50. Nueva directora
POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA
Dolores Jane Umbridge (Suma Inquisidora) sustituye a Albus Dumbledore como director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.
Esta orden se ajusta al Decreto de Enseñanza n.°28. Firmado:
Cornelius Oswald Fudge ministro de Magia
Los carteles habían aparecido en el colegio durante la noche, pero eso no explicaba cómo era posible que todo el mundo, sin exceptuar a nadie en el castillo, supiera que Dumbledore había burlado a dos aurores, a la Suma Inquisidora, al ministro de Magia y a su asistente júnior, y había escapado.
Fuera a donde fuese, Arlina comprobaba que el único tema de conversación era la huida de Dumbledore, y pese a que algunos de los detalles se habían modificado al volverlos a contar (Arlina oyó cómo una alumna de segundo le aseguraba a otra que Fudge estaba ingresado en el Hospital San Mungo con una calabaza por cabeza), resultaba sorprendente lo preciso que era el resto de la información que tenían.
Todos sabían, por ejemplo, que Harry, Arlina y Cho habían sido los únicos estudiantes que habían presenciado la escena en el despacho de Dumbledore, pero como Cho estaba en la enfermería, Arlina y Harry se vieron asediados por sus compañeros, que les pedían un relato de primera mano.
—Dumbledore no tardará en volver —aseguró Susan Bones con aplomo cuando regresaban de Herbología—. Cuando estábamos en segundo, no consiguieron alejarlo de aquí mucho tiempo, y esta vez tampoco lo conseguirán. El Fraile Gordo me ha dicho —adoptó un tono confidencial y bajó la voz, de modo que Greg y Arlina tuvieron que acercarse más para oírla— que anoche la profesora Umbridge trató de entrar en el despacho del director después de buscar a Dumbledore por todos los rincones del castillo y los jardines. Pero la gárgola no se apartó de la puerta. El despacho se había cerrado para impedirle la entrada —Susan sonrió con suficiencia—. Por lo visto, le dio un berrinche de miedo.
—Seguro que le habría encantado sentarse en el despacho del director —dijo Arlina con rabia mientras subían la escalera de piedra hacia el vestíbulo—. No soporto la prepotencia con la que trata a los demás profesores, la muy estúpida, engreída y arrogante...
—Adoro cuando se pone así —se rio Greg, quien se había unido a ellas en el pasillo, señalando a Arlina—. Es como ver a un cachorro furioso, aunque con una buena fuerza de mordida, sin duda.
Hannah y Susan se rieron también, pero Arlina no hizo más que ver a Malfoy, Crabbe, Goyle y Parkinson ir por el pasillo en dirección opuesta con aire de superioridad y bajando puntos a todos los que no fueran Slytherin por las excusas más ridículas.
Umbridge había creado la Brigada Inquisitorial. Había seleccionado a un grupo de alumnos, todos de Slytherin, y les había dado unas insignias con una "BI" diminutas y plateadas que llevaban en la túnica. Los miembros de la Brigada Inquisitorial tenían autoridad para descontar puntos incluso a los prefectos.
—No puede ser que esté autorizado a descontar puntos... Eso es ridículo..., desmontará por completo el sistema de prefectos —dijo Hannah muy afligida.
—Nos vemos después —se despidió Susan, agarrando el brazo de Hannah—. Cuídense de la Brigada. Ya nos han quitado demasiados puntos.
—Ustedes también —dijo Greg, caminando junto a Arlina.
Bajaron por la escalera de mármol y se reunieron con Harry, Ron y Hermione frente a los relojes de arena.
—Malfoy acaba de descontarnos cincuenta puntos —explicó Harry, furioso, mientras unas cuantas gemas más pasaban de la parte inferior a la superior del reloj de arena de Gryffindor.
—¿Cincuenta? —exclamó Greg, horrorizado.
—Sí —se lamentó Ron.
De repente, una multitud que descendía por la escalera hacia el comedor los hizo voltear. Algo extraño estaba sucediendo. Tal vez Umbridge había hecho acto de presencia unos pasillos más atrás y venía detrás de todos.
