Capítulo 36. Sigma.
My world has fallen
I'm fallin' to my knees, oh, yeah
And now, I feel my hands tremblin'
Oh, Lord, ain't no promise I'll breathe again
But I won't back down
Won't Back Down - Bailey Zimmerman, Dermot Kennedy, NBA YoungBoy
El calor de aquella noche lo busqué con más rabia de la habitual en el cuerpo de Dante.
Por supuesto, él ni siquiera se inmutó. Algún que otro gruñido, una que otra lágrima, pero nada más. Era de los pocos capaces de aguantar sin protestar demasiado a pesar de ser un enclenque flacucho, y tampoco tenía otra opción más que no fuera obedecer las necesidades naturales de un superior.
Ahora me da la espalda, mostrándome su piel pálida y llena de cicatrices. Me levanto del suelo antes de que comience su llanto silencioso y me amargue la satisfacción obtenida. Me pongo los pantalones y me alejo de las ascuas en la hoguera, observando el sol saliente de la madrugada que ya está a punto de terminar. Gran parte del grupo todavía duerme, ayer fue noche de celebración, no todos los días los vivos regresan de entre los muertos. Cierro los ojos, inspiro el olor del bosque que nos rodea con sus hojas secas y sonrío.
Sigma está vivo.
Y en cuanto lo encuentre... oh, la frialdad de una tumba le parecerá la mayor de las comodidades.
No sería rápido, en absoluto. Primero lo tendré conmigo mucho tiempo, única y exclusivamente mío, dejaré muy clara su propiedad al resto. Disfrutaré todo cuanto no he podido con él y cuando me canse, si eso sucede y si Alpha me da permiso... si tan solo me lo diera...
Mi cuerpo tiembla de excitación tan solo de pensarlo. Joder, incluso me vibra el pecho ante el rugido placentero que proviene de mi garganta.
¿Cómo es posible? ¿Cómo podía seguir vivo? Todos lo dimos por muerto en el incendio, las llamas redujeron la pequeña fábrica a la nada, tuvimos suerte de salvarnos un cuarto del grupo. Doy un vistazo a la piel quemada de mi brazo izquierdo que me llega hasta el pecho y ocupa parte de él. Sacudo la cabeza, deshaciéndome de aquellos recuerdos, del dolor y la agonía de curar este destrozo en mi cuerpo.
—Y pensar que lloré tu muerte —siseo entre dientes, sentándome al inicio del descenso de la colina, observando al sol salir en ese amanecer. Rio con los ojos plagados de lágrimas—. Pero las cucarachas son difíciles de matar, ¿verdad? No te haces a la idea... la impotencia de saberte muerto... mi mundo se apagó... no he dejado de recordarte un solo día desde que te conocí.
Lo recuerdo como si acabara de vivirlo.
Tan solo tenía cinco años, una mirada triste y vacía y un nombre sin apellido que se grabó en mi corazón como una herida. Se aferraba a las faldas de la hermana Josephine yéndole la vida en ello, asomando su cabecita para contemplar el pabellón masculino del orfanato. Ríos de lágrimas secas recorrían sus hundidas mejillas. Era tan frágil y pequeño como un colibrí herido al que le habían roto las alas para que nunca más pudiera volar.
Lo supe en el instante en el que sus ojos se encontraron conmigo, porque los míos eran igual. Negros, sin alma, perdidos. No había cura que los pudiera sanar.
Pero algo me decía que su situación era peor que la mía, él no entró allí a voluntad y por su propio pie a diferencia de mí.
Sentado en la parte de arriba de mi litera, balanceaba los pies y ladeaba la cabeza para observarlo mejor. Compañeros y compañeras lo contemplaban como si fuera un juguete nuevo mientras seguía los pasos de la hermana por el pasillo central entre las literas, pisándole los talones como un cachorro abandonado. Tan solo yo parecía ver su oscuridad, su vacío, su desesperanza. Todo lo que me unía a él.
Mi hermana mayor me dio un suave codazo.
—¿Qué pasa, Hannah?
Ella sonrió y arqueó las cejas un par de veces. Era tan solo dos años mayor que yo, pero siempre pareció al revés. Tuve que salvarle el culo desde que tengo memoria, ¿por qué si no iba a entrar en ese sitio asqueroso a voluntad? La alternativa con nuestra madre y mi padre no era mucho más alentadora.
—Creo que tienes nuevo compañero de litera —susurró, señalando a la monja que traía la pequeña maletita del colibrí hasta mi armario, con tan solo dos estanterías medio vacías por mi ropa escasa.
Nunca antes a mis ocho años había creído en el destino, ese día fue el primero.
La hermana nos dijo que lo cuidáramos y fuéramos buenos con él tras explicarle las normas de su nuevo hogar: no se corría por los pasillos, las malas palabras y hacer daño a tus compañeros no era bienvenido, en cuanto la noche caía, niños y niñas debían estar en sus respectivos pabellones separados, el desayuno se servía a las ocho de la mañana, la comida a la una, la merienda a las cinco de la tarde y la cena a las ocho, y las clases debían ser respetadas. Un mal comportamiento era acabar en el agujero. Revolvió su pelo y lo dejó allí, temblando como una hoja en un temporal de invierno y a merced de los animales carroñeros que lo rodeaban. El colibrí de alas rotas se sentó en la cama con su camiseta vieja, pantalones grandes y zapatos una talla más pequeña y se retorció los dedos con nerviosismo mientras nuevas lágrimas alcanzaban su barbilla.
No dejó de tener la mirada perdida nunca.
No dejó de tener pesadillas nunca.
La primera noche se hizo pis en la cama. Era normal, a muchos les pasaba la primera noche. A Jack «el loco» le pasaba todas las noches de hecho, pero como dormía en una esquina del suelo del pabellón y nunca en su cama, a las hermanas tampoco les resultaba demasiado impedimento limpiarlo. Era el resultado de juntar trastornados mentales desamparados con niños sanos desamparados. A veces dudo de si aquello era un orfanato o un maldito sanatorio, solo los curas y las monjas me recordaban en cuál de los dos me encontraba. Y como si los animales carroñeros no estuvieran acostumbrados o a ellos no les hubiera pasado, se rieron del colibrí.
Cada noche durante meses me levantaba y asomaba la cabeza por el borde de mi colchón para contemplarlo cuando sus gritos y llantos nos despertaban a todos. Mis ansias de saber por qué le sucedía aquello pudieron conmigo, siempre había sido un niño impulsivo. Así que me colé en el despacho del padre Phenton y rebusqué entre los archivos de cada niño de aquel lugar. Ignoré el mío, lo había leído con anterioridad y ya recordaba demasiado bien la historia de mi vida como para recrearme en ella. No me fue difícil encontrarlo, solo hizo falta un nombre.
«Áyax William Dixon».
«Fecha de nacimiento: 23 de abril de 1999».
«Hermanos: Merle Dixon, Daryl Dixon».
El apellido vino solo a mí. ¿Cómo no podía recordar su propio apellido ni a nadie de su familia? Lo entendí en cuanto leí su informe.
«Maltrato».
«Abusos sexuales cometidos por uno de sus progenitores».
Fueron palabras suficientes para que visitara el despacho de la señorita Charlotte cada jueves por la tarde. En consecuencia, comenzaron a atiborrarlo de medicación para que los ataques de pánico no lo apresaran. Se pasaba el día con la mirada mucho más perdida que antes, estuvo meses así, quieto y silencioso en un rincón de cada estancia en la que estábamos como si de un mueble más se tratara. Las hermanas decían que gracias a eso el colibrí no recordaba, él se negaba a tomarlas, pero por eso bebía un zumo especial con el desayuno sin saber el veneno para su mente que contenía, igual que el resto de niños con problemas mentales.
No sirvió para que dejara de soñar tanto despierto como dormido.
Era cuestión de tiempo que empezaran las agresiones nocturnas para que callara. Un niño, Colin creo que se llamaba, intentó asfixiarlo con un cojín. El colibrí lloró aterrado y a mí se me rompió un poquito más el corazón que nunca tuve.
Me destapé, bajé de la cama, agarré a Colin del pelo y le estampé la cabeza contra la barandilla de la litera, rompiéndole la mandíbula y los dientes en trocitos desquebrajados que colgaban de su boca y asomaban como puntiagudas estalactitas de hueso. Se fue lloriqueando, sangrando y con las encías desgarradas, acompañado por otros niños que ya me temían de antes. Colin tardó meses en volver del hospital y cuando lo hizo, se alimentaba a través de una cañita y solo consumía líquidos. Pasó a ser Colin «el sopas» porque era lo único que podía comer.
Me gané dos semanas en el agujero por aquello, pero mereció la pena porque el colibrí de ojos negros llamado Áyax sonrió por primera vez en un año dentro de aquel lugar, antes de que me castigaran.
—¿Te gusta que les haga daño por ti? —pregunté, agachándome a su lado para tener su mirada a mi altura.
Acurrucado entre sus sábanas y con los deditos aferrados a su almohada, asintió mientras una lágrima descendía por el puente de su nariz.
—Solo tienes que pedírmelo —susurré, apoyando mi barbilla sobre mis manos en su colchón.
Con el dorso de mi dedo limpié esa lágrima solitaria y no pude evitar llevarla a mis labios, saboreando el gusto salado que había dejado en mi piel.
Sonreí.
Él sonrió.
—Yo te enseñaré a volar libre, mi pequeño colibrí.
A Hannah no le costó ganarse su confianza. De todas formas, al principio solo dejaba que se le acercaran las chicas o las hermanas del orfanato. Yo tan solo podía observarlo en la distancia que me permitía. En el patio solíamos tumbarnos sobre el césped con las manos en el vientre y contemplábamos como las nubes pasaban sobre nuestras cabezas. Siempre que se acercaba el verano se nos quemaba la piel, Hannah se ponía roja, ella era la más pálida de los tres. Un día tan solo estábamos ella y yo. En aquel entonces ya hacía año y medio que el colibrí había aparecido en mi vida. Vino frotándose los ojos, secándose las lágrimas.
—James me ha pegado —lloriqueó asustado mientras Hannah se sentaba y lo abrazaba para consolarlo.
Fue como pulsar un botón. Me puse en pie, caminé hasta James, que estaba riéndose con sus amigos, y lo tumbé contra la arena de un solo puñetazo. El resto salió corriendo como una desbandada de pájaros cobardes hacia las hermanas que vigilaban y lo habían visto.
Áyax volvió a sonreír.
Y yo también lo hice.
Se convirtió en algo habitual.
«Sam se ha reído de mí».
«Ander me ha dicho cosas feas».
«Roddy me ha empujado».
«Mullen me quiere pegar esta noche».
—¿Qué quieres qué haga? —le preguntaba yo, a sabiendas de lo que él contestaría.
Con una tímida sonrisa, el colibrí siempre respondía lo mismo.
—Quiero que les hagas daño.
Con el tiempo descubrí que a veces se lo inventaba, que algunas de esas acusaciones eran mentira. Muchos no habían hecho lo que él me decía, tan solo quería verme pegándole a alguien, empujándolo por las escaleras o estampando su cabeza contra el marco de una puerta.
Nunca dije nada. Le gustaba que pegara por él y a mí me gustaba verlo sonreír. Y apreciaba mi tiempo en el agujero, la soledad, la paz, la cama para mí, librarme de las clases. Ya estaba acostumbrado a los espacios pequeños.
Pero no bastó para que los terrores mentales dejaran de acosarle. Se asustaba con facilidad, veía cosas donde nadie más, decía que alguien en su cabeza le hablaba y las pesadillas continuaban. Yo no podía defenderle de eso, ojalá hubiera podido. Así que sabía que aquello tenía que acabar.
Una tarde, en la escuela de la señorita Hawthorne, me senté frente a él en el suelo de goma mientras estirábamos antes del entrenamiento y lo miré.
—No podrás volar si el miedo sigue siendo tu dueño.
Parpadeó, sus ojitos se aguaron y se mordió los labios.
—¿Y qué hago? —preguntó con voz temblorosa.
Di un vistazo a la profesora que, apartada en un rincón, se recogía las cortas rastas en una baja coleta mientras hablaba con un compañero antes de que empezara la clase.
—Sé lo que tu padre te hizo —dije bajando la voz. Abrió la boca, dudé de que él mismo supiera lo que le estaba diciendo, pero cuando las lágrimas cayeron comprendí que algo parecía entender—. Él es el problema. Mientras el lobo viva, el miedo vivirá en ti.
Su expresión cambió en ese instante. Creo que entonces sí que me había entendido a la perfección.
—Tú no podrás hacerlo, no creo que puedas —confesé. A pesar de su oscuridad, siempre me pareció débil—. Pero necesito tu ayuda para hacerle daño por ti.
Se le iluminó la carita y su sonrisa provocó la mía. Asintió con efusividad.
Yo ya sabía la dirección de su casa gracias al informe. Fue ese día cuando el colibrí y yo empezamos a estudiar la rutina del lobo.
Era una noche sin lunas ni estrellas, triste, vacía y negra como nuestros ojos. Escapar del orfanato nunca era difícil, nos importaba poco el castigo de después. Su casa era vieja, de madera destartalada y con algunos cristales agrietados. La mala hierba la rodeaba y alguna trepaba por ella, engulléndola. Estaba al final de la calle, delante de un bosque en el que, si te quedabas en silencio durante unos segundos y tenías suerte de que no había más ruidos alrededor, se escuchaba un río.
Había una luz en la casa, la de una habitación al fondo a la derecha. Habíamos salido de ella antes de que el lobo llegara a la hora de siempre. Mi colibrí sostenía el bote de pastillas en sus manos como si se tratara de un talismán sagrado. Su rostro parecía diferente a sus ocho años, sabía que todavía no estaba preparado.
—Puedo entrar solo, Áyax.
Decir su nombre en voz alta siempre me provocaba un cosquilleo en el paladar y la lengua.
Él negó. Siguió mis pasos y se adelantó a mí. Entramos de nuevo por la ventana que habíamos dejado entreabierta en el salón sin hacer apenas ruido, todo estaba en penumbra. Me había cerciorado de que ninguno de los dos hermanos que lo abandonaron a su suerte estuvieran en la casa.
Y vimos al lobo en su cama al final del pasillo, como el yonqui de mierda que era.
El colibrí tembló, sus labios se fruncieron y las lágrimas se agolparon en su mirada. Puse ambas manos en sus hombros.
—Quédate aquí, tú no puedes, no eres capaz.
—No. Lo haré yo.
Esa voz lastimera se había convertido en un gruñido que nunca antes había salido de él.
Avanzó, abrió la puerta y cuando el lobo nos vio, se asustó. Probablemente pensó que estaría alucinando y tardó unos segundos en comprender que estábamos ahí. El muy imbécil sonrió cuando vio a mi colibrí y lo asesiné con la mirada, dispuesto a acabar con él en cuestión de segundos con la daga que escondía en la parte trasera de mi pantalón y que le robé a la zorra de mi madre. Pero la sonrisa se le esfumó con la primera tos cuando su alarma sonó. Mareado, dio un vistazo a la jeringuilla de su brazo a la primera náusea. Áyax sacó el bote de pastillas y se lo mostró. Me acerqué, subí sobre el colchón y sostuve al lobo contra la cama con todas mis fuerzas, que en su estado no fueron necesario muchas. A paso decidido, el colibrí llegó hasta nosotros y empujó el émbolo de la jeringuilla inyectándole todo su contenido.
Nunca lo había visto tan contento, se me saltaron las lágrimas ante su inusual alegría. Me sorprendió para bien que lo hubiera logrado, pensé que se arrepentiría, que no querría hacerlo, que era igual de débil e inútil que mi hermana. Pero lo había hecho, él lo había matado.
No podía estar más feliz.
Reímos con alegría cuando nos alejamos de él, con la ilusión supurando de cada centímetro de nuestra piel mientras el lobo se retorcía, asfixiándose en su propio vomito, que brotaba de su garganta y caía a regueros por las comisuras de sus labios agrietados y secos. Dejé un beso en la cabeza de Áyax y me abrazó agradecido. Ambos vimos como la vida escapaba por los ojos del lobo con sus últimos estertores de asfixia, como si el sol se estuviera poniendo ante nuestras pupilas en un bonito atardecer.
Nunca antes me había sentido tan bien.
Pero el problema fue que, al enseñarle a volar, mi colibrí quería ser libre.
Demasiado libre.
El tiempo pasó desde que Áyax cambió en aquella habitación frente al lobo agonizante y comenzó a plantar cara a quiénes le hacían daño. Era él quien se vengaba, quien les agredía, quien acababa en el agujero. Fui testigo de sus palizas a chicos más grandes mientras yo contemplaba la escena con los brazos cruzados y tras él por si necesitaba mi ayuda.
Ese fue el problema.
Empezó a dejar de necesitarme y eso me abrió un agujero en el pecho. Intentó hacer nuevos amigos, pero a sus espaldas yo los amenazaba porque sabía que querían arrebatármelo. Hannah decía que eso no estaba bien, pero ella no podía entenderme, no veía las cosas como eran en realidad. ¡Querían quitarme a mi colibrí! Querían apartarlo de mi lado, pero no podrían hacerlo. Él era mío, lo fue desde el principio. Nadie más lo ayudó cuando lo necesitaba, nadie más lo salvó excepto yo. Y cuando se enteró de lo que estaba haciendo, las peleas entre nosotros comenzaron a crecer. Era muy terco, seguía demasiado ciego y se negaba a ver que el resto no querían el bien para él, algo que solo yo podía darle.
Y mi colibrí tenía que saberlo.
Fue un año antes de que la naturaleza nos hiciera evolucionar. Áyax quería ver aquella estúpida película de animación que reproducían en el salón como cada domingo por la tarde, no solía ir, pero aquella película le gustaba y nunca se la perdía. Hannah, que aunque ya tuviera dieciséis años seguía siendo bastante infantil, lo esperaba allí. Y lo que era peor, había conseguido que un par de amigos los acompañaran a ambos porque según ella «sería más divertido». Nunca pensé que tuviera ganas de pegarle a mi hermana, ese día fue uno de ellos. Llegué a entender por qué nuestra madre lo hacía. ¿Es que solo yo me daba cuenta de que esos cabrones no querían nada bueno para ella y para él? ¿Por qué cojones era el único que lo veía? De no ser porque siempre les salvé el trasero, esos dos no habrían aguantado aquí dentro un solo día. Tomé a Áyax por el brazo para detenerlo.
—No vas a ir, deja de insistir. ¿Es que no lo entiendes? ¡Solo conmigo estás seguro!
Dio un manotazo en mi pecho, intentando alejarme de él, removiéndose.
—¡Suéltame, Víctor! ¡Me haces daño! —Se le aguaron los ojos y apretó los dientes—. No puedes saberlo. ¡No todos tienen que ser malos!
—¡Sí lo son, Áyax! ¿Es que no lo ves? —Tuve que agarrarlo por ambos brazos para que me mirara a los ojos—. Nunca te van a aceptar. Tú nunca saldrás de aquí hasta que seas mayor, nadie va a adoptarte y nadie te llevará en acogida porque estás tan roto como yo. ¡Por eso nos temen y nos odian! ¡No quieren ser tus amigos, solo quieren reírse de ti y debo protegerte o volverán a romperte! Solo me tienes a mí.
Se zafó de mi agarre dándome un empujón, la piel volvió a tomar color allí donde había clavado mis dedos en sus brazos.
—¡Eres tú quien solo me tiene a mí porque das miedo a todo el mundo! ¡Ni tu propia hermana quiere estar contigo y me prefiere a mí!
La bofetada que le di a veces sigue picando en mi mano a día de hoy. Fue la primera.
Áyax se quedó en silencio, temblando. Las lágrimas de rabia y miedo recorrieron sus mejillas. Mi respiración se aceleró. No podía creer lo que había hecho.
—¿Has visto lo que me has obligado a hacer?
Parpadeó confuso y agachó la cabeza. Se pasó la manga izquierda por la cara para secarse. Era incapaz de mirarme.
—Lo... lo siento. Yo no...
Lo abracé, suspirando, diciéndole que todo estaba bien, que había sido un error sin importancia y yo también me disculpé. Áyax a veces podía ponerme de los nervios, pero tenía que aprender a controlarme, no podía hacerle eso a mi colibrí. Aunque lo hiciera por su bien.
Para mi desgracia, esa fue la primera noche que Áyax no durmió en nuestra litera, si no en el pabellón de chicas.
Desde aquel instante, nuestra relación se volvió cada vez más y más fría. Hasta que el fin de la horrible civilización me lo arrebató... y me lo devolvió tan solo unos meses después, dándome una nueva oportunidad en aquel nuevo mundo que al fin nos obligaba a aceptar nuestras verdaderas naturalezas.
Pero yo no sabía que, aquella vez, mi pequeño colibrí se transformaría en una serpiente que terminaría por envenenarme.
Sonrío y seco muy deprisa una lágrima que brota ante todos sus recuerdos. Tardo unos segundos en darme cuenta de que me he pasado un largo tiempo en esa posición, perdido en mi mente, pues el sol ya ha salido del todo. Es algo que me suele pasar.
—Gamma...
Miró por encima de mi hombro al escuchar la voz susurrante de Beta y me pongo en pie. Siempre solemos hablar así para no perturbar a las hordas de muertos que nos protegen, pero Beta lo hace incluso cuando no es necesario, como en ese momento.
—¿Qué pasa?
Su rostro siempre oculto por media máscara de piel permanece impertérrito, ni siquiera pestañea. A veces creo que Beta es un muerto evolucionado con la capacidad de hablar. Que solo es cáscara, músculo y huesos que entonan una voz. Suspira despacio, con lentitud. El aire escapa de entre sus dientes como si le pesara cada gesto.
—Los perdidos de ayer... han matado a algunos y han capturado a Lydia...
Mi cuerpo se tensa de pies a cabeza y abro los ojos de par en par. Se me estiran los labios en una sonrisa divertida. Aunque no lo veo en él, por sus ojos entre esas dos ranuras de piel muerta sé que Beta en su interior también sonríe.
Las oportunidades a veces se presentan en una bandeja de oro y plata, en este caso había sido por la estupidez de esa niña. Sabía que todavía no estaba preparada para salir, pero de algo nos había servido. Agacho ligeramente la cabeza, dando un vistazo a los dos encapuchados que otros dos compañeros retienen en la lejanía junto a las pieles a secar, frente a Alpha. Sonrío.
—Entonces es hora de que Sigma vuelva a casa.
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Abro la puerta de la enfermería de un solo y seco manotazo en busca del aire que dentro comenzaba a escasear. Mis pulmones arden, queman por el oxígeno que me falta, que no es capaz de entrar por sí solo con una sencilla orden de mi cerebro. Siempre está en automático y ahora ha desaparecido. Boqueo, me llevo una mano al pecho y siento el ritmo acelerado bajo mis dedos. Parece que es lo único que logro percibir. La puerta rebota contra la pared de la caravana y Siddiq aparece corriendo a mi lado, pero escucho su voz distorsionada y por mucho que lo intento, no logro enfocarle bien en mi campo de visión.
—¿Áyax? ¿Estás bien? ¿Y Rosita?
No respondo, tan solo me alejo, tambaleándome como un caminante que se ha colado por Hilltop y ha decidido olvidar su pasado y tener una vida.
Qué idiota, yo nunca merecí una.
A mi espalda, Siddiq se adentra a toda prisa en la caravana para percatarse de que Rosita está bien. Lo está, tan solo está petrificada por mi reacción. Ha intentado hacerme volver en sí durante al menos dos horas, pero dudo que eso sea posible. Todo mi cuerpo tiembla de tan solo pensar en la posibilidad de que ellos estén vivos.
Ellos.
Cierro un ojo cuando los rayos de sol comienzan a despuntar en el cielo. Apenas he dormido pensando en Gracie y después la noticia de Rosita me ha bateado con fuerza en el estómago, así que la falta de sueño en veinticuatro horas hace aparición como un suave dolor tras mis ojos ante la luz. No lo aparto de mí, sentirlo me hace saber que esto es real.
Que Rosita ha escuchado a los caminantes hablar entre susurros.
Contengo una arcada y la mano en mi pecho desciende hasta mi abdomen.
«No puede ser verdad. Me encargué personalmente de que no pudiera serlo».
No puede ser.
No puede ser.
No.
Puede.
Ser.
A lo lejos, mi mundo se pierde, se diluye a la vista en cuanto las puertas de Hilltop se abren, dejando entrar a Daryl, Michonne, Aaron y Mike.
Con el cadáver de Jesús a lomos de un caballo.
Y una prisionera sobre otro.
El temblor me sacude como un frío vendaval que me devora las entrañas y se extiende por todo mi ser mientras camino hacia ellos a paso acelerado. Abro la boca, pero de mí no sale nada, soy incapaz de emitir sonido alguno. Hasta que Aaron me empuja con todas sus fuerzas y es como si el mundo hubiera cobrado volumen de nuevo.
—¡Qué sabes, hijo de puta! —brama colérico. Las lágrimas caen por sus mejillas hasta empapar su barba.
—¡Aaron, basta!
Michonne intenta detenerlo, pero Aaron vuelve a empujarme y Daryl suelta las riendas del caballo que Mike se encarga de detener para ir hacia él.
—¡Qué sabes! ¡Te reconoció! ¡HABLA! —sigue insistiendo, completamente destrozado porque el amor de su vida yace muerto sobre el caballo.
No digo nada.
No puedo hablar.
Dudo haber podido alguna vez.
La mandíbula de Mike está firme, recta, se está tragando todas las palabras que tiene para dedicarme, lo conozco lo suficiente. Ni siquiera me mira, tan solo se esfuerza en retener a los caballos. Sus ojos se topan con el cuerpo de Jesús.
Los míos no han dejado de mirarlo.
Jesús está muerto.
No, seguro que Gamma lo ha matado.
No necesito muchas más pruebas, es Michonne quien me lo confirma.
—Había unos tipos en el cementerio —dice, sosteniendo a Aaron por un brazo, en parte abrazándolo queriendo consolarlo—. Uno de ellos lo mató. En cuanto Jesús dijo que irías a por él igual que todos... ese tío te reconoció. Era muy alto, tenía el pelo rubio, largo, atado en un moño bajo.
Una lágrima cae por mi mejilla y se agita al compás de mi cuerpo.
—No vimos mucho más, estaba demasiado oscuro y había niebla, pero dijo que te conocía. Mató a Jesús sin piedad alguna en cuanto supo de ti... en un mensaje para ti. —Su labio inferior también tiembla y tiene que coger aire antes de seguir—. Le arrancó el corazón, Áyax...
Mi estómago se revuelve. El aire escapa de mí entre jadeos entrecortados.
Aaron me despedaza con los ojos.
—Te llamó... rata asesina y cobarde...
—Vestían con pieles de muerto. —Miro a Daryl en cuanto abre la boca, se pasea de un lado a otro como una mala bestia enjaulada. Tira un pedazo de piel hacia mí y lo atrapo en un movimiento seco y poco natural—. Se quitó esto y lo olvidó allí.
La máscara de Víctor.
Se escurre de entre mis manos temblorosas como si de arena fina se tratase hasta estamparse contra la tierra bajo mis pies. Trastabillando, me alejo a pasos muertos, torpes y pesados hacia la fachada de Barrington House a tan solo unos metros de allí. Me apoyo en el lateral con la mano izquierda, sintiendo el ladrillo bajo mis dedos.
Y vomito.
Oigo unos andares rápidos y siento una mano en mi espalda. Mi cuerpo se ha doblado hasta que he caído de rodillas al suelo para expulsar por la boca hasta el último retazo de mi vida.
—¡Áyax, qué...!
Vuelvo a jadear, asfixiado. Limpio perezosamente el hilo de saliva que cuelga de mis labios con el dorso de mi mano y Daryl me sostiene para levantarme. Sus ojos me observan perplejos, pero los míos se pasean muertos por todo Hilltop, viendo que los vecinos ya se congregan alrededor de los caballos para bajar el cadáver de Jesús y llorar su muerte.
Yo no puedo mirar.
No puedo, es sencillamente imposible, mi cerebro no va a asimilar que Jesús está muerto así que ni tan siquiera me esfuerzo en ello.
Porque si lo asimilo, una parte de mí habrá muerto con él.
Es cuestión de segundos que todos los recuerdos vividos a su lado me cieguen y me veo obligado a cerrar los ojos. Porque si los cierro, puedo estar de nuevo en la enfermería, con su rostro a unos centímetros de mí. Aquello fue un antes y un después para ambos. Ahora ya no habría más amistad y amor por su parte.
Ahora ya no podrá continuar siendo feliz junto a Aaron tal y cómo se merecía.
No, esto no lo voy a poder asimilar. Esto no puede ser.
Miro los troncos que nos rodean. Mi boca está seca, paladeo el sabor de la bilis amargando mi lengua. Cuento mentalmente las salidas que tiene la comunidad y los postes de vigilancia al compás de mi acelerada respiración.
—Hay que... blindar las entradas...
Es la primera vez que las palabras salen de mí. Una gota helada de sudor cae por mi sien.
—¿Áyax...?
Como si acabara de cobrar vida y despertar de un profundo sueño, la voz de Michonne llamándome me sirve de despertador.
Parpadeo.
—¡Hay que blindar todas las entradas y salidas! —bramo aterrorizado, dando un par de pasos hacia todos los vecinos que no dudan en mirarme—. ¡Apostad vigías en todos los puntos ciegos! ¡Que los transportes se corten con el resto de comunidades! ¡Que nadie tome riesgos y salga de la comunidad si no es necesario! ¡Avisad a toda la Alianza y que doblen la vigilancia!
Asombrado, Daryl mira a Michonne y ella me mira a mí.
—Áyax, ¿pero qué...?
—¡Que nadie salga de sus casas! ¡Instaurad un toque de queda si es necesario! —rujo con las lágrimas cayendo por mis mejillas. Aprieto los dientes y miro a la prisionera—. ¡Abandonadla muy lejos de aquí o matadla! ¡Los Susurradores no deben saber que las comunidades existen!
Las cejas de Michonne se fruncen sobre su mirada y da un paso hacia mí.
—¿Cómo los has llamado?
El corazón golpea contra mi pecho en un latido frenético, me siento capaz de vomitarlo también.
—No vamos a dejarla por ahí, es nuestra oportunidad.
El gruñido de Daryl me saca de mis casillas. Me acerco y lo sostengo por los hombros, mis manos sobre ellos siguen temblando y no pasa inadvertido para él, que mira mi cara como si no me conociera.
—¿Es que no lo entiendes? ¡Nos van a matar a todos, Daryl! —rujo zarandeándolo, alternando la vista entre él y Michonne, llorando como pocas veces habían visto en mí—. ¡No tenéis idea de a lo que os queréis enfrentar! ¡De lo que nos van a hacer!
Mi hermano entrecierra los ojos.
—Pero parece que tú sí.
Doy un paso atrás, su contacto me ha provocado una descarga eléctrica que me aleja de él con inmediatez. Mi pecho sube y baja. Las lágrimas no han dejado de agolparse en mis ojos, pero esa verdad me ha estallado en la cara.
Toda la verdad de mis mentiras.
Tenso la mandíbula y giro la cabeza en dirección a la prisionera.
—Está bien —gruño, encaminándome hacia ella.
Agarro a la chica por el brazo, que se queda rígida y aterrada ante mi contacto y chilla por el susto. Lleva una capucha sobre su cabeza y no me ha visto aparecer. La bajo del caballo con total brusquedad y cae de bruces al suelo, impactando la cabeza contra la tierra. Tiro de ella por su brazo arrastrándola hasta llegar al sótano de celdas, ignorando sus súplicas y quejidos. Más lágrimas caen por mis mejillas ante el recuerdo de Víctor.
Y el de Jesús.
—Yo también sé jugar a este juego —siseo desquiciado.
Porque ellos me enseñaron.
Es Michonne quien arrastra una silla de madera vieja en el interior de la celda contigua a la de Gracie, separada solo por una pared de ladrillo. Esta intenta asomarse para mirar con una mano aferrada a sus barrotes, pero apenas alcanza a ver algo, pues la prisionera ya está dentro. Lanzo a la chica contra la silla, sentándola de golpe en ella.
