51. Días del pasado
A Harry se le encogió el estómago al recordar que tenía clase de Oclumancia. Pasó todo el día siguiente temiendo qué iba a decirle Snape si se enteraba de hasta dónde se había adentrado en el Departamento de Misterios en su último sueño. Se dio cuenta, arrepentido, de que no había practicado Oclumancia ni una sola vez desde la última clase, pero habían pasado demasiadas cosas desde que Dumbledore se había marchado; estaba seguro de que no habría podido vaciar su mente, aunque lo hubiera intentado. Sin embargo, dudaba que Snape aceptara eso como excusa.
Aquel día intentó practicar un poco durante las clases, pero no sirvió de nada. Arlina le preguntaba qué le ocurría cada vez que él se quedaba callado intentando alejar de su mente toda emoción y todo pensamiento, aunque había que reconocer que poner la mente en blanco en clase, mientras los profesores los acribillaban a preguntas de repaso, no era lo más adecuado.
Después de la cena, Harry se dirigió al despacho de Snape preparado para lo peor. Bajó la escalera hacia la mazmorra. Estaba que echaba chispas, y sabía por experiencia que a Snape le resultaría mucho más fácil entrar en su mente si llegaba enfadado y resentido.
—Llegas tarde, Potter —se quejó fríamente cuando Harry cerró la puerta tras él.
El profesor estaba de pie de espaldas a Harry, retirando algunos pensamientos de su mente, como de costumbre, y colocándolos con cuidado en el pensadero de Dumbledore. Dejó la última hebra plateada en la vasija de piedra y se volvió para mirarlo.
—Bueno —dijo—. ¿Has practicado?
—Sí —mintió Harry, fijando la vista en una de las patas de la mesa de Snape.
—Ahora lo veremos, ¿no? —comentó éste con voz queda—. Saca la varita, Potter —Harry se colocó en la posición de siempre, frente al profesor, entre éste y su mesa. Estaba muy enfadado con Cho y muy preocupado por lo que Snape pudiera sacar de su mente—. Contaré hasta tres —anunció Snape perezosamente— Uno, dos...
Pero de pronto se abrió la puerta y Draco Malfoy entró atropelladamente en el despacho.
—Profesor Snape, señor... ¡Oh, lo siento!
Malfoy se quedó mirando a Snape y a Harry, sorprendido.
—No pasa nada, Draco —lo tranquilizó el hombre, y bajó la varita—. Potter ha venido a repasar pociones curativas.
Harry no había visto a Malfoy tan contento desde el día en que la profesora Umbridge se presentó para supervisar la clase de Hagrid.
—No lo sabía —masculló mirando con gesto burlón a Harry, que se había puesto muy colorado. Habría dado cualquier cosa por gritarle la verdad a Malfoy, o mejor aún, por echarle una buena maldición.
—¿Qué ocurre, Draco? —preguntó Snape.
—Es la profesora Umbridge, señor. Han encontrado a Montague, señor, ha aparecido dentro de un servicio del cuarto piso.
Harry recordaba bien que los gemelos Weasley lo habían puesto ahí después de que les bajó puntos.
—¿Cómo llegó allí?
—No lo sé, señor. Está un poco aturdido.
—Está bien, está bien. Potter —dijo Snape—, continuaremos la clase mañana por la noche.
Y tras pronunciar esas palabras Snape salió pisando fuerte del despacho. Cuando el profesor estaba de espaldas, Malfoy miró a Harry y, moviendo los labios sin emitir ningún sonido, dijo: "¿Pociones curativas?" y siguió a Snape.
Harry, que hervía de rabia, se guardó la varita mágica en la túnica y se dispuso a abandonar el despacho. Al menos tenía veinticuatro horas más para practicar; sabía que debía estar agradecido por haberse salvado por los pelos, aunque fuera a costa de que Malfoy le contara a todo el colegio que necesitaba clases particulares de pociones curativas.
Sin embargo, cuando ya estaba a punto de marcharse, vio una mancha de luz temblorosa que danzaba en el marco de la puerta. Se detuvo y se quedó mirándola, y recordó algo... Entonces cayó en la cuenta: se parecía un poco a las luces que había visto en el sueño de la noche anterior, cuando entró en la segunda habitación, durante su incursión en el Departamento de Misterios.
Se dio la vuelta. La luz provenía del pensadero, que estaba encima de la mesa de Snape. Su contenido, de un blanco plateado, fluía y se arremolinaba. Los pensamientos de Snape... Lo que el profesor no quería que Harry viera si el chico le rompía accidentalmente las defensas...
