Especial Navideño: «Navidades tras la guerra, Navidades de primeras veces».
Supongo que, en el mundo anterior, antes de que los muertos se alzaran, buscar regalos para los tuyos significaba pasar mañanas y tardes enteras en los centros comerciales. Incluidos fines de semana.
Y lo supongo, porque yo nunca lo he vivido.
No, en absoluto. Daryl y Merle no tenían tiempo para esas cosas. Ni tiempo ni dinero.
Pero sé que es así porque lo veía.
En mis escapadas del orfanato, durante esas fechas, veía a la gente correr de un lado para otro. Entrando y saliendo de las tiendas siempre cargados de bolsas y paquetes. Y yo simplemente miraba en la lejanía, soñando con quizá tener algo así algún día.
Encontrar los regalos perfectos, hacer comida para los tuyos y reunirte con ellos. Ver sus ojos alegres cuando rasgan el papel de sus regalos.
Eso era lo que antes había.
Las cosas han cambiado, pero tampoco tanto. Al menos no ahora.
Ahora, lo único que te impide ir al centro comercial, son los muertos.
Aunque tampoco es un gran impedimento, al menos no siempre. O eso pienso cuando Michonne corta la cabeza de uno de ellos con un suave y grácil movimiento de muñeca, deslizando la hoja de su espada por el cráneo hasta partirlo por la mitad.
—¡Joder, Michonne! —exclamo cuando la sangre me salpica parte del rostro—. ¡Cuando hablaba de decoración roja para Navidad no me refería a la sangre de un muerto!
Ella muerde sus labios y se lleva el dorso de la mano a la boca, intentando ocultar su sonrisa.
—Lo siento —murmura.
Resoplo y me limpio con la manga de mi sudadera. Rosita y Carl, a mi espalda, no consiguen aguantarse la risa y pongo los ojos en blanco.
—Muy graciosos —farfullo—. Me encantaría mantener la ropa limpia en alguna expedición.
—Pides un imposible —dice Daryl unos metros más adelante, enfocando con su linterna la entrada al centro comercial—. Parece despejado.
Y lo está.
Pues nos hemos encargado de limpiar cualquier rastro de «vida» en el camino.
Y es que hoy, supuestamente el día de Nochebuena aunque no lo sepamos con demasiada exactitud, Daryl, Michonne, Carl, Rosita y yo habíamos partido en una expedición exprés en busca de comida y algo que pueda servirnos como regalos.
Sé que puede sonar bastante absurdo querer encontrar algo así en este mundo, pero hacía tan solo un par de meses que la guerra con Los Salvadores había terminado, y nuestras mentes y corazones se merecían algo de paz y descanso.
Algo de normalidad.
Algo de esperanza.
Y la Navidad nos otorgaba todo ello.
Así que era la oportunidad perfecta.
Se lo propuse a Carl, le pareció una buena idea y accedió a que habláramos con los nuestros y con las comunidades. Y, sorprendentemente, les gustó la propuesta. Si bien esto paralizaría las obras de reconstrucción de las comunidades, todos estaban de acuerdo en que necesitábamos un descanso.
Por lo que no se habló más.
Decidimos organizar tres ferias y mercadillos navideños en Hilltop, El Reino y Alexandria a lo largo de unos cinco días. Oceanside se mantenía reservada y recelosa, pero no por ello menos colaborativa, por lo que se habían ofrecido a abastecernos con partes de su pesca y cosecha, cosa que era de agradecer. El Santuario era harina de otro costal, todavía estaba acostumbrándose a una existencia individual y alejada de Negan, por lo que cabeceaba como un animal desconfiado y resabiado. Todavía seguíamos sin saber quién se haría cargo de él cuando lo constituyéramos como comunidad, pero hasta entonces teníamos trabajo que hacer. Me preocupaba que al quedar descabezados empezaran a descontrolarse, pero por el momento parecían estar bien. O por lo menos mejor que sin Negan a la cabeza.
Las ferias se basaban en talleres para los niños, puestos de comida y dulces, y demás actividades, mientras que los mercadillos servían para intercambiar los productos de cada comunidad, como por ejemplo ropas, telas, herramientas, comida, animales... Y las comunidades organizaron equipos de expedición con sus buscadores habituales para poder encontrar lo que fuera necesario. Por suerte, eran salidas no demasiado arriesgadas y escasas, que no habían costado la vida de nadie.
Nosotros éramos el último equipo de expedición de Alexandria que salía en busca de más.
Después de que Daryl y Carl arranquen los pedazos de madera que tapiaban la entrada principal, nos adentramos con cautela en el inmenso y largo centro comercial de varias plantas, que habíamos hallado kilómetros al oeste de Alexandria. El lugar se encuentra bastante derruido, los cristales de las ventanas y techos están fragmentados en miles de pedazos, las plantas devoran y trepan parte del exterior y del interior como si la naturaleza quisiera retomar su auténtico lugar, y el polvo flota por el lúgubre ambiente cada vez que enfocamos con nuestras respectivas linternas en cualquier dirección. Está tan presente que incluso cuesta respirar.
Caminamos despacio, con el crujir de los cristales a cada paso bajo nuestras suelas. Daryl y Rosita se adelantan algunos metros, por delante de Michonne y Carl, que están justo ante mí. Por suerte, el lugar parece inhabitado, y mis hombros rebajan ligeramente su tensión.
Me detengo justo delante de uno de los sucios escaparates de una juguetería, abriendo los ojos y la boca de par en par.
—No me lo creo —murmuro observando el muñeco que enfoco con mi linterna, con su sombrero vaquero cubierto de polvo, su camisa de cuadros amarilla, el chaleco que emula la piel de vaca y los pantalones azules, que parece saludarme desde su vitrina—. ¡Carl, ven! ¡Mira esto!
El mencionado se gira y camina hacia mí.
—¿El muñeco? —pregunta cuando llega a mi altura, señalándolo.
Me llevo una mano al pecho con fingida ofensa.
—No es un muñeco cualquiera —matizo de forma altiva—. Es el Sheriff Woody, un respeto.
Carl ríe.
—Sé perfectamente quién es Woody, Áyax —responde—. Vi las películas cuando era niño.
—¿Tú también?
El chico frunce el ceño.
—Claro —dice como si nada—. Lo que me sorprende es que, el que las haya visto, seas tú.
Sonrío con algo de tristeza, observando a Woody. Una mueca apenada y fugaz cruza mis labios.
—Pusieron la película el primer día que entré en el orfanato —murmuro antes de tragar saliva para eliminar el nudo en mi garganta. Carl se queda estático ante mis palabras—. A veces recuerdo cosas de aquella época, ¿sabes? Vienen como destellos, sin que lo espere —aclaro. Su mirada se tiñe de un brillo doloroso cuando me mira—. Y ese es uno de ellos. Esa película... la pusieron cientos de veces, los domingos por la tarde eran hora de cine. La profesora Wilson nos llevaba a una sala... ridículamente pequeña. —Sonrío con la mirada perdida, como si viera ese momento ante mis ojos—. Y solía poner películas que ella traía de su casa en un televisor más pequeño aún. Y yo solo me quedaba cuando ponía la primera película o la segunda. Eran como... mi zona de confort. Por un momento desconectaba de todo y era un niño normal. Me quedaba al fondo de la sala, con Hannah a mi lado porque nadie más quería sentarse conmigo, viendo como... Woody quería rescatar a Buzz a pesar de que al principio no le cayera bien... o como se daba cuenta de que él era un juguete especial cuando sentía que era nada y estaba roto. —Trago saliva—. Pero lo que le hacía único no era su fama o su antigüedad, si no los juguetes que le rodeaban. Su familia. Esa que había formado con desconocidos como Jessie, Bo Peep, Buzz o Slinky.
Carl alza una ceja con sorpresa al ver que sé y recuerdo todos los nombres, y muerde sus labios al percatarse de como limpio con rapidez la lágrima que se me escapa.
—Es una tontería. —Carraspeo para aclarar mi garganta cuando la voz se me rompe y agacho la cabeza.
