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43. El ataque de la serpiente


—¡Harry! ¡HARRY!

Abrió los ojos. Estaba empapado de pies a cabeza en un sudor frío, la manta se le enrollaba alrededor del cuerpo como una camisa de fuerza, y notaba un intenso dolor en la frente, como si le estuvieran poniendo un atizador al rojo vivo.

—¡Harry!

Arlina lo miraba muy asustada, acostada junto a él en el mullido sofá de tercipelo azul, donde sin querer se habían quedado dormidos. Harry se sujetó la cabeza con ambas manos; el dolor lo cegaba... Giró hacia un lado y vomitó desde el borde del sillón.

—Estás enfermo —dijo con voz aterrada, sus dedos cálidos le tocaron la espalda y le apoyó la mano con cariño.

Tenía que contárselo, era muy importante que se lo contara... Respiró hondo con la boca abierta y se incorporó en la cama. Esperaba no vomitar otra vez; el dolor casi no le dejaba ver.

—El padre de Ron —dijo entre jadeos—. Han... atacado... a su padre.

—¿Qué? —exclamó sin comprender.

—¡El padre de Ron! Lo han mordido. Es grave. Había sangre por todas partes...

—Tranquilo —lo calmó una Arlina titubeante—. Sólo..., sólo era un sueño...

—¡No! —saltó Harry, furioso; era fundamental que ella lo entendiera— No era ningún sueño..., no era un sueño corriente... Yo estaba allí... y esa cosa... lo atacó.

El dolor de la frente estaba remitiendo un poco, aunque todavía sudaba y temblaba como si tuviera fiebre. Volvió a vomitar y Arlina se levantó de golpe, del otro lado del sillón para evitar el vómito.

—Estás enfermo, Harry —insistió con voz temblorosa, tomando la camisa del uniforme que había dejado caer al piso—. Vístete rápido.

—¡Estoy bien! —dijo él con voz ahogada, y se limpió la boca con la manta. Temblaba de modo incontrolable— No me pasa nada, es por el señor Weasley por quien tenemos que preocuparnos. Tenemos que averiguar dónde está... Está sangrando mucho... Yo era... Había una serpiente inmensa.

Arlina apretó la mandíbula y lo miró con severidad. Ya se había puesto la camisa y estaba terminando de abotonarla. Se acercó rápidamente y lo obligó a mirarla a los ojos. Harry no supo si había pasado un minuto o diez; seguía allí sentado, temblando, y notaba que el dolor de la cicatriz remitía lentamente.

—Escúchame bien, Harry Potter. No podemos ayudar al señor Weasley si no te vistes. Si lo que dices es que has visto algo atacando padre de Ron, iremos con el profesor Dumbledore, pero no podemos hacerlo desnudos. ¿De acuerdo?

Harry se sintió tan aliviado al comprobar que Arlina se lo tomaba en serio que no vaciló: asintió con la cabeza repetidamente, se levantó de inmediato de la cama, se puso las gafas y comenzó a vestirse rápido.

Arlina le alcanzó los zapatos y le metió los calcetines en los bolsillos del pantalón. Ella sabía que no tenían tiempo para arreglarse las corbatas, y le alegró muchísmo que le creyera y lo entendiera.

—Concéntrate, Harry —le pidió, notando que sus manos temblaban mientras se subía la falda—. Dime lo que viste.

—El señor Weasley estaba dormido en el suelo y lo atacaba una serpiente inmensa, había mucha sangre, se desmayaba, alguien tiene que averiguar dónde está...

Cuando salieron de la Sala de los Menesteres, Harry sintió a Arlina dar un brinco del susto y ahogar un grito, llevándose la mano al pecho como si quisiera contener los latidos de su corazón.

—¡Winky! —gritó en un susurro.

