12. P. E. D. D. O
Los de cuarto curso de Gryffindor y Hufflepuff tenían tantas ganas de asistir a la primera clase de Moody que, después de comer, llegaron muy temprano e hicieron cola a la puerta del aula cuando la campana aún no había sonado.
Arlina se apresuró a ocupar una silla delante de la mesa del profesor, accidentalmente quedando entre Hannah Abbott y Harry Potter. Arlina miró a sus espaldas para buscar otro asiento, pero ya todos estaban ocupados, aunque agradeció que Harry ni la notara por estar charlando con Ron.
Sacó sus ejemplar de Las fuerzas oscuras: una guía para la autoprotección, y todos aguardaron en un silencio poco habitual. No tardaron en oír el peculiar sonido sordo y seco de los pasos de Moody provenientes del corredor antes de que entrara en el aula, tan extraño y aterrorizador como siempre. Entrevieron la garra en que terminaba su pata de palo, que sobresalía por debajo de la túnica.
—Ya pueden guardar los libros —gruñó, caminando ruidosamente hacia la mesa y sentándose tras ella—. No los necesitarán para nada.
Todos metieron los libros en las mochilas.
Moody sacó una lista, sacudió la cabeza para apartarse la larga mata de pelo gris del rostro, desfigurado y lleno de cicatrices, y comenzó a pronunciar los nombres, recorriendo la lista con su ojo normal mientras el ojo mágico giraba para fijarse en cada estudiante conforme respondía a su nombre.
—Bien —dijo cuando el último de la lista hubo contestado "presente"—. He recibido carta del profesor Lupin a propósito de esta clase. Parece que ya son bastante diestros en enfrentamientos con criaturas tenebrosas. Han estudiado los boggarts, los gorros rojos, los hinkypunks, los grindylows, los kappas y los hombres lobo, ¿no es así?
Hubo un murmullo general de asentimiento.
—Pero están atrasados, muy atrasados, en lo que se refiere a enfrentarse a maldiciones —prosiguió Moody—. Así que he venido para prepararlos contra lo que unos magos pueden hacerles a otros. Dispongo de un curso para enseñarles a tratar con las mal...
—¿Por qué, no se va a quedar más? —dejó escapar Ron.
El ojo mágico de Moody giró para mirarlo. Ron se asustó, pero al cabo de un rato Moody sonrió. Era una de esas pocas veces en que Arlina lo veía sonreír. El resultado de aquel gesto fue que su rostro pareció aún más desfigurado y lleno de cicatrices que nunca, pero Arlina sabía que esa sonrisa era la expresión más amistosa que él podía adoptar.
—Supongo que tú eres hijo de Arthur Weasley, ¿no? —dijo Moody— Sí, sólo me quedaré este curso. Es un favor que le hago a Dumbledore: un curso y me vuelvo a mi retiro.
Soltó una risa estridente, y luego dio una palmada con sus nudosas manos.
—Así que... prosigamos. Maldiciones. Varían mucho en forma y en gravedad. Según el Ministerio de Magia, yo debería enseñarles las contramaldiciones y dejarlo en eso. No tendrían que aprender cómo son las maldiciones prohibidas hasta que estén en sexto. Se supone que hasta entonces no serán lo bastante mayores para tratar el tema. Pero el profesor Dumbledore tiene mejor opinión de ustedes y piensa que pueden resistirlo, y yo creo que, cuanto antes sepan a qué se enfrentan, mejor. ¿Cómo pueden defenderse de algo que no han visto nunca? Un mago que esté a punto de echarles una maldición prohibida no va a avisarles antes. No es probable que se comporte de forma caballerosa. Tienen que estar preparados. Tienen que estar alerta y vigilantes. Y usted, señorita Brown, tiene que guardar eso cuando yo estoy hablando.
Lavender se sobresaltó y se puso colorada. Le había estado mostrando a Parvati por debajo del pupitre su horóscopo completo. Arlina sabía que el ojo mágico de Moody podía ver tanto a través de la madera maciza como por la nuca.