—¿Qué está pasando? ¿Papá?
No respondo, no puedo responder, no puedo hacer otra cosa que no sea estremecerme. Quito la capucha de la cabeza de la chica y su pelo rubio cae revuelto sobre su rostro, cubriéndolo. Doy un paso atrás cuando se encoge en su postura, llevando las rodillas a su pecho y haciéndose un ovillo sobre el asiento. Cierro los ojos al comprender sus gestos protectores y me obligo a calmarme porque es solo una cría que tendrá la edad de Gracie. Miro hacia su celda.
—¿Qué ocurre? —insiste, preocupada por mi expresión.
Es Daryl quien, tras un sepulcral silencio y desde fuera de la celda, responde por mí.
—Jesús ha muerto —dice. El aire escapa de ella en un golpe seco que le cierra la boca—. Su grupo lo ha asesinado.
—Yo no...
—¡CÁLLATE! —bramo, dando una zancada y aferrándome al respaldo de la silla, haciendo que vuelva a encogerse aterrada—. Más vale que si hablas sea solo para decir aquello que nos conviene saber.
—Y que eso sea sin mentiras —secunda Michonne, tirando a los pies una máscara de piel diferente a la de Víctor—. ¿Cuántos más de vosotros hay?
La chica llora, oculta tras su pelo y sus manos.
—Están muertos... mi familia ha muerto, parad por favor...
—No hasta que nos digas lo que queremos —siseo entre dientes a tan solo unos centímetros de su cara.
El terror brilla en sus pupilas y lo exuda cada poro de su piel.
—Tu nombre, empieza por tu nombre —exige Michonne a mi lado.
—Ya os he dicho que no tengo... ninguno tenemos, no teníamos nombre... no funcionaba así.
Cierro los ojos y salgo de la celda pasando ambas manos por mi pelo, con mi cerebro bombardeado por cientos de toneladas de información que me sacude de pies a cabeza.
Solo los perdidos tienen nombre.
Pateo uno de los cubos metálicos que hay en el suelo y estallo en un grito de rabia.
—¡Papá!
—¡Qué hay de Alpha! —rujo señalando a la chica, ignorando los llamados de Gracie. Ni siquiera eso puede sacarme de la vorágine que me ha absorbido desde que han llegado a la comunidad—. ¡Qué hay de Beta y Gamma! Ellos también han muerto, ¿eh? ¡Habla!
Es entonces cuando la expresión en el rostro de la chica cambia lentamente. Su boca se abre en una mueca sorprendida y estupefacta. Parpadea, mirándome fijamente.
—¿Conoces... conoces a mi madre?
Vuelvo a dar un paso atrás cuando en lugar de palabras en respuesta parece que he recibido disparos. Si ya tenía el estómago del revés de antes, esa mierda de información me lo ha revuelto todavía más.
Porque significa que no solo no logré matarlos, sino que encima se han reproducido como putas cucarachas.
—Alpha es tu madre —gruño, en algo que suena más a una pregunta que a una afirmación.
Traga saliva. Sabe que ha hablado demasiado y que ya no importa que finja no saber nada.
Porque yo sé más que ella.
—¡Responde! —grito, de nuevo frente a frente.
—¡Papá!
La exclamación de Gracie me hace volverme hacia ella y con tan solo unos pasos atrás salgo de la celda para encararla.
—¿No ves que la estáis asustando? —dice, señalando la pared a su lado—. Yo tampoco hablaría si tres chiflados me gritaran de esa forma.
No sé si eso me hace sentir orgulloso o aterrado.
Daryl da un vistazo a Gracie y después a la chica, entrecerrando los ojos para analizarla mejor.
—¿Por qué os vestís con su piel? —pregunta, aunque no obtiene nada—. ¡Contesta!
La chica se encoge y dos lágrimas surcan sus sucias mejillas.
—Para sobrevivir... siendo ellos sobrevivimos...
Sé que en algún punto voy a quedarme sin aire, tampoco creo que sea sano tiritar tanto, pero escuchar a esa chica hablar igual que mi yo de doce o trece años está siendo la peor de mis torturas existentes y es como si mi cuerpo se encontrara bajo cero. Mi vida es una constante prueba de saber cuántas torturas puedo soportar.
—¿Qué saben de nosotros? —La pregunta escapa entre la tensión de mis dientes—. ¿Saben que existe este sitio?
—No lo sé... yo no sé nada, no me contaron nada —lloriquea incapaz de mirarnos—. Dejad de preguntarme, por favor...
—¡Háblame de ellos!
—¡Déjame en paz, por favor!
Un golpe contra los barrotes contiguos se hace oír.
—¡Papá, por Dios! —exclama Gracie llamando mi atención, logrando que Michonne y Daryl se giren hacia ella también—. ¿Te gustaría que alguien me hablara a mi así? ¿Qué me tratara de esa forma?
Tenso la mandíbula de espaldas a ella y cierro los ojos unos segundos. Desde su celda no puede vernos con total claridad, en diagonal a la nuestra, así que se aleja al otro extremo para lograr un mejor ángulo de visión en el que conseguir verme.
—Pues entonces para ya, la estás asustando... y para ser sincera, a mí también.
Trago saliva como puedo sintiendo mi garganta seca y estrangulada. Daryl me observa expectante y con la cabeza señala las escaleras del sótano.
—Se acabó.
Y sé que no se refiere únicamente al interrogatorio de la chica.
No me doy cuenta de que salgo del sótano de Barrington House como he salido de la enfermería. Desesperado, desconsolado, buscando un aire que nunca parece llegarme. Lo que recibo en el exterior no es mucho más gratificante. Daryl y Michonne me contemplan queriendo las respuestas que con la mirada me piden desde que han aparecido, a preguntas que seguramente se han estado formulando desde el encuentro en dicho cementerio.
Yo no quiero responder, tan solo me apetece salir corriendo en cualquier dirección hasta que mis piernas cedan y mi corazón estalle. Porque entonces dejaré de sentir, y dejar de sentir significa que el dolor se acaba.
—Iba a decir que no me creo nada de lo que ella dice... pero eso ya pareces corroborarlo tú. —Levanto mi aguada mirada hacia Michonne—. ¿Qué está ocurriendo, Áyax?
Río mientras una lágrima se me escapa.
—No lo entenderíais.
—Pues haz que lo entendamos —sentencia Daryl sin dejar de mirarme.
Me sorprende no encontrar rastro alguno de enfado en sus ojos y enseguida comprendo por qué.
Porque las manos me siguen temblando.
Porque las lágrimas no han desaparecido de mis ojos.
Porque ni siquiera he sido capaz de entender que Jesús está muerto.
Y porque he suplicado a toda una comunidad que se esconda y duplique la vigilancia en un sollozo aterrado.
Yo, que he hecho lo inimaginable ante los ojos de la mayoría. Yo, que he sido juez, jurado y verdugo en cientos de ocasiones y en milésimas de segundo. Mis actos y su mirada me demuestran la desesperanzada imagen que doy. Y no está acostumbrado a verme así. Ninguno de ellos dos lo está.
Muerdo mis labios y cojo aire para decir aquello que nunca pensé revelar.
—El del cementerio —susurro. Se me seca la garganta antes de hablar—. Es Víctor Björnsen.
Ambos fruncen el ceño casi a la vez. La cara de Daryl se contrae en una mueca confusa cuando me oye pronunciar un apellido noruego con cierta soltura y Michonne parpadea perdida. Y sé por qué lo hace.
—Lo conoces. Iba a tus clases conmigo.
Durante unos segundos se queda muy quieta y sus labios se entreabren mientras mantiene la mirada perdida. Me mira con los ojos abiertos de par en par y casi puedo ver las piezas encajar dentro de su cabeza.
—Espera... ¿Ese Víctor? ¿Tu compañero del orfanato?
Daryl detiene su deambular, del que ni siquiera me había percatado, justo delante de la mujer.
—¿También lo conoces?
No me sorprende que la respiración de Michonne se vuelva irregular y agitada.
—Ese chico... siempre vi oscuridad en él, en su forma de luchar, en cómo te tenía controlado.
—¿De quién coño estáis hablando y por qué nunca nos has dicho nada de él hasta ahora?
Levanto la vista al cielo, intentando y deseando que las lágrimas desaparezcan. Michonne cierra los ojos y asiente para sí misma.
—Tenéis que hacer hablar a esa chica y confirmar sí es verdad lo que dice... pero tendréis que hacerlo sin mí. —Su mirada me atraviesa el cráneo—. Sea lo que sea esto... Alexandria debe saberlo. Carl debe saberlo.
Y si hasta entonces había sentido miedo... es el pánico lo que me paraliza en cuestión de segundos.
—¿Qué? —siseo en un hilo de voz.
—Tú mismo lo has dicho antes, Áyax —me recuerda—. Si esta amenaza es tal... hay que advertir a la comunidad, y eso lo incluye a él. Y si hay algo que tengas que decirnos...
Me trago un sollozo y asiento. Uno mis manos en un gesto de súplica y me acerco a ella.
—Está bien, está bien... pero, por favor, no le digas nada a Carl de Víctor... tan solo tráelo. Seré yo quien os cuente todo y a todos. Concédeme esto, por favor.
Con un asentimiento convincente que me genera algo de alivio y seguridad, Michonne nos deja a solas y se encamina hacia el establo, dedicándome una última mirada compungida. Una mirada en la que parece ver cientos de recuerdos a través de mí.
Recuerdos que hasta hace un largo tiempo yo tenía enterrados en las cavernas más profundas de mi pensamiento, con el monstruo como un férreo guardián protegiéndome de ellos.
No he podido asistir al entierro de Jesús.
La sensación de que no me lo merezco me ha encadenado junto a las puertas del sótano, donde he permanecido sentado en silencio durante las últimas dos horas y de las que soy incapaz de alejarme como si mi único lugar en el mundo fuera este.
Daryl ha ido por mí, junto al resto de Hilltop. Tampoco creo que Aaron me quiera por allí en estos momentos.
Sostengo mi cabeza con ambas manos convertidas en puños y mi garganta me asfixia con un llanto silencioso.
Porque me siento un auténtico trozo de mierda.
Porque ni siquiera he asistido al funeral del hombre al que una vez quise lo suficiente como para que mi mundo se tambaleara ligeramente.
No, no podía. No era digno. No hasta que su asesino pagara por lo que había hecho por semejante atrocidad. Y solo la idea de hacérselo pagar, de encararme a él, me hace temblar.
Sé que es eso lo que me ha impedido ver cómo enterraban el ataúd de Jesús, la sensación de ser un maldito cobarde que se sabía incapaz de vengarle. ¿Cómo iba a presentarme ante su tumba sabiendo que no podía jurar honrarle como se merecía? De haber sido otro su asesino, yo mismo le habría sacado el corazón con los dientes a ese hijo de puta.
Pero no a Víctor.
No contra Víctor.
Daryl aparece por la esquina de la casa y me pongo en pie, limpiando absurdamente mis lágrimas que él ya ha visto. De todas formas, tengo los ojos hinchados de llorar por horas, así que no sé muy bien qué trato de esconderle a él. Es Daryl, sea lo que sea que me pase, él ya lo sabe. Se ha convertido en mi sombra desde que nos hemos reencontrado a su llegada y, por extraño que parezca, no le veo dispuesto a sonsacarme hasta la última gota de verdad.
Y eso es lo que más me aterra.
Porque creo que ni siquiera él está preparado para oír todo aquello de lo que mi cerebro me ha cuidado.
Abre la puerta del sótano y me deja que baje en primer lugar. Lo oigo tras mis pasos y me sacudo la tierra de los pantalones, mi aspecto debe de ser horrible porque Gracie me mira boquiabierta. En el azul de sus ojos brilla la preocupación y a mi malestar se suma el ser un completo fracaso como padre. Agacho la cabeza y trago saliva. Daryl se mantiene en silencio, sé lo que pretende.
Dejarme hablar.
Porque en este interrogatorio no solo obtiene información de la chica, sino también de mí.
Abro la puerta de la celda y ella se levanta de su sitio para alejarse casi arrastras hasta la esquina contraria.
—Tu madre es Alpha. —Creo que, sí lo repito, me lo creeré más—. ¿Qué hay de Beta o Gamma? ¿Ellos también son esa familia que han muerto?
Balbucea asombrada y su mirada se pierde en mí, intentando descifrarme.
—¿Quién eres?
—Responde.
Sus hombros se aflojan ante el suspiro que exhala.
—No... no eran ellos. Ellos no han salido esta vez —dice. Un escalofrío eriza mi piel—. ¿De qué los conoces?
Trago saliva, mirándola de pie desde mi posición, intentando mantener la fachada de superioridad.
—Tuve un encontronazo con ellos hace muchos años. Logré escapar —miento.
Aunque no del todo.
Se le juntan las cejas como si lo creyera imposible y rodea sus piernas con sus brazos, apoyando la barbilla en una de sus rodillas. Pega su oreja a su hombro y hace una ligera presión con la cabeza durante unos segundos, se remueve y se mira la puntera de las botas.
Le duele el oído.
Exhalo con pesar al darme cuenta de que se ha hecho daño por mi culpa, cuando la he tirado del caballo.
Un par de lágrimas caen por sus mejillas y me dedica una pequeña sonrisa compasiva.
—Sería antes de Dante.
Frunzo el ceño en una mueca.
«¿Quién coño es Dante?»
—De haber estado él en nuestro encuentro —susurra. Da un vistazo a Daryl y su sonrisa se ensancha—. No habríais sobrevivido.
Doy un rápido paso hasta ella y me inclino a su altura, estampando mi mano izquierda en la pared tras su espalda y provocando que se encoja.
—No estás en posición de ser altiva, así que ten cuidado con las amenazas o el dolor que sientes en tu oído van a parecer caricias en comparación a lo que puede pasarte.
Un fuerte carraspeo me llama la atención desde la celda de Gracie y cuando la observo, está pegada a la esquina desde la que puede ver, mirándome como si no creyera lo que acaba de escuchar, cruzada de brazos y dispuesta a ser mi conciencia.
Esa que yo nunca he tenido.
Resoplo.
La chica se aterra cuando es consciente de que sé lo que le ocurre. Va en clara desventaja desde que ha entrado por esta celda y parece empezar a darse cuenta, porque su actitud cambia por completo.
—Dante es mi hermano —murmura algo más colaboradora. Cierra los ojos con fuerza unos segundos y sé que piensa que está hablando demasiado, pero al instante sigue hablando, porque también sé que cree que no volverán a por ella. Son las normas—. Él es el mayor, yo la mediana. Tengo dos hermanas pequeñas más, gemelas.
Contengo una arcada ante la bonita familia feliz de tarados mentales que se disfrazan con pellejos de muerto.
—Antes has dicho que no teníais nombres —cuestiona mi hermano a mi espalda, apoyado con ambos brazos entre los barrotes—. Por qué tu hermano sí.
Ella parpadea y su gesto cambia.
—Él es... especial. Se lo puso a sí mismo, o eso creo, solo sé que únicamente te hace caso cuando lo llamas así. —Traga saliva y se le entristece la mirada. No parece que vaya a soltar mucha más prenda al respecto—. Pero no tenemos nombres... los tenemos, pero no los usamos.
—Solo letras —gruño.
Vuelve a encogerse y, en un gesto inconsciente, se rasca la garganta. El dolor de oído debe ramificarse hasta el cuello.
—Sí —responde—. Alpha, Beta y Gamma. Nada más.
—¿Estás segura?
Asiente.
—Solo hay tres rangos en nuestra jerarquía. Es así desde los tiempos de Sigma.
Es como si me hubieran dado un balonazo en el estómago. El aire se escapa de mí de la misma forma y tengo que concentrar todas mis fuerzas en que no se me note, pero no logro un gran resultado. Aprieto los puños y un suave y casi imperceptible balanceo de un pie a otro empieza a moverme.
—¿Quién era ese?
Que sea mi hermano quien lo pregunta es una perfecta y estudiada tortura para mi cerebro.
A la chica se le iluminan los ojos y sonríe con franqueza. Sé que no me conoce, porque yo tampoco la conozco a ella y porque su edad es mucho menor al tiempo desde que me largué de allí, pero aun así me atiza un nuevo escalofrío de pavor.
—¿Qué quién es Sigma? Es como una leyenda —murmura con cierto aire de fascinación. Y yo tengo que salirme de la celda, disimulando, cuando el aire vuelve a faltarme—. Fue al principio de la evolución... estuvo en los comienzos, era alguien único. Yo no lo pude conocer, pero mi madre nos ha hablado de él. No hay más rangos en su honor, tras su muerte.
—Es de las últimas letras del alfabeto griego, niña, no hay honor alguno en ello —gruño de espaldas a ella, mirándola por encima de mi hombro.
Para mí desgracia, Daryl puede ver mi cara descompuesta. La chica abre la boca con ofensa.
—¡Ayudó a mi familia! Hay honor y lealtad en los míos, ¿sabes? Además...
—¡No me hables de honor cuando ahí arriba están enterrando a un buen hombre por culpa de tu familia! —bramo acercándome a ella, tomándola por el rostro con fiereza—. ¡Todos están dispuestos a colgarte sin más y solo es cuestión de arrastrarte escaleras arriba! ¡Así que habla! ¿Cuántos quedan en tu grupo? ¿Cuánto tiempo lleváis por aquí?
—¡Papá!
—Áyax, basta —sisea Daryl, agarrándome del brazo y sacándome de la celda.
E, irónicamente, es él quien tira de mí por las escaleras para sacarme de allí antes de que me consuma por completo.
—¿Qué pretendes? —gruño en cuanto ponemos un pie fuera de la asfixiante oscuridad del sótano.
—Ya le has sacado bastante y está aterrada, es cuestión de momentos que se ponga a hablar.
—¿Entonces para qué me sacas?
—Porque no hablara contigo —murmura en voz baja, dando un paso hacia mí—. ¿Es que no te has dado cuenta de con quién sí que hablará?
El silencio me abruma durante unos segundos, los que tardo en comprender a qué se refiere. Miro las puertas del sótano y mi boca se entreabre.
—Gracie.
Mi hermano asiente despacio.
—Nosotros la hemos atacado y ella la ha defendido.
En cuanto entiendo lo que dice, las piezas encajan a la perfección. Sin darse cuenta, Gracie ha tendido una cuerda de confianza a la que la chica puede agarrarse, pero lo hará siempre y cuando nosotros no estemos delante y el ambiente sea el propicio. Daryl alza el mentón al ver que lo he comprendido.
—Gracie es lista y desconfiada, que la haya defendido no significa que vaya a bajar la guardia, pero siguen siendo adolescentes, Áyax. No importa dónde o cómo se hayan criado, siguen siendo crías forzadas a vivir como adultas y en este mundo ya no hay demasiados, así que deja que hablen entre ellas... solo hay que saber escuchar.
Con el mentón, Daryl señala el ventanuco a nuestra izquierda.
—¿Propones que espíe a mi hija?
—¿Se te ocurre algún plan mejor? —Su irónica pregunta me hace torcer el gesto—. Te he visto hacer cosas peores, no quieras mantener tu dignidad ahora.
Un gruñido es mi respuesta mientras lo veo sentarse junto a la pequeña ventana sin hacer apenas ruido. Me siento justo a su lado y suspiro, intentando relajar el nudo que aprisiona mi garganta.
No creo demasiado en su teoría, porque jamás he pensado que Daryl pudiera conocer tanto sobre criar adolescentes y...
Giro el cuello en su dirección con rapidez.
—Espera, ¿lo sabes porque me has espiado alguna vez?
Se le tensa la mandíbula y entrecierro los ojos cuando lo entiendo. Ha hablado la voz de la experiencia. Estoy dispuesto a replicar, pero mi boca se cierra.
Y es Gracie quien la abre.
—Eh, oye... ¿estás bien?
Un pequeño bufido escapa de mí, porque me repatea darle la razón a mi hermano, y Daryl y yo nos miramos.
Y, por primera vez en este día, el asomo de una sonrisa curva mis labios.
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No ha respondido a mi pregunta, imagino que porque estará temblando de miedo por culpa de mi padre. No recuerdo haberlo visto de esa manera antes, parecía totalmente loco y eso me ha dejado un regusto amargo en la boca que no logro quitarme de encima. Gruño de frustración al no conseguir verla por más que me pegue a la esquina de mi celda y solo alcanzar a parte de la suya, bien podría haber muerto de un infarto y solo me enteraría cuando su cadáver se levantara. Y tampoco puedo seguir insistiendo para mirar entre los barrotes o terminaré por meter la cabeza y quedarme encajada, y no estoy dispuesta a pasar por la humillación de que me tengan que sacar y me quede sin orejas. No pienso seguir cavando hacia abajo en mi pozo de la decadencia, gracias. Ya tengo bastante con llevar una noche aquí encerrada como una reclusa por darle un cabezazo a ese imbécil. De haberlo sabido, le habría dado dos.
Aunque eso igual hubiera sido peor para mí. Y para mi nariz.
—Dime por favor que sigues viva.
Un suspiro por su parte parece ser la única respuesta que va a darme. O eso creo.
—¿Por qué debería estar muerta? ¿Suelen matar?
—Oh, no, no —me apresuro a decir al escuchar el toque de miedo en su voz. Frunzo el ceño y carraspeo—. Bueno, no... no lo sé, pero no te van a hacer nada.
—¿Y puedes asegurármelo?
«Mierda».
Rodeo con la mano derecha uno de los barrotes frente a mí, sintiendo el frío del hierro bajo mis dedos.
—No es por ser mala persona, pero... ¿debería asegurarle eso a alguien que ha matado a uno de los nuestros?
Otro silencio más como respuesta, pero este me hace sonreír. No se me da tan bien el arco como a la Tía Carol, pero creo que he dado en el blanco. Me arrepiento un pelín de haberle asustado más, si es que es eso lo que he logrado, pero en parte debía ser sincera con ella. Por cómo hablaba no me había parecido estúpida, aunque sí un poco extraña. Suspiro.
—Mi nombre es Gracie, por cierto. Gracie Dixon... Grimes, Dixon-Grimes. Y esos dos con cara de perro que has visto, son mi padre y mi tío. —Nada, ni un sonido. Mi suspiro se convierte en un resoplido—. Oye, ¿podrías al menos asomarte para que te viera? Se me hace algo extraño sentir que le estoy hablando a la nada.
—No puedo confiar en ti.
Me encojo de hombros y río.
—Haces bien —afirmo, cruzándome de brazos y apoyándome en la pared de la esquina en la que sí puedo ver parte de su celda. Ahora tan solo veo la punta de sus botas—. Pero, para que lo sepas, no puedo leerte la mente si te veo los ojos. No creas que no lo intento, pero todavía no logro que funcione.
Es la primera vez que escucho una tenue risita que proviene de su celda. Sonrío.
—¡Vaya! Una risa, suenas mucho mejor así que cuando lloras, ¿lo sabías? —Vuelve a reír algo más tranquila mientras se desplaza unos centímetros en el suelo para que pueda verla bien—. Es difícil confiar en una voz, pero en una cara y unos ojos es algo menos complicado.
Mi sonrisa se ensancha y la saludo con la mano. Sus ojos castaños se relajan y advierto el asomo de una pequeña y sincera sonrisa. Se recoloca el pelo rubio y largo tras las orejas y limpias los rastros de lágrimas secas, llevándose parte de la suciedad de su piel, dejando a la vista sus pecas. Un pellizco en el pecho me remueve cuando veo sus mejillas algo hundidas, marcando sus pómulos. Doy un vistazo a la bandeja con comida sobre mi camastro de la que apenas he probado bocado.
—¿Tienes hambre?
Su mirada se ensombrece y se abraza de nuevo las rodillas.
—Sigo sin confiar en ti.
Ladeo la cabeza, entrecerrando los ojos.
—Te quiero ofrecer comida, no matrimonio.
Es entonces ella quien imita mi gesto confuso.
—¿Qué...? ¿Qué es «matrimonio»?
Si no estuviera apoyada en los barrotes, me habría caído de bruces contra el suelo. ¿Me está vacilando?
—Vale —murmuro, alargando la «a» y abriendo exageradamente los ojos. Me dirijo a mi bandeja y tomo un huevo para después de enseñárselo—. Esto de aquí es un huevo hervido, sabes lo que es un huevo, ¿verdad?
Asiente fervientemente. Muerdo mis labios para no sonreír ante su repentina expresión inocente y atenta, y alargo el brazo para lanzárselo con cuidado. Con la cáscara algo quebrada, el huevo rueda por el interior de su celda y ella se apresura a agarrarlo.
—¿Qué le pasa? —pregunta mirándome, comprobando el peso del huevo al pasarlo de una mano a otra.
—Ah... que está hervido. —Su boca se abre en una «o» demasiado tierna para ser real. Tuerzo el gesto—. Me da la impresión de que no comes muy bien... o de que no has cocinado la comida nunca antes.
Niega con la cabeza mientras sigue enfrascada en la tarea de pelarlo.
—Alguna sí, pero no toda. No es propio que los animales comamos los alimentos cocinados.
Me ha dejado sin palabras, literalmente. Lo único que soy capaz de emitir es un ruido confuso por el que ella ni siquiera levanta la cabeza. Parpadeo un par de veces y, tras recolocarme el pelo a un lado, saco ambos brazos por entre los barrotes para apoyarme mejor.
—¿Cómo te llamas?
—Lydia —responde con la boca llena.
Alzo una ceja.
—O sea... que tenéis nombre.
Levanta la vista y mastica despacio al darse cuenta de que se le ha escapado. Vuelvo a sonreír ante su mueca que refleja el más puro fastidio. Analiza la cicatriz de mi cabeza con cierta curiosidad, incomodándome, y termina exhalando con pesadez.
—No todos —aclara—. Solo lo tienen quienes nacieron antes de todo. Excepto Dante y yo. A mí me lo puso él.
—¿Y por qué no se lo puso también a tus otras hermanas?
Lydia traga despacio. A pesar de la escasa luz de los candiles y de los suaves rayos del mediodía que ya se cuelan por las altas ventanas, puedo ver cómo se le ha tensado la expresión. Agacha la cabeza.
—Porque le castigaron por ponérmelo a mí.
No sé si es el tono con el que lo dice o lo que dice, pero consigue ponerme la piel de gallina. Y lo que verdaderamente me deja helada es ver cómo se recoloca las mangas del jersey raído que lleva a pesar de que no dejaban ver nada más allá de sus muñecas. Asiento con lentitud y por su mirada entiendo que no quiere hablar del tema. Doy un vistazo a las escaleras del sótano.
—Oye... alguien ha muerto. Un buen hombre, de hecho. Y lo menos que puedes hacer para que todo vaya bien es colaborar. Tienes razón, no puedo asegurarte nada, pero creo que se puede entender que estén enfadados contigo.
—Yo no le maté, no estaba allí.
—No digo que lo hicieras, pero eres parte de ellos. Es suficiente.
—¿Para qué?
—Para saber cómo funcionan las cosas tras vuestros muros.
Arqueo las cejas el escuchar una risa cínica y vuelvo la vista hasta ella. Ha terminado de comer y tiene la espalda apoyada en la otra pared, que da a las escaleras del sótano, por lo que puedo seguir viéndola.
—¿Muros? —dice sarcástica, volviendo a abrazarse a sí misma—. No tenemos muros, los muros no funcionan. Los sitios como este no prosperan, no son seguros. Lo único seguro son los muertos, ellos nos protegen.
Tardo unos segundos en recuperar el habla una vez más. No soy quién para juzgar el estilo de vida de nadie, pero esto ya roza lo enfermizo. Una parte de mí me regaña por juzgarla, porque no puedo ni imaginar la clase de vida que habrá llevado mientras yo crecí rodeada de amor y seguridad. Aunque tampoco puedo responsabilizarme de ello, quiero empatizar con Lydia desde una perspectiva en la que entiendo que eso no es vida para nadie, pero ella no parece pensar así.
—Te equivocas. —Obstinada, Lydia niega con la cabeza en respuesta a mis palabras—. ¿Acaso has vivido alguna vez entre muros para saberlo?
Se queda callada y eso me es más que suficiente para que arquee una ceja en su dirección. Me mira con firmeza en su gesto.
—Es lo que mi madre dice.
—Y como lo dice tu madre ya ha de ser cierto, ¿no?
La incredulidad baña su cara en una mueca.
—Es la líder, es así —sentencia—. Y lo mismo con Beta y Gamma, son superiores, hay que obedecer en todo.
—¿Incluso en lo que no quieras? —cuestiono, completamente alucinada. Lydia agacha la cabeza y se queda en silencio. Y eso no me ha gustado una mierda. Froto mis ojos para intentar despejar mi cabeza—. Lydia, que tú vivas así no significa que sea la única verdad. Nosotros somos un ejemplo de ello. Yo tampoco conozco el mundo de antes pero mi familia y los míos creen que esto que hemos construido es incluso mejor. Tenemos normas sensatas, cultivamos, comerciamos, nos ayudamos entre comunidades, forjamos una Alianza que nos ayuda a todos, luchamos juntos para avanzar y...
El sonido de las puertas del sótano me corta abruptamente, seguido de unos pasos rápidos que, por el ritmo en su trote al bajar las escaleras, no me hace falta verlo para saber que es mi padre. Su mandíbula tensa me confunde, toma las llaves de mi celda y la abre.
—Acompáñame.
Es el tono de su voz y esos ojos negros sin brillo los que me dicen que algo pasa.
Señalo la pequeña ventana y lo miro boquiabierta.
—¿Has estado espiándome? —exclamo ofendida.
—¿Cómo se te ocurre hablarle de nosotros?
Gruño frustrada y me alejo unos pasos para resoplar. Me parece increíble que hayan tenido la poca vergüenza de quedarse a escuchar. Detengo mi paseo cuando caigo en la cuenta de que, si se han quedado, es porque sabían que Lydia podía hablar. Me vuelvo hacia mi padre y mi tío. Este último me mira inexpresivo, pero mi padre es como un puñetero libro abierto y en su cara bailan cientos de emociones a la vez desde que han traído a Lydia.
—¿Me habéis utilizado para hacerla hablar?
La rectitud se apodera de su mandíbula y sus hombros se quedan rígidos, tensos. Expulsa el aire que contiene con pesadez cuando es incapaz de mantenerme la mirada.
—Gracie... esa chica es peligrosa.
Una carcajada seca y falsa es parte de mi respuesta ante ese patético intento de justificación.
—¡Está aterrada, papá!
—La gente asustada suele ser la más peligrosa —replica en advertencia.
Bufo cruzándome de brazos y le sostengo la mirada.
—Pues desde mi celda no sé quién me lo parecía más, si la que lloriqueaba hecha un ovillo en el suelo o los que le gritaban amenazas a la cara exigiendo respuestas.
Creo que, si le hubiera dado una bofetada, quizá le habría dolido menos que eso. Mi padre agacha la cabeza unos momentos y mi tío aparta la mirada. Respiro en profundidad, queriendo calmarme porque tampoco considero que sea justo tratarlos así. Son dos mamás gallinas con las que difícilmente se puede razonar cuando se trata de defender su gallinero, pero me inquieta la idea de que nunca antes había visto a mi padre en ese estado tan nervioso.
—Mirad, no sé qué estará pasando ni de que conoces a su gente —añado masajeando mis sienes—. Pero sea lo que sea... esto no eres tú. No sois vosotros. O puede que sí y quizá es culpa mía porque no os conozco tanto como creía.
—Gracie...
—Soy la primera en desconfiar de las personas, tú me lo enseñaste —le interrumpo. Sea lo que sea que mi padre iba a decir muere en sus labios—. Pero por lo que he podido escuchar y que seguramente ya habéis oído, en esa celda solo hay una chica que tendrá mi edad y que está... demasiado acostumbrada a que la traten mal como parte de su vida. Intentad ser mejores que esos a los que tanto parecéis temer.
Es entonces mi padre quien agacha la cabeza y pone las manos en sus caderas. Daryl se dedica a asentir un par de veces, despacio. No me privo del pequeño orgullo que siento hacia mi misma al verlos como dos niños regañados.