—¡Lo siento, señori... d-digo, Arlina! —se disculpó la elfina con sus brillantes ojos castaños llenos de culpa— A medianoche, el señor Greg le ha ido a pedir a Winky que buscara a la señorita Arlina. El señor Greg estaba preocupado porque Arlina no había regresado a la Sala Común. Winky se ha preocupado también, y la ha encontrado. Winky sabe que los alumnos no pueden quedarse fuera de sus dormitorios después del toque de queda, así que Winky se ha quedado aquí afuera a vigilar a la señorita Arlina.

Arlina dejó salir una exhalación pesada por el alivio.

—Está bien, Winky. De hecho, me alegra que lo hicieras. Puedes aparecerte en cualquier parte del castillo, ¿verdad?

—B-bueno, sí —admitió, asintiendo.

—Busca al profesor Dumbledore —le pidió. Sonaba desesperada—. Dile que es una emergencia, dile que ocurrirá algo grave. Rápido, Winky, por favor.

Arlina no estaba segura de si lo que Harry había visto sería una visión, una pesadilla o la conexión que ya sospechaba que tenía con lord Voldemort, pero sería más sencillo si Winky decía eso y el profesor Dumbledore suponía que ella había tenido una visión.

—¡Inmediatamente, señorita Arlina!

Winky desapareció con un ¡plin!

Arlina jaló a Harry por el brazo, ayudándolo a mantenerse estable mientras caminaban hacia el despacho del director Dumbledore.

Harry tenía la impresión de que el pánico que se acumulaba en su interior podía desbordarse en cualquier momento; le habría gustado echar a correr y llamar a gritos a Dumbledore. El señor Weasley estaba desangrándose mientras ellos andaban por el pasillo; ¿y si aquellos colmillos (Harry hizo un esfuerzo para no pensar "mis colmillos") eran venenosos?

Al cabo de unos minutos llegaron a la gárgola de piedra que vigilaba la entrada del despacho de Dumbledore. Winky ya los estaba esperando ahí.

—La contraseña es meigas fritas, señorita Arlina —informó Winky—. Tiene que decirlo alto y claro.

—¡Meigas fritas! —exclamó.

Aunque su voz sonó un poco quebrada, la gárgola cobró vida y se apartó hacia un lado. La pared que había detrás se abrió dejando ver una escalera de piedra que se movía continuamente hacia arriba, como una escalera mecánica de caracol.

Montaron los dos en la escalera móvil; la pared se cerró tras ellos con un ruido sordo y empezaron a ascender, describiendo cerrados círculos, hasta que llegaron a la brillante puerta de roble en la que sobresalía la aldaba de bronce que representaba un grifo.

Era más de medianoche, pero en el interior de la habitación se oían voces, como un agitado murmullo. Parecía que Dumbledore estaba reunido por lo menos con una docena de personas.

Arlina llamó tres veces con la aldaba en forma de grifo y las voces cesaron inmediatamente, como si alguien las hubiera hecho callar pulsando un interruptor. La puerta se abrió sola y se adentraron al despacho.

El cuarto estaba en penumbra; los extraños instrumentos de plata que había sobre las mesas estaban quietos y silenciosos en lugar de zumbar y despedir bocanadas de humo, como solían hacer; los retratos de anteriores directores y directoras que cubrían las paredes dormitaban en sus marcos. Junto a la puerta, un espléndido pájaro rojo y dorado del tamaño de un cisne dormía en su percha con la cabeza bajo el ala.

Dumbledore estaba sentado en una silla de respaldo alto detrás de su mesa, inclinado sobre la luz de las velas que iluminaban los papeles que tenía delante. Aunque llevaba una bata de color morado y dorado con espléndidos bordados sobre una camisa de dormir blanquísima, estaba completamente despierto y tenía los penetrantes ojos azul claro fijos en Arlina.

—Señorita Winchester...

—Profesor Dumbledore, Harry ha visto algo —declaró Arlina con voz temblorosa y ansiosa—. Dice que —se quedó callada, como si hubiera perdido la voz—... Mejor díselo tú, Harry.