—Así que... ¿alguno de ustedes sabe cuáles son las maldiciones más castigadas por la ley mágica?
Varias manos se levantaron, incluyendo la de Arlina. Moody la señaló, aunque su ojo mágico seguía fijo en Lavender.
—La maldición imperius.
—Así es, señorita Winchester —aprobó Moody—. Tu tío la conoce bien. En otro tiempo la maldición imperius le dio al Ministerio muchos problemas.
Moody se levantó con cierta dificultad sobre sus disparejos pies, abrió el cajón de la mesa y sacó de él un tarro de cristal. Dentro correteaban tres arañas grandes y negras. Arlina no se inmutó ante ellas, pues había visto arañas incluso más grandes en la Jardinera.
Moody metió la mano en el tarro, cogió una de las arañas y se la puso sobre la palma para que todos la pudieran ver. Luego apuntó hacia ella la varita mágica y murmuró entre dientes:
—¡Imperio!
La araña se descolgó de la mano de Moody por un fino y sedoso hilo, y empezó a balancearse de atrás adelante como si estuviera en un trapecio; luego estiró las patas hasta ponerlas rectas y rígidas, y, de un salto, se soltó del hilo y cayó sobre la mesa, donde empezó a girar en círculos. Moody volvió a apuntarle con la varita, y la araña se levantó sobre dos de las patas traseras y se puso a bailar lo que sin lugar a duda era claqué.
Todos se reían. Todos menos Arlina y Moody.
—Les parece divertido, ¿verdad? —gruñó— ¿Les gustaría que se lo hicieran a ustedes?
La risa dio fin casi al instante.
—Esto supone el control total —dijo Moody en voz baja, mientras la araña se hacía una bola y empezaba a rodar—. Yo podría hacerla saltar por la ventana, ahogarse, colarse por la garganta de cualquiera de ustedes... Hace años, muchos magos y brujas fueron controlados por medio de la maldición imperius —explicó Moody, y Arlina sabía que se refería a los tiempos en que Voldemort había sido todopoderoso—. Le dio bastante que hacer al Ministerio, que tenía que averiguar quién actuaba por voluntad propia y quién, obligado por la maldición.
»Podemos combatir la maldición imperius, y yo les enseñaré cómo, pero se necesita mucha fuerza de carácter, y no todo el mundo la tiene. Lo mejor, si se puede, es evitar caer víctima de ella. ¡ALERTA PERMANENTE! —bramó, y todos se sobresaltaron, excepto Arlina, que (después de tanos años) estaba acostumbrada a su ruidosa frase.
Moody cogió la araña trapecista y la volvió a meter en el tarro.
—¿Alguien conoce alguna más? ¿Otra maldición prohibida?
Hermione volvió a levantar la mano y también, con cierta sorpresa para Harry, lo hizo Neville. La única clase en la que alguna vez Neville levantaba la mano era Herbología, su favorita. Él mismo parecía sorprendido de su atrevimiento.
—¿Sí? —dijo Moody, girando su ojo mágico para dirigirlo a Neville.
—Hay una... La maldición cruciatus —dijo éste con voz muy leve pero clara.
Moody miró a Neville fijamente, aquella vez con los dos ojos.
—¿Tú te llamas Longbottom? —preguntó, bajando rápidamente el ojo mágico para consultar la lista.
Neville asintió nerviosamente con la cabeza, pero Moody no hizo más preguntas. Se volvió a la clase en general y alcanzó el tarro para coger la siguiente araña y ponerla sobre la mesa, donde permaneció quieta, aparentemente demasiado asustada para moverse.
—La maldición cruciatus precisa una araña un poco más grande para que podáis apreciarla bien —explicó Moody, que apuntó con la varita mágica a la araña—. ¡Engorgio!
La araña creció hasta hacerse más grande que una tarántula. Moody levantó otra vez la varita, señaló de nuevo a la araña y murmuró:
—¡Crucio!