—Miren, creo que deberíamos largarnos de aquí —opinó Hermione con nerviosismo—, por si acaso...
Arlina, Greg y Harry asintieron.
—Está bien —admitió Ron, y los cinco se encaminaron hacia las puertas del Gran Comedor, pero cuando Arlina apenas había vislumbrado el techo de aquel día, por el que se deslizaban unas nubes blancas, alguien le dio unos golpecitos en el hombro, y, al girarse, casi chocó contra la cara de Filch, el conserje. Arlina se apresuró a dar unos cuantos pasos hacia atrás; a Filch era mejor verlo desde lejos.
—La directora quiere verte, Winchester —dijo el hombre con una sarcástica sonrisa, y cambió la dirección de su mirada—. A ti también, Potter.
Arlina frunció el ceño y se preguntó por que Umbridge siempre los llamaba a su despacho juntos, jamás por separado. ¿Creía que era más fácil romperlos y sacarles información? ¿Los haría torturarse de nuevo hasta obligarlos a confesar? ¿Les pondría veritaserum en la sopa de la cena?
—No no fui —repuso Harry maquinalmente.
Los carrillos de Filch temblaron, sacudidos por una risa silenciosa.
—Tienes remordimientos de conciencia, ¿eh? —comentó entre resuellos—. Síganme
Arlina miró a Greg con los ojos blanco, a lo que el sonrió divertido. Harry miró a Ron y Hermione, que parecían preocupados, y luego se encogió de hombros, tomó a Arlina de la mano y siguieron a Filch por el vestíbulo, contra la marea de estudiantes hambrientos. Filch estaba de un buen humor poco habitual en él; tarareaba con la boca cerrada mientras subían por la escalera de mármol. Cuando llegaron al primer rellano, el conserje dijo:
—Las cosas están cambiando.
—Ya lo he notado —repuso Harry con apatía.
—Sí... Llevo años diciéndole a Dumbledore que es demasiado blando con ustedes —les contó el conserje chasqueando la lengua con desprecio—. Ustedes, pequeñas bestias inmundas, nunca habrían tirado bombas fétidas si yo hubiera estado autorizado a azotarlos hasta dejaros en carne viva, ¿verdad que no? A nadie se le habría ocurrido lanzar discos voladores con colmillos por los pasillos si yo hubiera podido colgarlos por los tobillos en mi despacho, ¿verdad que no? Pero cuando entre en vigor el Decreto de Enseñanza número veintinueve, podré hacer todas esas cosas... Y la nueva directora ha pedido al ministro que firme una orden para expulsar a Peeves. Sí, ya lo creo, las cosas van a ser muy diferentes por aquí ahora que ella está al mando...
Era evidente que la profesora Umbridge había hecho todo lo posible para ganarse la simpatía de Filch, pensó Harry, y lo peor era que seguramente el conserje resultaría un arma muy útil; podía decirse que nadie conocía como él los escondites y los pasadizos secretos del colegio, después de los gemelos Weasley.
—Ya hemos llegado —indicó Filch sonriendo con malicia mientras daba tres golpes en la puerta del despacho de la profesora Umbridge y la abría—. Le traigo a Potter y Winchester, señora.
El despacho de la profesora Umbridge, con el que Arlina ya estaba familiarizado tras sus numerosos castigos, estaba igual que siempre. La única excepción era el enorme bloque de madera que había en la parte delantera de su mesa, con unas letras doradas que rezaban: "DIRECTORA".
La Saeta de Fuego de Harry y las Barredoras de Fred y George estaban atadas con cadenas, a su vez aseguradas con candados, a una sólida barra de hierro que había en la pared, detrás de la mesa, y al verlas Harry notó una punzada de dolor.
La profesora Umbridge estaba sentada detrás de la mesa, muy ocupada escribiendo en un trozo de su pergamino rosa, pero levantó la cabeza y mostró una amplia sonrisa al verlos entrar.
—Gracias, Argus —dijo con dulzura.