—Verá... Yo... estaba dormido —empezó a explicar Harry, y pese al terror que sentía y la desesperación por conseguir que Dumbledore lo entendiera, le molestó un poco que el director no lo mirara a él, sino que se examinara los dedos, que tenía entrelazados—. Pero no era un sueño corriente..., era real... Vi cómo pasaba —inspiró hondo—. Al padre de Ron, el señor Weasley, lo ha atacado una serpiente gigantesca.

Las palabras resonaron en la habitación y resultaron ligeramente ridículas, incluso cómicas. Luego se produjo un silencio durante el cual Dumbledore se recostó en la silla y se quedó contemplando el techo con aire meditabundo. Arlina, pálida y conmocionada, miró a Harry y luego al director.

—¿Cómo lo has visto? —le preguntó Dumbledore con serenidad, aunque seguía sin mirarlo.

—Pues... no lo sé —contestó Harry, muy enfadado. ¿Qué importancia tenía eso?—. Dentro de mi cabeza, supongo.

—No me has entendido —dijo Dumbledore con el mismo tono reposado—. Me refiero a si... ¿Recuerdas... dónde estabas situado cuando presenciaste el ataque? ¿Estabas de pie junto a la víctima o contemplabas la escena desde arriba?

Aquélla era una pregunta tan curiosa que Harry se quedó observando al director con la boca abierta; era como si él supiera...

—Yo era la serpiente —afirmó—. Lo vi todo desde la posición de la serpiente.

Hubo un nuevo momento de silencio; entonces Dumbledore, sin mirar a Arlina, que todavía estaba blanca como la cera, preguntó con un tono de voz diferente, más brusco:

—¿Está Arthur gravemente herido?

—Sí —contestó Harry con ímpetu.

¿No sabía lo que podía llegar a sangrar una persona cuando unos colmillos de ese tamaño le perforaban el costado? ¿Y por qué no tenía Dumbledore el detalle de mirarlo a la cara?

Pero entonces el director se puso en pie, tan deprisa que Harry se sobresaltó, y se dirigió a uno de los viejos retratos que estaba colgado muy cerca del techo.

—¡Everard! —dijo enérgicamente— ¡Y tú también, Dilys!

Dos personajes que parecían sumidos en el más profundo de los sueños, un mago de rostro cetrino con un corto flequillo negro y una anciana bruja con largos tirabuzones plateados que estaba en el cuadro de al lado, abrieron de inmediato los ojos.

—¿Lo han oído? —les preguntó Dumbledore.

El mago asintió con la cabeza y la bruja dijo: "Por supuesto".

—Es pelirrojo y lleva gafas —especificó Dumbledore—. Everard, tendrás que dar la alarma, asegúrate de que lo encuentran las personas adecuadas...

El mago y la bruja asintieron y se desplazaron hacia un lado de sus respectivos marcos, pero en lugar de aparecer en los cuadros contiguos (como solía ocurrir en Hogwarts), ninguno de los dos reapareció. En ese momento, en uno de los cuadros sólo había una cortina oscura como telón de fondo; en el otro, una bonita butaca de cuero.

Arlina se fijó en que muchos otros directores y directoras, pese a roncar y babear de forma muy convincente, los observaban con disimulo sin levantar apenas los párpados, y comprendió quiénes eran los que estaban hablando cuando habían llamado a la puerta.

—Everard y Dilys fueron dos de los más célebres directores de Hogwarts —explicó Dumbledore, que pasó junto a Harry y Arlina para acercarse al magnífico pájaro que dormía en la percha al lado de la puerta—. Tal es su renombre que ambos tienen retratos colgados en importantes instituciones mágicas. Como tienen libertad para moverse de uno a otro de sus propios retratos, podrán decirnos qué está pasando en otros sitios...

—Pero ¡el señor Weasley podría estar en cualquier parte! —exclamó Harry.

—Siéntense los dos, por favor —dijo Dumbledore ignorando por completo el comentario del chico—. Everard y Dilys quizá tarden unos minutos en regresar.

