4. Irlanda y Bulgaria
Con el sol que acababa de salir y la niebla que se levantaba, pudo ver el mar de tiendas de campaña que se extendía en todas direcciones. Caminaba entre las filas de tiendas mirando con curiosidad a su alrededor.
Por todas partes, magos y brujas salían de las tiendas y comenzaban a preparar el desayuno. Algunos, dirigiendo miradas furtivas en torno de ellos, prendían fuego con sus varitas. Otros frotaban las cerillas en las cajas con miradas escépticas, como si estuvieran convencidos de que aquello no podía funcionar.
Desde el interior de las tiendas por las que iba pasando le llegaban retazos de conversaciones en lenguas extranjeras, y, aunque Arlina no podía comprender ni una palabra, el tono de todas las voces era de entusiasmo.
Había llegado a un área en la que las tiendas estaban completamente cubiertas de una espesa capa de tréboles, y daba la impresión de que unos extraños montículos habían brotado de la tierra. Dentro de las tiendas que tenían las portezuelas abiertas se veían caras sonrientes. De pronto oyó su nombre a su espalda:
—¡Arlina!
Era Hannah Abbott, su compañera de dormitorio de la casa Hufflepuff. Era una chica pequeña y delgada, con facciones aguleñas y delicadas, con cabello muy corto y blanco. Le recordaba a un hada, o una duendecilla.
Hannah estaba sentada delante de su propia tienda cubierta de trébol, junto a una mujer de pelo blanco que debía de ser su madre, y su mejor amiga, Susan Bones.
Susan Bones era su otra compañera de cuarto en Hufflepuff. Era una chica muy hermosa, de piel muy clara, labios grandes, largo cabello pelirrojo, alta y delgada. De las tres, a Arlina no le cabía duda que Susan era la más hermosa, aunque no era tan amable como Hannah.
—¿Te gusta la decoración? —preguntó Susan, sonriendo, cuando se acercó a saludarla— Al Ministerio no le ha hecho ninguna gracia.
—El trébol es el símbolo de Irlanda. ¿Por qué no vamos a poder mostrar nuestras simpatías? —dijo Hannah— Tendrían que ver lo que han colgado los búlgaros en sus tiendas. Supongo que estás del lado de Irlanda —añadió, mirando a Arlina con sus brillantes ojos.
Se fue después de asegurarles que estaba a favor de Irlanda y se dirigió a echar un vistazo a la tienda de los búlgaros para ver cómo habían decorado. A Arlina no le gustaba mucho la competencia, pero le entusiasmaba la convivencia mágica internacional y el deporte.
Caminó en dirección al área de tiendas que había en lo alto de la ladera, donde la brisa hacía ondear una bandera de Bulgaria: roja, verde y blanca.
En aquella parte las tiendas no estaban engalanadas con flora, pero en todas colgaba el mismo póster, que mostraba un rostro muy hosco de pobladas cejas negras. La fotografía, por supuesto, se movía, pero lo único que hacía era parpadear y fruncir el entrecejo.
Arlina sonrió emocionada por ver a su jugador favorito: Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria. Era el más veloz que el equipo de Bulgaria había tenido alguna vez.
Ya había cola para coger agua de la fuente, así que se puso al final, inmediatamente atrás de Ernie Macmillan, otro compañero de la casa Hufflepuff. Cuando fue su turno y llenó la tetera, volvió al camino de su tienda, encontrándose con Harry, Ron y Hermione, que ya llevaban agua en cazuelas y una tetera.
Arlina se acercó nerviosa por la presencia de Harry, pero decidida a charlar con su amiga de Gryffindor.
—¿Disfrutaron de instalar las tiendas al estilo muggle? —bromeó con una ceja alzada, mirando a Hermione.
—Fue un reto, pero lo solucionamos. ¿Y ustedes?
—Sin problema —sonrió modesta, sin querer mencionar que prácticamente ella había hecho todo, con la torpe ayuda de los Diggory, que querían ayudarla, pero no sabían cómo—. ¿Ya sabes a quién le vas?
—No apoyo a nadie. Pienso que lo importante es la relación entre brujas y magos del mundo.
—No podría estar más de acuerdo —concordó Arlina, ganándose una sonrisa de Hermione— ¿Y ustedes? ¿Bulgaria o Irlanda? Pienso igual que Hermione, pero mi equipo favorito es Irlanda, aunque Bulgaria tenga a Krum.
—Bulgaria —respondió Ron al mismo tiempo en que Harry, atropelladamente, decía: "Irlanda".
Su amigo pelirrojo lo miró con todo su rostro fruncido, consternado por su elección. Hermione rió lo más bajo que pudo al ver las mejillas enrojecidas del azabache.
—Herms, ¿terminaste de leer el libro que te presté?
—¡Sí, y me encantó! Está bien fundamentado y todo lo que dice es completamente cierto. Ya lo he leído tres veces —admitió Hermione frenéticamente, antes de sonreír avergonzada—. Te lo devolveré en el tren, lo prometo.
—No, quédatelo. Es un regalo —le sonrió—. Todavía me quedan unos cuantos.
