5. El Mundial de Quidditch
—Y ahora, damas y caballeros, ¡demos una calurosa bienvenida a la selección nacional de quidditch de Bulgaria! Con ustedes... ¡Dimitrov!
Una figura vestida de escarlata entró tan rápido montada sobre el palo de su escoba que sólo se pudo distinguir un borrón en el aire. La afición del equipo de Bulgaria aplaudió como loca.
—¡Ivanova!
Una nueva figura hizo su aparición zumbando en el aire, igualmente vestida con una túnica de color escarlata.
—¡Zograf!, ¡Levski!, ¡Vulchanov!, ¡Volkov! yyyyyyyyy... ¡Krum!
—¡Es él, es él! —gritó Arlina.
Viktor Krum semejaba una enorme ave de presa. Costaba creer que sólo tuviera dieciocho años.
—Y recibamos ahora con un cordial saludo ¡a la selección nacional de quidditch de Irlanda! —bramó Bagman— Les presento a... ¡Connolly!, ¡Ryan!, ¡Troy!, ¡Mullet!, ¡Moran!, ¡Quigley! yyyyyyyyy... ¡Lynch!
Siete borrones de color verde rasgaron el aire al entrar en el campo de juego.
—Y ya por fin, llegado desde Egipto, nuestro árbitro, el aclamado Presimago de la Asociación Internacional de Quidditch: ¡Hasán Mustafá!
Entonces, caminando a zancadas, entró en el campo de juego un mago vestido con una túnica dorada que hacía juego con el estadio. Mustafá montó en la escoba y abrió la caja con un golpe de la pierna: cuatro bolas quedaron libres en ese momento: la quaffle, de color escarlata; las dos bludgers negras y la snitch. Soplando el silbato, Mustafá emprendió el vuelo detrás de las bolas.
—¡Comieeeeeeeeenza el partido! —gritó Bagman— Todos despegan en sus escobas y ¡Mullet tiene la quaffle! ¡Troy! ¡Moran! ¡Dimitrov! ¡Mullet de nuevo! ¡Troy! ¡Levski! ¡Moran!
Moran se apartó para evitar la bludger, y la quaffle se le cayó. Levski, elevándose desde abajo, la atrapó.
—¡TROY MARCA! —bramó Bagman, y el estadio entero vibró entre vítores y aplausos— ¡Diez a cero a favor de Irlanda!
Al cabo de diez minutos, Irlanda había marcado otras dos veces, hasta alcanzar el treinta a cero, lo que había provocado mareas de vítores atronadores entre su afición, vestida de verde.
El juego se tomó aún más rápido, pero también más brutal.
—¡Dimitrov! ¡Levski! ¡Dimitrov! Ivanova... ¡eh! —bramó Bagman.
Cien mil magos y brujas ahogaron un grito cuando los dos buscadores, Krum y Lynch, cayeron en picado por en medio de los cazadores, tan veloces como si se hubieran tirado de un avión sin paracaídas.
—¡Se van a estrellar! —gritó Arlina.
Y así parecía... hasta que en el último segundo Viktor Krum frenó su descenso y se elevó con un movimiento de espiral. Lynch, sin embargo, chocó contra el suelo con un golpe sordo que se oyó en todo el estadio. Un gemido brotó de la afición irlandesa.
—¡No! —se lamentó el señor Diggory— ¡Krum lo ha engañado!
—¡Tiempo muerto! —gritó la voz de Bagman— ¡Expertos medimagos tienen que salir al campo para examinar a Aidan Lynch!
—Estará bien, ¡sólo ha sido un castañazo! —le dijo Cedric en tono tranquilizador a Arlina, que se asomaba por encima de la pared de la tribuna principal, horrorizada— Que es lo que andaba buscando Krum, claro...
Krum no había visto la snitch: sólo se había lanzado en picado para engañar a Lynch y que lo imitara. Arlina no había visto nunca a nadie volar de aquella manera. Krum no parecía usar una escoba voladora: se movía con tal agilidad que más bien parecía ingrávido.
Finalmente Lynch se incorporó, montó en la Saeta de Fuego y levantó el vuelo. Su recuperación pareció otorgar un nuevo empuje al equipo de Irlanda. Cuando Mustafá volvió a pitar, los cazadores se pusieron a jugar con una destreza que Arlina no había visto nunca.
En otros quince minutos trepidantes, Irlanda consiguió marcar diez veces más. Ganaban por 130 puntos a 10, y los jugadores comenzaban a jugar de manera más sucia.
Cuando Mullet, una vez más, salió disparada hacia los postes de gol aferrando la quaffle bajo el brazo, el guardián del equipo búlgaro, Zograf, salió a su encuentro. Fuera lo que fuera lo que sucedió, ocurrió tan rápido que Arlina no pudo verlo, pero un grito de rabia brotó de la afición de Irlanda, y el largo y vibrante pitido de Mustafá indicó falta.