Me apunto el tanto mentalmente y lo disfruto unos segundos.
He visto pocas veces en mi vida a mi padre actuando con miedo, no es una característica que tenga asociada a él y eso me hace saber que la situación es grave como para que esté histérico, lo que me preocupa de verdad y me hace entender su punto. Pero también sé que comportándose como capullos poco más van a conseguir. Si de verdad han estado escuchando, quizá han comprendido que optando por una vía más calmada Lydia siente la confianza suficiente como para hablar.
—Después de esta colaboración involuntaria con la policía... —añado mientras me giro para encaminarme hacia la casa central de Hilltop—. Creo que me he ganado unas horas en el exterior, y una cama de verdad.
La risita de mi padre me alivia el corazón.
—Todavía no te has disculpado con ese chico.
Levanto el brazo mientras camino.
—¡No te escucho, solo oigo el agua de la maravillosa ducha que me espera!
Escucharle reír ligeramente relajado es suficiente para que suspire tranquila antes de doblar la esquina.
La sensación de paz mental y física me abraza una vez salgo de la ducha y me envuelvo en una toalla. Es reconfortante secarme el pelo y ponerme ropa limpia, siento que todas mis preocupaciones se han ido junto al agua por el desagüe, permitiéndome descansar. Sigo teniendo ese pequeño pinchazo tras la oreja que me inquieta, que me remueve al recordarme la brutal muerte de Jesús de la que Judith me ha contado más al entrar. Es demoledor ser consciente de que no lo volveremos a ver merodear por aquí junto a Aaron, que no le volverá a hacer feliz. Mañana le diré a Judith si le parece buena idea que recolectemos algunas flores para dejarlas sobre su tumba, no he podido ir a su entierro y creo que es la única forma que tengo de mostrar respeto, de despedirme.
Mierda.
Seco la lágrima que se escapa de mis ojos y aparto el pelo húmedo hacia un lado. Puedo comprender el enfado de mi familia por la situación, pero esa chica no es su asesina. De tener delante de mí a quien lo mató... mi discurso sería otro bien diferente.
Me colocó la sudadera gris que me había traído en el equipaje junto a unos vaqueros limpios y dejo la camisa de mi padre guardada, no quiero que el polvo de la celda pueda mancharla. Tras calzarme las botas salgo del baño en la habitación de Judith, esa que le han dado hasta que pueda acomodar todas sus cosas en la que será su caravana y que está al lado de la que el Tío Daryl comparte con Rok y Perro. Bajo las escaleras entre esa suave penumbra en la que la gran casa está sumida porque la noche está comenzando a asomar en el cielo. Sé que no puedo estirar demasiado la confianza de no estar cumpliendo el castigo, así que aprovecharé para cenar alguna cosa y volver a mi celda por mi propio pie para demostrar algo de madurez.
Aunque madurez quizá habría sido no asestarle semejante cabezazo a ese gilipollas.
En fin, una pena no poder ir marcha atrás en el tiempo. He aprovechado mi noche en la celda para reflexionar, algo es algo.
Al entrar por la puerta de la sala que con el tiempo Maggie había habilitado como una gran cocina común para todos los huéspedes, antes de su marcha con Hershel, me quedo de piedra al ver frente a los fogones a Henry porque pensé que estaría a solas.
—Hola —dice con una sonrisa amable que se ha dibujado en él en cuanto me ha visto aparecer. Estúpido Henry con su estúpida sonrisa—. Te he guardado algo de la cena y la estaba calentando, pensé que tendrías hambre.
¿Qué hago ahora? ¿Le doy las gracias o le tiro a la cabeza una de las sillas que rodean la gran mesa de madera en mitad de la cocina y me voy corriendo avergonzada?
—Gracias. —Carraspeo finalmente. Me balanceo de puntillas a los talones y con las manos en los bolsillos de la sudadera—. No hacía falta que te molestaras, tampoco tengo mucha hambre.
Y eso último lo he dicho alzando el tono de voz para hablar por encima de los gruñidos de mi estómago. ¿Estaré rozando ya los límites de lo patético?
Es obvio que Henry no me cree, por lo que opto por tomar asiento frente al plato y los cubiertos en la mesa. Sirve en él el salteado de carne y verduras que estaba cocinando y que llenaba el ambiente de un olor demasiado sabroso y apetecible como para negarme.
—He querido ir a verte a la celda, ya sabes, para llevarte algo de abrigo o comida, pero Daryl no me lo ha permitido —confiesa con vergüenza mientras deja la sartén de nuevo sobre el apagado fogón—. No te he visto desde... bueno, desde lo que pasó. ¿Puedo?
Doy un vistazo a la silla que su mano señala a mi izquierda y arqueo una ceja.
—¿De verdad crees que soy tan bruja como para impedir que se siente junto a mí el chico que me ha hecho la cena?
Ríe menos tenso y toma asiento mientras me sirvo agua en el vaso a la derecha del plato con la jarra junto a los cubiertos. Desde luego, ha pensado en todo.
—Vaya, he pasado de ser el chico que odias al que te hace la cena.
Sonrío y levanto el vaso a modo de brindis.
—Por tu ascenso.
Henry vuelve a reír a la vez que bebo un sorbo de agua.
Si me hubieran dicho tres noches atrás que estaría cenando y bromeando con Henry, probablemente hubiera despeñado por un tejado a esa persona que me acusaba de tal estupidez, pero en ese momento la cocina se había vuelto... un lugar agradable. Estoy segura de que, de haber estado a solas, la estancia habría tenido menos color. Los armarios de madera clara parecerían más apagados, las paredes amarillas perderían algo de su luz, las baldosas marrones del suelo no serían tan firmes al paso e incluso la mesa y sillas en las que nos encontrábamos tendrían menos robustez bajo mi tacto.
No sé si eso tiene sentido, puede que no. Y me pone nerviosa saber que esas sensaciones burbujean en mi interior.
—¿Cómo te encuentras?
Alzo las cejas sin saber muy bien qué responder, porque lo cierto es que no lo sé. Clavo el tenedor en un trozo de carne y me lo llevo a la boca.
—No estoy segura —digo con sinceridad—. La nariz me duele, para qué mentir... pero ojalá solo sintiera ese dolor y ya está.
Una sonrisa conciliadora se dibuja en su rostro. A Henry, sonreír le sienta bien. Y enmarcado por la luz anaranjada de las velas, colocadas por los habitantes de Hilltop estratégicamente a lo largo de la cocina para iluminarla, hacen de su presencia algo más cálido de lo habitual.
En estos momentos se me hace absurdo pensar que podía odiarle, o más bien caerme mal. Es como si esas dos palabras no pudieran coexistir juntas en una descripción para él.
Como «Áyax» y «miedo» en una misma frase.
Jugueteó con la verdura antes de hincar en el tenedor algo de zanahoria y brócoli.
—Creo que... saber que voy a dejar a parte de los míos aquí... que no tendré a Judith con sus libros esparcidos por el salón y a Rok correteando con Perro por la casa, jugando con R.J., o incluso a ti trayendo a Alexandria un pedido extra de zumo de manzana... —Henry ríe—. Es como sentir que pierdo una parte de mi misma.
Niega con la cabeza mientras como algo más.
—No nos vas a perder, Grace —asegura. Y nunca antes me había parado a pensar lo bien que suena la variante de mi nombre saliendo de su boca—. Seguimos aquí.
—Sí... pero supongo que la distancia lo vuelve todo un poco más complejo —murmuro. Pongo el pie izquierdo sobre la silla para pegar la rodilla a mi pecho antes de seguir comiendo—. Y ahora con lo de esa chica...
—¿La prisionera?
Asiento.
—Sí, ella... —Me llevo otro trozo de carne a la boca y mastico—. Si vieras cómo se ha puesto mi padre, Henry... nunca lo había visto así. Ha dicho que conocía a su gente, que tuvo un encontronazo con ellos una vez y sabe lo peligrosos que son. Mira lo que han hecho con el pobre Jesús. Y aun así...
Henry frunce el ceño.
—¿Qué?
Me echo la melena todavía húmeda a un lado y no puede evitar dar un vistazo a la cicatriz en mi cabeza. Trago saliva apartando de mí las ideas que llegan a mi cabeza al momento en el que su cara se endurece por unos instantes.
—Lydia no me parece peligrosa, ¿sabes?
Y sus cejas se ciernen todavía más sobre sus ojos.
—¿Lydia?
—La prisionera.
Henry asiente. El gesto pensativo de su cara cambia por uno escéptico y me mira arqueando una ceja.
—¿Quién es la idealista ahora?
Entrecierro los ojos y le dedico una mala mirada, choco mi puño en su hombro sin maldad alguna y él ríe.
—Oye, es en serio —digo, comiendo algo más para acabarme el plato—. Ya sé que quizá no es una opinión muy propia de mí, pero que no me parezca peligrosa no significa que confíe en ella. Es solo que... no sé, mi instinto me dice que no es una mala persona, sino todo lo contrario.
Meditando mis palabras y mientras termino de comer, Henry se pone en pie y se dirige hacia los armaritos al lado de la ventana y al final de la cocina.
—¿Y si te equivocas?
Me encojo de hombros. Ya había sopesado esa posibilidad, pero de equivocarme las alternativas estaban claras.
—Puede ser, no lo niego —asumo, viendo extrañada como saca un botiquín y vuelve de nuevo a su sitio junto a mí—. Y tampoco quiero que se pasee a sus anchas por aquí, solo creo que asustarla no es el mejor modo de hablar con ella si pretenden sacarle información y... ¿Qué estás haciendo?
Henry abre la cajita blanca que ha dejado sobre la mesa y sonríe.
—Judith me ha dicho que te haga las curas hoy, está relevando a Siddiq en la enfermería y no puede encargarse.
—Oh. —«¿Esa es mi única respuesta? ¿En serio?». Me aclaro la garganta y adopto una mueca sarcástica—. ¿También eres enfermero aparte de cocinero?
Su bonita sonrisa le curva las mejillas plagadas de pecas y me recuerdan a las que surcaban la cara de Lydia.
—Es mi segundo ascenso del día.
Pongo los ojos en blanco y se ríe antes de seguir con su tarea. Se hace minuciosamente con un pedazo de algodón de la bola general y abre el bote de alcohol desinfectante bajo mi atenta mirada. Arrastra su silla hacia mi y me quedo tiesa en mi sitio como si solo yo fuera consciente de su cercanía.
—Te conozco, Gracie, y confío en tu criterio —dice con seguridad. Mis dedos se aferran al asiento cuando limpia con cuidado mi nariz y los restos de sangre seca que yo no había podido limpiar del todo durante la noche tras el siguiente sangrado—. Y si crees eso es porque tienes tus razones. Aunque también creías que te odiaba por una absurda conjetura tuya, así que...
No se libra de otro puñetazo en el hombro, pero esta vez sí que va con una fuerza intencional.
—Bueno, primero tendré que confirmar si no estoy equivocada —digo después de aclararme la garganta—. Quiero intentar volver hablar con ella, o estar delante cuando mi padre y mi tío lo hagan. No me... no me ha gustado un pelo con la normalidad de la que habla sobre ciertas cosas.
Henry asiente despacio, comprendiendo mis ideas y muy probablemente compartiendo el mismo pensamiento. Estaba segura de que Judith y él piensan igual que yo, porque esa idea parece más propia de ellos que mía.
Toma el ungüento y, con las yemas de sus dedos índice y corazón, esparce un poco con sumo cuidado sobre mi nariz. La crema genera en mi piel una frescura agradable que alivia la presión del dolor constante.
—Siempre supe que bajo esas capas de desconfianza y sarcasmo se escondía un corazón tierno que ve lo bueno de las personas —asegura sonriente y mirándome a los ojos, dejando el bote a un lado sobre la mesa—. Estoy seguro de que tienes razón respecto a la chica.
¿Podría mi amada consciencia, por favor, explicarme en qué momento su cara y la mía habían quedado tan cerca?
Ni siquiera sé por qué me sorprendo cuando nuestras narices se rozan durante largos segundos en una caricia agradable. Sé que mi mente debería estar gritándome que me aleje, sin embargo, en mi cabeza solo hay silencio y paz.
Y mucho menos me cuestiono algo cuando siento sus labios sobre los míos.
¿Está pasando de verdad o del cabezazo me provoqué un coágulo en el cerebro que ahora me hace ver y sentir alucinaciones?
No, qué va, los labios suaves de Henry son muy reales.
Me besa con esa habitual y extrema dulzura suya con la que lo hace todo. Una de sus manos acaricia delicadamente mi mejilla izquierda y un escalofrío me recorre desde la coronilla hasta los talones. Besarle se siente bien, se siente a estar en casa de nuevo. Es cómodo, fácil. Es lo que cabe esperar, es como imaginaba que sería... ¿En qué momento mi maldita cabeza ha imaginado eso sin mi permiso?
—Hala.
Henry y yo nos sobresaltamos de tal forma que casi me caigo de la silla y termino derramando el vaso de agua sobre la mesa.
Balbuceo en dirección a Rok, que está aferrado al marco de la puerta con sus ojitos expectantes y la boca abierta. Lleva una camiseta enorme a modo de pijama que seguramente sería de mi tío, unos pantalones cortos y deportivos de mi padre, que también le vienen gigantes, y está descalzo. Perro está sentado junto a él y siento que me juzga con la mirada de la misma forma. Arrastro mi silla hacia atrás para alejarme de Henry en una distancia decente y en un gesto muy poco digno, y él aparta la mirada. Se le enrojece el cuello y la cara en milisegundos.
—¿Qué estabais haciendo? —pregunta Rok ladeando la cabeza en una mueca confusa. El animal a sus pies hace lo mismo y empiezo a sentir miedo de que hable para reírse de mí en algún punto.
—¡Nada! —exclamo poniéndome en pie y mi voz suena más aguda de lo que debería, porque me he dado un rodillazo contra la pata de la mesa—. ¿Qué estabas...? ¿Qué haces tú aquí?
Señala la jarra de agua en la mesa.
—Venía a por un vaso, me he despertado con sed.
Henry se pone en pie y se seca el sudor de las manos en los pantalones.
—Vale, ven, te... te acompañaré a la cama y te llevaré un vaso de agua...
—Sí... yo voy a...
Me giro hacia la entrada para salir de la cocina antes de que me ahogue en mi vergüenza, pero me choco con la silla en el camino, arrastrándola de tal forma que estoy a punto de caer. Me incorporo recta como un palo cuando Henry hace ademán de agarrarme para que no me deje la cabeza contra las baldosas.
—Mejor me voy y...
Vuelvo tras mis pasos y me estampo contra el pecho de Henry.
«Que alguien me mate, por favor, por favor».
Henry se aparta aguantándose la risa y pone la mano sobre el hombro de Rok para llevárselo de la cocina, huyendo también así de su propia vergüenza y la ajena que yo debo estar irradiando en kilómetros a la redonda.
—¿Por qué estabas besando a mi prima?
«Solo suplico un disparo, solo uno pequeñito, por favor».
—Venga, vamos, ve subiendo —se apresura a responder, empujándolo suavemente por la espalda y guiándolo de vuelta a las escaleras con Perro tras sus pasos meneando la cola felizmente. Al menos sé que él sí que no se lo dirá a Daryl, de Rok no puedo decir lo mismo.
Se le da muy mal guardar secretos.
Cuando este desaparece de mi vista, Henry levanta la mirada y me sonríe una última vez.
—Hasta mañana, Gracie.
Se me seca la garganta y me paso una mano por el pelo. Le queda tan bien el sonrojo en las mejillas.
—Has-hasta la próxima...
Se marcha con la misma risa idiota que me sacude a mí y una vez me quedo a solas en la cocina me estampo una mano en la frente.
—¿Hasta la próxima? ¿Qué diantres significa eso? ¡Soy idiota!
No dudo en salir corriendo de la casa con las mejillas ardiendo en mitad de ese viento fresco que trae la noche consigo. Solo quiero ponerme la capucha y tirar de cada cordón en una dirección para ocultarme del mundo. Hago un ruidito de frustración y nerviosismo que me hace dar saltitos ridículos de un lado a otro. Me quedo quieta metros antes de las puertas del sótano de celdas y me tomo unos segundos para mí.
Para recrearme en lo que acaba de pasar. Para recrearme en que hasta hace dos días, Henry me caía mal y ahora tenía sus bonitos labios sobre los míos.
Solo me recreo unos segundos. Los suficientes como para saber que, si mi padre se entera de esto, utilizará la cabeza de Henry como balón de futbol.
Y aun así... me permito pensar en ello unos avergonzados segundos más.
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Ha sido tarea imposible dejar de pensar en las palabras de Gracie desde que se ha marchado. Esa era la prueba de mi fracaso como padre, mi hija tenía que darme las lecciones correctas.
Como un recuerdo ingrato pero certero hasta un punto angustiante y doloroso, una frase que Carl le dijo a Judith hace ya años en las cloacas cuando estuvimos a punto de morir llena mi mente en un estallido.
«A veces los hijos enseñan el camino a sus padres».
Froto mis ojos unos momentos al inicio de la escalera que me llevará de vuelta al sótano. Cuando los abro, doy un vistazo al cielo despejado, resplandeciente en el inicio de su atardecer. No sé si es un reclamo, si es un desesperado intento por obtener fuerzas de algún lugar, pero lo que sí sé es que Gracie tiene razón.
No puedo convertirme en eso que me hace temblar.
No puedo convertirme en ellos si pretendo ser mejor, si hace años que los dejé atrás.
Daryl pone su mano en mi hombro y le miro. Me tiende el frasco con el par de pastillas y asiento.
—Esto es lo que Judith me ha dado —dice—. ¿Servirá?
—Estoy bastante seguro de la lesión que puede tener en el oído por mi culpa, es lo que necesita para encontrarse mejor. —Vuelvo la vista a las escaleras hacia mi infierno—. Un acto de buena fe por otro.
—No tiene por qué hablar, no te deberá nada.
Suspiro y muestro una sonrisa cansada.
—Confiemos en el instinto de Gracie.
Es esta vez él quien asiente.
Bajo las escaleras con calma y mi hermano tras mis pasos. Lydia sigue sentada en el suelo, en su postura encogida y temerosa, y de repente me parece otra persona por completo. Esa en la que Gracie insiste que es, pero que ciego en mi rabia y dolor tan siquiera había podido ver.
Es una cría.
Una cría asustada, alejada de los que conoce como su familia, probablemente hambrienta y dolorida.
Mis hombros se relajan y tomo una banqueta, igual que Daryl, para sentarnos frente a su celda en absoluto silencio. Es eso mismo lo que a Lydia le extraña, no hay gritos ni amenazas, así que parece no saber que pensar. Muestro el frasco de pastillas.
—¿Te sigue doliendo el oído?
Me mira a los ojos, asustada, y se aclara la garganta.
—Un poco.
—Está bien. —Suspiro—. Soy médico, y creo que esto te vendrá bien. ¿Si te lo doy te lo tomarás?
Su ceño se frunce y me mira desconfiada.
—No es veneno, no me sirves muerta. —Daryl me da un reprobatorio vistazo con su ceja arqueada y yo me rasco la frente, queriendo centrarme y calmarme—. El caso es... que tu dolor irá a más. Esto puede evitarlo. Imagino que Gracie te habrá intentado convencer de que somos buenas personas, es lo que quiero demostrar.
—Tu hija, ¿no?
Asiento despacio.
—Lo es.
—Es más agradable que tú.
Por primera vez, Lydia ve de mí una sonrisa sincera.
—Lo es —repito divertido.
En un gesto del que no parece darse cuenta, estira las piernas, relajada, y deja las manos sobre su regazo.
—De acuerdo, me lo tomaré.
Sirve para que Daryl se levante y llene de agua un cubo del depósito y coja el cucharón. Abro la celda y Lydia se aleja ligeramente mientras mi hermano deja ambas cosas. Vuelvo a cerrar con llave cuando sale.
—¿Y el frasco?
—Primero te doy una —digo sentándome de nuevo—. Después te daré la otra.
Lydia enarca una ceja.
—¿Es a cambio de información?
No puedo evitar una sonrisa.
—No, es que no se pueden tomar ambas pastillas a la vez. —Le miro a los ojos—. No tienes ni idea de lo que te estoy hablando, ¿verdad?
Ella agacha la cabeza, negando, y mi hermano nos mira expectante. De nuevo, esto le revela información de ambos. Exhalo profundo y observo el frasco en mi mano. Ya, la ignorancia por bandera, ¿por qué será que no me sorprende?
—Sé que existen cosas... para curar otras cosas.
—Está bien, supongo que eso servirá. —Lanzo una de las pastillas entre los barrotes en su dirección—. Tómala, si hace falta después te daré la otra.
Asiente cogiéndola del suelo y se acerca al cubo para poder beber algo de agua.
—Sí que es cierto que, mientras tanto... podrías hablarnos de los tuyos.
La mirada de Lydia se vuelve divertida, por primera vez veo en ella la inocencia de alguien de su edad y me regala una sonrisa sarcástica que no me espero. Se toma la pastilla, que previamente le tengo que indicar que la ponga al final de su lengua y beba mucha agua. Por unos momentos incluso Daryl teme que se atragante, y es que se me olvida que ella no conoce el mundo de antes, que no sabe lo que es vivir en un ambiente cercano a una civilización de la que no tiene ni idea.
—Es extraño, ¿sabéis?
—¿El qué?
Es la voz de mi hermano la que se ha adelantado a responder. Lydia da un vistazo a las paredes que le rodean.
—Lo que creéis que tenéis —admite—. Estas paredes... Gracie ha dicho algo de que los muros os protegen. No lo hacen, son peligrosos. Lo único que protege son los muertos. Estar al aire libre y moviéndose entre ellos... es así como estamos destinados a vivir.
Se me ha erizado la piel desde que ha empezado a hablar. Daryl me mira frunciendo el ceño y yo soy incapaz de devolverle alguna expresión.
Ya no viven entre paredes, sino al aire libre.
La fábrica. El incendio.
Me aclaro la garganta.
—¿Y crees que vuestro método es una mejor forma de vivir?
Lydia ríe con cinismo, sentándose con las piernas cruzadas.
—Es la única.
—¿Ah sí? Respóndeme a una pregunta, Lydia. —Se tensa cuando oye su nombre y levanta la vista hasta toparse con la mía—. ¿Sabes leer?
Muerde el interior de su mejilla y suspira con lentitud.
—Muy poco.
—¿Y escribir? —Niega con la cabeza—. ¿Para quién es mejor esa vida, entonces?
Se cubre el rostro con ambas manos como si yo no entendiera su forma de ver el mundo, como si fuera un ignorante y ella tuviera la verdad absoluta. Pasa una mano por su pelo enredado en un gesto de frustración, apartándolo de su cara.
—Esas cosas no sirven para nada, no van a mantenerme con vida.
—¿Y no tener un lugar en el que pasar la noche sí?
—Es lo propio, los animales se mueven.
—Oh, ya veo... ¿Y cuantos de tu grupo no superaron el anterior invierno?
Silencio.
La seriedad ha golpeado su cara en una mueca sombría. No puedo evitar apretar los dientes, sintiendo las pupilas de Daryl clavándose en un lado de mi cuello. Juego inquieto con la pulsera que Carl me regaló hace ya unos diecisiete años, queriendo aliviar la tensión en mis músculos que me mantiene rígido, listo y preparado para saltar.
Tengo que tomar aire un par de veces, porque hablar con Lydia se parece a hablar con Alpha.
Está claro que esa hija de puta ha calado bien el mensaje en su hija. Por otra parte, es lógico, Lydia no conoce más que esa vida, no tiene con qué comparar.
—Lo que quiero decir, Lydia, es que eso no es vida. Y mucho menos la única forma de vivir en este mundo. —Me mira con ojos despiertos a pesar de que no exista brillo alguno en ellos—. Puede que tú no conocieras el mundo de antes, pero eso no significa que se te pueda privar de intentar vivir en algo parecido.
Niega con la cabeza, obcecada en no ver las posibilidades ante sus ojos. ¿Cómo alguien podía ser tan despiadado al lavar la cabeza de su propia hija para hacerle creer que no puede existir una vida mejor?
—No, si existiera otra forma, mi madre nos la mostraría. Ella quiere lo mejor para nosotros, ¿por qué iba a mentirnos?
Aprieto los dientes y la madera de mi asiento cruje cuando me remuevo, inclinándome sobre los barrotes.
—Porque entonces se queda sin control sobre vosotros.
Lydia vuelve a negar, se encoge en su postura y aprieta los puños de su jersey de lana raída. Escucharme hace que se sienta incómoda, puedo verlo a leguas, y eso significa que en su interior puede existir una pequeña luz encendida. Un hilo del que tirar.
—Ella quiere lo mejor para nosotros —repite, pero suena menos veraz que antes, como si no confiara en sus propias palabras y me lo estuviera preguntando—. Es Alpha, es parte...
—De nuestra naturaleza —sentencio en un gruñido esa frase que escuché miles de veces años atrás, provocándome un escalofrío.
Daryl gira la cabeza hacia mí, pero no dice nada. Muerdo el interior de mi mejilla con la mirada apartada y asiento, sopesando la información que tengo. Asumo que esa panda de cabrones no ha cambiado una mierda. De hecho, han ido a peor. Doy un vistazo a la pequeña ventana por la que él y yo habíamos escuchado su conversación y puedo apreciar que el sol está más bajo que antes. Tomo el frasco y me aproximo a la celda.
—Ten —digo tras un suspiro.
Lydia se acerca y extiende la mano entre los barrotes para poder cogerlo.
Ni si quiera le doy tiempo a que lo asimile.
Convierto mi mano en un puño y con la otra sujeto su muñeca, tirando del brazo para aprisionarla entre los barrotes. Lydia grita aterrada y Daryl hace ademán de ponerse en pie, pero se queda quieto cuando aparto la manga para dejar al descubierto su antebrazo.
Y ve la piel plagada de cicatrices.
De cortes.
De golpes.
Le miro a él y después a Lydia.
—Sí, desde luego que esto es lo que hace una madre que quiere lo mejor para sus hijos —gruño.
—¡Suéltame! —grita asustada. Llora y se revuelve, encogiéndose de nuevo en su postura y apartando la mirada de la piel en su brazo.
—¿De verdad crees que esa es tu única opción de vida? ¿Qué esto es lo mejor para ti y para tus hermanos? ¿Qué esto es lo que una buena madre haría? ¡Mira tu brazo, Lydia, mira lo que tu madre ha permitido! —bramo acercándome a ella.
—Áyax...
El siseo por parte de mi hermano flota en el ambiente, pero lo ignoro, mirando fijamente a los ojos de Lydia de los que rezuman lágrimas de pavor. Bajo mi contacto, Lydia tiembla, y puedo imaginar el por qué.
—Sospecho que estas no son las únicas que tienes, ni tu brazo su único hogar. —Ella se traga un sollozo y aparta la mirada—. Pero las peores son las que no se ven, ¿me equivoco?
Se sacude de mi agarre y la suelto, haciendo que se arrastre hacia atrás para alejarse de nosotros. Abraza sus rodillas y esconde la cabeza entre ellas. Es su llanto lo único que rompe el silencio angustiante y lo que me va consumiendo poco a poco.
Porque ya no la veo a ella.
Me veo a mí.
Más pequeño, más débil.
En el bosque.
Muerdo mis labios y seco mis propias lágrimas contra mi hombro, parpadeando todavía incapaz de encarar a Daryl, que se ha quedado tan quieto en su postura que parece ser de piedra.
—Es... es parte de la naturaleza —solloza, haciendo que se me seque la garganta—. Tenemos que satisfacer las necesidades de los demás... Debe ser así, aunque a veces no quiera, aunque duela...
El bote estalla en mi mano. El plástico roto me corta la palma y siento ganas de vomitar.
Es escucharme hablar a mí mismo por boca de ella.
Es escalofriante.
Tiemblo ante la mirada aguada de mi hermano y veo a Lydia limpiar sus lágrimas. Segundos después, intenta ocultar un bostezo. Miro la pastilla aplastada en mi mano, por suerte no hará falta.
Se aleja hacia una esquina de la celda y se tumba en el suelo, pegando las rodillas a su pecho. Daryl se pone en pie y se dirige a una de las celdas a nuestra izquierda para sacar una manta de ellas. Abro la celda de Lydia y se la ofrece. Acepta y se envuelve en ella, somnolienta, después de que mi hermano salga y yo cierre. La pena me atiza sin piedad alguna viendo sus lágrimas caer en un llanto silencioso bajo la manta con la que se esconde de nosotros.
Lydia es débil.
Un perfil que no encaja en ese grupo.
No soy capaz de imaginar todo cuanto habrá tenido que experimentar en sus pocos años de vida, probablemente criando, cuidando y protegiendo a sus hermanas pequeñas.
—Siento haberte tocado sin tu permiso —murmuro, mirando el frasco roto en mis manos, luchando por no derrumbarme ante ambos.
Se tensa, quedándose muy quieta.
Puede que sea la primera vez que alguien se lo dice.
Y me llevo una mano al abdomen cuando mi estómago se pone del revés.
—No... no importa —susurra con voz llorosa, observándome por encima de la manta—. Solo... no quiero hablar más por hoy, por favor.
Asiento.
—Me parece bien, descansa.
Descubrir que tu vida es una mentira en favor de otros no es un golpe que se asimile con facilidad, aunque en el fondo creo que Lydia ya lo sabía, de ahí su reacción. Aun así, eso no lo convierte en algo más sencillo de digerir. Saber que la que se supone que es tu madre permite que te destrocen física y mentalmente es algo que puede hundirte, agotarte. Lo más probable es que Lydia haya crecido sin comprender lo que esa figura en su vida debería ser, pero por su reacción... al hablarle de sus hermanos... creo que sabe de vínculos, o al menos los entiende.
El miedo, el llanto y la ansiedad la empujan a un descanso que, ayudado por la pastilla que le he dado, tardan escasos minutos en hacer que se suma en un profundo sueño que es obvio que necesita.
—Qué coño le has hecho.
La pregunta, o más bien gruñido de Daryl, me obliga a encararlo por fin.
—Uno de los componentes de la medicación es un fuerte relajante muscular, no es nada malo, sé la situación en la que se encuentra y tiene que descansar.
—¿Drogándola cuando ella ha confiado en ti?
Cierro los ojos unos segundos.
—¿No la has oído hablar? —digo, girándome en el asiento hacia él—. Alguien así, que nunca ha pensado por sí misma... Joder, Daryl, si queremos que vea la realidad en la que vive y nos hable de ella hay hacer las cosas bien, aprovechar que la hemos sacado de esa dinámica de grupo sectario, que coma y descanse como una persona normal por una vez en su vida. Apuesto lo que quieras a que, a partir de mañana, con la información que acaba de recibir y una mente más despierta... verá las cosas muy diferentes.
—¿No podías dejar que durmiera y ya está?
Arqueo una ceja.
—¿De verdad crees que iba a dormir toda una noche completa en un lugar desconocido y al que tiene miedo?
El silencio y una mirada analítica que me traspasa hasta el alma es su respuesta. Ve el bote reventado en mi mano, manchado en la sangre que no deja de fluir por la herida abierta y lo tiro a un lado. No duda un segundo en ponerse en pie y tomar otro de los cubos para llenarlo de agua. En el camino se hace con la caja del material de medicina que se guarda en el almacén junto a la comida y las herramientas. Se me hace increíblemente difícil mirarle a los ojos cuando deja la caja y se sienta frente a mí.
No hace falta que hable, solo extiendo mi mano en su dirección.
No me voy a negar a mí mismo el cuidado que necesito.
Porque Daryl lo sabe, porque él también parece ver en mí el niño con el que sueño en ocasiones y que el monstruo no me permite recordar del todo.
«Quiero ver más» he dicho cientos de veces.
No podrías soportarlo, no todo. No siempre.
Esa es su constante respuesta.
Ahogo un sollozo y cubro mi boca con el dorso de la mano libre.
—No aguanto más, Áyax.
Levanto la cabeza, boquiabierto, y mis ojos se topan con los de Daryl ensombrecidos por la pesadumbre. Nunca lo había visto tan derrotado, con los hombros caídos y el gesto cansado.