—¿Unos cuantos? —interrogó Ron, horrorizado.
Arlina lo miró, asintiendo.
—Los compré para ayudar a la autora y los obsequio a los que yo creo que lo apreciarán y estarán de acuerdo en que los elfos deben merecer un mejor trato.
—Gracias, Arli.
—No es nada —le sonrió a Hermione—. Bueno, tengo que ir a llevar el agua, pero nos veremos por ahí —dijo, y se despidió con una sacudida de mano.
Al devolverle el saludo, Harry se volcó encima un montón de agua en el momento en que Arlina ya se había dado vuelta y se retiraba en otra dirección. Para que Ron dejara de reírse, Harry cambió el tema de conversación.
Al final, el señor Diggory y su hijo hicieron una fogata con ayuda de la varita, a escondidas y sin mencionarle nada a Arlina. Hicieron una buena fogata, y acababan de ponerse a freír huevos y salchichas cuando ella llegó a sentarse.
—¡Qué bien, el almuerzo!
Mientras terminaban de cocinar, Arlina sacó su lápiz y cuaderno de dibujo. Uno de ellos, al menos. Desde que era pequeña, dibujaba todo lo que imaginaba. Cuando fue más consciente, se dio cuenta de que sus dibujos tenían más sentido de lo que aparentaban. Comprendió que lo que ella llamaba "imaginaciones" en realidad eran predicciones.
Poco a poco notó que lo que dibujaba se volvía realidad en algún punto, y a los once años Garrett le habló sobre el don que las mujeres Winchester heredaban cada tres generaciones. Ella, al igual que su tatarabuela, tenían el don de la segunda vista.
Sin embargo, sus visiones nunca eran precisas. Sólo objetos inanimados, animales, rostros o algunos símbolos, sin fechas ni otras pistas de cuándo se volverían realidad o lo que significaban. Llegaba a predecir cosas muy importantes o muy banales. Realmente no lo controlaba, pero lo dejaba fluir sin miedo.
—¿Qué dibujas ahora?
—Aún no lo sé —respondió sin mirarlo, concentrada en el movimiento de su mano con el lápiz—. Te lo mostraré cuando acabe.
Arlina siempre le enseñaba sus dibujos a Cedric, y algunas veces a Garrett. Procuraba no hacerlo mucho porque, naturalmente, él se preocupaba demasiado y confiaba ciegamente en sus visiones.
Cedric también llegaba a preocuparse a veces, pero no la hostigaba ni se ponía en plan ultra-sobreprotector como su tío, lo que era suficiente para que Arlina le contara todo.
Sus ganas de dibujar no eran constantes. Simplemente llegaban. Había ocasiones en que duraba semanas sin dibujar al no sentir la necesidad. Otras veces, como le había sucedido en clases, su deseo de dibujar era tan fuerte que no lo controlaba y terminaba dibujando en cualquier lugar y con cualquier cosa, olvidándose de lo que antes estaba haciendo y sin poder reaccionar hasta terminar los trazos.
Otro caso era cuando sus predicciones no eran claras ni completas. Cuando, sin querer, predijo que la Cámara de los Secretos se abriría y que la bestia era un basilisco, el dibujo lo hizo en varios pergaminos que fue haciendo de día en día durante el primer mes de clases de ese año. No fue hasta fin de curso que se le ocurrió unir los pergaminos y le dio forma al dibujo de un basilisco, como un rompecabezas.
Después de almorzar, le enseñó su dibujo terminado.
—Supongo que ya sabemos quién ganará. Podría apostar con alguien por ahí —dijo Cedric, sonriendo.
—Escuché mientras caminaba que Ludo Bagman estaba haciendo varias apuestas, pero yo no confiaría mucho en él.
—¿Por qué?
—No lo sé exactamente, pero Garrett dice que no es de confianza.
Conforme avanzaba la tarde, la emoción aumentaba en el cámping, como una neblina que se hubiera instalado allí. Al oscurecer, el aire aún estival vibraba de expectación, y, cuando la noche llegó como una sábana a cubrir a los miles de magos, desaparecieron los últimos vestigios de disimulo: el Ministerio parecía haberse resignado ya a lo inevitable y dejó de reprimir los ostensibles indicios de magia que surgían por todas partes.
Los vendedores se aparecían a cada paso, con bandejas o empujando carros en los que llevaban cosas extraordinarias: escarapelas luminosas (verdes de Irlanda, rojas de Bulgaria) que gritaban los nombres de los jugadores; sombreros puntiagudos de color verde adornados con tréboles que se movían; bufandas del equipo de Bulgaria con leones estampados que rugían realmente; banderas de ambos países que entonaban el himno nacional cada vez que se las agitaba; miniaturas de Saetas de Fuego que volaban de verdad y figuras coleccionables de jugadores famosos que se paseaban por la palma de la mano en actitud jactanciosa.
Y entonces se oyó el sonido profundo y retumbante de un gong al otro lado del bosque, y de inmediato se iluminaron entre los árboles unos faroles rojos y verdes, marcando el camino al estadio.
—¡Ya es la hora! —anunció el señor Diggory— ¡Vamos!
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