más... Debéis de apestar...

—Está bien —aceptó Harry a regañadientes—. Elijan uno cada uno y móntenlos 

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