El agua fresca se desliza por mi palma con el trapo humedecido, igual que las lágrimas por mis mejillas que Daryl no duda en limpiar.
Y después las suyas propias.
—Sea lo que sea, estoy aquí. Lo superaremos juntos, como siempre.
Suficiente.
Me derrumbo apoyando mi frente en su hombro y su brazo me envuelve en un acto reflejo. Por momentos, tengo la sensación de haber viajado años atrás en el tiempo. Hasta ese día en la prisión en el que las letras que formaban nuestro apellido cobraron un sonido en mi mente y lo convirtieron en aquel que yo había olvidado.
En mi hermano.
El que me abrazó en el suelo, pidiéndome disculpas. El que ha estado ahí para mí y que, cuando cometía error tras error, sabía perdonarme.
Nadie perdona mejor que Daryl.
—Fue antes de conoceros en la prisión.
Mi susurro sale precedido por un llanto silencioso y hundido. Con mi mano entre las suyas, Daryl puede sentir mi pulso acelerado. Al alejarme, limpio las lágrimas con el brazo libre y me aparta el pelo de la cara en un gesto cómplice que me hace reír débilmente. Asiente despacio.
—Cuéntamelo.
—No lo dije antes porque...
Niega con la cabeza, interrumpiéndome.
—No me importa —afirma. Da un vistazo a Lydia y veo el sube y baja de su garganta cuando posa de nuevo sus ojos en mí—. Solo cuéntamelo.
—¿Todo?
—Todo.
—No podrías soportarlo.
Una sonrisa triste y pequeña tira de sus comisuras.
—Llevo soportándolo desde que tenías cuatro años.
Cierro los ojos y una lágrima surca mis cicatrices mientras siento a mi hermano curar la herida de mi mano.
Y las de mi alma, como siempre.
—Está bien.
Cojo aire y abro los ojos, encontrándome con los suyos.
Lo conocí en el orfanato, Daryl. A Víctor Björsen.
Sí, el del cementerio.
No me preguntes cuando, porque no lo sé, aquella época está muy difusa en mi cabeza. Ahora recuerdo fragmentos, cosas concretas, pero sobre todo lo recuerdo a él.
Tampoco me preguntes cómo puede ser posible que hasta hace unos años apenas lo recordara, porque no lo sé a ciencia cierta. Pero sí tengo una sospecha, algo que comprendí cuando Brady secuestró a Gracie.
Y es que, aunque pueda parecerlo, el monstruo no es malo.
Todos estos años he sobrevivido gracias a él, y no solo físicamente. Quien me ha mantenido vivo, quien ha hecho que no me metiera una pistola en la boca y apretara el gatillo, ha sido él. Porque de haber recordado desde mi niñez las pocas cosas que me ha dejado ver y que te voy a contar, créeme que lo habría hecho.
Estamos de acuerdo, sus formas no son siempre las mejores, pero el fin es siempre el mismo.
Protegerme.
Sospecho que, si no me lo mostró antes, es porque yo todavía no estaba preparado. Porque seguía viéndolo como algo lógico, algo normal. Me crié gran parte de mi vida así, no iba a poder ser objetivo ni crítico con lo que me pasó, aun teniendo diecisiete seguía siendo un puto crío manipulable. Pregúntaselo a Negan.
Víctor entró por propia voluntad al orfanato. Bueno, quizá eso no es del todo correcto, tenía una única motivación el que él estuviera allí.
Su hermana mayor, Hannah.
Mi mejor amiga.
Sí, la hija de Mike. Ya sé que Mike solo tuvo una hija, pero, como habrás notado por su apellido, Víctor no tenía ninguna relación con tu colega. Víctor y Hannah eran hermanos nacidos de la misma madre, pero no de padre.
Su madre era noruega y, por lo que Hannah me contó, al año y medio de nacer ella se volvió a su país y la dejó con Mike. Tiempo después se quedó embarazada de Víctor y volvió, supongo que recordando que tenía una hija a la que había abandonado y dispuesta a joderle la vida a otro más.
Para que lo entiendas, nuestro padre era la versión masculina de su madre. No, no le hizo lo mismo que a mí.
Al menos no ella ni su padre.
Este era un tipo que, según él mismo, venía una vez al año para verle hasta que dejó de hacerlo. Víctor tampoco lo echó en falta. Víctor nunca echaba en falta a nadie.
Como yo, tú bien sabes que una mala persona no necesita excusas para pegar a sus hijos. Alpha es una de esas malas personas, la madre de Víctor era una de esas malas personas. Él intentaba defender a Hannah porque ella siempre fue demasiado buena para este mundo, y quizá soy un cabrón por decir esto, pero en parte me deja en paz que no sobreviviera al apocalipsis.
Hannah no habría aguantado todo esto.
Es lo que tienen los ángeles, Daryl, que no deben estar en la Tierra.
Y creo que Víctor sabía de su bondad, aunque él lo viera como algo malo, algo vulnerable. Así que la defendía, y cuando Mike supo lo que en esa casa pasaba, la apartó de ella. No pudo hacer nada por él. Lo bueno de eso, es que Hannah pudo vivir un tiempo en paz. Lo malo, que Mike tampoco era una figura paterna que pudiera sostenerse a sí misma. Pero eso tú ya lo sabes, lo conocías mejor que yo.
Y lo peor, que todo el peso de su marcha cayó aún más sobre Víctor. Las frustraciones de una persona demente, el dolor de una vida vacía, la enfermedad que te encadena a una botella, todo lo pagó él solo.
Su madre era creativa, ¿sabes?
No se trataba solo de saber manejar el cinturón, Hannah tenía marcas de eso, muy pocas, Víctor se encargó. Y por ello pagó mucho más.
Por lo que me explicó, la casita de Hannah se parecía a la nuestra, en lo de que el patio trasero daba a un bosque, me refiero. Tenía una pequeña caseta en ese patio, muy pequeña, un cobertizo de herramientas viejo y destartalado, justo para que un niño cupiera de pie.
Sin poder sentarse.
Y ya sabes que en Georgia el calor puede llegar a los cuarenta y cinco grados o más.
Víctor se pasó muchas horas de su infancia allí metido.
¿Tienes idea del calor que puede llegar a hacer en una caja de madera bajo el sol? Hannah decía que más de una vez su madre lo sacaba desmayado de allí. Me contó que, siempre que iba a meterlo, ella se escondía en un lugar del sótano donde podía verlo, que era su única forma de cuidarlo y vigilarlo en la distancia. Porque si se acercaba o lo sacaba, un castigo mayor recaería sobre ella, y Víctor le pidió que no lo hiciera.
Al principio, cada vez que lo metía allí, era a rastras y llorando. Imagínate a un niño de tres o cuatro años siendo arrastrado del pelo por su madre hasta esa caja. Por favor, Daryl, imagínatelo. Te lo pido para que comprendas la clase de mente que se estaba gestando.
Con el tiempo y cuando Hannah se marchó de su lado, Víctor dejó de llorar. Ya no permitía que su madre lo viera así. Y comenzó a entrar en la caja por su propio pie sin dejar que ella tirara de él. A veces, esa tarada se sentaba junto a la caja y le leía pasajes de la Biblia durante horas.
Víctor nunca ocultó su gusto por los chicos, no lo veía como algo malo así que, ¿para qué?
Además, le ocurría algo curioso y en el orfanato descubrí por qué.
Se paralizaba cada vez que veía una araña. Sí, un desquiciado como él teniendo aracnofobia, yo tampoco me lo explicaba hasta que supe la verdad.
Un día, dentro de la caja, mientras el sudor empapaba su pelo y las gotas perlaban su piel cociéndolo vivo, cayendo por su nariz hasta su ropa, vio cómo por entre las tablas de madera húmeda se colaba una araña blanca y patilarga, de esas que corretean de manera escalofriante. La araña se quedó durante días. No porque le hiciera compañía, sino porque fue muriendo poco a poco debido al calor y su cuerpo quedó allí, rígido, seco, pegado a la madera vieja. Víctor se preguntaba por qué la estúpida araña no había salido de allí en lugar de quedarse, se preguntó por qué no atacaba a la lagartija que seguramente querría comérsela, en vez de refugiarse en esa caja y morir bajo el sol abrasador.
Víctor supo que él no se convertiría en esa araña.
Esa misma noche y mientras su madre dormía después de haber acabado con una botella de ron, con la misma daga que yo guardo como un martirio en mi bota, le cortó las venas.
Lo hizo de forma que pareciese que había sido ella misma.
Se bañó, se metió en la cama y, por primera vez en su vida, durmió en paz. Al día siguiente puso su mejor voz llorosa y llamó a la policía. Se la llevaron en una de esas bolsas para cadáveres y él mismo dio a los asistentes sociales el nombre del orfanato en el que Hannah acababa de entrar.
Así fue como nuestros caminos se unieron y, paralizado por una araña en mitad de una deshabitada tienda de alimentos, fue como el fin del mundo me lo trajo de vuelta de nuevo.
Para entonces yo ya llevaba unos tres meses solo desde que el fin del mundo comenzó.
No vi a un solo superviviente, solo rastros de vida. Casas revueltas, tiendas saqueadas, coches recién abandonados por el poco polvo que se acumulaba en ellos y una granja pasto de las llamas.
Cuando se lo expliqué a Carl, cuando le indiqué en un mapa por donde estaría aquella granja llena de muertos, puso la misma cara que tú estás poniendo ahora, Daryl. Sí, esa misma.
¿Qué si era la de Hershel? Eso creo yo también a día de hoy, y menos mal que no os quedasteis ahí. Si hubieras visto cómo quedó... aunque era un sitio precioso. Bien asegurado, hubiera sido un lugar mucho más bonito donde encontraros en vez de la prisión.
Sí, yo también creo que estábamos destinados a encontrarnos después de eso.
No tienes idea de lo cerca que estuvieron los Susurradores de la prisión sin saberlo. Yo me di cuenta de ello hace apenas unos años, observando un mapa, trazando en mi cabeza las rutas y la fábrica en la que estaban instalados.
La tienda en la que encontré a Víctor, se encontraba cerca de ella.
Estaba deshabitada, polvorienta, había sido prácticamente saqueada de arriba abajo y apenas quedaba algo comestible. No bromeo cuando digo que estuve a punto de comerme una cajetilla de tabaco. Tú bien sabes lo que es el hambre, Daryl, sé que no te sorprendería.
No después de todo.
Escuché un ruido, latas cayendo de una estantería y saqué el cuchillo de mi cinturón creyendo que se trataba de un caminante.
Ojalá lo hubiera sido.
Ahí estaba, con la espalda pegada a unos estantes y petrificado, con una mochila vieja echada al hombro y el pelo rubio muy corto. Temblaba de pies a cabeza, observando la gigantesca araña en el suelo, que había caído de las latas que pretendía coger.
Me acerqué a él a paso lento y enmudeció al verme. Mirándole fijamente, consciente de su fobia, aplasté despacio la araña bajo la suela de mi bota.
Sonrió.
—Hola, colibrí.
Todavía se me eriza la piel al recordar ese apodo.
Aunque me hace gracia la idea de que, vestido enteramente de negro, con el vendaje que siempre llevé y el pelo algo más largo y revuelto, más que un colibrí debía asemejarme a un cuervo.
—No me llames así.
Eso fue lo primero que le dije.
Entrecerré los ojos al observar de nuevo su pelo corto. Lo tenía más largo antes de que todo se acabara, así que, para mí, eso significó que estaba con gente. De hecho, su ropa tenía mejor aspecto que la mía.
Aun así, me di la vuelta dispuesto a marcharme. No quería un grupo si él estaba allí.
—Eh, espera.
No había borrado su sonrisa desde que me había visto.
Su sonrisa tiene algo extraño. Lo has visto, ¿verdad? Parece que todo le divierte de una forma retorcida. Así es él.
—Ven conmigo, estoy con gente. Son buenos.
—Si están contigo, no lo son.
Resopló.
—Prueba una noche, comes algo, descansas... Y mañana decides.
Era mentira. Él lo sabía. Yo lo sabía.
Una vez entrara en su red, la araña no me dejaría escapar tan fácilmente. Y lo peor... era que yo estaba muy a gusto atrapado en ella y no pretendía marcharme. Siempre tuve un hilo pegado al pecho que, cuando Víctor aparecía en mi vida, en mi camino, tiraba de mí en su dirección.
En su época lo llamaba amor, hoy lo llamo dependencia.
Ni Víctor ni yo supimos nunca lo que era el amor. Yo no supe qué era el amor hasta que lo entendí a través de la mirada de Carl.
El corazón de Carl bombea vida.
El de Víctor, veneno.
Así que por supuesto que acepté su oferta. Pensé «es un cabrón retorcido, pero a su lado puedo sobrevivir». Y yo también fui, soy y seré otro cabrón retorcido, por lo que no iba a ponerme exquisito, no tenía muchas más opciones.
Mi destino lo decidió el caminante que había irrumpido en la tienda en dirección a Víctor, pasando por mi lado ignorándome y que el chico no dudó en liquidar.
Recuerdo su mirada, cómo sus ojos pasaron de los míos al vendaje en mi antebrazo y, con la sangre del muerto cayendo por su rostro, su sonrisa se ensanchó.
—Siempre supe que eras especial.
Me llevó ante Alpha. Eran un buen grupo, al menos unas treinta o cuarenta personas. Pero nunca importó el número de supervivientes que tuvieran, sino el de muertos a su servicio.
Cuando vi la horda que rondaba en círculos dentro de un cercado como si de ganado se tratara, casi se me sale el corazón. No lo entendía, ¿qué coño significaba aquello?
Las pieles de caminante, estiradas, curtidas y puestas a secar fueron mi respuesta.
Siento que tengas que enterarte así de que te mentí, de que Maggie no me enseñó nada sobre curtir pieles.
Fueron ellos.
Por favor, te lo suplico, no pongas esa cara. Porque esto solo acaba de empezar.
Estaban asentados en un claro al lado de una carretera, junto a una pequeña fábrica de textil abandonada. Solo tenía una planta, pero era de techos altos y bastante amplia para todos. Por aquel entonces solo utilizaban a los caminantes en las expediciones grandes, de varias personas. Era una forma segura de ir en busca de suministros.
Ya entenderás por qué ya no viven entre muros. Te haré comprender las palabras de Lydia.
Víctor le contó a Alpha lo de mi inmunidad. Yo no quería que lo supiera, pero el caminante me había delatado y no podía inventarme nada creíble. Tampoco habría servido. Víctor tiene un don, ¿sabes? Te sonsaca todo lo que quiera saber, te manipula para que creas que lo que hace es bueno para ti. Y como conozca tus puntos débiles... los volverá en tu contra. Se meterá en tu cabeza y te retorcerá el alma y las entrañas para que pierdas el control de ti mismo.
Por eso sabía que callar sería inútil.
Alpha vio mi inmunidad como un milagro de esa nueva naturaleza evolucionada que nos rodeaba. Así lo llama ella, ya has oído a Lydia, ¿no? La forma de sobrevivir de Alpha se basa en un principio sencillo: los seres humanos hemos vuelto a ser animales. El fin del mundo nos ha de vuelto aquello que la civilización nos quitó. Ha liberado al lobo de su jaula.
Y los animales, se comportan como animales.
No tienen nombre, se rigen por una jerarquía clara y satisfacen sus necesidades más básicas en función de esa pirámide. Todas las necesidades, siempre, aunque no quieras. Por el bien del grupo, para que este siga funcionando.
Por supuesto, los que gozan de un rango tienen ciertos privilegios.
Como poder reclamar algo como tu propiedad. Comida, agua, pieles, un lugar en el que dormir... una persona. Y negarse a lo que un inferior le pida.
Solo Alpha decide quién asciende.
¿Qué crees que pasa cuando dejas que los seres humanos se comporten como animales, Daryl?
Que eso es lo que se vuelven.
Me recorrió un escalofrío cuando vi al grupo, hacían como si nada. Unos curtían las pieles, otros alimentaban al poco ganado que tenían, algunos preparaban la carne para la comida, que no se cocinaba y se comía cruda porque los animales no cocinan, así que lo que hacían eran dividir las porciones pertenecientes a cada uno. Y todo lo hacían felizmente mientras un par, a tan solo unos metros de mí, forzaban a una mujer frente a todo el mundo.
Silencio.
Lo tenían como algo normal. Había niños en ese grupo, Daryl. Y les importaba una mierda lo que estos pudieran ver, cuanto antes aprendieran a cumplir por el grupo, mejor.
Sentí cientos de miradas sobre mí, en aquel sitio yo era carne fresca y Víctor lo supo. La cara le cambió por completo.
—Alpha, lo reclamo como mío —gruñó, asesinando con la mirada al resto.
Tenía casi catorce años y con solo un vistazo todos le temían. Me giré hacia él en cuanto escuché semejante locura, pero pegó su boca a mí oído.
—Es la única forma de que nadie te haga nada.
Suspiré tranquilo.
De haber sabido que aquello tampoco significaba estar a salvo, mi reacción habría sido otra.
Ella asintió, a pesar de que Beta no estaba de acuerdo, pues yo era un recién llegado.
—De acuerdo, Gamma, te lo concedo.
Comprendí entonces que Víctor era un superior.
Y también, que ya no podía marcharme, para Alpha yo era su pequeño milagro. Alguien inmune en un grupo que vivía entre caminantes, que se valía de la muerte como protección.
Aquello le vino como anillo al dedo y, desde ese instante, me nombró Sigma.
No era un rango como tal, debajo de la pirámide jerárquica yo seguía bajo ellos, pero algo por encima del resto en cuanto alimento y agua, pues Alpha creía que debía mantenerme sano no porque yo le importara, si no por preservar mi don. Estaba en tierra de nadie, y me dedicaría a cuidar de la horda hasta sentir que yo era un muerto más.
Ese era mi trabajo, cuidar y guiar a los muertos.
Lo único que me salvaba de los vivos, era ser propiedad de Víctor.
Yo no siempre creí que todo en él fuera horrible, ¿sabes? Al fin y al cabo, Víctor no dejaba de ser un niño al que la vida lo había vapuleado a base de bien. Eso fue lo que empecé a pensar una tarde.
Estirados en el maletero de una camioneta destartalada, abandonada a un lado despejado de la carretera y de la que el óxido ya empezaba a comerse la pintura rojiza, observamos como el sol se iba poniendo cada vez más y más. El olor otoñal de los pinos, que se sacudían con la brisa vespertina, llegaba a nosotros meciendo nuestro pelo y acariciaba nuestras mejillas. En aquel instante, todo era más agradable de lo que solía ser. No lo voy a negar, la estampa era preciosa. Estábamos ahí tirados, viendo las estrellas que comenzaban a brotar como salpicaduras blancas en el firmamento todavía rosado mientras compartíamos... un cigarrillo especial.
Supongo que esa cara que estás poniendo me la merezco.
Víctor había encontrado una bolsita en la guantera de un coche una de las veces que salimos en busca de suministros. Porque él era un superior y podía desaparecer cuando quería. Normalmente solía ir yo con él, pero en ocasiones se llevaba a un par de tipos de entre veinte y veinticinco años con los que se relacionaba más que con el resto del grupo. No era que fueran sus amigos, pero si parecía tolerarlos algo más que a los demás.
Fumar aquello ayudaba en parte, hacía que las cosas fueran más sencillas. Y Víctor se volvía menos... Víctor, así que era mejor para ambos.
Escuchamos un ruidito, un maullido lastimero que venía de la cabina de la camioneta y nos incorporamos a la vez, medio mareados. Víctor abrió el ventanuco de la luna trasera y se coló por él. Sonrió, tomando al pequeño gatito por el pellejo de la nuca y levantándolo a la altura de nuestras caras.
—Pero, ¿qué tenemos aquí?
Me asomé a mirar, enternecido, y la lástima me sacudió cuando vi a la camada de hermanitos muerta alrededor de la madre a los pies del asiento. Estaba demasiado delgada como para alimentar a sus crías y ni siquiera sabíamos cómo ese había podido sobrevivir, el resto debían llevar al menos un par de días muertos.
Es extraño decir que creo que ambos nos identificamos a la vez con aquel gatito blanco y negro, solo en mitad de la nada y rodeado de muertos.
Víctor me lo entregó para poder volver a la parte trasera y se quitó la chaqueta para envolver al animal. Nunca le había visto así, parecía un niño de verdad, un adolescente normal que sonreía y protegía al pequeño gatito que acababa de encontrar. Aquello me hizo muy feliz, ver en él ese atisbo de humanidad.
—¿Nos lo podemos quedar?
Su rostro se volvió serio al segundo y parpadeó como si despertara de un sueño. Se sentía mal por haber tenido ese momento de vulnerabilidad.
—No, no podemos hacer eso. Esto no... es... esto es una grieta de debilidad, Sigma. Además, sería otra carga.
Hice un puchero y cogí al gatito entre mis manos, aún envuelto en su ropa, dejándolo en mi regazo. Tenía los ojos grandes y grises, y se aferraba a su cola con las patas para que el calor no escapara de él.
—Pero yo me lo quiero quedar —insistí apenado—. Lo podemos cuidar.
Torció el morro en ese fruncir de labios tan suyo que hacía cuando le daba vueltas a algo que yo le pedía. Terminó por suspirar.
—Está bien, pero habrá que ser prudentes. Si alguien nos ve cuidándolo, Beta lo matará.
Me recorrió un escalofrío ante aquello y asentí con fervor, pegando al gatito en mi pecho. Una sonrisa sustituyó mi miedo.
—¿Cómo lo llamamos?
Resopló, negando. Puede que por efecto de la droga en su cuerpo o porque a veces era ese niño herido que veía en él, una pequeña sonrisa curvó finalmente sus labios en una mueca.
—¿Negro?
Reí.
—Pero también tiene medio cuerpo blanco.
Su sonrisa se ensanchó.
—Pues entonces Gris.
Víctor podía ser especialmente divertido cuando no estaba ocupado siendo despreciable.
Nos pasamos ahí toda la noche.
Enterramos a la madre y los hermanos de Gris porque no queríamos que fuera alimento para los muertos y prendimos una fogata para que entrara en calor. Le dimos algo de nuestra comida y nos tumbamos los tres alrededor del fuego, contemplando el cielo ya entonces plagado de esas estrellas que desde el tejado del orfanato no siempre podíamos ver por la contaminación lumínica.
Fue así como nos quedamos dormidos, abrazados para mantener a Gris con vida.
Gris estuvo mucho tiempo con nosotros. Tanto, que nos lo llevábamos a todas partes en nuestras mochilas, incluso cuando se hizo algo más grande. Se portaba muy bien. Casi como si lo supiera, permanecía callado si estábamos con el resto del grupo. Lo dejábamos en algún lugar seguro cuando teníamos que volver al claro y él nos esperaba allí, arropado en la cama hecha a base de telas de la fábrica y con comida y agua suficiente. Adoraba ver como Gris acercaba a Víctor a la mayor bondad que vería de él.
Él sabía que tener a ese animal con nosotros era malo, que nos hacía débiles, que nos volvía humanos.
Justo lo contrario de lo que debíamos ser.
Pero igual que yo, a Víctor le encantaba verme feliz, con Gris asomando la cabeza por el agujero de la cremallera en mi mochila, mientras subíamos unas escaleras de emergencia de un pequeño centro comercial.
Lo descubrimos al mes de mi estancia en el grupo, porque vimos unos haces de luz en el cielo y creímos que se trataban de señales de vida, pero tan solo era la programación de un cartel de neón que gracias al generador seguía vivo. Víctor fue en primer lugar a investigar, era escurridizo, él fue quien me enseñó a escalar, correr y trepar por los tejados, así aprendimos a escapar del orfanato. En ese tiempo también me enseñó a puentear coches y motos.
Dudo que me enseñara algo bueno.
Volvió sonriendo, diciendo que había encontrado algo que me iba a gustar y, a pesar de que insistí en saber qué era durante todo el camino, dijo que era una sorpresa.
Cuando llegamos al tejado, entramos al edificio por la puerta de emergencia de la azotea y bajamos las escaleras que Víctor iluminaba con su linterna.
Se trataba de un cine, Daryl.
Un cine que todavía funcionaba.
Nunca antes había ido al cine.
Junto con la noche en la que encontramos a Gris, fueron los dos únicos días genuinamente felices en mi vida con ese grupo.
Había electricidad gracias al generador que todavía resistía y pudimos explorarlo. Boquiabierto, vi las pequeñas salas vacías y las tiendas de golosinas, y decidimos alimentarnos de palomitas de mantequilla caducas y elegir una de las películas viejas que se proyectaban en ese cine.
Me senté en una de las butacas del centro mientras Víctor descifraba cómo poner la película y acomodé a Gris a mi lado, que no dudó en hacerse una bola y acurrucarse entre nuestra ropa. Para cuando Víctor bajó, el animal se despertó y él rascó su cabeza con una sonrisa, agarró un puñado de las palomitas de mi cubo y se sentó a mi izquierda con Gris, entonces yendo a acomodarse en su regazo.
Y me besó.
Así, de repente.
Él tenía quince años y yo doce, Daryl.
No preguntó, no se molestó en que yo correspondiera el beso ni en saber si me había gustado.
Simplemente lo hizo y me sonrió con total normalidad, acomodándose en el asiento y acariciando al animal, quien le tenía mucho cariño.
Yo sonreí feliz, claro, era mi primer beso, en un cine para nosotros solos, con nuestro gatito a mi lado y del chico que despertaba algo en mí. Era idílico, más allá de las muertes, del salvajismo de aquel grupo, del fin del mundo.
Sentí que, por primera vez, tenía una familia.
Mi familia de verdad.
Es a día de hoy cuando puedo detenerme, analizar y comprender.
Comprender que Víctor estaba tanteando el terreno, que estaba comenzando a tomar sin permiso cada vez más cosas de mí mismo tal y como hacía el resto del grupo con otros.
En mi utopía, se me había olvidado que yo era su propiedad.
Para lo bueno, y para lo malo.
Lo bueno es sencillo, es fácil, es agradable. Yo no creía que existiera nada malo porque estaba cómodo con él, porque me gustaba. Así que todo estaría bien, ¿verdad?
Tardé años en comprender que no.
Que, aquello, todo lo que ocurrió después, no estaba bien.
En una de las paredes de la fábrica había una frase escrita.
«Es parte de la naturaleza».
Tener a la vista nuestro lema ayudaba a tragar las cosas difíciles, sobre todo a quienes acataban órdenes.
Cuando las personas se comportan como animales, dejas que la ley del más fuerte se imponga poco a poco en el ambiente, Daryl. Es lógico, si alguien se niega a algo, pero el otro alguien es mucho más fuerte que el primero, ese está jodido. Y entenderá su lugar a base de ensayo y error, a menos que se anteponga de otra forma. Si es que logra dar con una.
Hasta entonces, las cosas se planteaban así.
Yo veía siempre esa frase escrita en spray negro desde mi lugar en el suelo, donde dormía junto a Víctor todas las noches. Me giré hacia él y me tapé algo mejor con la manta. Estaba despierto, no solía dormir demasiado y yo tampoco. Contempló mi cara y me acarició la mejilla. Me besó de nuevo.
Desde que lo hizo en el cine hacía ya unas semanas se había vuelto una costumbre para él, besarme cuando menos lo esperaba o frente a otros. Comprendí hace no mucho que me reafirmaba como su propiedad ante los demás.
Lo de aquella noche era lo mismo.
Unió su frente a la mía y yo me quedé muy quieto, sintiendo como su mano descendía. No sé de dónde saqué fuerzas para detenerlo bruscamente.
Su ceño se frunció.
—¿Qué haces?
—¿Qué haces tú? —me escuché decir acto seguido.
La cara que puso... Joder, Daryl, si hubieras visto esa cara habrías temblado de miedo.
Se zafó de mi agarré y me apretó el antebrazo, clavándome los dedos en la piel.
—¿Te tengo que recordar de quién eres? —siseó entre dientes sobre mi cara—. Te he salvado de esos cabrones que te miran como hienas, te he dado un lugar, techo y comida. Te he dado una vida, Sigma. Me lo debes.
Él ya nunca me llamaba Áyax.
Temblé de una forma patética, me sentí ridículamente pequeño ante sus ojos y palabras dañinas.
—Pensé que... pensé que lo hacías porque me querías.
¿No crees que soy un completo gilipollas por decir y creer aquello? Porque yo sí.
Su mano volvió a mi mejilla, con esa mirada arrepentida y común en su carácter voluble que me hacía vivir en un campo de minas.
—Claro que te quiero, ¿cómo no iba a hacerlo? Eres mi colibrí.
Se me aguaron los ojos.
—¿Entonces...?
Puso su pulgar sobre mis labios y los acarició.
—Esto lo hago por ti —aseguró. Porque siempre lo hacía todo por mí, porque siempre lo disfrazó de amor. Pienso que él genuinamente creía que aquello era amor, que así era como este funcionaba—. Porque yo te traje a este grupo, pero no significa que valgas para él. Eres débil. No vales para esto, tienes que esforzarte más.
Me tumbé con las manos en mi abdomen, retorciéndome los dedos de puro nerviosismo porque no sabía qué otra cosa hacer o decir.
—Pero yo te ayudaré como hasta ahora, ¿vale? —susurró, dejando su mano sobre las mías, que pronto comenzó a descender—. Por eso me lo debes, porque tú también me quieres igual que yo a ti.
Nunca me había quedado tan quieto. Él sonrió.
—God fyr, Sigma —susurró en mi oído.
Solo... yo solo... Daryl yo...
Giré la cabeza y clavé la vista en la pared.
«Es parte de la naturaleza».
Miré ese mensaje en la pared durante toda la noche.
Todas las noches.
En una pelea física, yo nunca podría ganar a Víctor, Daryl.
Nunca, jamás.
No lo logré cuando entrenábamos con Michonne, no lo logré en mi tiempo con los Susurradores y dudo poder lograrlo a día de hoy. Simplemente, él siempre fue mejor luchador que yo. No solo por altura y corpulencia, si no por habilidad.
Solíamos dedicar unas tres veces a la semana a entrenar y él siempre ganaba. Me conoces bien, sabes que difícilmente alguien puede ganarme. Solo Michonne puede a veces.
Él siempre podía y aquella tarde no fue una diferencia.
Dejamos unos minutos como descanso y él volvió al claro, yo aproveché para poder beber algo de agua en el río y darle también a Gris, que merodeaba por la zona cazando su propia comida. Si no le enseñábamos a sobrevivir, moriría cuando no pudiéramos cuidarle, y eso me daba miedo.
En la distancia y desde mi posición, pude observar como ese par de tipos del grupo, que ocasionalmente lo acompañaban, hablaban con Víctor. Le caían bien, cosa extraña en él porque siempre fue muy solitario, pero con esos dos ya sabes que salía en busca de suministros y entablaba alguna que otra conversación. La rabia me retorció el estómago cuando los vi reír a los tres. Estaban riendo, Daryl. Pensarás que estaba siendo un niñato celoso y puede que fuera así, pero me aterraba que me quitaran lo que había conseguido, aquello por lo que tanto había aguantado. Porque sin Víctor yo ahí no era nada, por mucho que para Alpha yo fuera algo parecido a una leyenda viva solo por mi inmunidad, tal y como Lydia ha dejado claro.
Pero Alpha no protegía a nadie, ya has oído que no protege ni a sus propios hijos. A mí solo me cuidaba Víctor.
Ya sé que no es así, solo debes entender que es lo que yo creía entonces.
Aquello me cabreó y aterró a partes iguales, tenía miedo a ser sustituido, a quedar desamparado.
Así que debía hacer algo.
Un par de noches después esos dos chicos me propusieron ir a por leña para las hogueras de la fábrica, era algo habitual, solían ir de tres a cuatro personas.
Lo vi como una oportunidad.
Anduvimos un rato entre la penumbra del bosque, recolectando ramas secas y partes de algunos troncos caídos con la tenue luz de la luna iluminando nuestro camino. Llevaba mi cuchillo conmigo. A pesar de lo que Víctor creyera de mí, yo sabía que podía hacerlo.