—Y Mustafá está reprendiendo al guardián búlgaro por juego violento... ¡Excesivo uso de los codos! —informó Bagman a los espectadores, por encima de su clamor— Y... ¡sí, señores, penalti favorable a Irlanda!
A partir de aquel instante el juego alcanzó nuevos niveles de ferocidad. Dimitrov se lanzó hacia Moran, que estaba en posesión de la quaffle, y casi la derriba de la escoba.
—¡Falta! —dijo la voz mágicamente amplificada de Ludo Bagman— Dimitrov pretende acabar con Moran... volando deliberadamente para chocar con ella... Eso será otro penalti... ¡Sí, ya oímos el silbato! Levski... Dimitrov... Moran... Troy... Mullet... Ivanova... De nuevo Moran... ¡Y Moran consigue marcar!
El juego se reanudó enseguida: primero Levski se hizo con la quaffle, luego Dimitrov...
Quigley le dio a una bludger que pasaba a su lado y la lanzó con todas sus fuerzas contra Krum, que no consiguió esquivarla a tiempo: le pegó de lleno en la cara.
La multitud lanzó un gruñido ensordecedor. Parecía que Krum tenía la nariz rota, porque la cara estaba cubierta de sangre, pero Mustafá no hizo uso del silbato. La jugada lo había pillado distraído, y Arlina no podía reprochárselo: una de las veelas le había tirado un puñado de fuego, y la cola de su escoba se encontraba en llamas.
Arlina estaba deseando que alguien interrumpiera el partido para que pudieran atender a Krum. Aunque estuviera de parte de Irlanda, Krum le seguía pareciendo el mejor jugador del partido.
—¡Esto tiene que ser tiempo muerto! No puede jugar en esas condiciones, míralo...
—¡Mira a Lynch! —le contestó Cedric.
El buscador irlandés había empezado a caer repentinamente, y Arlina comprendió que no se trataba otro truco. Iba en serio.
—¡Ha visto la snitch!—gritó Arlina— ¡La ha visto! ¡Míralo!
Sólo la mitad de los espectadores parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría. La afición irlandesa se levantó como una ola verde, gritando a su buscador... pero Krum fue detrás.
—¡Van a estrellarse! —gritó el señor Diggory.
—¡Nada de eso! —negó Cedric.
—¡Lynch sí! —gritó Arlina con espanto en su rostro.
Y acertó. Por segunda vez, Lynch chocó contra el suelo con una fuerza tremenda, y una horda de veelas furiosas empezó a darle patadas.
—La snitch, ¿dónde está la snitch? —gritó Cedric, desde su lugar en la fila.
—¡La tiene! ¡Krum la tiene! ¡Ha terminado! —gritó Arlina.
Krum, que tenía la túnica roja manchada con la sangre que le caía de la nariz, se elevaba suavemente en el aire, con el puño en alto y un destello de oro dentro de la mano.
El tablero anunció "BULGARIA: 160; IRLANDA: 170" a la multitud.
—¡Irlanda ha ganado! —voceó Bagman, que, como los mismos irlandeses, parecía desconcertado por el repentino final del juego— ¡KRUM HA COGIDO LA SNITCH, PERO IRLANDA HA GANADO! ¡Dios Santo, no creo que nadie se lo esperara!
—¿Y para qué ha cogido la snitch? —exclamó el señor Diggory—. ¡Ha dado por finalizado el juego cuando Irlanda les sacaba ciento sesenta puntos de ventaja!
—Sabía que nunca conseguirían alcanzarlos —le explicó Cedric, gritando para hacerse oír por encima del estruendo, y aplaudiendo con todas sus fuerzas—. Los cazadores del equipo de Irlanda son demasiado buenos. Quiso terminar lo mejor posible, eso es todo...
—Ha estado magnífico, ¿verdad? —dijo Arlina, inclinándose hacia delante para verlo aterrizar.
Pronto se vieron rodeados por la multitud que abandonaba el estadio para regresar a las tiendas de campaña. El aire de la noche llevaba hasta ellos estridentes cantos mientras volvían por el camino iluminado de farolas, y los leprechauns no paraban de moverse velozmente por encima de sus cabezas, riéndose a carcajadas y agitando sus faroles. Cuando por fin llegaron a las tiendas, ninguno tenía sueño y, dada la algarabía que había en torno a ellos, el señor Diggory consintió en dejarlos en la tienda juntos con unas tazas de chocolate con leche mientras él salía a celebrar un poco con sus compañeros de trabajo del Ministerio. No tardaron en enzarzarse en una agradable discusión sobre el partido.
—Una vez más, acertaste —hizo bailar el cuaderno de dibujos de Arlina en su mano, sonriendo—. Irlanda ganó, tal como predijiste.
Arlina no predijo cómo terminaría el juego o cómo ganarían, pero sí dibujó a un leprechaun sosteniendo el trofeo.
—Ya sabes que mis predicciones nunca se equivocan, Ced —sonrió de lado.