—De nada, señora, de nada —repuso Filch, que se inclinó todo lo que le permitió su reumatismo y salió caminando hacia atrás.
—Siéntense —les indicó la profesora Umbridge de manera cortante señalando dos sillas.
Ambos se sentaron y la profesora siguió escribiendo. Arlina se fijó en los gatitos que retozaban en los platos que la profesora Umbridge tenía colgados en la pared, y se preguntó qué nueva y espeluznante sorpresa le tendría preparada.
—Bueno —dijo por fin la profesora mientras dejaba la pluma encima de la mesa. Parecía un sapo a punto de engullir una mosca especialmente sabrosa—. ¿Qué te apetece beber?
—¿Cómo dice? —preguntó Harry, convencido de que no había oído bien.
Arlina instantáneamente se tensó. Aquella parte impresionantemente paranoica, instalada de forma inconsciente a través de los años por su tío, la martilleó en la cabeza.
—¿Qué te apetece beber, Potter? —repitió ella, ampliando aún más su sonrisa—. ¿Té? ¿Café? ¿Zumo de calabaza? ¿Winchester?
Cada vez que nombraba una bebida, daba una sacudida con su corta varita mágica, y una taza o un vaso aparecían sobre su mesa.
—No, gracias. No tengo sed.
—Yo estoy bien. Gracias —contestó Harry después.
—Quiero que tomen algo conmigo —insistió la profesora con una voz peligrosamente dulce—. Elijan.
—Bueno..., pues té —decidió Harry, encogiéndose de hombros.
Arlina trató de mostrarse serena e inexpresiva, aunque por dentro estaba alerta y asustada. ¿Cómo le recordaba a Harry que jamás debían aceptarse alimentos o bebidas de un enemigo sin que Umbridge se diera cuenta?
—¿Y tú, Winchester?
La miró a los ojos. Ella esperaba con anhelo su respuesta, no podía esperar a servirle algo de té. No dejaría de insistir, y al menos podría sacar provecho de esto y averiguar qué tanto sabe ella y qué tanto desea saber.
—Té, por favor.
La profesora Umbridge se levantó, se colocó de espaldas a ellos y, con mucha parsimonia, añadió leche a las tazas. Entonces pasó junto a la mesa, con las tazas en las manos, sonriendo con una ternura siniestra.
—Tomen —dijo, y le dios las tazas—. Bébanlo antes de que se enfríe, ¿de acuerdo? Muy bien, Potter... Me ha parecido oportuno mantener una breve charla contigo después de los lamentables sucesos ocurridos anoche.
Harry no dijo nada. La profesora Umbridge volvió a sentarse en su silla y esperó. Se produjo una larga pausa, que la bruja interrumpió diciendo con jovialidad:
—Pero ¡si no te estás bebiendo el té!
Luego miró a Arlina.
—¿Te gustaría un poco más de azúcar, Winchester?
Harry se llevó la taza a los labios y de repente la bajó. Arlina aparentaba muy bien que bebía el té de la taza, incluso actuaba como si el líquido le pasara por la gargante, pero él podía ver bien de su costado, y el té ni siquiera le tocaba los labios. No lo estaba bebiendo.
—¿Qué pasa? —preguntó la profesora Umbridge, que seguía observándolo—. ¿Quieres azúcar?
—No —respondió Harry.
Volvió a llevarse la taza a los labios y fingió que bebía un sorbo, aunque mantuvo la boca firmemente cerrada. Arlina lo observó con alivo y orgullo de que se hubiera dado cuenta de las intenciones de la profesora. No estaba bebiendo el té.
La sonrisa de la profesora Umbridge se ensanchó.
—Así me gusta —susurró—. Estupendo. Veamos —Se inclinó un poco hacia delante—... ¿Dónde está Albus Dumbledore?
—No tengo ni idea —respondió Harry sin vacilar.
—Bebe, bebe —lo animó la profesora Umbridge sin dejar de sonreír—. Dejémonos de juegos infantiles, Potter. Sé perfectamente que sabes adónde ha ido. Dumbledore y tú están juntos en este asunto desde el principio. Piensa en tus intereses, Potter...