Niego y me doy media vuelta, pero Carl me detiene.
—No, no lo es —sentencia. En sus labios se esboza una pequeña sonrisa.
Y entonces me abraza.
Y yo me dejo abrazar.
Es algo que Carl suele hacer, abrazarme cuando siente que lo necesito. Porque solo él es capaz de saber cuándo es así. Y lo hace de tal forma que a quién parece abrazar es al niño que fui.
Al que me obligaron a ser.
Como si quisiera consolarlo de alguna forma.
Sonrío.
—Ahora tengo a mi propio Sheriff, aunque haya vuelto a perder su sombrero —digo acariciando su pelo, libre de sombrero alguno, pues este ahora era propiedad de Judith.
Carl ríe con ganas.
—Y tu propio caballo —añade. Me carcajeo cuando reanudamos nuestro camino hacia los demás—. Enhorabuena, has conseguido ser el héroe de tu infancia.
Río de nuevo.
—Es verdad, porque también me rompí el hombro.
El chico y yo reímos antes de reunirnos con el grupo a mitad de camino, que habían estado explorando algunas de las tiendas y la zona libre de peligros.
—El supermercado está justo ahí —señala Rosita, apuntando con su linterna la entrada—. Nos dividimos, entramos a por algunas cosas y el resto exploramos la zona.
—Así es como mueren en las películas de terror —murmuro mientras enfoco distraídamente mi linterna por algunos de los sucios escaparates de las tiendas que todavía no he mirado.
—¿Acaso has visto alguna? —pregunta Carl sonriendo.
Me encojo de hombros.
—Vivo en ellas —afirmo.
Carl me ciega con la luz de su linterna y yo cierro los ojos, dándole un manotazo en el hombro para que pare. Michonne ríe y niega con la cabeza.
—No, en serio, ¿por qué hemos de separarnos? —insisto mirando a todas partes.
Los extrañados ojos de todos recaen sobre mí.
—Porque así abarcaremos más e iremos más deprisa —responde Michonne con obviedad—. Antes terminemos, antes nos marcharemos.
Rasco mi nuca y muerdo mis labios.
—Ya, pero...
—Áyax. —Me interrumpe Daryl—. ¿Por qué quieres que nos mantengamos juntos?
Río con nerviosismo y me encojo de hombros.
—Oye, no inventes, no quiero nada —gruño entre dientes. Michonne le lanza una mirada fugaz que no pasa desapercibida y alzo el mentón, vacilante—. Será más seguro para vosotros que estéis cerca de mí, no quiero tener que dar explicaciones a nadie de por qué ha muerto quien sea. Simplemente eso.
Carl alza su ceja visible ante ese comentario tan borde, más propio del Áyax de catorce años que del de veintiuno.
Trago saliva con dureza.
—Voy por ahí, quien quiera que me acompañe —digo dando media vuelta.
Rosita suspira y echa a andar siguiendo mis pasos. Cuando llega a mi altura, miro por encima de mi hombro y veo como Daryl y Carl me dedican un par de miradas antes de hablar en voz baja entre ellos.
Mierda.
Esto va a costarme una conversación que no quiero mantener.
Pero lo bueno de Rosita, es que no habla de lo sucedido. Sabe que necesito mi tiempo para poner mis ideas en orden antes de abalanzarme a una conversación. Porque, tras la guerra, Rosita y yo habíamos ido acercando posturas el uno con el otro en cada visita médica en la que yo curaba su hombro, como Denisse curó el mío en su día. Y, gracias a cualquier fuerza celestial, la mujer había ido bajando la muralla poco a poco, lo que nos hacía una convivencia más tranquila a ambos.
Entonces me mira y sonríe fugazmente.
—Cuando quieras hablar... simplemente, estoy ahí ¿Vale?
Sonrío exhalando por la nariz el aire que contenía. Asiento ligeramente, dándole un rápido vistazo.
Ahí estaba, no hacía falta más.
Deambulamos por los pasillos del centro comercial a lo largo de al menos una hora, entrando en algunas de las tiendas prácticamente ya vacías y saqueadas, cargando en nuestras mochilas aquello que pudiéramos encontrar. Ropa de invierno, principalmente.
Me detengo frente a una tienda infantil que está en el otro pasillo, cruzando el puente de madera que une ambos. Observo con una sonrisa alguno de los juguetes que hay esparcidos por el escaparate.
—Espera, Rosita. —Ella frena sus pasos y se da la vuelta hacia mí—. Quiero coger algunas cosas para Gracie aparte de la ropa.
La mujer asiente con una sonrisa.
—Te sigo.
Pero no lo hace.
Por suerte.
Porque cuando doy un paso sobre el puente, la madera podrida bajo mis pies cruje con fuerza y cede ante mi peso, haciéndose pedazos.
—¡ÁYAX! —brama Rosita, levantando un brazo en mi dirección, intentando sujetarme inútilmente.
Mi cuerpo golpea contra el suelo de la planta inferior y toso con fuerza por el impacto en mis pulmones. Ni siquiera soy capaz de gritar por el dolor que me sacude y me deja sin aire, retorciéndome hacia un lado en el suelo, cerrando los ojos y apretando los dientes con fuerza. Suerte que la mochila en mi espalda había amortiguado parte del golpe.
Rosita se lleva el walkie a la boca.
—¡Necesito ayuda! ¿Me oís? ¡Estamos al final de la planta! ¡Áyax ha tenido un accidente! —exclama con rapidez. Se aleja el aparato y se arrodilla al borde del quebrado puente, observándome desde arriba—. ¡Áyax! ¿Estás bien?
Toso un par de veces.
—Sí, bien jodido —gruño intentando incorporarme.
El polvo que he levantado inunda mis pulmones y me dificulta la respiración. Pasos rápidos y acelerados se oyen sobre mi cabeza, y antes de que me dé cuenta, tres cabezas se asoman al lado de Rosita.
—¿Qué ha pasado? —grita Michonne con los ojos abiertos como platos.
—Que quería bajar a la primera planta y esta me ha parecido la forma más rápida —espeto con sarcasmo y la voz ronca, arrodillado en el suelo—. ¡A ti que te parece! ¡El jodido puente se ha hundido! —replico señalando los pedazos rotos a mi alrededor.
Daryl observa la madera que aún queda colgando en el puente.
—Sí, está podrida.
—¡Muy listo, Sherlock!
Mi hermano me asesina con la mirada.
—¡A que te dejo ahí abajo!
—¡A que subo ahí arriba!
—¡Inténtalo!
—¡Basta! ¡No es el momento! —exclama Carl mirándonos sorprendidos.
Y como si la cosa no fuera conmigo y yo no acabara de fisurarme de nuevo al menos un par de costillas, justo después de haber sanado la anterior, los cuatro empiezan a discutir entre ellos sobre mi comportamiento.
Pero hay algo que hace que deje de prestarles atención.
Algo que congela mi cuerpo y provoca que un sudor frío descienda a lo largo de toda mi columna vertebral.
Un sonido a mi espalda.
El sonido de pies que se arrastran con torpeza. De pasos.
De decenas de ellos.
De cientos de ellos.
Acompañados de tenues gruñidos, cada vez más claros.
Y más cercanos.
Me giro con lentitud hacia la gigantesca horda de caminantes que me da la bienvenida a la planta inferior del centro comercial.
A tan solo unos metros de mí.
Y cuando mi grupo lo oye, su discusión cesa.
Alzo la cabeza y nuestras miradas aterradas conectan.
Aterradas, porque ya no soy inmune.
Y por eso vienen hacia mí.
—¡Corre hacia las escaleras! —ruge Daryl, desgañitándose, señalando el final de mi pasillo.
Y mis piernas le obedecen antes que mi cerebro.
Apretando los dientes cuando el dolor en mi torso me sacude, corro todo lo que puedo hacia donde Daryl me ha dicho, sintiendo el aliento de los muertos a metros de mí.
Un solo fallo.
Un solo tropiezo.
Y todo se termina.
Porque ya no soy inmune.