Ya había matado a nuestro padre, tenía práctica y nadie echaría en falta a esos dos. No volvíamos a por los que quedaban atrás, sería fácil inventarse una excusa.
Las hojas bajo nuestras botas crujieron cuando nos detuvimos, el mayor de ellos dijo que usaría el hacha para cortar algo más de leña del árbol ante nosotros.
No me preguntes qué fue, porque no lo sé, tan solo sabía que algo no iba bien.
Las miradas que se habían dedicado entre ambos mientras caminábamos.
El nerviosismo flotando como niebla entre los árboles.
El acelerado latido de mi corazón.
Algo no iba bien.
El tipo mayor dejó el hacha a un lado y el otro dio un vistazo por el bosque como si se asegurara de que no nos seguía nadie. Aquello hizo que sintiera el sabor de la bilis en la punta de mi lengua e inconscientemente di un paso atrás.
—Oye... tu nunca cumples con tu parte por el grupo, Sigma.
Hubiera querido gritar, pero se me secó la garganta.
—Ya... eso no está bien, ¿sabes? Tenemos nuestras necesidades —secundó el otro.
Se acercó demasiado a mí, podía incluso olerlo. Llevé la mano al mango del cuchillo en mi cinturón, a mi espalda. Negué con la cabeza.
—Soy... soy propiedad de Gamma, se enfadará con quien no lo recuerde —dije entre titubeos pero con firmeza, en una amenaza velada.
Se miraron entre ellos. El mayor esbozó una amplia sonrisa, inclinándose hasta quedar cerca de mi cara.
—Esa es la cosa, chico —susurró satisfecho. Todavía se me eriza la piel al recordar lo que le apestaba el aliento—. Que Gamma te ha vendido.
A día de hoy creo que se me paró el corazón.
Tuvo que detenerse, estoy seguro. Al menos unos segundos, los suficientes para no morir.
Ojalá lo hubiera hecho, Daryl.
En parte, sí lo hice.
Me revolví todo cuanto pude, lo juro. Estas son las cosas que no recuerdo del todo bien. Sé que el cuchillo con el que intenté atacar desapareció, sé que grité hasta que me taparon la boca con sus propias manos, sé el sonido que hizo mi ropa al romperse y el crujir de las agujas de los pinos al clavar mis dedos y uñas en ellas, intentando impedir que me arrastraran por el suelo bosque adentro.
Era un crío, pero sabía qué sonidos hacían los hombres en esos momentos.
Las maldiciones.
Los gruñidos.
Los gemidos.
Los jadeos.
Las risas.
Estaba harto de oírlos en el grupo cuando violaban a otros, turnándose.
Yo solo... solo recuerdo fragmentos.
El dolor lo recuerdo bien, el de las hojas secas clavándose contra mi pecho y mi mejilla.
El ardor en la cabeza, las heridas en mi cuero cabelludo que picaban.
El temblor de mis extremidades, el entumecimiento de los músculos.
El escozor de mi piel manchada de tierra.
La sangre en mis piernas.
Dame... solo dame un segundo...
Daryl...
No, Daryl, yo...
Lo siento tantísimo.
No deberías haberlo sabido nunca.
Esa imagen...
Esa imagen de mi mismo... despertando tirado en el bosque.
Desnudo.
Herido.
Solo.
Sueño con ella, pero no sé si es ese exacto momento. No logro ubicarla, no sé si fue la única. No sé si pasó antes, después, durante... ¿Tiene sentido?
Me levanté tambaleándome y caminé hasta el río. El sol acababa de salir, apenas despuntaba por las copas de los árboles.
Y me desplomé contra el agua.
Para mí, lo peor no era solo lo que había pasado. Era lo que me habían dicho, era que Víctor me había vendido a ellos para que hicieran lo que quisieran conmigo. ¿Para qué? ¿Qué más beneficios necesitaba? ¿No se suponía que me quería tanto? ¿Por qué coño lo hizo? A mi mente enferma aquello le pareció una traición, le pareció que era totalmente diferente a lo que cada noche hacía Víctor conmigo y con mi cuerpo.
Para mi cerebro destrozado, Víctor me había roto el corazón y yo no sabía qué había hecho mal para que eso sucediera.
Para que me traicionara de aquella forma.
Para que la familia que éramos se diluyera.
Y, hundido en el agua del río, lo escuché por segunda vez en mi vida.
Puedo ayudarte.
La voz había vuelto, no la escuchaba desde mis primeros meses en el orfanato.
—¿Quién eres? —exclamé, sacando la cabeza del agua, mirando en todas direcciones.
Porque yo lo había escuchado tan real que sentí que alguien me llamaba desde fuera.
El que va a cuidar de ti.
Eso dijo.
El que siempre ha estado ahí, pero ahora al fin puedes escucharme de nuevo.
Eso añadió.
—No eres... no eres... no eres real. Las monjas lo dijeron, no eres real.
Le vi sonreír en mi cabeza. Lo que me sonreía era un lobo, un perro negro y rabioso de dientes afilados como puñales que se materializó al inicio del bosque, mirándome.
Esto puede ser por las buenas o por las malas. Decide.
Y yo no quería más cosas malas.
—Pero, Gamma...
No lo necesitas, yo te ayudaré a partir de ahora. Como siempre debió ser.
El lobo merodeó por entre los árboles, con esos ojos blancos y rasgados, relamiéndose las fauces y acercándose a mí. El crujir de las hojas bajo sus patas lo acompañaba. Asomé la cabeza por la vera del río, aterrado de estar viendo ante mis ojos a semejante bestia, y no sé de dónde saqué valor para salir del agua.
Porque le creí, porque su sola presencia inundó mi cuerpo de seguridad, de calma.
Caminé como pude en su dirección, a pasos lentos y temblando hasta que caí de bruces contra el suelo del bosque. A penas podía mantenerme en pie, así que el suelo de hojas secas, anaranjadas y amarillentas me acogió cálidamente a pesar de todo cuanto había vivido esa noche sobre ellas.
¿Confías en mí?
Las lágrimas cayeron por mis mejillas.
Y asentí.
Cuando llegó a mi altura, apoyó su hocico en mi cabeza y me olfateó. El lobo se acomodó a mi lado, tumbándose junto a mi tras mi espalda, envolviéndome y arropando con su pelaje mi cuerpo desnudo, empapado y herido, al que se le pegaban las hojas secas y la tierra húmeda. Apoyó su cabeza en el hueco entre mi cuello y mi hombro.
Nunca volverás a tener miedo, te lo prometo.
Y, dejando que tomara el control por primera vez en mi vida, cumplió su promesa.
Lo siguiente no te va a parecer mucho más agradable que hasta ahora, Daryl, pero para mí sí lo fue.
Fue lo más parecido a tocar la felicidad con la punta de mis dedos.
Que perdí el juicio y la razón no hace falta ni que insista demasiado en ello para que lo creas, porque fue lo que pasó. Es lo que siempre pasa cuando él toma el control.
Yo todavía no había pasado por el rito de todo aquel de fuera que entra en los Susurradores y reniega de ser un perdido: afeitarse la cabeza. Así que fui hacia Alpha, y como Sigma, le pedí que lo hiciera.
Solo ella se mantiene con la cabeza afeitada, el resto y desde ese entonces, se lo dejan crecer hasta el largo que les sea más cómodo. Por eso, el Víctor que viste en el cementerio tiene el pelo largo y recogido.
No rendí cuentas con Víctor por lo que me había sucedido, tan solo volví a la fábrica horas después donde me limpié y me cambié la ropa rota en absoluto silencio. Él no me había visto y yo no quería verlo a él. No me servía una pelea, una simple discusión. Yo tenía preparado algo mucho mejor, pero Víctor pasó a ser la última de mis preocupaciones. A él le extrañó mi comportamiento, por supuesto, pero no preguntó demasiado. Él sabía que mi cabeza tenía sus propios funcionamientos y a veces me dejaba a solas unos días, debió suponer que aquella era una de esas épocas.
Bueno, no iba mal encaminado. Solo que eso no era una época, sería mi estilo de vida hasta el último de mis días.
El lobo, a quien catalogué como un monstruo tras conoceros, cuidó de mí mejor que nadie. Le debo la vida.
Y en aquel entonces mi ascenso meteórico dentro de los Susurradores.
En esa semana desaparecieron un par de vacas del ganado.
Un par de sacos de fruta.
Cosas puntuales que plantaron la semilla de la duda, de lo extraño.
Una noche, ayudé a preparar la cena con mis compañeros. La sopa, lo único que a veces sí que se cocinaba, especialmente en invierno, llevaba un ingrediente muy especial.
Un conjunto de plantas que ellos mismos solían utilizar a su conveniencia. Sí, lo de drogar a Lydia no ha sido únicamente idea mía, ellos me lo enseñaron bien. Solo que en este caso he aprovechado el relajante de la propia medicina.
Durante la hora de la cena, me dediqué a mirar a esos dos gilipollas con ojos avergonzados y tímidos. ¿Qué si les estaba haciendo creer que quería repetir lo de la otra noche?
Me conoces demasiado bien, Daryl.
Puse mis mejores ojitos y fingí la más pura de las vergüenzas. Deambulé por la fábrica cuando Víctor fue de los primeros en caer dormido, con Gris escondido su regazo y entre mantas porque Víctor fue siempre su favorito, y pasé mi mano con disimulo por los hombros del tipo mayor, dedicándole una sonrisa tonta.
Panda de subnormales, no tenían ni idea.
Caminé por el bosque con ellos tras mis pasos, sabía dónde tenía que ir, ya lo había dejado todo preparado. Anduvimos un rato, el paseo y los somníferos comenzaron a hacer sus efectos, lo vi en sus bostezos, en su cansancio y dificultad para seguirme el paso. Me volví hacia ellos y, cuando se dieron cuenta de que algo raro estaba pasando, pusieron la misma cara que yo aquella vez. Sonreí ampliamente.
Se desmayaron con minutos de diferencia y rostros de terror. Al segundo lo arrastré por el suelo cuando intentó escapar a rastras.
Como él hizo conmigo.
Me quedaban horas de trabajo por delante, así que no me demoré en ello.
Saqué de debajo del lecho de hojas y ramas la caja con todo los materiales y herramientas y cogí una de las cuerdas gruesas. Até las muñecas del mayor y corté la cuerda, con el largo sobrante, até también sus pies y trepé por el árbol a mi izquierda para pasarla por la rama. Me dejé caer hacia abajo de un salto y con la cuerda entre manos, aprovechando el impulso de mi caída para levantarlo. Tuve que apoyar un pie en el tronco del árbol y tirar más de la cuerda para ajustar el cuerpo a la altura que quería.
Me raspé las palmas de las manos, pero me importó una mierda.
Quedó colgando boca abajo, con las manos atadas sobre su cabeza.
Y repetí lo mismo con el otro en el árbol de enfrente.
Cuando los hice despertar... oh, sus caras fueron una auténtica maravilla, Daryl. Ni te lo imaginas. No tardaron mucho en darse cuenta de que lo que estaba pasando no había sido una pesadilla, y las lágrimas de pavor corrieron pronto por sus frentes y pelo. Se sacudieron, intentando liberarse, pero eso iba a ser imposible.
El lobo y yo sonreímos complacidos, jugueteando con el cuchillo en nuestras manos.
Y empezamos con la tarea.
Rasgué la camisa del primero y cogí el carboncillo. Yo seguía sin saber escribir o sujetarlo bien porque a los Susurradores les interesa que seamos dependientes de otros, la ignorancia es su mejor arma para manipularte, ya lo has visto, pero me las apañaba para hacer los patrones de las pieles, eran marcas sencillas. Y, silbando, comencé a hacer las pertinentes en su torso, en el lado derecho. De frente y por la espalda.
El primer patrón ya estaba listo.
No fue pulcro ni elegante, porque no es lo mismo quitarle la piel a un caminante que a un trozo de mierda que se revuelve, grita y llora. Aun así, fue el mejor trabajo de mi vida. Deslice el cuchillo de mi cinturón con suavidad por su piel a lo largo del abdomen desde el ombligo hasta las clavículas, desgarrando hasta el grosor de la tercera capa, justo dónde quería y con la mejor banda sonora que existía como compañera de trabajo.
Los gritos.
Los llantos.
Las súplicas.
De él, y de su compañero.
La sangre comenzó a manchar mis manos y mi ropa, comenzó a caer a ríos hasta el cuello y la cara de la primera escoria, mezclándose con sus lágrimas y sudor. Cayó también sobre las hojas otoñales.
Sobre las mismas hojas que me destrozaron, yo derramé su sangre.
No podía dejar de sonreír Daryl, si me hubieras visto... Era el día más feliz de todos. Estaba pletórico.
Continué cortando la piel, rodeando el hombro y la axila, yendo hacia la nuca y deslizando la hoja verticalmente por su columna vertebral. Tuve que parar unos segundos porque la basura humana chilló como un cerdo sin dejar de moverse. Seguí por su cadera hasta unir el corte al del abdomen.
Venía la mejor parte: levantar la piel.
Fui lento, minucioso, un trabajo de orfebrería digno de un artista. Estoy muy orgulloso de lo bien que lo hice, ni con la piel de las máscaras me salía así. Cierto es que fue más complicado arrancar la piel de los músculos contraídos y llenos de sangre, pero aun así lo logré incluso con ese animal removiéndose.
Los desollé vivos a los dos, Daryl.
Solo las partes que yo quería. Torso y espalda derecha de uno, torso y espalda izquierda del otro.
¿Crees que murieron pronto? No, qué va. En absoluto es una muerte rápida. Tardaron horas, toda la noche.
Y en ella, colgados bocabajo, con la sangre de sus torsos cayendo por sus cuellos, caras y brazos, concentrándose en sus cabezas hasta hacerles sentir que iban a estallar, me vieron a mí.
Me vieron trabajando en sus pieles despellejadas, todavía calientes en mis manos. Vieron cómo hacía con habilidad unos marcos de ramas a medida de cada pieza de piel y como las ataba, extendía y tensaba en ellos para que secaran. Cómo me acercaba al rio para lavarlas y cómo comenzaba a tratarlas, a curtirlas con mimo y cuidado de no romperlas. Despacio y suave, tal y cómo Alpha me había enseñado porque Beta se negaba, yo no le caía bien.
No sé por qué.
A la luz de un candil quité los restos, los sobrantes. La grasa, los tendones pegados como colgajos de hilo, la sangre coagulada, los pedazos de fibras musculares que se habían adherido a la piel al tirar.
Las deje secar un poco al viento, a la brisa de la mañana que ya estaba a punto de llegar. Sentado sobre un tronco caído ante ellos dos, aproveché para comer la manzana que había guardado en la caja como desayuno. Entre sus gimoteos y sollozos, sus súplicas ahogadas de sangre, corté felizmente pedazos de la manzana y comí con tranquilidad, dándome ese pequeño descanso tras toda una noche de arduo trabajo.
Cuando las pieles estuvieron lo suficientemente secas, no del todo puesto que ese proceso tardaba días, tomé la cuerda de cuero y la aguja de hueso.
Y comencé a coser.
No me llevó mucho, puede que cerca de media hora. Era más difícil coser una máscara, pero fue el tiempo justo para que la luz del sol comenzara a dibujarse en el cielo, engullendo el azul oscuro.
Un día nuevo llegaba, y ellos no lo iban a ver.
Murieron en el instante perfecto, con la imagen perfecta.
Conmigo, ante sus ojos, poniéndome el chaleco que acababa de hacer con sus pieles.
Sonriendo en paz.
Me fui de allí con esa sonrisa y en calma, aún tenía algo más que hacer.
Ojalá hubieras visto sus caras cuando se encontraron con aquello, Daryl.
Ojalá lo hubieras visto, el rostro de Víctor no tenía precio. Los únicos conocidos con los que había entablado algo parecido a una amistad, a los que me había vendido, muertos ante sus ojos.
Colgando bocabajo de sendos árboles.
Desollados.
Desangrados.
Y la cúspide de mi obra maestra, la guinda del pastel.
Gris muerto bajo ellos, con el cuello partido.
Víctor se derrumbó, nunca fue más humano que en aquel entonces.
—¿Quién ha hecho esto?
Era lo único que repetía. Y no solo él, el resto del grupo también. Nadie había matado nunca a un compañero, así que nadie esperaba algo así.
—¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha...?
Esa pregunta se interrumpió cuando aparecí entre la horda de caminantes que nos rodeaba.
Mostrando la más amplia de mis sonrisas.
Y recolocándome el recién estrenado chaleco.
El viento se llevó los susurros, dejando ante todos nosotros un silencio sepulcral que duró largos segundos. Alpha ordenó al resto que volvieran a la fábrica llevándose la pequeña horda con ellos, tan solo quedando allí con ella Beta, Gamma y yo.
El silencio y los susurros terminaron cuando Víctor estalló por completo.
—¡Cómo te atreves a hacer algo así!
—Gamma, calma...
Te aseguro que la voz de Beta es espeluznante, es como una puta estatua con voz. Él es más muerto que los propios caminantes.
—¿Qué me calme? ¡Este hijo de puta los ha matado! —Se volvió hacia mí, pero también señalaba el cadáver de Gris, eso era lo que le dolía. Yo había matado su único contacto con la poca humanidad que había nacido en él, con los pocos vínculos afectivos que pudo tener, con lo único que había tenido buena relación en su vida. Nunca dejé de sonreír—. ¡No tienes ni idea de lo que acabas de hacer! ¡Te juro que esto lo vas a pagar!
El eco de sus gritos rebotó en la inmensidad del bosque, escabulléndose entre los árboles en un siniestro alarido.
Sonreí incluso más que antes, de brazos cruzados.
—Vale.
Enmudeció de rabia, apretando los dientes y con los ojos llenos de lágrimas que se afanaba en limpiar para que nadie las viera. La sangre enrojeció de rabia su cuello y sus mejillas.
—¡Yo te traje a este grupo! —rugió a pocos centímetros de mi cara—. ¡Yo te lo mostré!
Arqueé las cejas con sarcasmo.
—Eso no significa que valgas para él —repetí sibilino, enfrentándole a sus mismas palabras. Señalé el cuerpo rígido de Gris entre las hojas—. Eres débil y patético. No vales para esto, debes esforzarte mucho más.
Nunca había visto a Víctor temblar, aquella fue la primera vez. Boqueó para decir algo, pero no lo logró, así que di un pasó hasta él.
—Has dejado que la vulnerabilidad humana se abra paso entre tus grietas, te has encariñado con un animal, has establecido vínculos de afecto con otros. —Miré a Alpha—. Esos dos robaron ganado y alimento, lo descubrí, por eso los ajusticié. He podido recuperar a los animales y la comida, ya están en su sitio, podéis comprobarlo... Puede que Gamma supiera lo que sus amigos habían hecho.
La sonrisa orgullosa de Alpha en mi dirección no se hizo esperar. Yo era su pequeño milagro, ¿no? Me aproveché cuanto pude de toda la credibilidad que me daría sin dudar. Y mi versión de los hechos cuadraba, había realizado un bien para el grupo y eliminado a dos trozos de mierda que nos habían jodido.
—¿Es cierto, Gamma? —dijo, mirándole a él—. ¿Lo sabías?
—¡No! ¡Está mintiendo!
—¿Y también respecto a ese animal? ¿Te importaba?
Se limpió los ojos con la manga rápidamente.
—No.
—¿Entonces a qué se deben tus lágrimas?
Tensó la mandíbula y agachó la cabeza. Alpha suspiró, decepcionada con él.
—Has dejado de merecer tu rango, Gamma. A partir de ahora, quedas destituido, deberás volver a ganártelo si lo deseas. Sigma ocupará tu lugar hasta entonces.
Jamás, en toda mi vida desde que lo conocí, vi en los ojos de Víctor el verdadero terror hasta ese entonces.
Y jamás, en toda mi vida, yo había sonreído tanto hasta ese entonces.
Cuando nos quedamos a solas, me acerqué a Víctor antes de marcharme y, tras darle un vistazo al cadáver de Gris, le susurré con cinismo y una sonrisa una última cosa:
—Si te consuela, fui rápido.
Lo dejé ahí, solo, llorando y abatido.
En ese mes... En mi último mes con ellos siendo más Gamma que Sigma... lo destrozaron, Daryl. Destrozaron a Víctor física y mentalmente.
No estaba bien de antes, pero todo aquello... todo cuanto vivió... yo lo provoqué.
Yo lo ordené.
Le hice arrastrarse por el infierno por el que yo caminé.
Y ante mis ojos.
No voy a mentir, lo disfruté. Me convertí en el perro fiel de Alpha, yo me encargaba de acompañarla en el trabajo sucio, de aprender a castigar, de ser castigado para purgar mi vida pasada.
Te preguntarás entonces qué fue lo que me hizo marcharme si yo me había convertido en el ojito derecho de la líder más repugnante que jamás he conocido.
No recuerdo demasiado de mi último mes con ellos, de todo ese tiempo con Alpha, pero hubo algo en concreto que sí recuerdo bien. Lo que me hizo saber que tenía que exterminarlos.
Los escuché una noche, a Víctor y a Beta, mientras yo iba de camino a la habitación de Alpha. Estaban en un lugar apartado de la fábrica, cuchicheaban en voz baja y alrededor de una fogata.
Me escondí tras las puertas para escuchar.
Planeaban matarme.
Y no solo ellos, Beta había hablado con otros que también parecían estar de acuerdo con su idea. Aseguraba que, desde mi aparición en el grupo, Alpha estaba distraída y que su misión en el mundo había tomado un rumbo diferente.
Que yo debía morir para que el resto del grupo siguiera sobreviviendo y la locura de Alpha, su obsesión conmigo, terminara.
Me aterró escucharles, saber cómo y cuándo querían matarme, las diferentes formas que pensaron para que pareciera un accidente.
Y decidí adelantarme a ellos.
Tardé un par de noches en orquestarlo, tampoco me costó demasiado. Fue la última vez que la cena llevaría ingredientes especiales, que añadí en un momento de distracción del grupo que se encargaba de los alimentos. Me aseguré de echar una buena dosis, no quería problemas e incidentes.
Cuando todos cayeron en un sueño demasiado profundo, me deshice del chaleco, agarré mi mochila y la preparé con rapidez. De haberlo hecho antes podrían haber sospechado. Me encargué de hacerme con provisiones, linternas, mis espadas, mi cuchillo y ropa de invierno.
Incluso entonces, incluso sabiendo todo lo que había vivido por culpa de ese cabrón... sentí pena, Daryl. Sentí pena y miedo por marcharme de su lado, por tener que hacer lo que iba a hacer. Aquello me dolió como pocas cosas lo han hecho. Verle durmiendo en un rincón con las mejillas hundidas, con ojeras profundas, tan delgado, con las heridas y cicatrices en sus brazos...
—Adiós, arañita —susurré, pasando una mano por su pelo. Le robé la daga, limpiándome las lágrimas, lo arropé y dejé un último beso en su frente.
Después de todo.
Me siento un imbécil por ello.
Atranqué las puertas, todas las salidas posibles, y preparé los montones de hojarasca seca que prendí con mi encendedor en varios puntos del interior y exterior del edificio.
Viendo como las llamas se alzaban poderosas sobre las paredes de la fábrica, comenzando a engullirla, eché a correr por la carretera como si el diablo me persiguiera.
Yo ya había conocido al diablo, Daryl, y creí que este estaría siendo pasto de las llamas.
Por ello ni siquiera miré atrás.
Nunca.
Daryl llora en silencio, ha empezado a hacerlo desde que la historia ha tomado unos caminos oscuros que seguramente sospechaba pero que, aun así, quizá deseaba que no fueran una realidad. Muerde sus labios en una mueca consternada que solo vi una vez, cuando el puente estalló en llamas y se llevó a Rick de nuestro lado. Yo me dedico a limpiar mis lágrimas.
El silencio nos pesa.
Nos destroza.
Creo que no puedo hablar porque la sala de celdas se ha consumido en un vacío haciendo imposible que se genere en ella sonido alguno.
Y, de todas formas, Daryl no me aparta la mirada. Solo sostiene mi mano ya vendada y que se ha dedicado a curar mientras yo le mostraba renglones de mi vida que hasta hace si quiera unos años no recordaba.
Los pocos que el monstruo me ha dejado ver.
Y eso me hace sentir el vacío de la ficticia mochila tras mi espalda, de la que cargaba con un peso que ni yo mismo conocía.
En mi no hay nada, ya no me quedan más emociones que mostrar.
—No es justo que ahora tú también cargues con ese peso.
Es lo único que se me ocurre decir.
Aparta el pelo de mi cara como cientos de veces he hecho yo con él y se aclara la garganta, pero eso no impide que su voz suene rota, hundida.
—Sí que lo es. —Coge aire y su mirada vacía se pierde en mis manos, que sostiene como dos reliquias y acaricia con ese amor tan suyo y tan único—. Para eso estoy aquí, somos familia, este es mi papel. En parte si... si yo no...
—Ni se te ocurra.
Sabe a lo que me refiero y no hace falta que continúe.
Si se culpa por lo que me ha pasado, diciendo que de no haberme dejado en el orfanato nada de eso hubiera sucedido, corro el riesgo de apretar el gatillo de esa pistola en mi boca que el monstruo me impide sostener ante mí.
—Solo hay un culpable de esto, y ese soy yo. —Niega con la cabeza, pero no le doy tiempo a una réplica—. Os mentí, Daryl, mentí al grupo en la prisión para poder quedarme con vosotros y ahora mi pasado ha vuelto para obligarme a ver cómo el nuevo mundo que he construido puede desmoronarse. Esto es únicamente culpa mía, y me lo merezco, ya has escuchado la clase de persona que soy.
Aprieta los dientes y se pone en pie, es cuestión de segundos que su deambular frustrado y habitual aparezca sin que él sea consciente de ello.
—Cómo vas a culparte de no contarnos algo que ni siquiera recordabas, Áyax.
Levanto la mirada hasta él.
—Porque empecé a recordar hace unos años y tampoco lo dije.
Detiene sus pies y se balancea de uno a otro, indeciso. Vuelve a negar con la cabeza.
—¿Por qué?
Suspiro profundo, sintiendo el vacío en mis pulmones.
—Yo estaba en El Santuario, bajo el mandato de Negan —confieso mientras Daryl se sienta de nuevo ante mí—. Carl vino hasta allí para intentar sacarme y... algún interruptor se encendió en mi cabeza cuando vi cómo Negan obligaba a Amber a darle las gracias... a... a decirle que lo quería... tuve que salir de la sala porque fue asfixiante sentir emociones que creía enterradas sin saber por qué, sin comprender por qué conectaba tanto con ellas. No creo que fuera una casualidad que, tan solo un día después, mi mente se perdiera, que solo escuchara al monstruo, que viera alucinaciones, que enmudeciera... La tortura que viví en El Santuario solo lo agravó. Para mí ahora tiene más sentido que antes. Con la guerra a nuestras y espaldas y el enfrentamiento constante contra Negan... fue imposible decir nada, y con el tiempo perdí fuerzas y valentía. Me asenté en una comodidad que no me pertenece.
Daryl vuelve a tomar mis manos y esa mueca abatida se instala en su rostro una vez más. No está de acuerdo conmigo, lo sé, lo conozco demasiado.
—Me ha llevado tiempo comprender que ese al que yo llamo monstruo solo quiere protegerme a mí y a los míos. Por las noches... hablo con él, ¿sabes? En mi mente. Empecé a hacerlo después de lo que Gracie vivió, sentir que me unía de nuevo a él me devolvió a la vida y desde entonces hemos tenido... largas conversaciones. Estoy vivo gracias a él... estamos vivos gracias a él.
Traga saliva. No creo que sea sencillo asimilar los problemas mentales que todos sabemos que tengo, pero pocas veces he hablado de ello con tanta soltura. Estoy cansado de no hacerlo, es una parte de mí.
La que me mantiene vivo.
Una lágrima más traza su mejilla e inspira profundo.
—Solo... lo siento —murmura—. Siento no haber estado ahí.
Un nuevo nudo estrangula mi garganta y únicamente me veo capaz de asentir. Esta vez no le impido que lo diga, porque Daryl lo necesita. Me abraza y yo se lo devuelvo, porque esto lo necesitamos ambos.
—Gracias, hermano —susurro entre lágrimas—. Te quiero.
Y me estrecha con más fuerzas que antes.
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Con la espalda pegada a la pared del edificio, me deslizo hasta quedar sentada sobre la tierra húmeda por el frío de la noche.
Junto a la ventana de la celda de Lydia.
Mi mano tiembla cuando me cubro la boca con ella para tragarme un sollozo. Se empapa de las lágrimas que no han dejado de caer desde que mi padre ha empezado a hablar con mi tío. El llanto estrangula mi garganta y mi mirada se pierde en algún punto del muro de troncos que rodea la comunidad.
Cada palabra dicha por mi padre se repite en mi cabeza y se convierte en la pieza del puzle inacabado que yo había construido sobre él en mi mente.
Son piezas que encajan. Engranajes que comienzan a girar.
No debería haber escuchado todo eso, sé que no debería haberlo hecho, que no está bien. La culpa se estampa contra mi pecho con la fuerza de un mazo, robándome la respiración. Tapo mi cara con ambas manos cubiertas por las mangas de la sudadera y, cuando cierro los ojos, mi cabeza se llena de millones de imágenes ficticias de un niño pequeño con ojitos negros y aterrados al que solo quiero abrazar. Al que solo quiero decirle que todo le irá bien, que conseguirá la buena vida que se merece, que tendrá un marido y una hija que lo adoran y que su vida mejorará.
Lloro sin control alguno, pero en absoluto silencio. No quiero que me descubran, no quiero que me vean. La ansiedad me retuerce las tripas con maldad venenosa y por más lágrimas que limpio, no dejan de salir. Solo hay una única frase que se repite en mi cabeza.
«Ahora lo entiendo».
Va conectada a cientos de imágenes de mi misma con él y de él con mi padre.
Su costumbre de preguntar antes de alguna muestra de afecto, ahora la entiendo. Las cicatrices en su cuerpo que desde aquel día en la playa se atreve a mostrarme, ahora las entiendo. Su terror hacia el grupo de Lydia, ahora lo entiendo. Su forma de actuar, de protegerme, de quererme, de mantenerme alejada de su pasado dándome de este tan solo pequeñas migajas.
Ahora.
Lo.
Entiendo.
Al fin veo el cuadro completo. El mapa de constelaciones que forman su esencia, su persona. Todo cobra sentido en mí de tal forma que me duele la cabeza y me marea. Aparto la cara de mis manos y me levanto de un salto cuando escucho pasos en la escalera del sótano. Me pongo en pie a toda prisa y corro hasta la esquina del edificio, limpio mis lágrimas, tomo aire en un par de respiraciones rápidas y profundas y, sin saber de dónde saco las fuerzas para que mis piernas obedezcan a las órdenes cerebrales, vuelvo de nuevo tras mis pasos.
Topándome de frente con mi padre y mi tío.
Los tres tenemos los ojos iguales. Cristalizados por las lágrimas, rojizos, hinchados, pero que sean los míos los que están así es suficiente para que a mi padre le cambie la cara. Pasa de un gesto abatido a uno de preocupación en milisegundos.
—Cielo, ¿estás bien?
Retengo las pocas fuerzas que me quedan en no romperme, porque soy yo la que quiere preguntárselo a él, la que quiere abrazarlo y decirle que va a estar siempre ahí para él. Asiento efusivamente y sonrío, me recoloco el pelo tras mi oreja, que cae por mi lado rapado, tapándolo.
—Es solo que... —Tengo que aclararme la garganta cuando la voz se me quiebra—. He estado reflexionando mucho esta noche y ahora mientras tomaba una ducha y... lo entiendo.
Pone esa cara de confusión que me divierte y parpadeo para que no se me empañen los ojos.
—Lo que me dijiste, el castigo, todo lo que he hecho... lo entiendo —aclaro, en parte siendo verdad y mentira—. Supongo que una noche en la celda me ha hecho pensar.
Al fin sonríe y, cuando lo hace, se le curvan las cicatrices.
—Solo... me preocupo por ti, Gracie.