De repente, la araña encogió las patas sobre el cuerpo. Rodó y se retorció cuanto pudo, balanceándose de un lado a otro. No profirió ningún sonido, pero era evidente que, de haber podido hacerlo, habría gritado. Moody no apartó la varita, y la araña comenzó a estremecerse y a sacudirse más violentamente.
—¡Para, ya basta! —dijo Arlina con voz estridente.
Harry la miró. Arlina no se fijaba en la araña sino en Neville, y Harry, siguiendo la dirección de sus ojos, vio que las manos de Neville se aferraban al pupitre. Tenía los nudillos blancos y los ojos desorbitados de horror.
Moody levantó la varita. La araña relajó las patas, pero siguió retorciéndose.
—Reducio —murmuró Moody, y la araña se encogió hasta recuperar su tamaño habitual. Volvió a meterla en el tarro—. Dolor —dijo con voz suave—. No se necesitan cuchillos ni carbones encendidos para torturar a alguien si uno sabe llevar a cabo la maldición cruciatus... También esta maldición fue muy popular en otro tiempo. Bueno, ¿alguien conoce alguna otra?
Arlina miró a su alrededor. A juzgar por la expresión de sus compañeros, parecía que todos se preguntaban qué le iba a suceder a la última araña. La mano de Hermione tembló un poco cuando se alzó por tercera vez.
—¿Sí? —dijo Moody, mirándola.
—Avada Kedavra —susurró ella. Algunos le dirigieron tensas miradas.
—¡Ah! —exclamó Moody, y la boca torcida se contorsionó en otra ligera sonrisa— Sí, la última y la peor. Avada Kedavra: la maldición asesina.
Metió la mano en el tarro de cristal, y, como si supiera lo que le esperaba, la tercera araña echó a correr despavorida por el fondo del tarro, tratando de escapar a los dedos de Moody, pero él la atrapó y la puso sobre la mesa. La araña correteó por la superficie.
Moody levantó la varita, y, aún previendo lo que iba a ocurrir, Arlina sintió un repentino estremecimiento.
—¡Avada Kedavra! —gritó Moody.
Hubo un cegador destello de luz verde y un ruido como de torrente, como si algo vasto e invisible planeara por el aire. Al instante la araña se desplomó patas arriba, sin ninguna herida, pero indudablemente muerta. Algunas de las alumnas profirieron gritos ahogados.
Moody barrió con una mano la araña muerta y la dejó caer al suelo.
—No es agradable —dijo con calma—. Ni placentero. Y no hay contra-maldición. No hay manera de interceptaría. Sólo se sabe de una persona que haya sobrevivido a esta maldición, y está sentada delante de mí.
La cara de Harry enrojeció cuando los ojos de Moody (ambos ojos) se clavaron en los suyos. Se dio cuenta de que también lo observaban todos los demás. Harry miraba la limpia pizarra como si se sintiera fascinado por ella, pero no veía nada en absoluto...
Arlina pensaba... imaginaba la muerte de su madre, como ya había hecho una y otra vez toda su vida. Pero sobretodo, desde que Garrett le había explicado a detalle lo que había sucedido.
Cuando Nora Winchester quedó embarazada, de un mago cuyo nombre nunca reveló, fue a refugiarse con su hermano mayor, un auror ya muy conocido en ese entonces. A los tantos meses de dar a luz, varios mortífagos y carroñeros fueron a Ottery St. Catchpole en busca de diversión y problemas. Entre ellos, Fenrir Greyback, el jefe de los Carroñeros.
El licántropo asesinó a su madre y luego, cuando estuvo por poner sus manos en ella, Garrett apareció en la casa y lo llevó a Azkaban. Desearía que su madre hubiera muerto con la maldición asesina, rápido y sin dolor, en lugar de sufrir una tortura dolorosa con los colmillos de Greyback, destrozándola pedazo por pedazo frente a ella cuando era bebé.