Porque ya no tengo nada que me proteja.
El aire que entra y sale por mi nariz y mi boca convierte en fuego mis pulmones, que queman y ruegan por un descanso, pero no puedo detenerme, no ahora que les he sacado ventaja. No ahora que alcanzo a ver las escaleras al final del pasillo. Arranco mi walkie del cinturón y me lo llevo a los labios.
—¡Están tapiadas con estanterías, no voy a llegar! —grito.
Giro a la derecha ignorando la orden de mi hermano cuando veo un pasillo despejado, con la intención de darles esquinazo.
—¡Ve a las de emergencia! —responde Michonne.
Corro hacia donde me dice, azotando la puerta metálica cuando la abro con fuerza y cerrándola a mi espalda, rezando porque esta sea la puerta correcta. Respiro agitado y enfoco la linterna en dirección a las escaleras que parecen estar vacías.
Y digo parecen, porque estoy equivocado.
Decenas de muertos estaban estáticos en las que subían.
Hasta que he aparecido.
Bajo las escaleras libres, empujando lejos de mí a algún que otro muerto, siendo consciente de que debería estar subiendo en lugar de bajando hacia un pozo sin fondo, en el que no sé qué voy a encontrarme.
—¡Estoy bajando! ¡No puedo subir! ¡Son demasiados! —le grito al aparato.
—¿¡Cómo que bajando, Áyax!? —replica Carl—. ¿¡A dónde!?
—¡Creo que voy dirección al parking! —exclamo atemorizado—. ¡AYUDA! ¡POR FAVOR!
La línea muere en un silencio de sorpresa.
Y soy consciente de por qué.
Porque nunca.
Jamás.
En mis veintiún años.
Había tenido que gritar por ayuda, aterrado.
Pateo una puerta con el corazón latiendo a mil por hora y las lágrimas corriendo por mis mejillas.
Lágrimas de dolor.
Lágrimas de rabia.
Y, por primera vez, lágrimas de miedo.
Miedo.
Ese sentimiento extraño y desconocido para mí.
Observo la cantidad de coches aparcados y abandonados, y corro entre ellos como puedo, exhausto y dolorido, deshaciéndome de la mochila en el camino para poder correr más rápido sin el peso extra.
Perdiendo parte de nuestros suministros.
Por las entradas y salidas de vehículos es imposible salir, porque están plagadas de muertos que deambulan. La otra puerta de emergencia está al otro lado del parking, y tengo que correr en esa dirección como si me fuera la vida en ello.
Porque así es.
Mi vista empieza a nublarse por la fatiga, porque estoy llevando mi cuerpo al límite.
Y es que nunca había tenido que correr tanto.
Que huir tanto.
Tropiezo con el asfalto destrozado y mi espalda impacta contra la puerta de un coche.
Y uno de los muertos se lanza sobre mí.
Le alejo todo lo que puedo, pero si aparto una sola mano para alcanzar mi cuchillo, perderé fuerza y se me abalanzará sobre el cuello.
Su rostro es repulsivo. El pelo muerto le cae sobre la cara, largo y harapiento. Sus ojos sin vida me observan como una presa más mientras que con sus dientes putrefactos lanza mordiscos cerca de mi cuello.
No aguantaré mucho más.
Es este.
Este es mi fin.
El que muchos otros han tenido.
Al que todos se arriesgaban siempre, menos yo.
Todo lo que he vivido, todas las veces que he estado a punto de morir, para que este sea realmente mi final.
Cierro los ojos.
—Carl, Gracie, lo siento —susurro cuando las fuerzas me vencen.
Y el muerto cae sobre mí.
Un silbido cortando el aire me devuelve a la realidad.
La cabeza del caminante cuelga hacia un lado cuando una repentina flecha le atraviesa.
Mis ojos se abren de par en par.
Una espada rasga el viento al ser desenvainada, y aparte de eso, desgarra muchas cosas más.
Cuerpos.
Cráneos.
Brazos.
Piernas.
Seguido de una ráfaga de disparos, provenientes de las armas de Carl y Rosita.
Me libero del cadáver inerte y corro hacia la puerta por la que han aparecido, con los muertos acechando mis espaldas, y cuando entro, cierran de un fuerte portazo, atrancándola.
Caigo de rodillas al suelo, exhausto de tal forma que tengo que apoyar mi espalda en la pared. Carl se agacha frente a mí y acuna mi rostro con ambas manos.
—¿Estás bien? —jadea aterrado—. ¿Te han mordido? ¿Arañado?
El silencio se hace ante esas dos simples preguntas.
Porque todos caemos en la cuenta de lo que significan.
Es la primera vez que alguien me las tiene que hacer.
Agacho la cabeza y niego, sin mirarle.
Mi hermano baja la mirada. Rosita y Michonne se observan entre sí.
Carl acaricia mi pelo y mi mejilla, muerde sus labios, asintiendo.
—Está bien —dice intentando calmarse—. Marchémonos de aquí.
El camino de vuelta en el coche no es agradable.
Entre nosotros oscila el fantasma de una conversación que no va a ser llevada a cabo. Porque nadie quiere hablar de lo que acaba de pasar.
Mucho menos yo.
Michonne se concentra en la carretera. Daryl se pierde en sus pensamientos con la vista clavada en el horizonte desde su asiento de copiloto. Rosita, tras él, señala en el mapa el centro comercial, destacándolo como zona a evitar. Carl, a mi lado y sentado entre Rosita y yo, me mira sin saber qué hacer.
Mantengo la cabeza apoyada en la ventanilla del coche y la mirada perdida en los árboles, que se convierten en borrones de hojas naranjas y marrones.
Mis manos tiemblan sobre mi regazo.
Carl apoya su izquierda sobre las mías, apretándolas con suavidad.
Mis manos dejan de temblar.
Cuando llegamos a Alexandria, me bajo del coche a paso decidido, dejando a Rosita, Daryl y Michonne atrás, que no dudan en hacerse cargo de los suministros traídos.
Todos, excepto los míos.
Carl se queda quieto, observándome en la distancia, no muy seguro de si debe seguirme o darme mi espacio.
Alcanzo nuestra casa y abro la puerta.
Rick alza la vista desde la mesa en el salón, sentado en la silla frente a ella, pues parecía estar inspeccionando los detalles del cuaderno ante sus ojos.
—¿Cómo ha ido?
Camino hacia las escaleras sin dar respuesta alguna.
Y Rick deja el lápiz sobre la mesa, se hace con su bastón y, gracias a este, se pone en pie.
—¿Áyax?
Me detengo al pie de la escalera y me vuelvo hacia él.
—¿Sí?
Su ceño se frunce.
—Áyax, hijo, ¿estás bien?
Trago saliva.
Asiento bruscamente y reanudo mi paso, subiendo los escalones de dos en dos.
Entro en nuestra habitación y la veo a ella.
Gracie está en su cuna, despierta, por suerte.
La agarro con sumo cuidado y, cuando me ve, sus ojitos azules se iluminan de ilusión con ese brillo infantil de inocencia que le caracteriza. Ignorando el pinchazo de dolor en mis costillas, la sostengo entre mis brazos, pegándola a mi pecho.
Acunándola.
Abrazándola.
Sintiendo su calor contra el mío.
Su carita escondiéndose en mi cuello.
Y como sus manitas se aferran a mi sudadera.
Y no sé en qué exacto momento, he roto a llorar sin consuelo.
Una mano se posa en mi hombro con suavidad y Rick aparece en mi nublado campo de visión con los ojos llenos de asombro y sorpresa.
Me siento a orillas de la cama y este se sienta junto a mí, dejando el bastón a su lado.
Beso la cabeza de Gracie y cierro los ojos con fuerza.
Rick aprieta mi hombro y me pega a él, dejando un beso en mi sien, quedándose así unos segundos.
—Sea lo que sea lo que ha sucedido —susurra—. Ya estás a salvo.
Estrecho más a Gracie contra mí y asiento.
El hombre se pone en pie de nuevo, depositando un beso sobre mi pelo y otro en el de Gracie, y entonces nos deja a solas.