—Sí, pero... Aún sigue sorprendiéndome.
Desde el otro lado del campamento llegó de repente el eco de cánticos y de ruidos extraños. Se miraron extrañados, pero no pudieron comentar nada antes de que el señor Diggory irrumpiera en la tienda.
—¡Vengan! ¡Es urgente, hay que irnos!
Cedric se incorporó de un salto.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Arlina intuyó que algo malo ocurría, porque los ruidos del campamento parecían distintos. Los cánticos habían cesado. Se oían gritos, y gente que corría.
Entonces, su mano se movió por sí sola, quitándole la libreta de la mano a Cedric y apoyándola sobre la mesa donde estaban sus tazas con chocolate caliente. Agarró el lápiz que llevaba amarrado al diario y empezó a hacer trazos a velocidad increíble. Mientras tanto, el señor Diggory cogió de la tienda lo necesario y Cedric le ayudó, ambos sabiendo que no podrían moverla de su lugar hasta que terminara el dibujo.
Cuando tuvieron todo en mano, incluyendo Cedric con la chaqueta de Arlina en su hombro, terminó de dibujar y despertó del hipnotismo en el que entraba cuando tenía una visión.
—Hay que irnos —declaró Cedric al ver el dibujo.
Había dejado toda la página rayada de lápiz, dejando sólo un espacio en blanco que tomaba una forma comprensible, pero indeseada. Arlina cerró el diario de golpe cuando vio la máscara de una calavera deforme dibujada. No reconocía la máscara, pero claramente no presagiaba nada bueno.
—¡Rápido!
Salieron a toda prisa de la tienda, delante del señor Diggory.
A la luz de los escasos fuegos que aún ardían, pudo ver a gente que corría hacia el bosque, huyendo de algo que se acercaba detrás, por el campo, algo que emitía extraños destellos de luz y hacía un ruido como de disparos de pistola. Llegaban hasta ellos abucheos escandalosos, carcajadas estridentes y gritos de borrachos. A continuación, apareció una fuerte luz de color verde que iluminó la escena.
A través del campo marchaba una multitud de magos, que iban muy apretados y se movían todos juntos apuntando hacia arriba con las varitas. Arlina entornó los ojos para distinguirlos mejor. Iban tapados con capuchas y... máscaras. Por encima de ellos, en lo alto, flotando en medio del aire, había cuatro figuras que se debatían y contorsionaban adoptando formas grotescas. Era como si los magos enmascarados que iban por el campo fueran titiriteros y los que flotaban en el aire fueran sus marionetas, manejadas mediante hilos invisibles que surgían de las varitas. Dos de las figuras eran muy pequeñas.
Al grupo se iban juntando otros magos, que reían y apuntaban también con sus varitas a las figuras del aire. La marcha de la multitud arrollaba las tiendas de campaña. En una o dos ocasiones, Arlina vio a alguno de los que marchaban destruir con un rayo originado en su varita alguna tienda que le estorbaba el paso. Varias se prendieron. El griterío iba en aumento.
Las personas que flotaban en el aire resultaron repentinamente iluminadas al pasar por encima de una tienda de campaña que estaba en llamas. Era un señor, una mujer y dos niños. Con la varita, uno de los de la multitud hizo girar a la señora hasta que quedó cabeza abajo: su camisón cayó entonces para revelar unas grandes bragas. Ella hizo lo que pudo para taparse mientras la multitud, abajo, chillaba y abucheaba alegremente.
—Ay no —susurró Arlina, observando al más pequeño de los niños muggles, que había empezado a dar vueltas como una peonza, a veinte metros de altura, con la cabeza caída y balanceándose de lado a lado como si estuviera muerto—. ¡Merlín, no!
Cedric la jaló del brazo, sin necesidad de ser vidente para saber lo que Arlina haría si no la soltaba. Pero no podían ayudarlos sin ponerse en peor riesgo.
—Iré a ayudar al Ministerio —gritó el señor Diggory por encima de todo aquel ruido, arremangándose—. Ustedes vayan al bosque, y no se separen. ¡Cuando se haya solucionado esto, iré a buscarlos!
—Vamos —dijo Cedric, cogiendo a Arlina de la mano y tirando de ella hacia el bosque.
Al llegar a los primeros árboles volvieron la vista atrás. La multitud seguía creciendo. Distinguieron a los magos del Ministerio, que intentaban introducirse por entre el numeroso grupo para llegar hasta los encapuchados que iban en el centro: les estaba costando trabajo. Debían de tener miedo de lanzar algún embrujo que tuviera como consecuencia la caída al suelo de la familia muggle.
Las farolas de colores que habían iluminado el camino al estadio estaban apagadas. Oscuras siluetas daban tumbos entre los árboles, y se oía el llanto de niños; a su alrededor, en el frío aire de la noche, resonaban gritos de ansiedad y voces aterrorizadas. Arlina avanzaba con dificultad, empujado de un lado y de otro por personas cuyos rostros no podía distinguir.
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