El profesore Dumbledore sacó la varita mágica del bolsillo de la bata y la agitó; de la nada aparecieron dos sillas de madera, con respaldo alto. Los dos se sentaron, pero giraron la cabeza para mirar a Dumbledore. El director acariciaba con un dedo las doradas plumas de la cabeza de Fawkes, y el fénix despertó al momento. Levantó su hermosa cabeza y miró a Dumbledore con sus ojos brillantes y oscuros.

—Necesitaremos que nos avises —le dijo Dumbledore en voz baja al pájaro. Hubo un fogonazo y el fénix desapareció.

Entonces se oyó un grito en lo alto de la pared, a la derecha: Everard había vuelto a su retrato, jadeando ligeramente.

—¡Dumbledore!

—¿Qué ha pasado? —preguntó éste enseguida.

—Grité hasta que alguien llegó corriendo —contó el mago secándose la frente con la cortina que tenía detrás— y le dije que había oído que algo se movía abajo. No estaban seguros de si debían creerme, pero fueron a comprobarlo. Ya sabes que allí abajo no hay retratos desde los cuales se pueda mirar. En fin, unos minutos más tarde lo subieron. No tiene buen aspecto, está cubierto de sangre. Corrí hasta el retrato de Elfrida Cragg para verlo bien cuando se marchaban...

—Muy bien —dijo Dumbledore, y Arlina hizo un movimiento convulsivo—. Entonces supongo que Dilys lo habrá visto llegar...

Unos momentos después, la bruja de los tirabuzones plateados apareció también en su retrato; se sentó tosiendo en su butaca y afirmó:

—Sí, lo han llevado a San Mungo, Dumbledore... Han pasado por delante de mi retrato... Tiene mal aspecto...

—Gracias —dijo el director, quien luego miró a la profesora McGonagall y añadió—: Winky, necesito que vaya a despertar a la profesora McGongall y le pidas que vaya a despertar a los Weasley y los traiga a mi despacho.

—¡Ahora mismo, director! ¡Enseguida! —respondió la voz chillona de la elfina, y desapareció con un chasquido de dedos.

Arlina sintió un escalofrío al recordar cómo el boggart de la señora Weasley había adoptado la forma del cuerpo sin vida del señor Weasley, a quien se le habían torcido las gafas y por cuya cara resbalaba la sangre... Pero el señor Weasley no moriría, no podía morir...

En ese momento Dumbledore hurgaba en un armario que Harry y Arlina tenían detrás. Por fin dejó de revolver y apareció con una vieja y ennegrecida tetera que dejó con cuidado sobre su mesa. Entonces levantó la varita y murmuró: "¡Portus!" La tetera tembló brevemente y emitió un extraño resplandor azulado; luego dejó de estremecerse y se quedó tan negra como al principio.

Dumbledore se acercó a otro retrato, que representaba a un mago con pinta de listillo, con barba puntiaguda, al que habían pintado vestido de verde y plata, los colores de Slytherin; al parecer, dormía tan profundamente que no oyó la voz de Dumbledore cuando éste intentó despertarlo.

—Phineas. ¡Phineas!

Los personajes de los retratos que cubrían las paredes ya no se hacían los dormidos, sino que se movían por sus cuadros para ver lo que pasaba en la habitación. Al ver que el mago con pinta de listo seguía fingiendo que dormía, algunos lo llamaron también a gritos.

—¡Phineas! ¡Phineas! ¡PHINEAS!

Como ya no podía disimular más, dio un exagerado brinco y abrió mucho los ojos.

—¿Alguien me llama?

—Necesito que visites una vez más tu otro retrato, Phineas —le pidió Dumbledore—. Tengo un nuevo mensaje.

—¿Visitar mi otro retrato? —repitió Phineas con voz aflautada, y dio un largo y falso bostezo mientras recorría la habitación con la mirada y se fijaba en Harry— ¡Ah, no, Dumbledore, esta noche estoy demasiado cansado!

A Harry la voz de Phineas le resultaba familiar, pero no sabía dónde la había oído. De pronto los retratos de las paredes estallaron en manifestaciones de protesta.

—¡Insubordinación, señor! —bramó un mago robusto de nariz encarnada, blandiendo los puños— ¡Negligencia en el cumplimiento del deber!