Y no sé por cuánto tiempo me quedo así.
El agua caliente cae sobre mi cabeza, relajando cada músculo de mi cuerpo, abrasando mi piel, deslizándose por cada centímetro de la misma. El vapor impregna el ambiente del baño que comparto con Carl y empaña el espejo. Abro los ojos cuando la puerta de la estancia es abierta y después se cierra.
Carl me observa con preocupación y niego con la cabeza, manteniendo una mano apoyada en la fría pared de baldosas.
Entiende el mensaje: no quiero hablar de nada de lo que haya pasado hoy.
Asiente.
Se deshace de su suéter y después de sus pantalones.
Con ojos tristes, observo como se quita cada prenda hasta que su cuerpo queda libre de ellas, incluido el vendaje sobre su ojo. Abre la puerta de la ducha y se adentra conmigo. Si el agua ardiente le molesta, no se queja. Me abraza desde la espalda, apoyando su barbilla sobre mi hombro y deja un casto sobre mi cuello. Justo donde el caminante ha estado a punto de morderme.
—Sigues siendo igual de válido, con o sin inmunidad —susurra.
Muerdo mis labios para no romperme y me vuelvo a él. Descanso mis manos en su rostro, apartando el pelo mojado, dejándole la cara limpia sin nada que la oculte.
Es la primera vez que le veo el rostro despejado.
Apoyo mi frente en la suya.
—No hoy, por favor —murmuro en un sollozo.
Asiente de nuevo.
Acaricio la cicatriz de la mordedura en su abdomen con las yemas de mis dedos temblorosos, recordándome a mí mismo aquello que sobrevuela mi cabeza desde hace unos meses: la fragilidad de la vida. Y, como si supiera lo que pienso, él me abraza una vez más, tal y como ha hecho frente a la tienda. Mi vista se nubla, no solo por el agua que cae sobre nosotros, sino por las lágrimas repentinas. Beso sus labios con dulzura, porque es lo único que necesito.
Que me haga saber que estoy bien.
Que estoy vivo.
Y que nada va a pasarme.
Es la primera vez que necesito sentirme así de protegido.
Son tiempos de demasiadas primeras veces.
Carl se separa ligeramente cuando se da cuenta de algo de lo que hasta ahora no se había percatado.
Y sonrío.
Sus dedos, que estaban acariciando cautelosos mis magulladas costillas, se deslizan sobre mi pecho hasta el lado izquierdo del mismo.
Me mira con sorpresa y la boca ligeramente abierta.
—¿Te has...? Dios mío —tartamudea. Su pupila se clava en mí—. Te has tatuado mi nombre.
Muerdo mis labios e intento, sin éxito, que mis mejillas no enrojezcan.
Asiento, pegando mi frente a su hombro para ocultarme.
—En el lado izquierdo, sobre el corazón —afirmo avergonzado.
Me mira y alza mi cabeza colocando una mano en mi mejilla cicatrizada, completamente quieto y mudo, con una mirada que rezuma amor y felicidad.
—Feliz Navidad, supongo —digo encogiéndome de hombros, cada vez con más vergüenza—. No era esta la forma en la que quería que vieras tu regalo.
Su boca se abre más si cabe.
—¿Este es mi regalo? —susurra, pasando sus dedos con suavidad sobre las letras que componen su nombre, poniendo mi piel de gallina por cada centímetro que recorre de esta.
Vuelvo a asentir.
—En mi bota no pone «Andy», pero en mí sí que quería tu nombre.
Carl ríe con ganas y yo también, como dos tontos enamorados y nerviosos por tenerse el uno frente al otro.
Cojo su mano con delicadeza, posándola justo encima del tatuaje, sobre mi corazón. Apoyo mi frente en la suya una vez más, pasando mi mano tras su nuca y dejándola ahí.
—Al fin y al acabo eres y serás siempre su dueño, era lo lógico.
Su mirada se oscurece.
Cierra el grifo, haciendo que el agua deje de caer sobre nosotros.
Y una ladeada sonrisa no tarda segundos en aparecer de sus labios.
Labios, que tampoco tardan en besarme como si no existiera mañana alguno.
Sus manos se pasean por todo mi cuerpo, al igual que las mías, salvo que las suyas poseen la delicadeza y cuidado de quien toca a alguien herido.
Sonrío a mitad del beso y muerdo sus labios, dejándole claro que me encuentro bien.
—Feliz Navidad —gruñe contra mi boca, acorralándome entre su cuerpo y la pared de la ducha.
Oh, parece que al final sí que va a serlo.
Una vez tengo colocada mi chaqueta de franela, me agacho frente a Gracie y le pongo su abrigo, cerrándolo bien para que no pase frío. Sonrío ante una imagen tan adorable.
Y es que la pequeña iba sujeta de la mano de Judith, enfundada en unas pequeñas botas marrones y un abrigo azul que era evidente que le iba una talla más grande, por lo que dejaba sus manitas casi ocultas. Tengo que morderme los labios para no reírme, aunque Judith no lo consigue ante su aspecto tan divertido y tierno. Me pongo en pie, con los brazos en jarra, admirando mi obra desde la lejanía.
—Ya estás lista —digo con un convencido asentimiento de cabeza.
Carl y Rick se carcajean a mi espalda.
—Oh, no, de eso nada —comenta el segundo mientras se pone su propio abrigo. Le da un vistazo a Michonne y esta sonríe.
La mujer sube las escaleras con rapidez y en cuestión de momentos, tras trastear en su habitación, aparece de nuevo.
Con un gorrito de lana roja, que tiene dos bolitas blancas sobre él, y una bufanda del mismo color.
Rompo a reír.
—Dios santo, va a ser la cúspide de lo adorable —respondo cuando me lo tiende.
Carl mira a nuestros padres.
—No hacía falta nada —les recuerda arqueando su ceja visible.
Michonne se encoge de hombros mientras se coloca la bufanda.
—Es Navidad, debía tener su regalo de nuestra parte y era la forma perfecta de colaborar con los mercados de El Reino.
Rick asiente con lo cabeza, zanjando la discusión más que satisfecho de haberla ganado.
—Además, ¡es igualito al mío! —exclama Judith sacando del bolsillo de su chaqueta, que también le va demasiado larga, un gorro similar que no duda en colocarse.
Río y me agacho de nuevo frente a Gracie, pasando la bufanda alrededor de su cuello, para después ponerle el gorrito.
No os imagináis el esfuerzo que tengo que hacer para no partirme de risa cuando la veo embutida en todos esos montones de ropa, que solo dejan a la vista su nariz, sus mejillas y sus profundos ojos azules.
Carl estampa una mano sobre su cara, porque está en la misma situación.
—Vale, ahora sí —digo tras carraspear.
El chico me tiende mi gorro negro de lana y me lo pongo, a la vez que Rick, ayudado por su bastón que ya lleva con bastante habilidad, se dirige hasta la puerta de casa para abrirla. Cuando el frío exterior nos azota y hace que me encoja en mi propio abrigo, me siento tranquilo al ver que tantas capas sobre Gracie servirán de algo. La agarro entre mis brazos ignorando la negativa de Carl respecto a que no debería hacer esfuerzos y, uno a uno, vamos saliendo de la casa, de camino a la feria y mercadillos de Alexandria.
El cielo, que ya va perdiendo sus tonos anaranjados que dejarán paso a la oscuridad, baña el paisaje dejando una bonita e invernal estampa. Sonrío al ver a todos nuestros vecinos paseando con tranquilidad por las calles, parándose de puesto en puesto, charlando y riendo con una calma inusual.
Ver las luces de colores, colgando de extremo a extremo de las calles, atadas a las farolas, ensancha mi sonrisa. Los colores, las luces blanquecinas y las de los puestos, se habían conseguido gracias a un generador extra destinado únicamente para eso. Era un gasto más que, por una vez, podíamos permitirnos.