Tiemblo y rezo por no desmoronarme, asintiendo. Me cuesta tanto imaginarlo en ese bosque siendo tan solo un niño... me cuesta tanto imaginarlo siendo ese lobo...
Me seco las lágrimas antes de que salgan.
—Eh, mi vida, no llores, ¿vale? Todo está bien, no estoy enfadado contigo.
Asiento de nuevo, incapaz de emitir palabra alguna, y hago eso que me muero de ganas de hacer. Corro los pocos metros que nos separan y lo abrazo. Se queda impactado unos segundos, pero no duda y enseguida me estrecha entre sus brazos, riendo.
—Oye, vamos... no pasa nada...
—Lo entiendo —sollozo, abrazándolo con fuerza.
Siento como sonríe sobre mi pelo a la vez que escucho el latido de su alegre corazón bajo mi oreja.
—¿El qué? —pregunta, levantándome la cabeza con un dedo bajo mi barbilla.
Trago saliva una vez más cuando se me seca la garganta.
—Todo.
Su sonrisa altiva me calienta el pecho.
—Eso es porque siempre has sido muy listilla.
Río junto a él y esta vez es mi tío quien deja un beso sobre mi cabeza mientras mi padre se encarga de limpiarme las lágrimas.
—Voy a... volver a la celda —digo mientras me separo.
—Gracie, no es...
—No, esto quiero hacerlo —aseguro, metiendo las manos en los bolsillos traseros de mis vaqueros, caminando de espaldas—. Tengo que pagar por lo que le hice a ese... chico. Es lo justo.
No he dicho idiota, es un avance. Tampoco he dicho que mi verdadera intención es seguir indagando en Lydia y puede que eso sí sea un pequeño retroceso.
Mi padre exhala con pesar y asiente. Sé que no le gusta, pero me comprende.
—Está bien, si es lo que crees que es correcto, adelante. No seré yo quien te lo impida.
Asiento en su dirección, ya al pie de las escaleras hacia el sótano, viéndole marchar junto a mi tío.
—Eh, papá. —Se vuelve hacia mí en cuanto le llamo—. No lo eres.
Esa mueca extrañada vuelve a él y yo sonrío.
—¿Qué?
—Anoche, en la celda, dijiste que me pedías perdón porque si me habías enseñado que ser como tú era algo bueno, significaba que eras un padre de mierda —digo. Agacha la mirada ante ese recuerdo—. No eres un padre de mierda, nunca podrías serlo.
Se le tensa ligeramente un músculo del cuello y sacude la cabeza, no muy de acuerdo con esa idea.
—Y a mí me gusta parecerme a ti y a papá, porque gracias a vosotros estoy viva —añado. Doy un vistazo hacia el sótano como si en él sintiera al lobo del que le he oído hablar y giro la cabeza hacia él—. Gracias a ti estoy viva.
Es lo último que digo antes de desaparecer escaleras abajo y secarme una lágrima más.
Lydia seguía dormida cuando he bajado, he querido cerciorarme de que no había escuchado nada de lo que mi padre le había contado a Daryl y, o bien es muy buena actriz o realmente debe ir ya por su quinto sueño. Así que he optado por estirarme en el catre de mi celda con la puerta cerrada, pero sin llave. Sé que no voy a poder dormir, mi cabeza va a un ritmo frenético y ha decidido recrear todas las imágenes que mi padre ha ido narrando en una bonita forma de tortura propia. Me remuevo incómoda en la cama y me arropo, dando la espalda a la pared.
Voy a necesitar tiempo para procesar todo esto y desde que he escuchado todo lo que no debería haber escuchado, me ha asaltado la gran duda de si papá debería saberlo. Pero sé que eso no me corresponde a mí, no es mi decisión ni mi historia, solo sé que, cuando eso pase, admitiré haberlo escuchado. No se me da muy bien mentir, y mucho menos cargar con el peso de una mentira por demasiado tiempo. Henry siempre ha dicho que soy como un libro abierto y Judith está de acuerdo, es muy fácil ver en mi cara que me está ocurriendo.
Suspiro cerrando los ojos, frotando el derecho. Va a ser otra noche larga y durmiendo a trompicones, eso seguro. Abro los ojos, extrañada, porque no estoy segura de lo que he oído.
Un sollozo desde la celda de Lydia. Y ahora otro más.
Sí, sí he oído bien.
En silencio, me incorporo en la cama para darle unos segundos de margen. El corazón repiquetea ansioso en mi pecho y dejo de respirar cuando un llanto creciente precede al grito.
—¡No!
Prácticamente salto de la cama y salgo de la celda.
—¿Lydia?
Aferro uno de los barrotes mientras la observo, nerviosa. Lydia está dormida, ese llanto es inconsciente. Se remueve y se encoge bajo la manta, sollozando.
—¡Lydia!
No me hace ni puñetero caso. Intento abrir la puerta de la celda como si mágicamente no fuera a estar cerrada con llave. Gruño frustrada porque los malditos barrotes me parecen una personificación de mi impotencia al impedirme sacarla de la pesadilla que la está atrapando. Paseo frenética de un lado para otro, buscando las llaves entre la sala de celdas y el almacén hasta que doy con ellas colgando de un clavo junto a las escaleras.
—¡Lydia! ¿Me oyes? —exclamo, probando cada una de las llaves en la cerradura y rezando por tener al menos un poquitito de suerte. Resoplo aliviada cuando abro a la segunda llave y entro rauda en la celda. Muevo su hombro para intentar despertarla—. ¡Lydia!
Se aleja aterrada de mi cuando abre los ojos y un jadeo asustado es su respuesta. Respira acelerada, aferrándose a la manta.
—¿Qué...? ¿Qué pasa?
Levanto las cejas.
—Eso me pregunto yo —respondo, llevándome una mano al pecho para tranquilizarme—. Estabas... estabas teniendo una pesadilla, ¿estás bien?
Pongo distancia entre nosotras cuando la veo temblar y pegarse a la pared, queriendo toda la distancia posible de mí. Todo lo que he escuchado anteriormente me sacude una bofetada que me deja sin respirar unos segundos y me alejo hasta la otra pared de la celda, al lado de la puerta abierta. El pelo largo le tapa la cara cuando agacha la cabeza y se lo recoloca tras las orejas, con las manos medio tapadas por las mangas. Definitivamente, ese jersey no es de su talla.
—Sí, sí... estoy bien, solo...
Se aclara la garganta y puedo imaginar perfectamente como intenta tragarse el nudo en ella.
—Mentir se te da igual de mal que a mí.
Mis comentarios idiotas siempre producen en ella un efecto que me alegra: hacen que sonría. Juega con la manta tirando de un hilo entre sus dedos, indecisa.
—No tienes por qué contarme ese mal sueño, lo entiendo —me apresuro a decir. Los hombros de Lydia se relajan y me sonríe de nuevo, agradecida—. Yo también tengo a veces.
—¿Y...? ¿Y qué haces para no tenerlos? Alpha dice que son una muestra de nuestra debilidad.
Honestamente, me pone la piel de gallina que se refiera a su propia madre como «Alpha», pero lo que más me cabrea es que esa mujer se empeñe en meterle en la cabeza cosas horribles a los de su grupo, y mucho más a su propia hija. Suspiro con pesar y tuerzo el gesto.
—No hay nada que se pueda hacer —digo, viendo cómo se le ensombrece la cara—. Lo único que me sirve para no volver a tenerlos cuando intente dormir de nuevo es despejarme, sentarme en la ventana y dejar que la brisa nocturna me refresque. Y si te sirve de consuelo, no hay nada de malo en ser débil. Yo no creo que lo seas.
Enmudece unos momentos, estupefacta, y temo haberle roto su curioso cerebro. Se mira las uñas como si ahí llevara escrito lo que debe responderme hasta que decide taladrarme con la oscuridad de sus ojos.
—¿Por qué?
Frunzo el ceño.
—¿Y por qué sí que ibas a serlo?
Ahora sí que he debido de apagarle el cerebro, porque se ha quedado muy quieta y muy callada procesando mis palabras. Se le aguan los ojos y cuando eso pasa en ella, cada vez que llora, me duele el pecho. Señalo el suelo a sus pies.
—¿Puedo? —Asiente una sola vez y despacio, así que me acerco a ella hasta agacharme a su altura—. ¿Por qué crees a ciegas todo lo que tu madre te dice, Lydia?
Abre la boca. De ella escapa un ruido inconexo, una palabra que ha terminado mucho antes de empezar. Retuerce los dedos, que se aferran a la manta con inquietud.
—No lo sé —dice al fin. Y tengo que tragar saliva cuando la voz se le rompe al final de la frase.
Esto es nuevo.
A lo largo de este día no se ha cuestionado ni una sola de sus palabras y ha creído a pies juntillas cada cosa que decía. Ahora, y por primera vez, un pequeño rayo de duda se abre paso en su gesto sombrío y lleno de pecas.
Pego las rodillas a mi pecho y, con cuidado de no asustarla, coloco mi dedo índice bajo su barbilla para levantarle la cabeza. No sé por qué demonios he hecho eso ni cuando mi cerebro ha dado la orden, pero el miedo que ella desprende me hace actuar sin conciencia en una carrera de gestos, actos y palabras por ver qué logra mitigarlo primero. La conozco desde hace menos de veinticuatro horas y ya me he hartado de verla agachar la cabeza. Se queda muy quieta de nuevo, mirándome.
—¿Tú crees que eres débil?
—No lo sé —repite en un murmullo suave. Al fin su voz me suena cálida y humana.
—¿Y por qué no lo averiguas por ti misma?
De nuevo, nunca se ha planteado tal cosa. Trago saliva y aparto la mano al sentirme invasiva, no debería haberla tocado sin su permiso y, como si hubiera hecho algo malo, el beso de Henry en la cocina me ciega por segundos.
Me remuevo incómoda y me pongo en pie, carraspeando.
—Es que... yo... jamás había estado sola de esta manera —dice, abrazándose a sí misma y recorriendo la celda con la mirada.
—¿En serio? ¿Nunca?
No he podido evitar preguntarlo. Lydia niega con la cabeza y se le sacude un mechón rubio cuando lo hace.
—Nunca nos separamos en algo que no sea un grupo pequeño —me explica—. En la cantidad está la seguridad. De vez en cuando viajamos en parejas, esta era la segunda vez que yo salía, éramos tres. Tu... tu gente mató a dos de los míos, no eran malos, se portaban bien conmigo. Pero incluso siendo tres en la expedición, teníamos a los muertos con nosotros. Ellos nos protegen y son, no sé, tranquilizadores. Echo de menos los ruidos... el olor. Al principio parece la peor parte, pero, después de un tiempo, ese olor para mi significaba estar a salvo.
Hay algo en su forma de decirlo que me provoca un escalofrío, pero incluso por extraño que me parezca, puedo llegar a entenderla. Es su vida, es lo que conoce.
—Por eso estás tan asustada, nunca antes habías estado sola —Asiente dándome la razón—. Y por eso, en parte, ya crees que eres débil. A mi me parece una respuesta normal a tu situación.
—¿Cómo puedo averiguar que no lo soy?
«Quedándote con tu madre seguro que no» pienso, pero no puedo decirle eso. Recoloco mi pelo hacia un lado, pasando una mano por él, y dejo la otra en el bolsillo de mi sudadera.
—No es algo que se consiga en un día.
Doy un vistazo al ventanuco del maldito espionaje y suspiro, creo que queriendo escapar por él. Las estrellas ya brillan sin vergüenza alguna sobre el cielo de Hilltop y, alternando la vista entre la ventana a mi izquierda y la puerta de la celda abierta a mi derecha, sonrío.
—Pero creo que sí que puedo hacer algo para que vuelvas a descansar —aseguro. Y extiendo mi mano hacia ella.
—¿Vas...? ¿Vas a dejarme salir?
—Solo un pequeño paseo nocturno, te vendrá bien.
—¿En serio?
No puedo evitar sonreír ante ese brillito de ilusión en sus ojos por mi idea, no lo había visto hasta ahora. Doy un par de pasos hacia ella, apartando la mano extendida unos momentos.
—Voy a hacerme responsable de ti, ¿vale? Y si haces algo malo... si hieres a alguien... será culpa mía —digo agachándome de nuevo hasta quedar a su altura—. Me arriesgo mucho al hacer esto, pero lo hago porque creo en ti, creo que eres una buena persona... ¿tengo razón?
—¿Crees en mí?
Ahora parece incluso más confusa que antes. No creo que esté demasiado acostumbrada a recibir tantas buenas palabras por parte de alguien. Me hierve un pelín la sangre por ello, me da rabia pensar en el potencial que debe tener Lydia en su corazón y que han ido apagando poco a poco. No sé si hago esto por ella o porque, en parte, siento que es lo que me gustaría haber hecho con ese pequeño Áyax que se los topó siendo tan solo un niño más pequeño que Lydia. A él no pude salvarlo, yo ni siquiera estaba en planes de futuro probablemente, pero lo de Lydia es diferente.
Me hace sentir diferente.
Asiento, segura de mí misma.
—¿Y vas a vigilarme?
—Sí.
—Está bien, no causaré ningún problema. Lo prometo.
Siento la rigidez en mis músculos cuando agacho ligeramente la cabeza para mirarle a los ojos en absoluto silencio durante largos segundos.
—Eso espero, Lydia, porque necesito que me escuches atentamente —digo, viendo como su mueca cambia por la seriedad en mi voz—. Si tratas de escapar, si tratas de hacerle daño a alguien, si tratas de hacer algo que sabes que no deberías hacer... Te mataré. ¿Me he explicado lo suficiente?
No hay forma de que Lydia se pegue más a la pared y me odio a mi misma por asustarla de esa forma, porque no me separo demasiado de cómo la han tratado Daryl, Michonne y mi padre esta mañana, pero debo hacerlo. Tiene que saber la verdad de lo que va a pasar si se le ocurre cualquier estupidez.
Se le frunce el ceño y parpadea algo perdida.
—¿Gracie?
—No sería la primera vez que lo hago —sentencio. Lydia traga saliva.
—Me estás asustando.
Suspiro con pesar, agachando la cabeza.
—Quiero confiar en ti. No voy a hacerte daño, no hace falta que me tengas miedo. Tan solo quiero que sepas que no voy a permitir que hagas daño a ninguno de los míos.
Niega con seguridad y lo cierto es que la creo. Por lo poco que he visto, dudo que sea capaz de matar a una mosca, pero la advertencia de mi padre respecto al peligro de la gente atemorizada vuela por mi mente de un lado para otro.
—Vale. —Lydia enmudece ante mi respuesta—. ¿Vale?
—Vale.
Sonrío tranquila, como si esta conversación no se hubiera dado.
—Pues entonces vámonos —sentencio poniéndome en pie y extendiendo mi mano hacia ella.
De nuevo, el brillo en sus ojos los ilumina lo suficiente como para eliminar la oscuridad de ellos y sonríe. Toma mi mano, saliendo de la manta, y se pone en pie.
Es extraño. Es... nuevo.
Parpadeo, confundida, y aparto la mano intentando no parecer borde o que su contacto me repele.
Porque ha ocurrido todo lo contrario.
Le indico que pase ella primero y me obedece felizmente, ajena a lo que me ocurre. Me quedo unos segundos a solas en la celda, observándome la mano. Todavía me hormiguea, todavía puedo sentir su calor aunque ya no sienta sus dedos entre los míos.
Cuando consigo que mi corazón se tranquilice, salgo tras sus pasos.
¿Qué coño ha sido eso?
El sigilo es mi fuerte, mis padres me enseñaron bien, y me gusta que también parezca ser el fuerte de Lydia. Imagino que toda una vida viviendo entre silencio y susurros la han vuelto discreta. Es fácil que pase desapercibida, de hecho, se desenvuelve bastante bien mientras nos escabullimos por todos los rincones de Hilltop.
Y durante esos momentos, Lydia parece una chica más. Está tranquila, no hay miedo en ella, ni en su rostro ni en su voz. Tan solo inocencia genuina.
Le enseño el granero y los huertos y ella observa cautivada como la fruta y verdura llena de color la noche en la comunidad. Damos esquinazo a los vigías cuando piso una raíz del manzano sobre nuestras cabezas, tras coger uno de sus frutos para ella, y Lydia tira de mi mano en otra dirección mientras se aguanta la risa.
Otra vez.
Otra vez ese calor que desprende su palma, las yemas de sus dedos. ¿Cómo pueden las manos de Lydia desprender una electricidad suave que me pone el vello de punta? ¿O es mi sistema nervioso que se ha estropeado? ¿Debería decirle a mi padre que me hiciera un chequeo?
Niego con la cabeza para mi misma. No, ni de coña, a mi padre no.
Lydia me mira raro al verme gesticular cuando nadie ha hablado y sonrío falsamente. Me adelanto y la guío hasta los establos. Sombra resopla y cabecea en cuanto me ve y sonrío.
—Tú nos vas a guardar el secreto, ¿verdad?
Sacude la cabeza y a Lydia se le abre la boca al ver los animales en las cuadras, sobre todo cuando acaricio a Sombra con naturalidad.
—¿Son vuestros?
—Técnicamente son de Hilltop, la única de nuestra comunidad es ella —digo, acariciando la mejilla del animal—. A ver si adivino: nunca habías visto uno, ¿verdad?
—Tan de cerca no, solo en manadas lejanas —explica, ocultando un bostezo. Y entiendo entonces por qué guarda una distancia prudencial a pesar de que Sombra esté en su cuadra y haya una valla de por medio—. Nunca... retenidos.
Río.
—No está retenida, solo es doméstica. Mi padre se la encontró, le costó ganarse su confianza, pero lo logró.
—¿Y le quitó su libertad?
Levanto las cejas porque me cuesta creer que ella me esté dando lecciones sobre lo que es ser libre o no. Tomo una zanahoria de una de las cajas al inicio de la cuadra y vuelvo hasta Sombra.
—Lydia, si no rescatáramos a algunos de estos animales, quizá habrían muerto ahí fuera. De hambre, de sed... o puede que por los caminantes. Para esto sirven las comunidades, para que todos tengamos una nueva oportunidad de vivir seguros, tranquilos.
Frunce los labios y se cruza de brazos, abrazándose a sí misma, con la manzana todavía en su mano. Hace mucho ese gesto protector, es algo que no dejo de pensar.
—¿Y todos se adaptan a esta vida?
Apoyo la espalda junto a la puerta de la cuadra y Sombra descansa su cabeza en mi hombro, en busca de la zanahoria que le doy tras juguetear con ella. Vuelvo a reír y arqueo una ceja.
—¿Qué si todos se adaptan a la posibilidad de vivir sin tensión y miedo? Todavía no hemos encontrado a alguien que sea la excepción. Quizá esa seas tú —inquiero ladeando la cabeza, bromeando. Me sonríe sin dejar de mirar la manzana en su mano—. Oye, yo no he conocido esa vida, por suerte, pero por lo que cuentan... no es agradable.
Las lunas y estrellas que entran por una de las altas ventanas se encargan de iluminar su gesto, que se vuelve serio con pesadumbre.
—No lo es la mayor parte del tiempo, en absoluto —murmura mirando hacia la entrada de las cuadras por donde asoman algunos de los huertos y uno de los gallineros. Creo que es la primera vez que lo reconoce en voz alta—. No se parece en nada a esto... y tampoco se parece lo que mi madre cuenta de estos sitios.
Esa duda en sus palabras y creencias me hace abrir los ojos más de lo normal. Vuelve a mirar la manzana y suspira antes de darle un bocado. Casi puedo ver en su mente como los cimientos de su vida comienzan a tambalearse.
—Está... muy buena. —Su voz sorprendida me apena—. Hacía tiempo que no comía una de estas...
—Manzanas.
—Eso.
Ríe avergonzada y niego con la cabeza.
—No tienes por qué sentir vergüenza —aseguro, peinando con mis dedos las crines de Sombra—. ¿Qué soléis comer?
—Lo que proporciona el terreno —explica, masticando—. Hay fruta, bayas en jardines que se han asalvajado con el tiempo. En los tiempos de Sigma por lo visto teníamos algo más de ganado que ahora, pero ya no tanto, no duran suficiente. Tenemos algunas vacas o perseguimos grandes rebaños de animales. No comemos todos los días, pero tampoco lo necesitamos. El hambre es un don. A veces los muertos matan un animal y lo compartimos.
No sé qué me deja más de piedra, si la mención de mi padre como «Sigma» con ese aire de adoración a algo que no conoce o el hecho de que prefieran compartir un cadáver con los caminantes antes que tener más ganado. Muevo los hombros, queriendo aflojar la tensión que ha nacido en el punto exacto en el que se unen con mi nuca.
—¿Y si...? ¿Y si matan... a una persona?
El enfado cambia la cara de Lydia y deja de comer.
—No, definitivamente no. Qué asco. ¿Por qué me preguntas algo así?
Suspiro, intentando relajarme.
—Perdona, no pretendía juzgarte. Incluso si... hubiera pasado, lo entendería. Mis padres y el resto de mi familia nos contaron que se encontraron con gente así al principio. Eran mala gente y... los detuvieron... los mataron.
Muerde el interior de su mejilla y observa la manzana mordisqueada.
—¿Eso hacéis? ¿Matar a la gente que supone una amenaza?
Mantengo su mirada sin dudar un solo segundo.
—Tuvieron que hacerlo para sobrevivir. —El recuerdo de Brady apuntando a mi padre, con Negan a su lado, me atiza de tal forma que tengo que cerrar los ojos—. Tuvimos que hacerlo... Puede que tengas razón, no todo el mundo se adapta. Siempre hay... gente peor que otra, a la que parece perturbarle que las cosas no sean como ellos quieren. Pero lo de mi familia es diferente.
Entrecierra los ojos, altiva. Es la primera mirada de cinismo que veo en ella, pretendiendo cuestionarme nuestro sistema igual que hago yo.
—¿Por qué?
Enmudezco unos instantes. A esto me refiero, Lydia no es tan débil como creen, no es idiota. Tiene una inteligencia ciertamente afilada que no esperaba. Sonrío con la misma superioridad, apoyando el pie derecho en la puerta tras mi espalda.
—Hemos cambiado. O aprendido, más bien.
—Pero me amenazaste.
Resoplo, sintiéndome un pelín gilipollas.
—Tenía que estar segura, lo siento, ¿vale? No iba en serio —admito, recolocándome el pelo hacia un lado—. Al menos no del todo.
Su sonrisa se ensancha y hace que las mejillas plagadas de pecas se le hundan en dos hoyuelos. Asiente, divertida.
—Tomo nota. Gracie Dixon es una fanfarrona de mierda.
—¡Eh! —exclamo ofendida, tirándole un puñado de paja a la cabeza que, aunque se aparta, alguna que otra rama se cuela en su pelo, haciendo que ría.
Es bonito verla así, es como haber tenido el honor de conocer a dos Lydias diferentes a lo largo de este día. Me acerco hasta ella sonriendo y le ayudo a quitarse las ramitas del pelo. Tiemblo al darme cuenta de que me he acercado demasiado, pero sonríe sin ningún tipo de terror por primera vez y, antes de apartar la mirada de sus ojos, los suyos se posan en la cicatriz de mi cabeza.
—¿Qué te pasó?
Me encojo de hombros y me recoloco el pelo tras la oreja, tapando la marca.
—Nada, me hice daño.
Su sonrisa se hace presente una vez más. Y me gusta el hecho de que se esté acostumbrando a sonreír.
—Tienes razón.
—¿En qué?
—En lo de que mientes igual de mal que yo.
Me arranca una risa nerviosa y, con las manos en los bolsillos traseros de mis pantalones, raspo la suela de mi bota sobre la paja esparcida por el suelo de los establos haciendo un hueco en ella. Vuelvo a encogerme de hombros, quitándole importancia.
—Un tipo me secuestró, él me lo hizo. Me... —Carraspeo—. Me dejó inconsciente y al caer me golpeé la cabeza contra una mesa. Tengo otra por su culpa, pero... bueno, no importa. Son igual de horribles las dos, dan bastante grima.
Río, pero ella no lo hace conmigo.
—A mí no me lo parece.
Bufo y vuelvo a reír sarcástica.
—¿Tú también me vas a decir que sigo siendo perfecta con ellas?
Para mi sorpresa, frunce el ceño y niega con la cabeza.
—Yo no creo que lo seas, Gracie. No creo en la perfección o que exista alguien perfecto, todos tenemos nuestras cicatrices, externas o... internas. —No me pasa desapercibido como le incómoda decir eso último, pero pierdo el hilo de mis pensamientos porque me mira a los ojos unos segundos. Lydia no parece poder sostener demasiado la mirada a otros—. Las cicatrices son aprendizajes, almacenan historias y recuerdos. Es una parte de nosotros, nos recuerda que seguimos vivos y... tenemos otra oportunidad de adaptarnos a nuestra nueva naturaleza. ¿Puedo?
Asiento despacio, temblando como la llama de los candiles sobre nuestras cabezas que iluminan débilmente los establos. Aparta mi pelo y observa la larga y fea cicatriz con fascinación. No le incomoda mirarla como le ocurre a la mayoría. Trago saliva al sentir sus dedos acariciándola entre mi pelo rapado, trazando la línea irregular con lentitud.
—Es preciosa —susurra sin dejar de mirarla. Ni a la cicatriz ni a mí.
Y es lo más raro que me han dicho en mi vida.
Mis padres o Henry dicen que sigo siendo perfecta aun teniéndolas, pero lo de Lydia es diferente. Para Lydia no sigo siendo yo a pesar de ellas, sino con ellas.
Me recorre un escalofrío cuando deja sus manos especiales sobre mis mejillas. Y sé que debo apartarme, pero es que no quiero hacerlo. Cierro los ojos con pesar cuando el rostro de Henry aparece en mi mente de nuevo.
No, esto no está bien.
Pongo mis manos sobre las suyas para apartarlas y, cuando lo hago, con mis dedos noto las marcas que se inician en sus muñecas y que asoman por el final de la manga. Se me seca la garganta al sentir la piel endurecida, el relieve del corte cicatrizado. Me encuentro con su mirada fija y siento como ahora es ella la que tiembla entre mis manos.
—¿Puedo?
No sé de dónde he sacado el valor para preguntarlo. A Lydia se le agua la mirada, pero asiente. Con el mayor cuidado de toda mi vida, deslizo la manga por su brazo, acariciando inconscientemente su piel con mis dedos. Tengo que obligarme a seguir respirando cuando veo las decenas de cicatrices que rompen su piel.
—Lo sé, las mías son menos bonitas.
Niego con la cabeza, tragando saliva.
—Sí lo son. —Levanto mis ojos hasta los suyos—. Sí lo eres.
Una lágrima se desliza por sus pecas, acariciándolas, y jamás pensé que podía envidiar a una gota.
—Esto... ¿tu madre permite que te hagan esto? ¿Ella lo hace? —Conteniendo el llanto, Lydia asiente en respuesta a mi pregunta—. ¿Qué más permite que te hagan?
No sé por qué mi mente masoquista necesita escucharlo, como si con saberlo de mi padre no hubiera sido suficiente. Lydia se encoge de hombros, secándose las lágrimas.
—Es parte de la naturaleza.
—¿Qué te violen? —me oigo gruñir—. ¿Qué tu madre lo permita?
Emite una risa vacía.
—¿Violar? No es violación... eso desapareció con el antiguo mundo. ¿Se violan unos a otros los animales? La violación no existe en la naturaleza... Mi madre dice que esa palabra se inventó para convencernos que no éramos animales.
¿Es normal que esté naciendo un instinto asesino contra su madre en mi interior? Ni ella misma cree ya lo que está diciendo.
—La palabra no es el problema, Lydia. Tu gente te obliga a... hacer cosas... en contra de tu voluntad. Y eso es horrible.
Entonces lo veo en sus ojos. El desespero, la tristeza, la vulnerabilidad. Pieza a pieza, su mundo ha empezado a caer junto a sus lágrimas.
—Yo no sabía de esa palabra, mi hermano me contó lo que significaba. Él decía lo mismo que tú hace muchos, muchos años... antes de que dejara de hablar.
Parpadeo perpleja.
—¿Tu hermano no habla?
—Ya no. Es... es complicado —murmura, agachando la cabeza, escondiendo de mi vista sus lágrimas—. Yo... Tú... Tú me estás mostrando otra forma, tu familia lo hace. Lo amable que has sido, como vive tu gente. Este sitio es... es algo realmente especial.
Soy testigo de cómo se desmorona ante mis ojos, derrumbándose con su propio mundo y todo lo que había creído hasta ahora. Se lanza a abrazarme y no dudo un segundo en devolvérselo cuando salgo de mi asombro, intentando que se sienta todo lo protegida que pueda entre mis brazos.
—No quiero regresar con los míos —solloza, temblando.
Cierro los ojos al escucharla llorar completamente rota.
—No dejaré que pase, te lo prometo.
Volver al sótano de celdas hace que, extrañamente, Lydia esté más tranquila. El aspecto cansado que ya tenía cuando ha despertado ha ido incrementando a lo largo de nuestra expedición y prefiero que vuelva a dormir una vez se ha desahogado. He dejado que llore todo lo que parecen no haberle permitido mostrar nunca. Es raro pensar que incluso cuando llora lo hace de forma silenciosa, como si hubiera tenido que aprender a hacerlo así.
Le hago esperar unos momentos dentro de la celda porque he tenido una idea. Me dirijo a otra de las celdas abiertas y saco el colchón de espuma para llevarlo hasta donde está y tenderlo en el suelo, dejando la manta que Lydia tenía sobre él.
—Estarás más cómoda así —aseguro antes de intentar marcharme. Y digo intentar porque me detiene, agarrándome por la mano.
Cierro los ojos. Esa sensación otra vez. La estoy sintiendo más en dos horas que en toda mi vida, porque nunca antes la había percibido.
—Espera.
—¿Qué ocurre?
Lydia me suelta y su mano vuelve al brazo en ese gesto tan auto protector. Puedo ver claramente como su cabeza parece ordenar las palabras correctas antes de hablar.
—¿Podrías... quedarte a la vista? No quiero dormir sola... no estoy acostumbrada.
La tensión escapa de mi cuerpo y relajo los hombros. Sonrío apenada y asiento. Cierro con la llave al salir, porque no me quiero ganar una futura bronca (otra más, me refiero), y me dirijo a mi celda para sacar mi colchón y extenderlo en el suelo frente a su celda. Lydia observa perpleja como me estiro en él, pero cuando lo entiende sonríe al fin y aproxima su colchón a los barrotes y se tumba también.
Nos quedamos así unos segundos, puede que minutos, en un cómodo silencio a oscuras que nunca antes había compartido con nadie. No soy una persona solitaria, y eso hace que normalmente la mayor parte del tiempo esté acompañada, por lo que mi mente rara vez está en silencio. Y me gusta esa sensación, pero nunca había probado todo lo contrario. Siempre que estoy con alguien las palabras, las risas o el ruido que nos rodea suelen llenar el ambiente, no hay espacio para el silencio.
Y no sabía que podías sentirte cómoda en él junto a alguien más. Es... agradable, especial.
Único.
Lydia se vuelve hacia mi, arropándose con la manta, y cuela su mano entre los barrotes hasta apoyarla en mi colchón. Vuelve a bostezar y sonríe.
—Gracias... por todo.
Y, aceptando su mano entrelazándola con la mía, sonrío yo también. La sensación vuelve más reconfortante que nunca y suspiro, cerrando los ojos, cansada de luchar en su contra.
Se acabó, me rindo a ella.
_______________________________________________
—Lydia no quiere irse, papá... no puede irse.
Con las manos en mis caderas y tan solo dos horas de sueño a mis espaldas en cuarenta y ocho horas, observo la escena frente a mis ojos y suspiro. El peso de mis hombros no se ha ido desde las palabras de Rosita ni pretende hacerlo, por lo que me froto la nuca intentando aliviar el dolor que se me clava en la base de mi cabeza. Miro a Daryl y él me mira a mí.
Sentada desde su colchón en el suelo y con Lydia igual en el suyo a su lado, separadas por los barrotes, Gracie nos mira a ambos.