Harry se quedó mirando el pensadero, muerto de curiosidad. ¿Qué era aquello que Snape tanto quería ocultarle?
Las luces plateadas temblaban en la pared. El muchacho avanzó un par de pasos hacia la mesa dándole vueltas al asunto. ¿Y si lo que Snape estaba decidido a ocultarle era información acerca del Departamento de Misterios?
Harry miró hacia la puerta; el corazón le latía más fuerte y más deprisa que nunca. ¿Cuánto podía tardar Snape en rescatar a Montague del servicio? ¿Volvería después directamente al despacho o acompañaría a Montague a la enfermería? Seguro que lo acompañaba... Montague era el capitán del equipo de quidditch de Slytherin, y Snape querría asegurarse de que se encontraba bien.
Harry siguió andando hacia el pensadero, se plantó delante de él y observó su contenido. Vaciló un momento aguzando el oído, y luego volvió a sacar la varita mágica. No se oía nada ni en el despacho ni en el pasillo, así que dio un ligero golpe en el pensadero con la punta de su varita. La sustancia plateada empezó a arremolinarse muy deprisa. Harry se inclinó sobre ella y vio que se había vuelto transparente. Una vez más, estaba mirando desde arriba el interior de una sala, a través de una ventana circular que había en el techo... Entonces comprendió que, a menos que se equivocara, lo que estaba viendo era el Gran Comedor.
Estaba empañando con el aliento la superficie de los pensamientos de Snape... Tenía la sensación de que su cerebro esperaba algo... Sería una locura hacer lo que estaba tan tentado de hacer... Temblaba... Snape podía regresar en cualquier momento... Pero Harry pensó en el gesto burlón de Malfoy, y un coraje imprudente se apoderó de él.
Inspiró hondo y hundió la cara en la superficie de los pensamientos de Snape. Inmediatamente, el suelo del despacho dio una sacudida y Harry cayó de cabeza dentro del pensadero.
Se precipitaba en una fría oscuridad, girando con furia sobre sí mismo, y entonces...
Estaba de pie.
El sol entraba a raudales por las altas ventanas y caía sobre las cabezas de los alumnos, arrancándoles destellos dorados, cobrizos y castaños. Harry miró atentamente a su alrededor. Snape tenía que estar por allí... Ese recuerdo era suyo...
Y, en efecto, allí estaba, sentado detrás de Harry. Éste se quedó mirándolo. El adolescente Snape tenía un aire pálido y greñudo, como una planta que no ha visto mucho la luz. Su cabello, lacio y grasiento, caía sobre la mesa; y mientras escribía, tenía la ganchuda nariz pegada al trozo de pergamino.
Así pues, Snape debía de tener quince o dieciséis años, más o menos la edad que tenía Harry.
Harry miró a su padre a la edad de quince años.
Notó una fuerte emoción y se le hizo un nudo en la garganta. Era como si se estuviera mirando a sí mismo, pero con algunas diferencias evidentes. Los ojos de James eran castaños, la nariz, un poco más larga que la de Harry, y no había ninguna cicatriz en la frente, pero ambos tenían la misma cara delgada, la misma boca, las mismas cejas; James tenía también el mismo remolino que Harry en la coronilla, las manos podrían haber sido las de su hijo, y Harry estaba seguro de que, cuando su padre se levantara, comprobaría que medían más o menos lo mismo.
James dio un gran bostezo y se pasó la mano por el pelo, despeinándoselo aún más. Entonces, tras echar un vistazo hacia donde estaba el profesor Flitwick, giró la cabeza y sonrió a un muchacho que estaba sentado cuatro mesas más atrás.
Harry volvió a sentirse embargado por la emoción al ver a Sirius haciéndole a James una señal de aprobación con el pulgar. Sirius estaba cómodamente repantigado, y se mecía sobre las patas traseras de la silla. Era muy atractivo; el oscuro cabello le tapaba los ojos con una elegante naturalidad que ni James ni Harry habrían conseguido, y una chica que estaba sentada detrás de él lo miraba expectante, aunque Sirius no parecía haber reparado en ese detalle. Y dos asientos más allá del de la chica (Harry notó un placentero cosquilleo en el estómago) estaba Remus Lupin. Estaba muy pálido (¿se acercaba la luna llena?) y muy concentrado en el examen; mientras releía sus respuestas, se rascaba la barbilla con el extremo de la pluma, con el entrecejo ligeramente fruncido.
Eso significaba que Colagusano también debía de estar por allí... Y, en efecto, Harry no tardó en dar con él: un chico menudo con cabello castaño claro y nariz puntiaguda.