Observo a Carl a mi lado, fascinado con el ambiente de Alexandria. Gente de otras comunidades paseaban, felices y sonrientes, ataviados con ropa de abrigo. Guantes, gorros y bufandas iban y venían por nuestras calles entre todo el gentío. Por supuesto, la seguridad exterior se había doblado. Los niños correteaban hacia los talleres infantiles y el establo, donde podían ver a los caballos y pasear sobre ellos. Exceptuando a Sombra, claro, a quien por suerte había conseguido que al menos pudieran acariciar más personas aparte de mí.
Me sorprendo al ver algunos habitantes de El Santuario, que parecen estar muy lejos de serlo, pues ahora sonríen encantados y pasean con sus familias, comiendo y hablando con los demás. Alzo las cejas con asombro y Carl me mira con una sonrisa de «te lo dije» que me hace sonreír a mí.
La Navidad y sus milagros.
El olor a manzanas caramelizadas y algodón de azúcar inunda mis pulmones cuando pasamos por los puestos de comida, en los que Judith se detiene y tironea insistentemente del abrigo de Rick para pedirle una. A lo que el hombre ríe y le acompaña hasta el puesto. La pequeña vuelve feliz con su manzana y una piruleta casera que le entrega a Gracie, que sonríe feliz entre mis brazos. Michonne pellizca una de sus regordetas y enrojecidas mejillas por el frío en un gesto cariñoso cuando la niña se lleva alegremente la piruleta a la boca.
—Pero solo una —digo señalándole—. Si no quienes sufriremos el efecto del azúcar en tu cuerpo seremos nosotros cuando queramos dormir.
—Sí, dormir...
Me giro hacia Michonne con una mirada asesina, que se traga sus palabras a la vez que yo tapo los oídos de Gracie. La mujer arquea una ceja en mi dirección de forma acusatoria y Carl muerde sus labios para no romper a reír.
Y a quien asesino con la mirada ahora, es a él.
—¿Quieres dormir en el desván el resto de las Navidades?
Carl niega exageradamente con la cabeza, con su único ojo abierto de par en par con auténtico terror.
—Eso pensaba yo —sentencio entrecerrando los ojos.
Gracie me mira, y sin saber muy bien por qué, mira a su padre entrecerrando los ojos como yo.
Carl abre la boca con fingida ofensa.
—¿Tú también estás en mi contra? —pregunta con dramatismo.
Río a carcajadas ante el gesto de la niña junto a Rick y Michonne.
Pero nuestras risas se cortan con asombro y sorpresa cuando la pequeña abre la boca con intención de decir algo. Me congelo en mi sitio y le miro esperanzado.
Gracie nos mira.
Y estornuda.
Suspiro y Carl ríe con fuerza, acompañado por nuestro padre.
—En otro momento quizá —murmuro.
Y es que últimamente Gracie parecía más motivada a emitir sonidos, o a balbucear y señalar cosas cuando quería algo, en un intento por comunicarse con nosotros. Lo que me demostraba que empezaba a confiar, y que, más pronto que tarde, aprendería a hablar con nuestra ayuda.
Sonrío cuando Carl saca un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y limpia la nariz de la niña, que no paraba de hacer pompitas, haciendo reír a carcajadas a Judith.
—Fantástico, un resfriado —mascullo.
Una mano palmea mi espalda un par de veces.
—Relájate, mamá gallina —responde Daryl con una pequeña sonrisa, colocándose a nuestro lado.
Le fulmino con la mirada, que dura apenas unos segundos, pues sonrío alegre al verle. Este me abraza y también a la pequeña. El ambiente se tensa ligeramente cuando Rick y él se saludan con un incómodo asentimiento de cabeza.
Y es que, tras nuestra decisión para con Negan, la relación entre ambos era algo distante, principalmente por parte de Daryl, pues no estaba demasiado contento con la idea de mantenerle vivo. E incluso a veces guardaba las distancias conmigo cuando Rick estaba presente, como si vernos a los dos juntos le recordara lo vivido en aquella colina.
Presenciarme llorar desconsolado por Negan, con este moribundo en mis brazos, no debió de ser un plato demasiado agradable para él.
Aunque al menos hoy ambos parecían menos tensos ante la presencia del otro, y me alegra pensar que, quizá por Navidad, han dejado esas ideas a un lado.
—He venido desde El Reino con Carol y Ezekiel, allí están —dice señalándoles, antes de recolocarse su poncho para abrigarse a sí mismo—. Han traído algunos regalos.
Rick asiente y sonríe, apretando el hombro de su hermano.
—Entonces será mejor que vayamos.
Y, con la pequeña sonrisa que ambos se dedican, me confirman mi teoría. Por el rabillo del ojo veo como Carl y Michonne suspiran ligeramente aliviados.
Con algo más de felicidad y espíritu navideño recorriendo nuestros cuerpos, embriagados por el ambiente festivo, caminamos hasta ellos, que nos reciben con los brazos abiertos.
—¡Oh, Feliz Navidad mi buena gente de Alexandria! —exclama el Rey con su habitual grandeza y teatralidad, literalmente con los brazos abiertos, haciendo reír a Carol—. Me han dicho que por aquí hay un par de niñas pequeñas que se han portado muy bien.
Sonrío cuando le veo volverse hacia el saco que ha dejado al lado de uno de los puestos en los que reparten e intercambian. De este, saca un par de osos de peluche hechos de trapo y cosidos a mano, que le entrega a Judith y a Gracie.
—Santa Claus ahora lleva rastas en lugar de barba blanca, y su tigre debe de haberse comido a Rudolph —comento, viendo como el hombre se echa el saco a la espalda y se carcajea ante mi comentario. Pero Judith me observa con horror ante mis palabras y Rick me dedica una mirada agresiva, con la mandíbula tensa, que casi hace que me atragante con mi propia saliva—. Oh, no, no, cielo. Solo bromeaba. Seguro que el reno está en el Polo Norte, siendo... cuidado por los elfos, preparado para esta noche. Estará perfectamente.
Perfectamente muerto.
Carl palmea mi espalda.
—Muy bien salvado, desde luego —dice, intentando no reírse.
Cuando Judith parece satisfecha con mis explicaciones y se va para saludar a sus amigos de El Reino, me giro hacia Carl y seco teatralmente el inexistente sudor en mi frente tapada por el gorro.
Cierto, Judith no es inocente y sabe lo que hay en este mundo, pero tampoco era cuestión de romperle todas las ilusiones, al menos no hoy.
De ilusiones también se vive.
Frunzo el ceño cuando observo la ropa que lleva el osito de Gracie.
Una camisa de cuadros rosas y negros, sin mangas, y con el apellido «Dixon» bordado en su espalda.
Arqueo una ceja en dirección a Daryl, con la sorpresa y la ilusión rezumando en mi mirada.
Este se encoge de hombros, ligeramente avergonzado.
—Se me ocurrió y...
—Es genial —le interrumpo, parpadeando para disipar las lágrimas—. Le falta una mini ballesta.
Él ríe.
—La conseguiré —afirma convencido—. Solo se podía hacer eso, cosiéndolo y...
—Y lo he cosido yo —le corta ahora Carol, mirándole mal mientras, junto a Ezekiel, se alejan en dirección a Michonne y Rick.
—Y lo has cosido tú —sentencia mi hermano agachando la cabeza, haciéndonos reír a Carl y a mí.
—Eh, y por qué no está mi apellido —comenta Carl con fingido enfado, inspeccionando el peluche.
Sonrío, alzando el mentón.
—Porque ahora eres un Dixon —respondo con obviedad.
Carl enarca su ceja visible.
—Todavía no —contraataca, imitando mi gesto—. Además, estamos en el siglo veintiuno, pienso conservar mi apellido.
Abro la boca con ofensa.
—¡Y yo el mío!
El chico me dedica una ladeada sonrisa y pone una mano en mi cintura cuando se acerca a mí. Deja un beso en mi mejilla y pega sus labios a mi cuello.
—Una pena —murmura—. Me encanta como suena Áyax Dixon-Grimes.
Trago saliva cuando mi garganta se seca.