Moody había vuelto a hablar; desde la distancia, según le parecía a Arlina. Haciendo un gran esfuerzo, volvió al presente y escuchó lo que decía el profesor.
—Avada Kedavra es una maldición que sólo puede llevar a cabo un mago poderoso. Podrían sacar las varitas mágicas todos ustedes y apuntarme con ellas y decir las palabras, y dudo que entre todos consiguieran siquiera hacerme sangrar la nariz. Pero eso no importa, porque no les voy a enseñar a llevar a cabo esa maldición.
»Ahora bien, si no existe una contra-maldición para Avada Kedavra, ¿por qué se las he mostrado? Pues porque tienen que saber. Tienen que conocer lo peor. Ninguno de ustedes querrá hallarse en una situación en que tenga que enfrentarse a ella. ¡ALERTA PERMANENTE! —bramó, y toda la clase volvió a sobresaltarse.
»Veamos... esas tres maldiciones, Avada Kedavra, cruciatus e imperius, son conocidas como las maldiciones imperdonables. El uso de cualquiera de ellas contra un ser humano está castigado con cadena perpetua en Azkaban. Quiero prevenirles, quiero enseñarles a combatirlas. Tienen que prepararse, tienen que armarse contra ellas; pero, por encima de todo, deben practicar la alerta permanente e incesante. Saquen las plumas y copien lo siguiente...
Se pasaron lo que quedaba de clase tomando apuntes sobre cada una de las maldiciones imperdonables. Nadie habló hasta que sonó la campana; pero, cuando Moody dio por terminada la lección y ellos hubieron salido del aula, todos empezaron a hablar inconteniblemente. La mayoría comentaba cosas sobre las maldiciones en un tono de respeto y temor.
—¿Vieron cómo se retorcía?
—Y cuando la mató... ¡simplemente así!
Hablaban sobre la clase, pensó Arlina, como si hubiera sido un espectáculo teatral, pero para ella no había resultado divertida, aunque tampoco era nuevo, pues Garrett ya había hecho las mismas demostraciones en la Jardinera, con la intención de instruirla lo mejor y antes posible..., con la intención de que, al entrenarse para ser una auror, fuera la mejor de todos los tiempos, incluso superándolo a él.
Ron y Harry no tuvieron más remedio que ir al dormitorio y tomar los libros y los mapas para la tarea de Adivinación, antes de irse a la biblioteca. Encontraron una mesa donde Arlina estaba sentada, leyendo un libro y jugando con unas cartas muy concentrada.
—No tengo ni idea de qué significa todo esto —declaró Ron, observando una larga lista de cálculos.
—Vamos, no es muy complicado —repuso Arlina, tratando de animarlos. Ya llevaba una hora intentando hacerles entender, pero simplemente no se les daba la materia—. Sólo tienen que usar el ejemplar como una referencia y usar estos otros como complemento. Pero... veo que de verdad se les complica. Miren, yo les digo qué escribir, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo! —asintió Ron ilusionado.
—No queremos aprovecharnos —dijo Harry con la cara sonrosada—. No creo que...
—De verdad, no es problema. Enséñenme sus mapas.
Eso hicieron. Después de que Arlina los examinara por unos minutos, ya tenía todo programado en su cabeza, así que empezó a dictarles.
Continuaron escribiendo predicciones (que a Harry y Ron les parecieron extrañamente específicas) durante otra hora, mientras se iba vaciando la biblioteca conforme la gente se iba a dormir. Helga se les acercó y saltó a la mesa, exigiendo la atención de Arlina.
Harry la contempló, viendo cómo escribía pasiva y suavemente sobre el pergamino sus propias predicciones, cuando la vio fruncir el ceño de repente y revisar los mapas y cálculos varias veces, como si esperara encontrar un claro error.
—¡Hola! —saludó Hermione saliendo de un estante— ¡Acabo de terminar!
—¡Nosotros también! Arlina es estupenda —contestó Ron con una sonrisa de triunfo, soltando la pluma.