Se detuvieron bajo la sombra del árbol que había a orillas del lago, donde Harry, Ron y Hermione habían pasado un domingo terminando sus deberes, y se tumbaron en la hierba. Harry giró la cabeza una vez más y vio, complacido, que Snape también se había sentado en la hierba, bajo la densa sombra de unos matorrales. Y de ese modo observaba a su padre y a sus tres amigos. El sol hacía brillar la lisa superficie del lago, a cuya orilla se habían instalado el grupo de risueñas chicas que acababan de salir del Gran Comedor; se habían quitado los zapatos y los calcetines y se estaban refrescando los pies en el agua.
—Me aburro —comentó Sirius—. ¡Ojalá hubiera luna llena!
—¿Te aburres? —se extrañó Lupin desde detrás de su libro—. Todavía nos queda Transformaciones; si te aburres puedes preguntarme la lección. Toma... —Y le pasó su libro.
Pero Sirius soltó un resoplido y dijo:
—No necesito el libro, me lo sé de memoria.
—Esto te animará, Canuto —comentó James en voz baja—. Mira quién está allí...
Sirius giró la cabeza y se quedó muy quieto, como un perro que ha olfateado un conejo.
—Fantástico —dijo con voz queda—. Quejicus.
Harry se volvió para ver a quién estaba mirando Sirius. Snape se había levantado y estaba guardando la hoja del TIMO en su mochila.
Cuando salió de la sombra de los matorrales y echó a andar por la extensión de césped, Sirius y James se pusieron en pie.
Lupin y Colagusano permanecieron sentados: Lupin seguía con la vista fija en el libro, aunque no movía los ojos y entre sus cejas había aparecido una pequeña arruga; Colagusano miraba a Sirius y a James y luego a Snape con avidez y expectación.
—¿Todo bien, Quejicus? —preguntó James en voz alta.
Snape reaccionó tan deprisa que dio la impresión de que estaba esperando un ataque: soltó su mochila, metió la mano dentro de su túnica y cuando empezó a levantar la varita, James gritó:
—¡Expelliarmus!
La varita de Snape saltó por los aires y cayó con un ruido sordo en la hierba, detrás de él. Sirius soltó una carcajada.
—¡Impedimenta! —exclamó éste señalando con su varita a Snape, que tropezó y cayó al suelo cuando se lanzaba a recoger su varita.
Muchos estudiantes se habían vuelto para mirar. Algunos se habían levantado y se acercaban poco a poco. Unos parecían preocupados; otros, divertidos.
Snape estaba tirado en el suelo, jadeante. James y Sirius avanzaron hacia él con las varitas levantadas; James giraba de vez en cuando la cabeza para mirar a las chicas que había sentadas al borde del lago. Colagusano también se había puesto en pie y había pasado junto a Lupin para ver mejor.
—¿Cómo te ha ido el examen, Quejicus? —preguntó James.
—Me he fijado en él, tenía la nariz pegada al pergamino —aseguró Sirius con maldad—. Su hoja debe de estar llena de manchas de grasa; no van a poder leer ni una palabra.
Varios estudiantes que estaban mirando rieron; era evidente que Snape no tenía muchos amigos. Colagusano rió con estridencia. Snape, por su parte, intentaba levantarse, pero el embrujo todavía duraba, de modo que forcejeaba como si estuviera atado con cuerdas invisibles.
—Esperen... y verán —dijo entrecortadamente contemplando con profundo odio a James—. ¡Esperen... y verán!
—¿Qué veremos? —preguntó Sirius impávido—. ¿Qué vas a hacer, Quejicus, limpiarte los mocos en nuestra ropa?
Snape soltó un torrente de palabrotas mezcladas con maleficios, pero como su varita había ido a parar a tres metros de él, no pasó nada.
—Vete a lavar esa boca —le espetó James—. ¡Fregotego!
Inmediatamente empezaron a salir rosadas pompas de jabón de la boca de Snape; la espuma le cubría los labios, le provocaba arcadas y hacía que se atragantara...
—¡DÉJENLO EN PAZ!
James y Sirius giraron la cabeza. Inmediatamente, James se llevó la mano que tenía libre a la cabeza y se revolvió el cabello.
Era una de las chicas de la orilla del lago. Tenía una poblada mata de cabello rojo oscuro que le llegaba hasta los hombros, y unos ojos almendrados de un verde asombroso, iguales que los de Harry.
Era su madre.
—¿Qué tal, Evans? —la saludó James con un tono de voz mucho más agradable, grave y maduro.