—No sé dónde está.
Harry fingió que volvía a beber.
—Está bien —aceptó la profesora Umbridge, contrariada—. En ese caso, haz el favor de decirme dónde está Sirius Black.
Harry notó una opresión en el estómago. Le tembló la mano con que sujetaba la taza de té, que repiqueteó contra el platillo. Se llevó una vez más la taza a la boca, con los labios apretados, y unas gotas de líquido caliente se derramaron por su túnica.
—No lo sé —aseguró, quizá precipitadamente.
Arlina se tensó. Claramente la mención de su padrino lo había alterado un poco.
—Permíteme recordarte, Potter —comentó la profesora Umbridge—, que fui yo quien estuvo a punto de atrapar al criminal Black en la chimenea de Gryffindor en octubre. Sé perfectamente que estaba hablando contigo, y si tuviera alguna prueba, ninguno de los dos andaría sueltos ahora, te lo prometo. Te lo preguntaré una vez más, Potter, ¿dónde está Sirius Black?
—Ni idea —aseguró Harry en voz alta—. No tengo ni la más remota idea.
Umbridge no estaba satisfecha con sus respuestas, pero no tuvo más que protestar. Volvió a dibujar su sonrisa escalofriante y dulce antes de mirar a Arlina.
—Dime, Winchester. Me han dicho que eres buena para la clase de Adivinación. ¿Has tenido... visiones o revelaciones?
Arlina sintió que se le detenía el corazón. ¿De dónde había sacado esas sospechas?
—No, nunca. En realidad, no soy tan buena.
La sonrisa de la directora se apretó.
—¿Y tu tío? ¿Garrett Winchester tiene visiones?
—No que yo sepa —le contestó encogiéndose de hombros, antes de fingir darle otro sorbo al té.
Se miraron fijamente, tanto rato que Arlina notó que le lloraban los ojos. Entonces la profesora Umbridge se levantó.
—Muy bien, esta vez confiaré en sus palabras, pero se los advierto: el Ministerio me respalda. Todos los canales de comunicación de entrada y salida del colegio están vigilados. Hay un regulador de la Red Flu que vigila todas las chimeneas de Hogwarts, excepto la mía, por supuesto. Mi Brigada Inquisitorial abre y lee todo el correo lechucil que entra y sale del castillo. Y el señor Filch vigila todos los pasadizos secretos de entrada y salida del castillo. Si encuentro la más mínima prueba de que...
¡PUM!
El suelo del despacho tembló. La profesora Umbridge se desplazó hacia un lado y se sujetó a la mesa, impresionada.
—¿Qué ha sido eso?
Miraba hacia la puerta. Arlina aprovechó la ocasión para vaciar las dos tazas de té, casi llenas, en el jarrón de flores secas que tenía más cerca. Oía que la gente corría y gritaba varios pisos más abajo.
—¡Vuelvan al comedor! —gritó la profesora Umbridge levantando la varita y saliendo muy deprisa del despacho.
Le dieron unos segundos de ventaja y salieron tras ella para ver cuál era el origen de tanto alboroto.
No le costó mucho averiguarlo. Un piso más abajo reinaba un caos absoluto. Alguien (y Harry tenía una idea bastante aproximada de quién se trataba) había hecho explotar lo que parecía un enorme cajón de fuegos artificiales encantados.
Por los pasillos revoloteaban dragones compuestos de chispas verdes y doradas que despedían fogonazos y producían potentes explosiones; girándulas de color rosa fosforito de un metro y medio de diámetro pasaban zumbando como platillos volantes; cohetes con largas colas de brillantes estrellas plateadas rebotaban contra las paredes; las bengalas escribían palabrotas en el aire; los petardos explotaban como minas allá donde Arlina mirara, y en lugar de consumirse y apagarse poco a poco, esos milagros pirotécnicos parecían adquirir cada vez más fuerza y energía.