Arlina sonrió halagada. Hermione se sentó, dejó en una butaca vacía las cosas que llevaba, y cogió las predicciones de Ron.
—Qué mes tan interesante y verdadero —comentó con sorna.
—Los cálculos son correctos, Herms —contestó Arlina con una ceja alzada, mirándola bajo sus oscuras pestañas—. Los hice yo.
Hermione se sonrojó, algo avergonzada, al recordar que Arlina tomaba muy en serio la clase de Adivinación. Ella, claramente, no tenía idea de que Arlina en realidad era una vidente, aunque empezaba a tener sus sospechas después de lo ocurrido en los Mundiales.
—Sí, pobre. ¡Ha trabajado como elfina doméstica!
Hermione y Arlina arrugaron el entrecejo.
—No es más que una forma de hablar —se apresuró a decir Ron.
—¿Qué hay en la caja? —inquirió Harry, señalando hacia ella.
—Es curioso que lo preguntes —dijo Hermione, dirigiéndole a Ron una mirada desagradable. Levantó la tapa y les mostró el contenido.
Dentro había unas cincuenta insignias de diferentes colores, pero todas con las mismas letras: "P.E.D.D.O."
—¿"Peddo"? —leyó Harry, cogiendo una insignia y mirándola— ¿Qué es esto?
—No es "peddo" —repuso Hermione algo molesta—. Es pe, e, de, de, o: "Plataforma Élfica de Defensa de los Derechos Obreros".
—No había oído hablar de eso en mi vida —se extrañó Ron.
—Por supuesto que no —replicó Hermione con énfasis—. Arlina y yo la fundamos.
—¿De verdad? —dijo Ron, sorprendido—. ¿Con cuántos miembros cuenta?
—Bueno, si ustedes se afilian, con cuatro —respondió Hermione.
—Y con Greg y Cedric, seremos seis —añadió Arlina con una sonrisa orgullosa.
—¿Y crees que queremos ir por ahí con unas insignias en las que pone "peddo"? —dijo Ron.
—Pe, e, de, de, o —lo corrigió Arlina—. Íbamos a poner "Detengamos el Vergonzante Abuso de Nuestras Compañeras las Criaturas Mágicas y Exijamos el Cambio de su Situación Legal", pero no cabía. Así que ése es el encabezamiento de nuestro manifiesto.
Hermione blandió ante ellos el manojo de pergaminos.
—Hemos estado documentándonos en la biblioteca los últimos días. La esclavitud de los elfos se remonta a varios siglos atrás. No comprendo cómo nadie ha hecho nada hasta ahora...
—Hermione, métetelo en la cabeza —la interrumpió Ron—. A... ellos... les... gusta. ¡A ellos les gusta la esclavitud!
—Nuestro objetivo a corto plazo —siguió Hermione, hablando aún más alto que Ron y actuando como si no hubiera oído una palabra. Arlina rió por lo bajo al ver eso— es lograr para los elfos domésticos un salario digno y unas condiciones laborales justas. Los objetivos a largo plazo incluyen el cambio de la legislación sobre el uso de la varita mágica y conseguir que haya un representante elfo en el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas.
—¿Y cómo lograremos todo eso? —preguntó Harry.
—Comenzaremos buscando afiliados —explicó Arlina muy contenta—. Pienso que puede estar bien pedir como cuota de afiliación dos sickles, que darán derecho a una insignia, y podemos destinar los beneficios a elaborar panfletos para nuestra campaña.
—Tú serás el tesorero, Ron: tengo en el dormitorio una hucha de lata para ti. Y tú, Harry, serás el secretario junto con Arlina, así que quizá quieran escribir ahora algo de lo que estoy diciendo, como testimonio de nuestra primera sesión.
Arlina miró a Hermione pálida. En eso no habían quedado. Nunca habían acordado que ella trabajaría con Harry, pero Hermione evadió su mirada, sabiendo que la estaba viendo desconcertada.
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