—Déjenlo en paz —repitió Lily. Miraba a James sin disimular una profunda antipatía—. ¿Qué les ha hecho?
—Bueno —respondió James, e hizo como si reflexionara acerca de la pregunta—, es simplemente que existe, no sé si me explico...
Muchos estudiantes que se habían acercado rieron, incluidos Sirius y Colagusano, pero Lupin, que seguía en apariencia concentrado en su libro, no se rio, y tampoco lo hizo Lily.
—Te crees muy gracioso —afirmó ella con frialdad—, pero no eres más que un sinvergüenza arrogante y bravucón, Potter. Déjalo en paz.
—Lo dejaré en paz si sales conmigo, Evans —replicó rápidamente James—. Vamos, sal conmigo y no volveré a apuntar a Quejicus con mi varita.
A sus espaldas, el efecto del embrujo paralizante estaba remitiendo y Snape se arrastraba con lentitud hacia su varita, escupiendo espuma de jabón.
—No saldría contigo, aunque tuviera que elegir entre tú y el calamar gigante —le aseguró Lily.
—Mala suerte, Cornamenta —exclamó Sirius con viveza, y se volvió hacia Snape—. ¡Eh!
Demasiado tarde: Snape apuntaba con su varita a James; se produjo un destello de luz, un tajo apareció en la cara de James y la túnica se le manchó de sangre. James giró rápidamente sobre sí mismo: hubo otro destello, y Snape quedó colgado por los pies en el aire; la túnica le tapó la cabeza y dejó al descubierto unas delgadas y pálidas piernas y unos calzoncillos grisáceos.
Muchos de los curiosos vitorearon a James; Sirius, James y Colagusano rieron a carcajadas.
Lily, cuya expresión de rabia había vacilado un instante, como si fuera a sonreír, gritó:
—¡Bájalo!
—Como quieras —convino James, y apuntó hacia arriba con su varita.
Snape cayó al suelo como un montón de ropa arrugada. Se desenredó de la túnica y se puso rápidamente en pie, con la varita en la mano, pero Sirius exclamó "¡Petrificus totalus!" y Snape volvió a caer de bruces, rígido como una tabla.
—¡DÉJENLO EN PAZ! —gritó Lily, que ahora también enarbolaba su varita.
James y Sirius la miraron con cautela.
—Evans, no me obligues a echarte un maleficio —protestó James con seriedad.
—¡Pues retírale la maldición!
James exhaló un hondo suspiro, se volvió hacia Snape y pronunció la contramaldición.
—Ya está —dijo mientras Snape se ponía trabajosamente en pie—. Has tenido suerte de que Evans estuviera aquí, Quejicus...
—¡No necesito la ayuda de una asquerosa sangre sucia como ella!
Lily parpadeó y, fríamente, dijo:
—La próxima vez no me meteré donde no me llaman. Y, por cierto —añadió—, yo que tú me lavaría los calzoncillos, Quejicus.
—¡Pídele disculpas a Evans! —le gritó James a Snape, apuntándolo amenazadoramente con la varita.
—No quiero que lo obligues a pedirme disculpas —le gritó Lily a James—. Tú eres tan detestable como él.
—¿Qué? —gritó James— ¡Yo jamás te llamaría... eso que tú sabes!
—Siempre estás desordenándote el pelo porque crees que queda bien que parezca que acabas de bajarte de la escoba, vas presumiendo por ahí con esa estúpida snitch, te pavoneas y echas maleficios a la gente por cualquier tontería... Me sorprende que tu escoba pueda levantarse del suelo, con lo que debe de pesar tu enorme cabeza. ¡Me das asco! —exclamó, y dio media vuelta y se marchó de allí a buen paso.
—¡Evans! —le gritó James—. ¡Eh, EVANS!
Pero Lily no miró hacia atrás.
—¿Qué mosca le ha picado? —dijo James intentando en vano fingir que era una pregunta hecha al azar, y que en realidad no le importaba.
—Leyendo entre líneas, yo diría que te encuentra un poco creído, amigo mío —apuntó Sirius.
—Está bien —aceptó James con gesto de fastidio—. Está bien... —Entonces se produjo otro destello y Snape volvió a colgar por los pies en el aire—. ¿Quién quiere ver cómo le quito los calzoncillos a Snape?
Cuando James estuvo por hacer otro movimiento con su varita, está saliendo volando de su mano. Todos voltearon alrededor, buscando al responsable.
—Aléjate, Potter, o convertiré a tus amiguitos en lo que son: gusanos inmundos.