Me ha extrañado encontrarlas así cuando hemos bajado al sótano, pero entiendo el miedo de Lydia y el enorme corazón que Gracie ha aprendido de Carl. En parte, esto me trae buenos recuerdos de tiempos muy lejanos, donde todo parecía mucho más sencillo, donde todo se reducía a mi yo de niño pidiéndole a Carl en la prisión que no me dejara dormir solo.
Gracie es oro personificado, por lo que entiendo su preocupación.
A mí tampoco me gusta una mierda la idea de dejar volver a la chica con ellos, puedo hacerme una ligera idea de tan solo un cuarto de todo lo que habrá vivido. Escucho el suspiro de Daryl y me juego lo que sea a que él piensa igual que yo.
—Me ha... contado todo lo que le hacen, papá. —Se aclara la garganta, rehuyéndome la mirada, y yo me petrifico en mi postura—. No podemos dejarla volver.
Asiento despacio, intentando que no parezca un movimiento seco y mecánico. Cojo aire para calmar a mi corazón.
—Además, podéis estar tranquilos —añade Lydia desde la celda. Su aspecto parece un poco más descansado que ayer y me siento algo culpable—. No vendrán a por mí, no volvemos a por quienes quedan atrás.
Mi respiración se detiene y paso una mano por mi rostro creyendo que ese simple gesto puede despejarme. Sin querer, vuelvo a mirar a Daryl.
Este ya me está mirando a mí.
—Ya, en eso te equivocas. —Lo he dicho antes de tan siquiera pensarlo. Lydia me mira confusa y después hace lo mismo hacia Gracie—. Saben que estoy vivo, así que vendrán a por mí. Y es cuestión de días que descubran este sitio si merodean por la zona.
Lydia se queda pasmada, asimilando mis palabras. Niega y una suave risa sarcástica es parte de su respuesta.
—¿Qué...? ¿Qué tienes que ver tú en esto? —pregunta poniéndose en pie a la vez que Gracie, su mano se aferra a los barrotes—. ¿Por qué iban a venir a por ti solo por saber que estás vivo?
Mis ojos se clavan en los suyos.
Y mi corazón se acelera como nunca antes lo ha hecho.
—Porque yo soy Sigma.
Su boca se abre ligeramente y contiene el aliento. La mano le tiembla y me mira, negando con la cabeza una vez más. Me contempla como si yo fuera una aparición divina y solo ella estuviera viendo en mí la leyenda que soy.
De lo que no me doy cuenta, es de que Gracie ha enmudecido. Y no por lo que yo he dicho.
Si no por lo que está viendo detrás de mí.
—¿Y eso qué coño significa?
La pregunta entre dientes de Carl hace que me gire de golpe hacia él.
Es real.
Está ahí, erguido al pie de las escaleras, con la mandíbula tensa y su mirada posándose en todos y cada uno de nosotros. Sobre todo en Lydia.
Michonne aparece tras su espalda y Judith se queda a media escalera.
Puedo sentir como el oxígeno se desvanece en la sala de celdas y el silencio se hace. Solo siento su mirada en la mía en busca de una respuesta.
Parpadeo, y cuando lo hago, vuelvo a sentir que todo esto es real.
El suelo que mantiene mi cuerpo tembloroso.
El sudor helado que recorre mi columna.
El vacío que me hunde el pecho.
Doy un vistazo a Michonne y solo con eso, sé que no le ha dicho nada tal y como prometió.
Cierro los ojos.
—Carl... yo... te lo puedo explicar.
—Y lo harás. —Su voz, firme y cortante, me hace abrirlos de repente. Nunca lo he oído así. Me señala con su mano, pidiéndome que me detenga, y después apunta hacia las escaleras—. Pero he llegado junto a Michonne hace pocos minutos y no solo me entero de que mi hija ha estado presa por una agresión...
Gracie se tensa y agacha la cabeza.
—Sino que gente que se disfraza de muertos tiene a dos de los nuestros —continúa, haciendo que Daryl frunza el ceño y los dos nos miremos en busca de respuestas. Carl señala a Lydia—. Nosotros a una de los suyos... y ahora haya decenas de ellos ahí fuera tras los muros.
Doy un paso atrás.
No.
Sus palabras han impactado en mi con la crueldad de un disparo a sangre fría.
No.
Mi cuerpo se sacude con suavidad, como si un viento gélido hubiera arrasado con el sótano en su totalidad.
No.
Necesitaba más tiempo, tenía que tener más tiempo para hablar con él antes de que algo así ocurriera.
No esto.
No esto.
La sonrisa de Víctor se dibuja en mi mente y el lobo gruñe. Cierro los ojos para que las lágrimas no salgan.
Lydia contiene el aliento con terror y Daryl se gira hacia Gracie, tomando el control de la situación cuando ve que yo ni siquiera puedo moverme.
—Quédate, con ella —le ordena. Pone una mano en mi hombro—. Vamos ¡Ahora!
Y mi cuerpo reacciona.
Subo los escalones del primer puesto de vigilancia de dos en dos con los gritos de Tara retumbando por mis oídos. Me aferro a los troncos cuando llego arriba sin aliento alguno. Mi vista se nubla, no sé si por cansancio, falta de sueño y alimento o por pavor absoluto. Daryl se sitúa a mi derecha, junto a Tara y dos de las nuevas, Magna y Yumiko. A mi izquierda llegan Michonne y Carl en ese orden.
Y todos están viendo lo mismo que yo.
Un grupo de extraños enmascarados con piel de caminante a unos metros de las puertas de la comunidad.
Todos llevan máscaras, menos cinco.
Alpha está en el centro y un paso más adelantada a los suyos. No he dudado en reconocerla porque podría hacerlo entre un centenar de personas. Con esos ojos azules y pétreos envueltos de suciedad emborronada, de la misma que cubre sus labios, y la cabeza completamente afeitada.
Metros más atrás, entre el grupo, tres desenmascarados llaman mi atención.
Un chico joven, escuálido y desgarbado, tan delgado que parece una caña de bambú a punto de romperse en mitad de una ventisca. Con el pelo oscuro y revuelto, que a pesar de llevarlo recogido no impide que varios mechones oculten sus ojos azules sin vida alguna. Está demacrado, ojeroso y con las mejillas consumidas. Es como ver un cadáver puesto en pie al que un par de niñas pequeñas, rubias e idénticas, se aferran aterrorizadas a la pernera de su pantalón raído, del que dos hachas medianas cuelgan a cada lado de su cinturón.
Es un alma en pena.
Un fantasma entre los vivos que parecen muertos.
Se me encoge el corazón cuando lo entiendo y veo el parecido, Lydia nos ha hablado de ellos.
Son sus hermanos.
Frunzo el ceño unos instantes. ¿Ese es Dante? ¿El hermano que no nos habría dejado salir con vida? ¿El que parece estar a punto de morir a cada segundo por su sola existencia?
Pero si tiemblo de pies a cabeza no es por verlos a ellos. No, qué va.
Es por él.
Siempre será por él.
Víctor nos recorre a todos y cada uno de nosotros con la mirada, pasándome por alto. Hasta que su vista ha vuelto a mí de repente porque ha tardado unos segundos en reconocerme.
Es lógico, los años pasan para todos y las cicatrices surcando mi barba han cambiado la cara que él conocía.
Cuando sabe que soy yo, sus labios se curvan en una siniestra y lunática sonrisa que me hace recordar a través de ella sensaciones enterradas en lo más hondo de mi mente.
Es el más alto del grupo. Es como un puto coloso, un despiadado vikingo dispuesto a arrancarme los ojos con sus dientes. Sostiene el pelo largo y rubio en un moño bajo tal y como dijo Michonne. Se le afila y marca la mandíbula cuando relame sus labios tras analizarme con esos ojos negros e inhumanos. De su espalda cuelga una espada corta que me seca la boca, es la misma de siempre. Lleva una camisa vieja y gris medio abierta, mostrando parte de su piel herida y lo observo confuso unos segundos.
La piel del lado izquierdo de su pecho y todo su brazo está quemada excepto la mano, son marcas cicatrizadas de aspecto ya muy antiguo.
¿Qué cojones?
Me aclaro la garganta.
El incendio, la fábrica.
Y se me vuelve a nublar la vista.
Eso es culpa mía, eso se lo hice yo.
¿Lo sabe? ¿Puede saberlo? No, no puede. No puede saber que yo lo provoqué, me habrían buscado. No creerían entonces que morí en él como sospecho que hacen por las palabras de Lydia.
Mi estómago se revuelve una vez más y me llevo una mano al abdomen, porque sus pupilas no se apartan. No miran a otro, para él solo existo yo. Siento cómo ve a través de mí, a través de mis ojos y mi piel ve todo lo que hemos vivido.
Todo cuanto me ha hecho.
Todo cuanto me ha provocado.
Desde mucho antes de los Susurradores.
No me he dado cuenta de que he contenido la respiración y, temblando, doy un paso atrás. Mi baja espalda topa contra la barandilla de madera del puesto, impidiéndome poner más distancia entre ambos.
Carl me observa, petrificado igual que Daryl. Mi marido frunce el ceño y gira la cabeza hacia Víctor. Alterna la mirada entre ambos hasta asesinarlo con su pupila, pero este ni siquiera ha reparado en su presencia, y puedo ver que a Carl se le tensa el cuello.
A Michonne le tiembla la voz en una palabra que no llega a decir. Lo ha reconocido con mayor claridad ahora que es de día a pesar de las nubes que comienzan a oscurecer el cielo.
Y cómo no reconocerlo.
Ese hijo de puta no puede pasar inadvertido.
La mujer me mira y yo a ella, y entonces muerde sus labios agachando la cabeza, perdiéndose en sus propios recuerdos.
Carl tampoco pasa por alto ese hecho ante él: no solo yo lo conozco, sino que Michonne también. Y puedo ver lo que piensa, juro que puedo verlo escrito en su frente.
Se está empezando a dar cuenta de que está en una fiesta a la que no le he invitado y debería haberlo hecho.
Sí, debería. Ese fue mi error.
—Yo... soy Alpha. —Su voz nos saca a todos del ensimismamiento, ganándose nuestra atención—. Solo queremos dos cosas de vosotros: a mi hija...
Mi garganta se seca cuando hace algo que hasta ahora no había hecho nunca.
Sonreír.
—Y a Sigma.
Es instantáneo. Es escuchar ese nombre otra vez y la cabeza de Carl vuelve a girarse hacia mí.
Yo soy incapaz de moverme, de devolverle la mirada.
Porque si lo hago, caeré de rodillas ante él suplicando su perdón antes de hablar si quiera.
La hermana de Connie sube hasta nosotros y, con unos prismáticos, observa hacia el maizal informándonos de que su hermana se encuentra ahí, pero por el momento parece que no la han visto. Y tiene razón, pues de ser así ya la habrían sacado a rastras o ejecutado allí mismo. Daryl tensa la mandíbula y me mira, negando con la cabeza.
—Ya hemos visto lo que le hace su madre... no la enviaremos de vuelta a eso. Y mucho menos irás con ellos.
Aflojo mis hombros, pero no con alivio, sino con pesar. Daryl no se da cuenta de que esa elección ya está tomada sin necesidad de que la elijamos nosotros.
—Pero, ¿y si tiene a Alden y Luke?
Tara cuestiona nuestra única realidad al frente, y es que hay otras dos vidas en juego.
—Si se cabrea podría matarlos —oigo decir a Michonne, que no deja de mirar a Víctor.
Carl alza el mentón.
—¿Matasteis a nuestros amigos? Encontramos sus caballos.
Y que hable directamente hacia Alpha, levantando la voz con esa firmeza y enfado, eriza mi piel. Es verle hablar con el pasado que le he ocultado.
Por otra parte, ya entiendo por qué sabía que tenían a dos de los nuestros.
Alpha nos mira y niega con absoluta tranquilidad.
—No. —Entrecierra los ojos para apreciarnos mejor—. ¿Cuál de vosotros manda aquí? ¿Eres tú, Sigma?
Me quiero morir, juro por Dios que me quiero morir.
Aguanta.
Cierro los ojos y agacho la cabeza cuando las pupilas a mi alrededor se clavan en mi cuello.
—Eso que importa —gruñe mi hermano, desviando la atención.
El gesto de Alpha se vuelve la decepción más pura y da un vistazo a Víctor, que no aparta la mirada de mí. Tengo suerte de que Beta no esté presente, sería demasiada presión.
Sería demasiado terror.
Me siento ridículamente pequeñito, todo este tiempo he jugado a ser un adulto en una vida que no me merecía.
—Pues os hablaré a todos —dice en tono monocorde tras un suspiro—. Vuestros hombres enteraron en nuestras tierras, y no habrá conflicto. Mataron a nuestros hombres, y no habrá conflicto. Ya no hablaré más. Traedme a los que son míos, o sí habrá conflicto.
«Los que son míos».
Intento que las manos no me tiemblen apretando los puños con todas mis fuerzas, pero lo único que consigo es hacerme daño.
Lo peor de todo es que, a pesar de su mente retorcida y siniestra, Alpha es sensata. Nunca en mi tiempo con ellos le interesaron las peleas, conflictos y batallas más de lo que era necesario. Solo quiere la paz entre los muertos bajo su horrible sistema de vida.
Carl baja las escaleras a toda prisa y con los dientes apretados, Daryl se adelanta a nosotros y sigue tras sus pasos, pretendiendo que no cometa ninguna estupidez.
—¿Qué estáis haciendo? —pregunta Tara mientras me apresuro a bajar junto a Michonne.
—Ella ya ha acabado —gruñe Carl, haciendo una seña a los vigías para que le abran las puertas—. Yo no.
Acelero el paso para intentar llegar a su altura.
—Carl, escúchame... No tienes ni idea de lo que está pasando, deja que mi hermano y yo nos encarguemos de...
—Sí. —Me da un vistazo cuando caminamos el uno al lado del otro—. Ya me he dado cuenta de que no tengo ni idea de nada.
Ese tono de voz cortante y afilado me hiela, me impide detenerle por el brazo y advertirle de contra quién se quiere enfrentar.
De quién es Víctor.
Los cuatro llegamos hasta las vallas de madera que protegen los huertos exteriores sin guardar demasiado las distancias. Alpha me analiza asombrada cuando me ve más de cerca al fin.
Y Víctor sonríe como un león sonreiría a su gacela.
—Hola, colibrí.
Contengo una arcada lo mejor que puedo, pero tiemblo y sudo de tal forma que cualquiera pensaría que me quedan horas de vida.
Por favor, que así sea.
Pretende romper la distancia que nos separa, a pesar de las bajas vallas, dando un paso hacia mí. Alza su mano para intentar tocarme y levantarme la cabeza, porque la he agachado sin tan siquiera darme cuenta.
Pero Carl se interpone, agarrándole el antebrazo.
Y se me olvida cómo funciona mi sistema respiratorio.
A mí y a todos.
Víctor mira con incredulidad la mano de Carl, estoy seguro que de verdad piensa que es imposible que se haya atrevido a tocarlo de esa forma, tiene el rostro desencajado. Y Carl ni siquiera pestañea a pesar de que Víctor le saca una cabeza en altura y corpulencia, pero parece importarle una puta mierda, está tan tenso que me aterra, es una bomba a punto de estallar.
—¿Y tú quién coño eres?
Ese gruñido ha tenido que hacer temblar los cimientos de Hilltop.
Carl levanta la barbilla una vez más.
—Su marido.
Y esas dos palabras se escurren como veneno entre sus dientes, veneno directo a Víctor.
La cara de este cambia de golpe. Siempre me dieron miedo sus bruscos cambios de humor, porque se le ensombrece el gesto tal y como sucede ahora, cuando desliza la mirada por mi persona hasta llegar a la alianza en mi mano izquierda.
Su mandíbula queda recta, petrificada.
Su respiración se acelera.
Su pecho vibra.
—Qué has hecho.
Es imposible que pueda responderle.
Agacho la cabeza y me quedo muy quieto después de dar otro paso atrás, llorando en silencio.
Las caras de Carl, Daryl y Michonne son de auténtico desconcierto cuando ven mis reacciones, el pánico que me provoca. Seco mis lágrimas rápidamente, pero sigo en la misma posición. Me da miedo que todo estalle si me muevo un milímetro.
Víctor se zafa del agarre de Carl con repugnancia y sonríe hacia él.
—Qué bien me lo voy a pasar despedazándote.
Ambos dan un paso a la vez y doy gracias a Dios porque haya una valla.
—Inténtalo —gruñe Carl encarándolo.
La carcajada divertida de Víctor retuerce mis entrañas. Michonne aferra a Carl por el brazo, tirando de él hacia atrás, y Alpha gira la cabeza.
—Gamma, basta. Estamos en mitad de una conversación —dice. Este obedece sin dudarlo, retrocediendo hasta ella en tan solo un par de pasos, relamiéndose los dientes sin perder la sonrisa como el depredador que es—. Todavía tienen que darme a mi hija.
—No te la daré. —Las miradas recaen sobre Daryl cuando dice eso—. Ni a mi hermano ni a ella. Ahora, si lo que buscáis es pelea, tenemos bastantes armas para acribillaros. Aquí y ahora.
El silencio se hace de forma asfixiante. Alpha lo somete a su escrutinio con curiosidad genuina.
Hasta que el gimoteo de un bebé llama nuestra atención. Observo con sorpresa a la mujer enmascarada que mece a un recién nacido escondido en su pecho, atado en telas que lo sostienen. Doy un toque a Daryl con el codo y señalo a las gemelas a los pies del fantasma, que no llegarán a los diez años y se asoman parar mirarnos asustadas.
Daryl me mira cuando entiende lo mismo que yo hace un rato.
—¿Traes a niños y un bebé aquí?
Es una pregunta escéptica, incrédula. Está comprobando por él mismo todo lo que yo le he contado.
—Somos animales. Los animales viven aquí y también tienen bebés. Así que tenemos bebés —responde Alpha con obviedad y mira a Víctor—. Que los traigan.
Víctor asiente.
—¡Dante! —brama en su dirección. El chico da un respingo, pero no levanta la cabeza. Vive en la perpetua postura de alguien que espera un golpe que nunca llega—. ¡Tráelos!
El fantasma asiente una única vez y, con una sola mirada a sus hermanas y un gesto de cabeza firme, es más que suficiente para que las niñas se cojan de la mano y corran hacia las faldas de otra mujer enmascarada que rápidamente toma la mano de una de ellas. Se escabulle entre el grupo como si cada paso que da le costara un poco más de vida y, cuando aparece, lo hace tirando de dos encapuchados maniatados. Cuando los aproxima y deja junto a Alpha, Víctor lo despedaza con la mirada y el fantasma asustado agacha todavía más la cabeza casi clavándose la barbilla en el pecho. Vuelve a su sitio con el tintineo de las hachas colgando en su cinturón y con otra mirada, sus hermanas vuelven a él.
—Y ahora... ¿qué decías de acribillarnos? —inquiere Alpha cuando Víctor descubre las cabezas de Alden y Luke y estos se remueven amordazados, al lado de dos miembros enmascarados que los retienen.
Suspiro aliviado al verles y a Daryl se le aflojan un poco más los hombros. Luke, el nuevo, nos mira como si se disculpara por la situación y Alden cierra los ojos con fuerza, mordiendo el trapo entre sus dientes con dolor. El sudor cubre su rostro.
—Deseaba matarlos —confiesa la mujer—. Pero deseo mucho más recuperar a los míos.
La mirada de Víctor hacia mi hermano me aterra. Y mucho más cuando me sonríe.
—¿Es que prefieres quedarte con el hermano que te abandonó en el orfanato después de que vuestro padre te violara de niño, Sigma?
Me cuesta un mundo no girarme, caminar hasta el muro y vomitar a los pies de este.
Porque es un rodillazo directo en el abdomen.
Eso es lo que hace, lo que mejor se le da.
Daryl se tensa, pero no se mueve. No va a darle a Víctor lo que quiere porque a él si he podido advertirle de cómo es.
El que sí se lo da, es Carl.
—¿Cómo...? ¿Quién es este tío y por qué sabe eso? —susurra en mi dirección, en algo que se asemeja más un gruñido perplejo que a una pregunta.
—¿Qué? ¿No le has hablado de mí, colibrí? —Cada vez que dice ese puñetero apodo, yo pierdo esperanzas de vida y Carl gana tensión en el cuello—. Soy Gamma, crecimos juntos en el orfanato. Yo era el hermano menor de su mejor amiga, Hannah. Nos escapábamos juntos del orfanato a menudo, a veces para ir a las clases de la señorita Hawthorne. ¿Qué tal está, por cierto?
Víctor mira a Michonne tras mencionarla con esa amable sonrisa de psicópata que siempre le ha caracterizado, demostrándonos que él también la ha reconocido.
—Cuando todo comenzó, nos volvimos a encontrar de nuevo y convivió entre nosotros durante al menos tres meses —añade, dañino y victorioso. Me recorre lentamente con los ojos—. Lo pasamos muy bien en ese tiempo, este nuevo mundo nos volvió a unir para siempre.
Es el tono en el que lo dice, la mirada lasciva.
Sé que voy a vomitar en algún momento, estoy completamente seguro por cómo reacciona mi cuerpo a cada una de sus puñeteras miradas.
Nuestras dos palabras sagradas son suficientes para que Carl gire la cabeza despacio hacia mí, como si empezara a no conocerme y mi figura ante él se desdibujara hasta ser el boceto de otra persona.
—¿Qué...?
Antes de que Carl pueda asimilar alguna brizna de información de la que satura su cabeza, Víctor se dispone a seguir hablando.
Y lo veo, entonces lo veo.
El brillo de cabrón, la sonrisa divertida.
—Fue él quien hace unas semanas nos habló de venir a su encuentro hasta este sitio, Hilltop —dice, señalando la muralla de troncos a nuestras espaldas—. En estos años nos ha hablado también de Alexandria y El Reino. De las comunidades, de que sois bastantes más que nosotros y de vuestra forma de vivir... perdidos. Suerte que volvimos a encontrarnos durante su tiempo en El Santuario y nos ha mantenido informados desde entonces. Ahora podremos rescatarlo de esta vida al fin.
Abro los ojos de par en par.
—Mentiroso hijo de puta.
Es lo primero que digo desde que hemos salido a su encuentro.
Se ha dado cuenta, ya sabe que de los cuatro solo puede manipular a Carl.
Y como si Víctor hubiera oído al monstruo, me sonríe triunfante.
No me quiero morir, quiero matarlo. ¿Cómo sabe todo eso?
—¿De qué coño está hablando, Áyax?
La pregunta de Carl y el tono abatido en el que la hace me destroza.
—Te está mintiendo —digo, agarrándolo por el brazo para que intente centrarse en mí y deje de mirarle a él—. Es lo que hace, Carl, le estás dando lo que quiere y sabe...
—¿También miento al decir que tus hermanos se llaman Merle y Daryl Dixon? ¿Qué tú te llamas Áyax William Dixon y naciste el veintitrés de abril del noventa y nueve? —insiste, apoyándose en la valla que nos separa.
—¡Cállate, Víctor! —rujo hacia él.
Y su sonrisa se ensancha, porque entonces Carl se zafa de mi agarre.
—Te... te sabes su nombre —murmura con la mirada perdida en mí. Da un paso atrás, tapándose la cara con una mano—. Joder, hasta él sabe un segundo nombre tuyo del que yo no tenía ni idea.
Mierda, ese cabrón ha terminado provocándome a mí.
El corazón está a poco de salirme por la boca.
—Carl... Carl, escúchame...
—Joder, joder —farfulla, tapándose el rostro con una sola mano, encaminándose de vuelta hacia la entrada de la comunidad.
Alpha nos mantiene la mirada con sus ojos muertos.
—Traedme a mi hija.
—¡Danos algo de tiempo! —suplico en un gruñido, encarándola.
Levanta el mentón y asiente despacio.
—Te lo concedo —dice como si me hiciera un favor—. Aguardaremos sin problema el tiempo que necesites.
Da la vuelta en absoluto silencio para reunirse de nuevo con los suyos y Víctor sigue sus pasos, dedicándome una última mirada sonriente, tirando de Alden y Luke hacia atrás. Miro a Michonne y Daryl con lágrimas en los ojos.
Y no pierdo un solo segundo en echar a correr tras el amor de mi vida.
El antiguo despacho de Maggie recibe nuestros gritos con la misma amargura y acidez que yo saboreo en mi paladar desde que Rosita despertó sentenciando mi futuro.
—¡Carl, escúchame, por favor!
No me ve, no me oye. Solo va de un lado para otro frente a los ventanales como si en su cabeza percibiera cosas de las que yo soy ajeno. Respira acelerado y me preocupa que la ansiedad lo devore. Parece a punto de arrasar con la estancia al completo.
Sé que ese es el efecto de las mentiras de Víctor, de sus manipulaciones. Carl no se da cuenta de que ha conseguido lo que quería, de que lo tiene comiendo de su mano y no va a creerme por más que insista, porque ese perro se ha encargado de mezclar verdades y mentiras de tal forma que ahora dudará de todo lo que le diga.
Tras de mí entran Michonne y Daryl, Judith se aferra al marco de la puerta en busca de respuestas.
—¿Vais a darle a la chica? —murmura y, durante un segundo, en ese rostro tan parecido al de su hermano, veo el miedo antes de hablar—. ¿Te vas a ir con esa gente?
—Oh, por supuesto que se va.
Me giro de golpe hacia él cuando esas palabras me apuñalan por la espalda.
—¿Qué coño acabas de decir? —titubeo, temblando sin tan siquiera pestañear.
Detiene el frenético paseo ante la antigua mesa de Greggory entre los ventanales, apoyándose con ambas manos y agachando la cabeza.
—No pienso poner en juego la vida de dos de los nuestros por una desconocida... —Levanta la mirada y me asesina con ella—. Y otro desconocido.
Aprieto los dientes.
Me está hiriendo con cada palabra y él lo sabe, por eso lo hace, porque se siente dolido y humillado por todas y cada una de mis supuestas mentiras.
—Puedes... escucharme tan solo un puñetero segundo...
—Judith, deja a Rok con Henry y ve al sótano. Gracie está allí con Lydia, informales de la situación y ve a vigilar a esos cabrones. Adviértenos si algo pasa —ordena Daryl tras mirar por la ventana—. Que nadie cometa ninguna gilipollez.
Y eso último, lo dice mirando a Carl.
Aterrada, Judith nos mira y asiente un par de veces antes de marcharse corriendo escaleras abajo. Michonne cierra la puerta y entiendo que lo que mi hermano quiere es que Judith no esté presente y se asegure de que nadie más lo estará.
Las lágrimas se acumulan temblorosas al borde de mis ojos y me aclaro la garganta.
—Yo... sabía que tenía que habértelo contado, lo sabía... pero no lo recordaba, Carl... tienes que creerme.
El silencio me perfora el pecho cuando Carl se carcajea sarcástico.
—Joder, ahora lo entiendo —murmura para sí mismo, dejando ambas manos tras su nuca después de pasarlas por su pelo corto—. El nombre... dijiste su nombre...
—¡Tenía que hacer que se callara para que me escucharas y...!
—¡NO ME REFIERO A AHORA! —ruje estampando su mano contra la mesa, haciendo que todos contengamos la respiración.
Es la primera vez en mi vida que Carl Grimes me hace retroceder un paso atrás por miedo.
Levanta la cabeza mirándome encolerizado, con un mechón largo y curvado cayendo sobre su ojo, temblando igual que su cordura.
Esa mirada, ese gesto y hasta la forma de caer de su pelo me hielan la sangre.
Me arrancan el alma.
—En las cloacas —sisea despacio. Su pecho sube y baja al ritmo de esas palabras que vibran entre sus dientes—. Cuando... cuando estabas a punto de morir en ellas... dijiste su nombre. Lo tomé por un desvarío febril al principio, pero lo dijiste bien claro... «Víctor».
Una exhalación corta, espasmódica, es lo único que sale de mis labios.
Ni siquiera hace falta que haga memoria, el recuerdo asalta mi mente sin una orden previa. Es un disparo del que Carl ha apretado el gatillo.
«Todo lo que he hecho... Víctor... no lo sabía... no lo sabía... Negan... mi familia... espero que podáis perdonarme».
Abro los ojos más de lo normal unos segundos, Carl se percata de mi reacción y se incorpora despacio sin dejar de mirarme.
—Estabas a punto de morir... ¡Y dijiste su puto nombre! —brama. Cierra el puño y se lo lleva a la frente como si eso le ayudara a contener cientos de emociones mientras vuelve a deambular frente a los ventanales—. Así que no me vengas con tu maldita memoria selectiva, porque lo recuerdas desde entonces.
El desprecio con el que habla sobre mis problemas hace que una lágrima se libere y la limpio con rapidez.
¿De verdad estoy escuchando al Carl que yo conozco?
¿De verdad lo estoy viendo ante mis ojos?
¿Es esta otra alucinación?
Me cuesta un mundo tragar saliva y aclararme la garganta, quiero acabar con el nudo que me estrangula, pero es imposible. No se va a marchar en mucho tiempo, lo sé.
—De hecho, a Víctor comencé a recordarle mucho antes —confieso, porque empiezo a ser consciente de que lo estoy perdiendo todo frente a mis ojos sin que pueda hacer nada para impedirlo. Solo queda explicar mi verdad, aunque no vaya a creerla—. Desde tu aparición en El Santuario, pero no lo recordaba antes de eso.
Lanza una cínica e incrédula carcajada, echando la cabeza hacia atrás. No ha dejado de moverse con nerviosismo, dudo que pueda intentarlo.
—Y aun así decidiste no contar una mierda —sentencia con las manos en sus caderas, aniquilándome con esa mirada que me acusa.
Es lo único que hace.
Me acusa.
Me acusa.
Y me destroza.
—¡No era tan sencillo! —exclamo en algo que parece un ruego porque intente creerme tan solo un segundo.
—Carl, yo conocí a Víctor cuando era un crío y te aseguro que si Áyax no nos dijo nada era porque tendría sus razones —dice Michonne, acercándose a nosotros.
—Razones que podrías escuchar si le dejaras hablar —gruñe mi hermano, rígido y estático en su posición, preparado para saltar al más mínimo movimiento.
Carl vuelve a reír y los mira como si se hubieran vuelto locos, como si solo él estuviera en el bando correcto y nadie más viera lo que intenta decir.
—¿Estáis de coña? —inquiere. Extiende los brazos tras otra risa sarcástica—. ¡Adelante, habla! ¡Explícanos qué ocurrió, Áyax! Porque te llamas Áyax, ¿cierto?
Cierro los ojos, exhalando con rabia y apretando los puños.
Esto no me puede estar pasando.
—Carl...
—Oh, es verdad. Víctor me ha confirmado que así es —dice, haciendo hincapié en el nombre de ese hijo de puta.
—¡Es alucinante que te creas lo que él diga, pero no lo que diga yo!
—¿Y por qué debería creerte?
—¡Porque soy tu marido! —rujo, señalándome a mí mismo.
El silencio pesa, el silencio duele.
No hay una respuesta verbal, pero si un rechazo en su mirada cuando digo eso e intento encontrar ese azul en su iris del que me enamoré. Su nuez sube y baja y tensa la mandíbula.
—A veces eso no es suficiente.
Cae una lágrima más por mi mejilla frente al impacto de semejante sentencia.
—Porque estoy enamorado de ti desde que tenía trece años y hemos construido una vida juntos —insisto en un murmullo.
Muerde el interior de su mejilla, pero no me mira.
—Sigue sin ser suficiente.
Abro la boca por el dolor que eso supone, que sus palabras dañinas me hacen, porque las esperaba de todo el mundo menos de él. Víctor está en su cabeza envenenándolo todo, quemando los cimientos de su cordura.
No me puedo creer que el Carl Grimes racional y lógico que yo conozco tenga esas palabras dirigidas hacia mí en su vocabulario.
Nunca pensé que existieran.
—¿Estás diciendo la verdad?
Mi voz empieza a sonar vacía, ausente.
Carente de vida.
Vuelve a reírse, y me acojona que se esté riendo de esta forma porque nunca había visto que lo hiciera estando enfadado.