Un escalofrío me recorre, y no es por las bajas temperaturas.
Le miro de la misma forma que le he mirado en la ducha y su sonrisa se ensancha, sabiéndose victorioso y ganador de aquello que quería lograr en mí.
Daryl pone los ojos en blanco, me quita a Gracie de mis brazos y se marcha hacia Judith, alegando que no quiere vomitar antes de la cena y que la niña debe conservar su inocencia un tiempo más. Muerdo mis labios con vergüenza.
—Habrá que ver quién de los dos gana —digo, retándole con un rápido vistazo.
Carl me observa de forma altiva y, ahora sí, deja un beso en mi cuello.
—Esta noche zanjamos la discusión —susurra. Entonces su fiera mirada se posa en la mía—. Pero yo ya sé que he ganado.
Cabrón egocéntrico y manipulador.
Pero era mi cabrón egocéntrico y manipulador.
Cuando recupero el control de mi ser, seguimos paseando por Alexandria, disfrutando del ambiente y recibiendo visitantes del resto de comunidades, acompañados de Carol y Ezekiel, que sigue repartiendo regalos hechos a mano como si del verdadero Santa Claus se tratase. Entre risas, conversaciones y paradas por todos los puestos, la noche va cayendo suavemente sobre nosotros, dejando que el frío aumente y que las luces de colores resplandezcan por las calles. Frunzo el ceño cuando alzo la cabeza al ver que Gracie, ahora en brazos de Carl, señala sobre nosotros con la boca abierta.
Y entonces comprendo por qué.
Frágiles y pequeños copos de nieve empiezan a flotar en el ambiente, cayendo sobre nuestras cabezas paulatinamente. Mi boca también se abre de par en par.
—Está nevando —susurro con una sonrisa.
Carl me mira igual de feliz que yo a él.
Y ambos observamos como Gracie intenta atrapar los pequeños copos con sus manos, mirándolos con ojos brillantes de pura ilusión y felicidad.
—¡Mira, papá! ¡Es nieve! —exclama Judith dando saltitos, sujeta de la mano de Michonne.
—Eso veo —responde este, asintiendo con una gran sonrisa en sus labios.
Y, tras mirarnos entre nosotros, todos con la misma sonrisa grabada en el rostro, nuestros ojos se posan en el cielo encapotado, del que cada vez cae más nieve.
Y es que esa es la realidad.
Porque si nosotros hacía años que no veíamos la nieve, Judith y Gracie no la habían visto jamás. Y si en mi nacía una pequeña ilusión por ser testigo de este momento, no quiero imaginarme a ellas.
Al fin y al cabo, era su primera vez.
Es cuestión de pocos minutos que la nieve empiece a cuajar a nuestro alrededor, pues el frío así lo permite. Y lo sé con certeza, cuando Judith me estampa una bola en la cara.
El silencio reina entre todos nosotros. Veo a Michonne cubrirse la boca con las manos por la sorpresa, y a Carl intentando no reírse de mí, sin demasiado éxito.
Me giro hacia la mocosa con extremada lentitud.
Esta se queda quieta cual figura, mordiendo sus labios para no reír.
—Acabas... de cometer... el mayor error... ¡de tu vida! —grito, agachándome para coger un puñado de nieve y salir corriendo tras ella—. ¡Vuelve aquí pequeño diablo!
—¡Corre, Judith, corre! —grita Rick desde su posición, ahuecando sus manos alrededor de su boca.
Y tan sencillo como eso, tal y cómo Judith la ha iniciado, una batalla de bolas de nieve empieza entre prácticamente todos los visitantes, al menos todos los niños así lo hacen.
Y como yo cuento como uno más, también participo.
Mi mayor logro es que Daryl, Michonne y Carl, que deja a Gracie a resguardo de Rick, porque sabe que nadie va a atreverse a lanzarle una bola a él, también se unan. A pesar de que Carl no para de regañarme, alegando que no debería hacer todavía más esfuerzos. Pero le grito que llevo una venda y que estoy bien, para después golpearle con una bola en la cabeza.
Y el que se lanza a correr calle abajo soy yo.
Es así como pasamos al menos un par de horas más. Lanzándonos nieve unos a otros entre risas, y haciendo muñecos acompañadas de muchas más. Hasta que tengo la genial idea de coger un gran pedazo de madera sobrante de la que han utilizado para construir los puestos, que coloco en el suelo y me siento sobre él, dejando a Gracie en mi regazo. Carl corre a sentarse detrás de mí.
—¡Una carrera! —le grito a Judith, que ya está colocando otro pedazo en el suelo y subiéndose a él.
—¡Vamos papá! ¡Tenemos que ganarles! —exclama.
Rick niega con la cabeza, algo avergonzado.
—Yo no puedo, Judith —dice señalando su pierna herida.
Pongo los ojos en blanco.
—¡No pongas excusas! Caminas mejor con ese bastón que cuando no llevabas ¡Cobarde!
Y Rick Grimes me mira de tal forma que solo con sus ojos ya podría matarme. Pero Michonne le detiene para protegerle de que no se haga más daño cometiendo alguna tontería.
—Yo me encargo, limpiaré tu nombre con honor —dice de forma solemne, cerrando su abrigo con fuerza y anudándose bien la bufanda.
Rick sonríe orgulloso y satisfecho.
Miro a Carl.
—Creo que tengo miedo —susurro ante las miradas asesinas de nuestros padres.
Y así es como nos embarcamos en una carrera cuesta abajo por una de las calles de la comunidad, entre gritos competitivos y ánimos de algunos vecinos. Los improvisados trineos están a la par, pero ante el evidente menos peso en la tabla de Judith y Michonne, estas se adelantan ante nosotros y cruzan la imaginaria línea de meta a las puertas de Alexandria, al inicio del mercadillo. Carl jadea agotado cuando el trineo se detiene, apoyando las palmas de sus manos sobre la fría nieve. Yo me quejo por nuestra derrota y Gracie se pone de pie, levantando las manos, dando pequeños grititos de ilusión por haberse divertido. Lo que hace que Carl y yo comencemos a reír. El flash de una cámara hace que giremos nuestras cabezas hacia la izquierda con sorpresa, y Rosita nos dedica una tierna sonrisa cuando despega la cámara de su rostro y sostiene la foto instantánea en sus manos enfundadas en guantes, que enseguida nos da.
Mi pecho se hincha de felicidad al ver la bonita estampa retratada para siempre en el papel.
Es exactamente así como pasamos la siguiente media hora hasta la cena. Con Rosita haciendo fotos a los visitantes y vecinos, con nosotros deambulando por los puestos, dejando que Gracie y Judith participen en los talleres acompañadas por Daryl, con Rick, Michonne, Carol y Ezekiel conversando con los vecinos, y con Carl y conmigo ayudando en los establos.
Es exactamente así, y no me gustaría que fuera de ninguna otra forma.
Me dejo caer en el sofá, dejando la copa de vino que Rosita me ha servido en la pequeña mesita a mi lado, y suspiro al sentirme lleno ante la suculenta cena que hemos tenido y que todavía seguía a medio recoger en la mesa tras nosotros.
Era la primera vez en todo este tiempo que podíamos permitirnos relajarnos así.
Cenar con la familia.
Celebrar una festividad.
Beber alguna copa de más.
—¡No le rellenes la copa otra vez! —le exclama Rick a Rosita, que tras beberme de un trago el contenido, pretendía rellenarla. A lo que la mujer se queda la botella para ella muy felizmente.
—Qué gruñón eres —digo. Las palabras se arrastran entre mis labios y la lengua parece patinarme cada vez que hablo.
—¿Vas borracho? —inquiere Michonne arqueando una ceja en mi dirección.
Niego repetidas veces.
—En absoluto —musito, resbalándome por el sofá hasta clavarme la barbilla en el pecho en una postura un pelín indigna—. Puede. Tal vez. Quizá un poco.
Carl se carcajea con fuerza y yo le doy con un cojín en la cara.
—¡Es la primera vez que bebo! ¡No me juzgues!