Filch y la profesora Umbridge estaban de pie, petrificados, en mitad de la escalera. Mientras Arlina y Harry contemplaban el espectáculo, una de las girándulas más grandes por lo visto decidió que lo que necesitaba era más espacio para maniobrar, y fue dando vueltas hacia donde estaban la profesora Umbridge y el conserje, emitiendo un siniestro "¡liiiiuuuuu!". Ambos gritaron de miedo y se agacharon, y la girándula salió volando por la ventana que tenían detrás y fue a parar a los jardines. Entre tanto, varios dragones y un enorme murciélago de color morado, que humeaba amenazadoramente, aprovecharon que había una puerta abierta al final del pasillo para escapar por ella hacia el segundo piso.
—¡Corra, Filch, corra! —gritó la profesora Umbridge— ¡Si no hacemos algo se dispersarán por todo el colegio! ¡Desmaius!
Un chorro de luz roja salió del extremo de su varita y fue a parar contra uno de los cohetes. En lugar de quedarse parado en el aire, éste explotó con tanta fuerza que hizo un agujero en el cuadro de una bruja de aspecto bobalicón, retratada en medio de un prado; la bruja corrió a refugiarse justo a tiempo, y apareció unos segundos más tarde apretujada en el cuadro de al lado, donde un par de magos que jugaban a las cartas se levantaron rápidamente para dejarle sitio.
—¡No los aturda, Filch! —gritó furiosa la profesora Umbridge, como si el conjuro lo hubiera pronunciado él.
—¡Como usted diga, señora! —exclamó resollando el conserje, quien siendo un squib jamás habría podido aturdir aquellos fuegos artificiales. Corrió hacia un armario cercano, sacó de él una escoba y empezó a golpear con ella los fuegos artificiales. Unos segundos más tarde, la parte delantera de la escoba estaba en llamas.
Arlina ya había visto suficiente; riendo, ella y Harry se agacharon cuanto pudieron, corrieron hacia una puerta que sabía que estaba un poco más allá, oculta detrás de un tapiz, y entró por ella. Allí encontró a Fred y George, que, escondidos, escuchaban los gritos de la profesora Umbridge y de Filch e intentaban contener la risa.
—Impresionante —admitió Harry en voz baja sonriendo—. Verdaderamente impresionante. El doctor Filibuster va a tener que cerrar su negocio, seguro...
—Esta vez sí que se han lucido —admitió Arlina, con las mejillas rojas por la risa.
—Gracias —susurró George, y se secó las lágrimas de risa de la cara—. Ay, espero que ahora intente un hechizo desvanecedor... Se multiplican por diez cada vez que lo intentas.
Aquella tarde los fuegos artificiales siguieron ardiendo y extendiéndose por el colegio. Pese a que ocasionaron graves trastornos, sobre todo los petardos, a los otros profesores no pareció importarles mucho.
—¡Vaya! —exclamó la profesora McGonagall con sarcasmo cuando uno de los dragones entró en su clase y se puso a volar describiendo círculos y lanzando sonoros estallidos y llamaradas—. Señorita Brown, ¿le importaría ir al despacho de la directora e informarle que un dragón se ha escapado y ha entrado en nuestra aula?
El resultado de aquel jaleo fue que la profesora Umbridge se pasó la primera tarde como directora corriendo por el colegio y acudiendo a los llamamientos de los otros profesores, ninguno de los cuales parecía capaz de echar de su aula a los fuegos artificiales sin su ayuda. Cuando sonó la última campana y volvían a la torre de Gryffindor con sus mochilas, Harry vio con inmensa satisfacción que la profesora Umbridge, completamente despeinada y cubierta de hollín, salía tambaleándose y sudorosa del aula del profesor Flitwick.
—¡Muchas gracias, profesora! —decía el profesor Flitwick con su aguda vocecilla—. Me habría librado yo mismo de las bengalas, por supuesto, pero no estaba seguro de si tenía autoridad para hacerlo.
Y radiante de alegría, le dio con la puerta de la clase en las narices.
Arlina no había disfrutado tanto un día Hogwarts desde hace mucho tiempo. No iba a negar que ver a Umbridge intentando deshacerse de todos los fuegos artificiales y petardos resultó comiquísimo.
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