La gente ahogó gritos de sorpresa. Harry observó al dueño de la voz. Era un muchacho alto, más que los demás, era delgado y de rostro anguloso y definido, con facciones masculinas y de cabello rubio como el oro y ojos azules como un mar cristalino. Parecía ser de un grado mayor, y los colores de su uniforme eran esmeralda y plata, además de ser Prefecto. Las chicas suspiraron al verlo atravesar la multitud, pero no venía solo.
Una chica de Hufflepuff con grandes ojos castaños y larga y brillosa melena lo seguía de cerca. Era tan bonita como una muñeca. Sus mejillas eran rosadas, sus labios apretados en una línea furiosa, y su pequeña mano con uñas pintadas sostenía firmemente una elegante varita blanca. También llevaba la insignia de Prefecta.
Si Harry no supiera que se encontraba en un recuerdo de Snape de hace décadas, hubiera pensado que era Arlina. No pudo evitar mirarla con la boca abierta. Se parecían tanto, aunque no tenían los mismos ojos.
—Slughorn, ¿vienes a que mostremos tus calzoncillos también?
Harry se sorprendió de oír ese apellido. Lo recordaba bien. Moody le había contado en confidencialidad que el padre de Arlina se llamaba Aleksander Slughorn. Arlina no tenía ni idea. Aún lo carcomía la culpa por tener esa información y no contársela aún. Algo se lo impedía.
Slughorn no repondió, ni siquiera parpadeó, lo que confundió a Harry cuando vio que Snape descendía cuidadosamente y los pantalones volvían a subirse para taparle la ropa interior. Se dio cuenta de que había sido Nora Winchester cuando la vio bajar la varita. Ni siquiera había pronunciado el hechizo.
Snape se acomodó rápidamente y levantó la varita.
—No lo valen, Severus. Vámonos —le dijo Nora con voz relajante, únicamente centrando su atención en Snape.
Sirius se rio.
—Sí, Quejicus. Corre a llorar con tus...
—¡Palalingua!
El grito de Slughorn y el destello de su varita hizo regresar la conmoción. Todos miraron a Sirius, quien se había quedado callado. Nada parecía pasarle, hasta que intentó hablar. Su lengua estaba pegada al paladar, impidiéndole hablar y sólo dejándolo hacer ruidos incomprensibles. No hubo un solo estudiante que no se hubiera reído, mientras James y Lupin trataban de terminar el encantamiento.
—¡Ya verás, Slughorn! —gritó James, nuevamente levantando la varita y apuntándolo.
—Baja la varita y no te avergüences más, Potter —le aconsejó Aleksander, todavía impasible.
Pero Harry no llegó a saber si su padre vengó a su Sirius. Entonces, se encontró de nuevo plantado ante el pensadero que había encima de la mesa del oscuro despacho del que, en la actualidad, era su profesor de Pociones.
—¿Y bien? —preguntó Snape; le apretaba tanto el brazo que a Harry empezó a dormírsele la mano— ¿Te lo has pasado bien, Potter?
—N-no —contestó Harry al mismo tiempo que intentaba liberar su brazo.
Snape daba miedo: le temblaban los labios, estaba blanco como el papel y enseñaba los dientes.
—Tu padre era un tipo muy gracioso, ¿verdad? —dijo el profesor, y zarandeó a Harry hasta que le resbalaron las gafas por la nariz.
—Yo... no...
Snape empujó a Harry con todas sus fuerzas y éste cayó estrepitosamente contra el suelo de la mazmorra.
—¡No le cuentes a nadie lo que has visto! —bramó Snape.
—No —repuso Harry, y se levantó tan lejos como pudo de Snape—. No, claro que no...
—¡Largo de aquí! ¡No quiero volver a verte jamás en este despacho!
Harry salió disparado hacia la puerta. Abrió la puerta de un tirón, echó a correr por el pasillo y no paró hasta que estuvo a tres pisos de distancia de Snape.
No le apetecía volver tan pronto a la torre de Gryffindor, ni contarles a Ron y a Hermione lo que acababa de ver, pero no se sentía muy seguro de si podría contárselo a Arlina. Si se sentía horrorizado y desdichado no era porque Snape le hubiera gritado ni porque le hubiera lanzado un tarro de cucarachas, sino porque él sabía qué experimentaba uno cuando lo humillaban en medio de un corro de curiosos, y sabía exactamente qué había sentido Snape cuando su padre se había burlado de él; a juzgar por lo que acababa de ver, su padre había sido tan arrogante como Snape siempre le había dado a entender.
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