—La primera y la última —señala Daryl negando con la cabeza, que tiene hincada una rodilla frente a la chimenea, añadiendo un tronco más al creciente fuego.
Este emana su calor por todo el salón, inundando el ambiente con su calidez y el relajante sonido del crepitar, haciendo que sonría ante la sensación hogareña y feliz que invade mi cuerpo.
Puede que también condicionada por el vino.
Observo el peculiar ambiente que me rodea. Judith y Gracie juegan entre ellas con algunos de los regalos que han conseguido en los puestos, con Rosita ahora sentada junto a ambas, mientras que Rick las observa, sonriente, con Michonne a su lado, ambos entrelazados de la mano. Carol abre la puerta de la casa cuando alguien llama, bajo la atenta mirada de Ezekiel, y pronto Tara, Gabriel y Aaron, seguidos de Jesús, Maggie y el pequeño Hershel, aparecen en la estancia. Esta se inunda de abrazos y besos de bienvenida, que acrecientan la sensación hogareña. A pesar de la pequeña tensión entre Maggie, Rick y yo. Sacudo mi cabeza para apartar de mí eso último.
No hoy.
Algunos traen más comida y regalos, como ropa o juguetes hechos a mano para los más pequeños. Y pronto empiezan a enfrascarse en sus propias conversaciones.
Carl tamborilea sus dedos sobre mi muslo izquierdo para llamar atención. Giro la cabeza hacia él con el ceño fruncido.
—Yo también quiero darte mi regalo —dice. Sus mejillas están teñidas de un suave color rojo, que se hace más presente ante mi sorprendido gesto.
El chico se pone en pie y desaparece escaleras arriba. Tarda tan solo un par de minutos en volver a aparecer por el salón, cargado con la mochila que llevaba esta mañana. Le miro extrañado sin comprender nada y se sienta de nuevo en su sitio.
Abre la mochila y de esta saca algo que ni en mil vidas hubiera imaginado.
—Feliz Navidad —dice avergonzado, dejando el regalo en mis manos.
Lo observo con la boca abierta, incapaz de emitir un solo sonido.
El Sheriff Woody entre mis manos me observa sonriente tal y como lo hacía desde la estantería del centro comercial.
—¿Qué? —murmuro casi sin voz, mirándole fijamente con los ojos llenos de lágrimas. Los efectos del vino parecen haberse evaporado de mi sangre.
Carl se asusta al verme así.
—¿No te gusta? —pregunta preocupado—. Pensé que... creí que te gustaría... he sido un idiota, te traerá malos recuerdos y...
Y le abrazo.
Y su verborrea aterrada se detiene.
Sus hombros se relajan y me estrecha entre sus brazos.
—Es el mejor regalo que me han hecho jamás —susurro contra él, con la cara escondida en su cuello.
Mi corazón se llena de calor en ese instante.
Porque el niño que fui, triste, solo y roto, sonríe por primera vez en toda su vida.
Seco con rapidez las lágrimas al borde de mis ojos cuando me separo de él, que deja un sonoro beso en mi mejilla, haciéndome reír. Carl y Daryl se miran, dedicándose un suave asentimiento de cabeza.
—Me ayudó a entrar en la tienda cuando Rosita y tú os marchasteis —explica el chico.
Alzo las cejas con sorpresa y Daryl se encoge de hombros, más que satisfecho.
—Gracias —digo, con una sincera sonrisa.
Este responde con un leve asentimiento de cabeza.
Sonrío con suficiencia y alzo la barbilla.
—Ahora me toca a mí darte tu regalo —sentencio mirando a Carl.
A través de su mirada puedo ver a su cerebro cortocircuitar ante mis palabras.
—Pero si... —murmura señalando mi pecho.
—Ese era solo una parte —respondo interrumpiéndole. De mi bolsillo trasero saco un sobre blanco—. Ahora lo entenderás mejor.
El chico coge el sobre sin dejar de mirarme. Lo abre y de este saca unos papeles que desdobla para poder ver el contenido en su interior. Observa los dibujos de las hojas sin entender nada.
Mi sonrisa se estira.
—Una vez, en una de nuestras conversaciones nocturnas en la prisión cuando éramos pequeños, me dijiste que nunca habías visto el mar —le explico. Alza la vista hasta la mía y veo como Rick sonríe, prestando atención a nuestra conversación. Me encojo de hombros—. Bueno... esos son los planos de nuestra nueva casa a las afueras de Oceanside.
Carl me mira estupefacto, de tal forma que sus manos empiezan a temblar ligeramente.
—¿Cómo?
Sonrío aún más.
—No digo que nos vayamos a vivir allí —aclaro. Señalo a nuestra familia, pues algunos siguen absortos en sus conversaciones—. Hablé con ellos y estamos de acuerdo en que es mucho más seguro para todos vivir en comunidad. Y ahora que con las obras vamos a ampliar las casas para hacernos la vida más sencilla... me preguntaba qué te parecería tener nuestro propio espacio aparte... en forma de casita frente al mar.
La boca de Carl se abre, pero no emite ningún sonido.
Empiezo a preocuparme por su bienestar mental y trago saliva.
—Yo... bueno, hablé con Oceanside y... tras hacerle un par de favores a las chicas y a Thomas, que sorprendentemente ha sido bastante amable conmigo ayudándome en la reforma de la casa, nos cedieron una parte de terreno para nosotros en el que se encontraba una destartalada y abandonada casita. Así que decidí reformarla y convertirla en algo habitable —termino por decir ante su falta de palabras.
Carl sigue sin moverse, prácticamente ni pestañea.
—¡Por Dios, di algo! —exclamo impaciente, sujetándole por los hombros, preocupado de haberle jodido la cabeza.
El chico mira los planos, a mí y después otra vez a los planos.
—Te quiero —musita mirándome fijamente, siendo esa la única respuesta capaz de darme.
Sonrío aliviado.
Y ahora me abraza con fuerza él a mí.
Cuando nos separamos, Rick me guiña un ojo antes de llevarse su copa de vino a los labios y yo le devuelvo el gesto en respuesta. Carl nos mira a ambos.
—¿Por eso habéis estado medio desaparecidos tanto tiempo? —pregunta.
Me encojo los hombros con la superioridad de alguien que ha sabido guardar hasta el final un gran secreto.
—Hemos necesitado bastante ayuda extra, reformar una casa no es tarea sencilla —admito, jugando con nerviosismo con la pulsera que me regaló—. Es pequeña y solo tiene un par de habitaciones, pero...
Carl acuna mi cara entre sus manos, ganándose mi atención.
—Es perfecta —sentencia con firmeza—. Me va a encantar sea como sea, porque es nuestra.
Asiento.
Me duelen las mejillas de tanto sonreír, no es algo a lo que esté acostumbrado.
—Mañana podremos ir a verla, ya está prácticamente lista —digo. Carl asiente con entusiasmo y miro a mi alrededor, cerciorándome de que todos siguen perdidos o vuelven a perderse en sus propias burbujas—. Y he conseguido que nuestros padres se queden a Gracie un par de días. Era ahí donde quería enseñarte el otro regalo —confieso, señalando mi pecho.
Carl ríe, contagiándome su risa, haciéndome la persona más feliz del mundo en ese mismo instante. El chico chasquea la lengua.
—Ahora me siento idiota, yo solo te he regalado un muñeco.
Le doy un manotazo en el hombro y aferro a Woody contra mi pecho, como si le tapara los oídos con fingido enfado.
—¡No vuelvas a hablar así de él!
—¡Vale, vale! —replica alzando las manos en señal de rendición, consiguiendo que volvamos a reír.
Nos observo con cariño.
A él.
A Gracie.
A los planos entre sus manos.
A Woody entre las mías.
A nuestra familia, que celebra la Navidad.
Al fuego llameante en la chimenea.
A las luces navideñas que cuelgan de las farolas de Alexandria.
Sonrío como nunca antes lo había hecho.
Porque son las primeras Navidades de mi vida.
Las primeras, y las mejores Navidades de mi vida.