—¡Estamos moralmente obligados a prestar servicio al actual director de Hogwarts! —gritó un anciano mago de aspecto frágil al que Harry identificó como el predecesor de Dumbledore, Armando Dippet— ¡Debería darte vergüenza, Phineas!

—Está bien, está bien —cedió Phineas—, aunque es posible que ya haya destrozado mi retrato, como ha hecho con los de la mayoría de la familia...

—Sirius sabe perfectamente que no tiene que destruir tu retrato —replicó Dumbledore, y de inmediato Harry supo dónde había oído antes la voz de Phineas: era la que salía del cuadro, en apariencia vacío, que había en su dormitorio de Grimmauld Place—. Tienes que decirle que Arthur Weasley está gravemente herido y que su esposa, hijos, Arlina Winchester y Harry Potter llegarán en breve a su casa. ¿Lo has entendido?

—Arthur Weasley herido, esposa e hijos, Arlina Winchester y Harry Potter invitados —repitió Phineas con aburrimiento—. Sí, sí..., muy bien...

Entonces se inclinó hacia un lado del retrato y desapareció de la vista en el preciso instante en que la puerta del despacho volvía a abrirse. Fred, George, Ron y Ginny entraron con la profesora McGonagall; los cuatro iban en pijama y despeinados, y parecían asustados.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Ron, que tenía aspecto de estar muerto de miedo— La profesora McGonagall dice que has visto cómo atacaban a papá...

—Su padre ha tenido un accidente mientras trabajaba para la Orden del Fénix —explicó Dumbledore antes de que Harry pudiera hablar—. Lo han llevado al Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. Los voy a enviar a casa de Sirius, que está mucho más cerca del hospital que La Madriguera. Allí se reunirán con su madre.

—¿Cómo vamos a ir? —preguntó Fred, muy afectado— ¿Con polvos flu?

—No —respondió Dumbledore—. Ahora los polvos flu no son seguros, la Red está vigilada. Utilizarán un traslador. —Señaló la vieja tetera de aspecto inocente que había dejado encima de la mesa—. Estamos esperando el informe de Phineas Nigellus. Antes de enviaros quiero asegurarme de que no hay ningún peligro.

En ese momento se produjo un fogonazo en medio del despacho; cuando se apagó, apareció una pluma dorada que descendió flotando suavemente.

—Es el aviso de Fawkes —anunció Dumbledore, y cogió la pluma antes de que llegara al suelo—. La profesora Umbridge sabe que no están en sus camas... Minerva, vaya y entreténgala, cuéntele cualquier historia...

Acto seguido, la profesora McGonagall salió por la puerta.

—Dice que será un placer —afirmó una voz aburrida detrás de Dumbledore; Phineas había vuelto a aparecer ante el estandarte de Slytherin—. Mi tataranieto siempre ha tenido un gusto muy extraño con los huéspedes.

—Entonces, vengan aquí —les dijo Dumbledore a Harry, a Arlina y a los Weasley—. Y rápido, antes de que llegue alguien más.

Harry y los demás se agruparon alrededor de la mesa del director.

—¿Todos han utilizado ya un traslador? —preguntó Dumbledore; los muchachos asintieron y estiraron una mano para tocar alguna parte de la ennegrecida tetera—. Muy bien. Entonces, cuando cuente tres. Uno..., dos...

Sucedió en una milésima de segundo: en la pausa infinitesimal que hubo antes de que Dumbledore dijera "tres", Harry levantó la cabeza y miró al director (pues estaban muy cerca), cuyos ojos azules se desviaron desde el traslador hacia la cara del muchacho.

Inmediatamente, la cicatriz de Harry se puso a arder, como si se le hubiera abierto la vieja herida, y surgió dentro de él un odio espontáneo y no deseado, aunque horriblemente intenso, y tan potente que por un instante pensó que no había nada que deseara más en el mundo que golpear, morder e hincarle los colmillos al hombre que tenía delante...

—... tres.

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