Recojo los platos y bandejas que había esparcidos por la mesa, con ayuda de Michonne. Las visitas ya se habían retirado a sus casas. Carol y Ezekiel se alojaban en nuestra habitación extra. Daryl había bajado al sótano, que había sido dispuesto y acomodado como una vivienda enteramente para él. Rick, tras acostar a Judith, había recogido cuanto ha podido, pero Michonne y yo le hemos mandado a descansar. Carl, con Gracie entre sus brazos ya dormida, se aproxima a nosotros.
—Buenas noches, pequeña —musito sobre su pelo, dejando un beso sobre ella durante unos segundos. Ella emite un suave suspiro y se acomoda en los brazos de Carl.
El chico se despide de ambos y, tras decirle que no me esperara despierto, me mira fijamente.
Asiento y él suspira.
Después asiente también, y se pierde escaleras arriba.
Michonne y yo nos quedamos a solas, terminando de recoger.
Cuando todo está listo, saco un plato limpio del estante y coloco un par de filetes sobrantes, algo de verdura y puré de patatas. Me agacho para coger una servilleta del armario bajo los fogones y, cuando me pongo en pie, cojo un par de cubiertos.
—¿Cuánto más crees que aguantarás sin que Rick o Daryl se enteren? O Rosita, o Tara, o... —pregunta la mujer a mi lado.
La observo.
Y mi mirada la hace enmudecer.
Su silueta queda definida por la tenue luz de un par de velas que siguen encendidas, junto con el haz de luna que se filtra a través de las ventanas de la cocina, rompiendo la suave oscuridad en la que está sumida.
—No me importa si lo hacen —respondo.
Ella suspira con pesadez.
—Pero...
Me vuelvo hacia ella, apoyando una mano en el mármol de la cocina.
—Le quiero en mi vida, Michonne —sentencio. Su mirada me escruta y se clava hasta en lo más hondo de mi alma—. Y nadie me lo va a impedir.
Ella se encoge de hombros, sin mirarme.
—Está bien.
Termina de colocar los platos limpios y sale de la cocina.
Cojo mi plato lleno, y salgo de la casa.
Con sumo cuidado de no hacer demasiado ruido, abro la puerta del sótano de la casa principal que ejercía de edificio público, con las llaves que dentro de la misma se encontraban. Cierro a mis espaldas con sigilo y me giro hacia la única celda.
Sonrío.
Y Negan también.
—No esperaba que vinieras —admite, sentándose a orillas de su cama en la que estaba estirado, que dado su altura se veía ridículamente pequeña para él.
—La cena se ha alargado —respondo acercándome a los barrotes de la celda—. Pero te lo prometí: cada dos noches, siempre que pueda.
Este suspira y asiente.
—Cada dos noches, siempre que puedas —repite, atusando su prominente barba, que desde que estaba aquí difícilmente podía afeitarse.
—Y yo cumplo mis promesas —le recuerdo, arqueando una ceja mientras me siento en el suelo frente a la puerta y paso el plato de comida, junto a los cubiertos y la servilleta, por la apertura de debajo de la misma.
Este sonríe convencido. Aparta los libros de la pequeña caja de madera que le servía como mesita de noche, dejándolos en la cama y la coge. Tras colocarla frente a la puerta y dejar el plato sobre ella, deja su habitual cojín en el suelo y se sienta frente a mí.
—Esto tiene buena pinta —dice observando la comida—. Os habéis dado una buena cena celebrando mi encierro, ¿eh, cabrones?
Me carcajeo con fuerza.
—Ni lo dudes. —Negan ríe—. Olvídate de eso y come.
El hombre suspira, dando un vistazo a su alrededor.
—Lo veo bastante difícil estando aquí metido cada maldito día, cada maldita hora.
Suspiro y pego mis rodillas a mi pecho, abrazándome a mí mismo.
En parte, por eso venía.
Intentaba no hacerlo demasiado, pues parte de la idea de encerrar a Negan consistía en que este pasara tiempo solo y reflexionara consigo mismo. O eso me gustaba pensar.
No quería ver a Negan como un trofeo de caza que se exhibe ante todo el mundo, aunque así lo pareciera.
El hombre se traga su orgullo, como siempre que vengo y traigo comida conmigo, y empieza a cortar un pedazo de carne que se lleva a la boca. Observo su aspecto, porque parece no quedar nada del Negan que fue. Aunque honestamente, eso ya lo parecía desde que le vi cuando atacamos El Santuario. Pero estar aquí encerrado parecía hacerle envejecer un año por cada día que pasaba. Y una parte de mí, con cada una de mis visitas, intentaba hacerle mantener el brillo en la mirada que menguaba más y más a cada minuto.
Sus ojeras prominentes.
Sus pómulos marcados.
Su barba descuidada.
Los pantalones de algodón y la sudadera raída.
Las escasas mantas sobre su cama.
Los viejos libros que le traía, esparcidos sobre esta.
—¿Quieres algún libro nuevo? No tenemos muchos más, así que raciónalos bien —comento, ignorando el pinchazo de dolor que me ocasiona verle así.
Como un preso en el corredor de la muerte.
Que nunca le va a llegar.
Niega con la cabeza mientras come, en respuesta a mi pregunta.
—Déjalo, son porquería que ya he leído cientos de veces —responde haciéndome reír, antes de llevarse un pedazo a la boca—. Tenía buenos libros en mi habitación.
Trago saliva y muerdo el interior de mi mejilla.
—Podría...
—No —me interrumpe, lanzándome una firme mirada—. Ya arriesgas demasiado viniendo aquí. No quiero poner las cosas en peligro, y mucho menos en tu contra.
Asiento una vez más mientras él retoma su labor hasta dejar el plato limpio.
—Oh, joder, esto estaba mucho mejor que el pan seco de los sándwiches que me trae el cura.
Me carcajeo.
—¿Prefieres que la comida te la traiga Rick?
Negan alza las cejas con asco.
—Preferiría beberme mis propios meados.
Vuelvo a reír y niego con la cabeza.
—Ya tengo bastante con que venga a darme la brasa cada puñetero y jodido día desde que estoy aquí —farfulla mientras se pone en pie.
Frunzo el ceño.
¿Qué Rick hacía qué?
Negan estira su espalda y da una palmada con la que se gana mi atención.
—Entonces, ¿lo de siempre? —dice mirándome.
Sonrío y asiento, viéndole moverse por su celda como si ya fuera su casa. Se acerca a su cama y levanta el colchón para sacar la baraja de cartas escondida bajo este. Vuelve a sentarse frente a mí, aparta el plato y deja la baraja sobre la caja de madera.
—¿Por dónde íbamos la última vez? —pregunta.
—Por cuando te estaba desplumando —respondo con suficiencia.
—¡Ja! Qué más quisieras, chico —dice, empezando a barajarlas—. Yo te enseñé a jugar al póker. No llegará el día en que el alumno supere al maestro.
Mi sonrisa se ensancha con algo de melancolía.
—Creo que ese día ya llegó hace tiempo.
Negan da un vistazo a su alrededor y después a las cartas. Entonces me mira como siempre hace.
Con ese orgullo brillando en sus pupilas.
—Sí, puede que en eso tengas razón.
El silencio se hace entre ambos.
La nieve se acumula contra los cristales de sus altas ventanas, dejando que poca luz de la ya entrada noche se filtre tras ellas, pero la suficiente como para que, en esa noche de Navidad, ambos podamos intentar zanjar otra de esas interminables partidas de póker que ninguno de los dos quería acabar.
Porque eran una excusa.
Una oportunidad.
Para que yo siempre volviera.
Porque siempre iba a volver.
Porque nunca iba a dejarle solo.
Y menos aún, en su primera Navidad aquí metido.
La primera, de muchas.
—Feliz Navidad, Áyax.
Este sonríe de forma sincera y vuelve a mirarme.
Mis ojos se llenan de lágrimas.
Y los suyos también.
—Feliz Navidad, Negan. —Muerdo mis labios y carraspeo—. Venga, esas cartas no van a repartirse solas.
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