Comprendo entonces que esto no solo es enfado, es algo mucho superior a él mismo que lo está controlando. Es rabia, es dolor, es un estado maníaco que no le permite ni quedarse quieto un solo segundo.
Se ha convertido en un títere de sí mismo, de sus emociones.
O lo que es peor: de Víctor.
—¿Tú me lo preguntas? —señala con sarcasmo—. ¡Tú, que llevas años escondiéndome una puñetera parte de tu vida! ¡Tú, que te enfadaste conmigo hace años en la iglesia después de nuestro encuentro con Los Salvadores por haberte mentido! «Me siento utilizado, engañado y traicionado» dijiste. ¡Tú, el adalid de la pura y absoluta verdad!
Aprieto los dientes a la vez que los puños una vez más, en algo que se está convirtiendo en un acto reflejo a cada palabra que me lanza.
Él no me reconoce a mí, pero yo tampoco empiezo a reconocerlo a él.
—Yo no te men...
—¿Y cómo lo llamas tú a ocultar la verdad? —me interrumpe, usando mis mismas y puñeteras palabras de aquella vez.
Cierro los ojos, destrozado.
—Lo que ha dicho Víctor es mentira, Carl —insisto en un sollozo de derrota, porque ya no sé qué más hacer.
Porque le concedo que no crea mis mentiras, pero no que crea las de ese cabrón.
—¿Qué de todo, exactamente?
—Yo no dije nada de las comunidades ni de nosotros porque no me he visto con ellos nunca más después de marcharme cuando era un puto crío. ¡Hasta hace dos días seguía pensando que estaban muertos! —Doy un par de pasos hacia él—. ¡Hace años ni siquiera los recordaba, maldita sea!
—¡Y cómo explicas que él lo sepa! —ruje, palmeando con fuerza y rabia la ventana a sus espaldas.
—Carl —el gruñido de Michonne llena el ambiente con su advertencia. Daryl aprieta los dientes y da un paso sutil en su dirección.
Enmudezco, abatido y aterrado, y me encojo de hombros mientras se desliza por mi mejilla una lágrima más.
—Eso... no lo sé —aseguro en un murmullo roto y mortuorio.
Es la verdad.
Es la puñetera y completa verdad.
Chasquea la lengua, asintiendo.
—Ya.
Agacho la cabeza.
No va a creerse una mierda de lo que salga por mi boca.
Carl sonríe, mordiendo su labio inferior con rabia y sus dedos se aprietan contra el respaldo de la silla, agarrándolo con fuerza y dejando sus nudillos blancos.
Nunca lo había visto así.
Nunca había contenido su rabia, porque nunca antes la había sentido de esta forma tan visceral.
—¿Estuviste con ellos antes de llegar a la prisión, Áyax?
Otra lágrima se escapa movida por el asco que tiñe mi nombre al salir de sus labios. Me trago un sollozo y asiento despacio, sintiendo los ojos de Daryl y Michonne en mí.
—Los conocí tan solo unos meses después de que el apocalipsis empezara —respondo sin lograr mirarle—. Alpha vio en mi inmunidad un milagro y me... enseñaron a guiar a los muertos, a moverme entre ellos. Víctor... me enseñó muchas cosas en el tiempo que estuve con ellos, pero me quitó más de lo que me dio. Aquellos meses... fueron horribles, Carl, no tienes ni la más remota idea de lo que tuve que vivir.
—He visto cómo te mira y cómo te llama, Áyax —sisea entre dientes, mirándome de pies a cabeza—. Seguro que en estos años engañándome no te lo ha hecho pasar tan mal.
Esa acusación suspendida en el aire me hace retroceder, boquiabierto y sin aliento como si me hubieran pateado el estómago.
—Te estás pasando.
Las palabras de mi hermano son una amenaza velada que Carl ignora con absoluto pasotismo.
—No tienes... ni idea. —Se me acelera la respiración ante su estupidez y tiemblo como no he temblado en mi vida—. Si de verdad crees que te sería infiel es que no me conoces una mierda.
Se vuelve al instante, encarándome a tan solo un metro y siento como Michonne y Daryl se preparan una vez más.
—Exacto, no te conozco una mierda. —Me congelo ante su mirada mientras se encarga de despedazarme con cada frase que sale por su boca—. Podríamos preguntarle a Jesús, pero ya me han contado que está muerto.
Es un puñetazo.
Y otro.
Y otro.
Y otro.
En un ring en el que no quiero estar, contra un contrincante con el que no quiero pelear.
—¿Cómo te atreves...?
—¿Cuántas veces has jugado entre bandos, Áyax? —me interrumpe volviéndose hacia la ventana de brazos cruzados, ignorando todo lo que estoy diciendo, totalmente atrapado por la amenaza tras los muros—. ¿Quién cojones eres en realidad?
Es la primera vez que veo un atisbo de vulnerabilidad en su voz, la grieta que está a punto de fragmentarlo brillando en el azul apagado de su mirada.
—Sigo siendo yo —susurro, llorando por sus palabras y porque, aun escuchándolas, sé que nunca podría dejar de quererle por mucho que me hiera—. El que conocéis... el que me habéis ayudado a construir, ese al que quieres... sigo siendo yo.
—No, qué va —gruñe irónico, pero no me mira. Sé que en el fondo, muy en el fondo, no puede verme así—. Ese no existe, porque mentiste en la prisión, entraste al grupo mintiendo desde el principio.
—¡Tuve que hacerlo para sobrevivir! —exclamo en un sollozo, volviendo a acercarme a él—. ¡Qué cojones habrías hecho tú en mi situación! ¿Decir que habías quemado una puta fábrica con gente dentro a tus trece años?
—¡Mentiste a mi padre! —ruje a escasos centímetros de mi cara. A estas alturas ya me tiembla todo el cuerpo, pero esa separación verbal es una completa puñalada. La más absoluta rabia devora su rostro y me mira de arriba abajo—. No sabes cuánto me alegro de que esté muerto para que no tenga que ver la decepción en la que te has convertido.
Todo se detiene en ese mismo y exacto momento.
Todo mi mundo se desvanece.
Se cae a pedazos pieza a pieza ante mis ojos y siento que podría caer de rodillas si no fuera porque me he quedado petrificado.
—¡Carl!
El grito asombrado de Michonne llega a mi como algo onírico, como si estuviera sumergido bajo el agua y escuchara gritos horribles desde fuera.
—¡De qué coño vas! —gruñe Daryl encarándose a Carl de tal forma que Michonne tiene que detenerlo para separarlos.
Gritos que reverberan en un mundo envuelto en llamas.
Para mí, las palabras que han dicho después pierden el sentido.
Las letras, su sonido.
Los reclamos quedan opacados por esa frase destructora, esas palabras asesinas que lo aniquilan todo.
Lo destruyen.
Lo corrompen.
Lo envenenan.
Es lo último que he oído con claridad antes de fallecer en vida. No digo nada, porque no tengo nada que decir.
Todo mi ser muere y termina aquí.
Con él.
Se acabó.
Con la mirada perdida, me doy la vuelta y me encamino hacia la puerta.
—¡Áyax, espera! —exclama Michonne.
Miro a los tres y después a la alianza en mi mano temblorosa.
Me doy cuenta de que mis movimientos son lentos, torpes. La quito con cuidado, sintiendo su tacto por última vez en mis dedos. La plata que con tanto amor él moldeó para mí se siente fría, ajena.
Y, contemplando a Carl, la estampo en un golpe seco sobre el mueble junto a la salida antes de irme.
Que pongan una lápida con mi nombre en este lugar.
Áyax William Dixon ha muerto hoy.
Aquí.
Y ahora.
Carl Grimes lo ha asesinado.
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—Espera, ¿de qué estás hablando, Judith?
Ella se detiene al pie de las escaleras con una mano apoyada en las vigas de madera que hay a cada lado de la entrada.
—Esto no pinta bien. —Es lo que dice antes de mirarme, asustándome con esa mueca descompuesta que tiene desde que ha llegado—. Estaban discutiendo a gritos.
Sé que es biológicamente imposible que mis latidos se detengan, pero es lo único que se asemeja a la sensación que se me clava en el pecho impidiéndome sentir mi propio corazón.
—¿Qué?
Me aferro a los barrotes de la celda de Lydia, que está abierta y con ella fuera de la misma, cuando doy un paso hacia Judith.
¿Mis padres? ¿Discutiendo a gritos?
—Esa gente tienen a Alden y Luke, Gracie —insiste, alternando la vista de Lydia a mí—. Y tú siempre me has dicho que no debo ser tan ingenua, te pido por favor que no cometas mi mismo error. Sabías cómo podía acabar esto.
—¡No con ella volviendo junto a ellos! —grito frustrada, señalando a Lydia a mis espaldas, que se cruza de brazos en ese gesto protector que empieza a herirme solo con verlo—. ¡No! ¡De ninguna de las maneras! ¡Ella no quiere volver con ellos!
Judith cierra los ojos y suspira con lentitud en un gesto que me recuerda a mi padre y al abuelo.
—Tú no has visto lo que hay ahí fuera. —Señala las escaleras y se recoloca el pelo tras la oreja derecha—. Mamá quería impedirme que lo viera, pero me he asomado entre las ranuras de los muros. Tú no has visto ni oído lo que yo. No podemos poner en riesgo a nuestra gente.
—¿Y dejar que mi padre se vaya también?
Ella niega con fervor.
—Estoy segura de que mi hermano va a impedir que eso ocurra, tienen que entenderlo —añade intentando tranquilizarme—. Igual que tú debes entender que tenemos a un pequeño ejército ahí fuera frente a nuestro hogar, reteniendo a dos de los nuestros.
Convierto mis manos en puños con rabia. La frustración me está retorciendo las tripas y el nerviosismo me carcome, provocando que me balancee de un pie a otro. No puedo llegar a decir nada, porque Lydia camina con decisión hacia las escaleras pasando entre nosotras, dejándonos mudas a Judith y a mí.
—¿Qué estás haciendo? —exclamo, siguiéndola con Judith pisándome los talones. Entrecierro los ojos cuando la luz del sol débil que se filtra entre las oscuras nubes me golpea de frente al salir del sótano—. Díselo tú, Lydia. Dile que no puedes marcharte.
No me gusta un pelo que agache la cabeza y levante la mirada con pena hacia mí.
—Gracie, por favor —murmura entristecida—. Tengo que ir.
El paso que retrocedo es inconsciente, yo no lo he decidido. Judith contiene el aliento y Lydia asiente hacia ella.
—Te prepararé algo de ropa, comida y medicación, ¿vale? Gracias por esto —dice, poniendo las manos en sus hombros.
Lydia le sonríe agradecida y acaricia con afecto el antebrazo de Judith antes de que esta se marche a toda prisa hacia la enfermería.
—¿Qué? ¡No tienes que hacerlo! Te hacen daño, Lydia. —Si mi paso atrás ha sido inconsciente, el que doy hacia adelante tomando su mano entre las mías, lo es mucho más. Para entonces, mi corazón late desbocado—. Yo puedo protegerte.
La reconfortante calidez que su cercanía me provoca inunda mi pecho y calma mi ansiedad. Solo quiero abrazarla y decirle que estará a salvo, que yo me voy a encargar de que así sea. Es la rojez de sus mejillas lo que me anima a seguir hablando en el interior de nuestra privada burbuja, que solo existe si ella está a mí lado.
No sabía que los seres humanos podíamos experimentar esas sensaciones, las quiero todas.
—No tienes que ir si no quieres —susurro, intentando que comprenda las posibilidades que tiene delante, que por fin puede decidir por sí misma—. Dile a mis padres lo que me has contado a mí y... si no dejan que te quedes, podemos luchar. No tienes que hacerlo.
Lydia muerde sus labios y me contempla de una forma que no había visto hasta ahora. Ya no queda mucho de la prisionera asustada que trajeron ayer, es alguien renovado que ni ella misma conocía. Algo me dice que es esta su decisión, y con ello me demuestra la valentía que no creía tener.
—Me ha gustado estar aquí contigo —confiesa en mi mismo tono de voz—. Pero echo de menos a mi gente, a mis hermanos. No puedo dejarlos solos y abandonarlos sin más. Tengo que regresar.
Acaricia el lado afeitado de mi pelo, peinándome para dejar a la vista mi cicatriz, y su mano desciende con suavidad hasta quedar en mi mejilla. Mi piel quema por su contacto y minúsculas corrientes la recorren. Su nariz rozando la mía es lo más parecido a tocar el cielo que sentiré jamás y, si creía que tan solo esa cercanía era demasiado para mi sistema nervioso, cuando apoya sus labios en los míos el mundo pierde sentido.
Si es que lo ha tenido alguna vez.
Besar a Lydia es lo que me hace comprender por qué existo. Es estar diseñada para encajar en sus labios. Es el riesgo que merece la pena correr. Es el camino complicado que quiero atravesar, las dificultades por las que estoy dispuesta a luchar.
No es lo que cabe esperar, es un mundo nuevo que nunca imaginé conocer.
Todo va despacio, mi mano en su pelo y cuello, mi pulgar acariciando su mejilla, mi boca correspondiendo a la suya.
Todo va despacio, menos mi corazón.
Tener que detenernos es saborear la amargura. No quiero conocer ese gusto nunca más y no me va a importar todo lo que tenga que hacer para lograrlo. Nuestras frentes permanecen unidas y ella hace algo a lo que se está acostumbrando.
Sonreír.
Pocas veces en la vida me ha asustado tanto el sonido que hace alguien al carraspear.
Los ojos negros de mi padre están a punto de salir expulsados a toda velocidad de sus respectivas cuencas cuando giramos nuestras cabezas hacia él. Está tieso como un palo a metros de nosotras. Lydia se aparta y agacha la vista, avergonzada, jugueteando con sus propios dedos. Me recoloco el pelo y miro en todas direcciones, asegurándome de que se ha quedado un cielo plagado de nubes sobre nuestras cabezas.
¿Por qué tendré tan mala suerte? ¿Es que nadie aquí conoce la privacidad?
Y ante ese pensamiento de como Rok apareció en mitad de mi beso con Henry, la culpa me atraganta y me doblo ligeramente como si la patada hubiera sido físicamente real.
—Ah... ¿Qué... qué haces aquí?
«Brillante, Gracie, eres una genia».
—Venía a por... —Vuelve a aclararse la garganta y señala a Lydia, caminando unos pasos hacia nosotras—. He venido a por Lydia.
Frunzo el ceño y pierdo el habla cuando su cara está más al alcance de mi campo de visión, al fin puedo verla bien.
Está abatido, destrozado. Jamás le había visto los ojos tan hinchados y rojizos, casi puedo seguir los rastros brillantes de lágrimas en sus mejillas.
—¿Qué ha pasado? —pregunto, y el tono de mi voz suena apagado, dudo incluso que haya logrado oírme.
La mandíbula se le queda rígida, parece tan cansado que me asusta.
—Lydia debe marcharse —sentencia. Sus ojos se clavan en los míos con el mayor dolor que he visto jamás en él—. Y yo con ella.
Mis brazos caen a mis costados, de repente todo mi cuerpo pesa mucho. Me abruma la sola idea de dar un paso hacia él, siento que si lo hago se alejará de mí.
Judith me ha advertido de ello, pero me había aferrado a la idea de que papá lo impediría, de que lucharía para que su marido no se fuera.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
No puede mirarme a la cara, es como si el césped bajo nuestras botas sea un imán para sus pupilas.
—Tu padre así lo ha decidido —dice con rabia y sin vida, recalcando el «padre» de tal forma que me entumece—. Nos vamos, Lydia, ahora.
Ambas nos miramos y después a él. Lydia tartamudea antes de hablar.
—Pero, Judith...
—¡He dicho que ahora! —grita, rompiendo la distancia hasta estar peligrosamente cerca de ella. Lydia se encoge y a mi me impacta, porque no me creo que esté haciendo algo así—. Es una orden.
Esas palabras entre dientes son suficientes para que la Lydia atemorizada de ayer vuelva en cuestión de segundos y agache la cabeza. Me mira con lástima y los ojos llenos de lágrimas antes de asentir.
—Sí, Sigma.
El nombre y la obediencia me petrifican. Cuando está lo suficientemente lejos de nosotros, le asesto a mi padre un empujón enfurecido, obligándole a retroceder un par de pasos.
—¿Por qué has hecho algo así? —estallo enfadada en un grito incrédulo.
No me lo creo.
Esto es otro mal sueño, debe de serlo.
—Porque esto es lo que soy. —Vuelvo a empujarle, porque dudo mucho que «Sigma» signifique «ser un auténtico capullo» y él retiene mis brazos hasta envolverme con los suyos—. Lo siento muchísimo.
No me doy cuenta de que estoy llorando, ni siquiera puedo asegurar cuándo he empezado a hacerlo.
—¿Qué ha pasado? —sollozo en su pecho, sintiendo su calor más real que en toda mi vida.
Algo me dice que encierre esa sensación en algún lugar en mi pecho, que la guarde en mi memoria. Algo me está advirtiendo de que no volveré a sentirla cerca de mí y eso me aterra.
No estoy preparada, no estoy preparada para que se vaya de mi vida.
Él no responde a mi pregunta. En su lugar me abraza con fuerza y siento como un par de lágrimas mojan mi pelo. Se separa de mí, acariciando mi mejilla y mirándome con idolatría, como si tuviera ante sus ojos el mayor tesoro que ha contemplado jamás.
Uno que está a punto de perder.
—Cuídate, por favor —suplica en un susurro.
—¿Qué está pasando, papá? ¿Qué ha pasado? ¡No puedes irte! ¡Deja que me vaya contigo!
Deja un beso en mi frente durante unos segundos, negando con la cabeza. La sensación reconfortante de sus labios tibios sobre mi piel me recuerda a cuando era pequeña y me despertaba asustada por las pesadillas, estando él ahí para salvarme.
Siempre.
Pero de esta no despierto, esta es demasiado real.
—No puedes, tienes que cuidarlo a él también —añade sobre mi pelo con la voz completamente rota—. Por favor, cuídalo a él también.
Eso termina por destrozarme, pero no menos que cuando se aleja de mí y el frío me envuelve, estremeciéndome.
—Papá...
Detiene sus pasos y se gira para mirarme. Me dedica una fugaz sonrisa ladeada y sin alma, algo que nunca había visto en él.
—Y... sea lo que sea lo que he visto... está bien, me parece bien. No se lo diré a nadie —dice, mirándome orgulloso—. Pero habla con Henry, no dejes que se ilusione si no vas a corresponderle. No sería justo.
Me deja sin aliento y agacho la mirada, asintiendo. Tengo que forzarme a levantarla porque no quiero perderme la imagen frente a mí.
La imagen de mi padre alejándose como un muerto de los que deambulan entre nosotros mientras más lágrimas salen. Me las seco con rabia y rapidez y, en un movimiento brusco, mis ojos se clavan en las altas ventanas de la casa central como si a través de ellas pudiera ver a mi otro padre.
Al imbécil de mi otro padre.
Aprieto los dientes.
Y también el paso.
Esto no puede quedar así.
Ni siquiera una estampida de animales habría irrumpido con la misma fuerza con la que entro yo en el despacho de Maggie, consiguiendo que mi padre, sentado en la silla tras la mesa y con la cabeza apoyada en sus manos, la levante de golpe. Daryl, a su lado, se gira hacia mí sorprendido.
—¿De verdad has dejado que papá vuelva con su abusador? —grito, aferrándome con rabia al pomo de la puerta.
Papá sacude la cabeza y se echa hacia atrás en la silla. Más que decir eso parece que le haya dado un puñetazo directo al pecho.
—¿De qué diantres estás hablando, Gracie? —dice con el ceño fruncido.
Aprieto los dientes. ¿Es que hemos dejado de hablar el mismo idioma o qué? A juzgar por los ojos impactados de mi tío y por cómo muerde sus labios, diría que no, que al menos él me ha entendido perfectamente.
—Me has oído muy bien, papá —replico, adentrándome en la estancia hasta plantar las manos contra la mesa, puede que con demasiada fuerza—. ¿Cómo se te ocurre mandarlo de vuelta con ese cabrón?
La mandíbula se le tensa y exhala con fuerza por la nariz.
—Gracie, no lo entenderías, ¿vale? Son cosas de...
—Como la frase acabe en «adultos» te juro por Perro que te lanzo una silla a la cabeza —gruño entre dientes.
Su expresión enfadada no se hace esperar y Daryl me toma por el brazo para alejarme de la mesa.
—Gracie, basta.
—Soy tu padre, Gracie, ten cuidado con lo que dices —añade poniéndose en pie.
Me carcajeo sin gracia alguna y me sacudo del agarre de Daryl.
—¿Qué yo tenga cuidado? ¡Y me lo dices tú después de lo que has hecho!
Se apoya en la mesa con los puños.
—Tu padre nos mintió. A mí y a todos.
—¿Y por eso ya debe volver con el tío que abusó de él siendo un crío?
El silencio cae a plomo en el despacho como una tromba de agua que se lo lleva todo a su paso. Papá vuelve a fruncir el ceño y parpadear como si eso le ayudara a entenderme mejor.
—¿De qué estás hablando, Gracie? ¿Por qué dices algo así?
A mí lado, Daryl se tensa, mirándome con pesar.
—Cómo lo sabes.
Son palabras suficientes para que mi padre enmudezca y alterne su mirada entre nosotros, sumido en un absoluto silencio que dura segundos cuando agacho la cabeza.
—¿Qué está pasando, Daryl?
Este no contesta, solo lo mira con decepción y una pizca de rabia que nunca había visto en mi tío. No al menos hacia mi padre. Siempre lo ha mirado con alivio, con calma, con lo que sabe que le otorga a mi otro padre, y ahora que se ha marchado... no sé qué ha debido de pasar en esta sala, pero si las paredes hablaran estoy segura de que no me gustaría una mierda oír lo que tienen por contarme.
Resoplo y miro hacia mi tío.
—No solo vosotros sabéis espiar conversaciones ajenas por las ventanas del sótano.
Daryl cierra los ojos y empieza ese deambular tan suyo, negando con la cabeza.
—Maldita sea, Gracie, no se suponía que debías escuchar eso. No podías escuchar algo así.
—Lo sé, ¿vale? ¡Lo siento! ¡Fue un error!
—¡Eh! —Mi padre palmea la mesa, provocando que mi tío y yo giremos la cabeza hacia él— ¡De qué demonios estáis hablando!
Y es entonces cuando Daryl enfurece, porque se le tensa cada músculo, cuadra los hombros y su frenético paseo se vuelve más agresivo.
—¡De lo que no has querido escuchar ni un puñetero segundo! ¡Eso es de lo que hablamos, pedazo de idiota! —exclama, señalándole a él y después hacia la puerta como si la invisible figura de mi otro padre estuviera allí—. ¡Áyax me lo explicó anoche! ¡Me confesó llorando todo lo que vivió junto a ese hijo de puta! ¡Todo lo que le hizo siendo un puto crío antes de encontrarnos en la prisión!
—¿Qué...?
Es un susurro más digno de un muerto que de un vivo lo que sale de sus labios. Mi padre parpadea despacio y su frente se arruga en una mueca de incomprensión.
—¡Te lo estaba diciendo! ¡Te ha dicho que no tenías ni idea de lo que tuvo que vivir y tú has elegido creer a ese cabronazo! —brama, con su mano apuntando hacia la ventana—. Él hubiera preferido que no tuvieras que saber algo así.
—Eres su hermano, Daryl —gruñe con rabia y dudo que sea real la gilipollez que va a decir—. ¿Por qué debería creer que no me estás mintiendo?
Se me aflojan los hombros.
¿Cómo alguien puede estar tan ciego? ¿Qué ha pasado tras esos muros para que no crea una sola palabra de lo que mi padre o mi tío le digan?
—Porque yo lo escuché —sentencio, intentando hacerle entrar en razón—. No debí de haberlo hecho, lo sé, pero si ahora sirve para que te lo creas al menos habrá merecido la pena. Lo escuché, papá. Los años de maltrato que vivió en el orfanato junto a Víctor, como... abusó de él durante meses después de que se volvieran a encontrar tras el fin de vuestro mundo. Lo escuché todo, y todavía me cuesta asimilarlo. Pero le creo porque entonces me encaja todo lo que conozco de él, lo que no me creo es que de verdad lo hayas puesto en duda... y que encima se te ocurra mandarlo de vuelta junto a él.
Mi padre se deja caer sobre la silla, sentándose de golpe, sospecho incluso que le han fallado las piernas. Me doy cuenta de que su cuerpo se balancea de manera casi imperceptible hacia adelante y hacia atrás, la cordura que brilla en su mirada titila como la llama de una vela cuando se le agua. Niega con la cabeza.
—No... —balbucea con la mirada perdida—. No... ese tío... es... es mentira...
Apoyo mis manos sobre la mesa, acercando mi cara a la suya.
—Mírame a los ojos y dime si yo te mentiría.
Se le cierra la boca a la vez que una lágrima cae por su mejilla.
Ya no cree que sea mentira, ahora lo desea.
—Dijo... dijo que se han... estado viendo... no...
—Te mintió —el gruñido lento de mi tío llena el despacho con el peso de esas dos palabras—. Es lo que ese cabrón hace, miente y manipula, pero Áyax apenas ha podido advertirte de ello. Y tú le has puesto en una puñetera bandeja de plata tus puntos débiles.
—A Lydia le hacen lo mismo, papá —añado. Tengo que aclararme la garganta para ocultar el dolor en mi voz—. Ella no quería volver, tiene... tiene cicatrices en su cuerpo como las de papá.
Deja caer otra lágrima con la mirada clavada en la madera de la mesa. Ya no balancea, ahora tiembla. Y ese temblor sí que es perceptible, porque lo hace de pies a cabeza.
—Víctor me ha... mentido.
—No solo eso, te ha tenido comiendo de su maldita mano. —Mi tío se ensaña y no me siento mal por dejar que lo haga, sinceramente, no puedo creerme que mi padre haya sido tan idiota—. Has preferido mantenerte ciego a dudar de lo que te han metido en la cabeza solo porque te han herido el orgullo.
Lo mira con rabia y el silencio entre ambos me hace tragar saliva con cierto temor.
—¿Cómo podía saber entonces todas esas cosas? —sisea mi padre entre dientes.
Frunzo el ceño y giro la cabeza hacia Daryl.
—¿Qué es lo que sabe?
—Sabe de las comunidades, como se llaman, cuantas son y cómo vivimos —dice sin dejar de mirar a mi padre—. Incluso sabía del tiempo que tu padre estuvo en El Santuario. Lo ha dicho como si Áyax le hubiera estado informando de ello.
Con las manos en las caderas y mordiendo el interior de la mejilla, paseo la vista por todo el despacho, observando los cuadros que Maggie tiene colocados en las paredes.
Es una estupidez plantearme que Lydia haya podido decir algo porque ha estado vigilada todo el tiempo y, pensándolo bien, entiendo que diciéndolo así parece que mi padre haya sido su chivo expiatorio. Lo deja en mal lugar y hace que los suyos duden de él y, en consecuencia, no crean una mierda de lo que dice.
Mi padre tiene razón, ese Víctor es un cabronazo manipulador. Y uno muy bueno, además.
Se me enciende la bombilla imaginaria al perder la vista tras las ventanas, mirando más allá de los muros.
—Espera. Judith ha dicho que pedían un intercambio. Lydia y papá a cambio de Alden y Luke.
—¿Y qué ocurre?
Me acerco a la mesa, donde mi padre está totalmente ido y su ojo se mueve de izquierda a derecha como si contemplara ante él cientos de escenarios diferentes. Recuerdos desagradables de anoche me atizan en la mente y puedo entender qué es en lo que está pensando.
—Que Luke es nuevo —digo hacia mi tío, que es el único que no parece a punto de quedarse inconsciente—. Y él no puede saber nada de nosotros, pero Alden lleva muchos años aquí, era de El Santuario antes, ¿no? Debía conocer a papá allí.
La mente frenética de mi padre se detiene justo en el instante en el que me mira muy quieto.
—¿Qué estás diciendo, Gracie? —pregunta Daryl acercándose a mí.
—Que lo torturó para sacarle la información con la que me ha mentido.
Tal y como lo dice mi padre da miedo, es un siseo que se le escapa entre temblores. Se pone en pie de repente.
—Alden no tenía signos de ello cuando le han quitado la capucha.
Levanto la mirada hasta mi tío y se me escapa el aire de los pulmones al recordar la espalda de papá aquel día en la playa.
—No todas las cicatrices de mi padre están a la vista.
Mi otro padre se pone en pie de un salto. Está tan recto que temo por su columna. Durante unos instantes se mira sus propias manos, parece dudar de si todo lo que le rodea es real, de sí él mismo lo es.
—¿Qué he hecho? —susurra. La voz se le rompe al final.
—Mandar a una víctima con su verdugo —sentencia mi tío palmeando su espalda—. Yo me sentía un mierda por dejarlo en el orfanato para alejarlo de nuestro padre y que allí conociera a ese cabrón. Enhorabuena, tú me has superado con creces.
Abre la boca, pero tarda unos segundos en hablar.
—Qué he hecho... Dios mío, ¿qué he hecho?
Mi padre se tiene que apoyar en el respaldo de la silla cuando se tambalea y doy un paso hacia él con preocupación, porque estoy segura de que va a desplomarse en cualquier momento. Se le acelera la respiración y da un par de pasos rodeando la mesa, apoyándose en ella para no caer. Levanta la mirada hacia la puerta y parece que haya despertado al fin de un sueño muy profundo, porque su único ojo se abre de par en par. En tan solo un pestañeo y sin que Daryl y yo nos demos cuenta, ha salido corriendo hacia las escaleras.
—¡ÁYAX!
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Salir de Hilltop es el corredor de la muerte.
Y sus exteriores, mi patíbulo.
Todo ese paseo desde Barrington House es lento, el mundo parece detenerse más y más a cada paso que doy. Pierdo trozos de mí en cada uno de ellos, se caen de mi persona como migas de pan que ya nunca volveré a seguir, que no me llevarán a ningún lugar.
Lydia camina entre tenues temblores a mi lado, con la cabeza agachada. Y la punzada de culpa no tarda en clavarse en el centro de mi pecho, perforándolo.
—Siento haberte tratado así. —Hago una seña a los vigías para que me abran las puertas—. Te prometo que mientras yo esté a tu lado, no va a pasarte nada.
La sorpresa muta su rostro, pero no me mira a los ojos.
Al menos tendré una razón para estar entre ellos, intentar hacer su vida lo más cómoda posible. Tampoco tengo ningún lugar al que ir o una vida a la que volver.
Quizá carezca de sentido, pero el mundo pierde color cuando cruzo las puertas de Hilltop con Lydia a mi lado. Me siento más ligero porque dejo ahí dentro todo de mí mismo.
—¡Áyax!
Es un grito ensordecedor y doloroso a partes iguales. Sé perfectamente de quién se trata, podría reconocer su voz entre un millar de personas.
Sueño con ella, vivo por y para ella.
Y, aun así, no me giro hacia él.
Sigo caminando con Lydia hasta cruzar las vallas y una piedra aplasta mis pulmones cuando mis botas se hunden en la hierba una vez fuera.
En la entrada, tras las vallas que veo por encima de mi hombro, se congregan Carl, Daryl, Michonne, Judith y Gracie. Sus caras son un auténtico poema. A unos metros delante de mí, los Susurradores se aproximan al encuentro con Alpha y Víctor a la cabeza, reteniendo a Alden y Luke.
Estoy justo en el medio, en tierra de nadie.
Un solo asentimiento de cabeza basta por parte de Alpha para que liberen a los prisioneros. Observo confuso que Luke ayuda a Alden a caminar, tiene que pasar su brazo por los hombros para tirar de él y cuando pasando por mi lado mientras caminamos hacia ellos, contemplo la camisa de Alden.
La tela se pega a su espalda, empapada en sangre y rota a jirones.
Contengo el aliento al ver la carne abierta formando heridas grotescas entre la tela y pongo la mano sobre el hombro de Lydia para que no se detenga, queriendo evitar que lo vea.
Michonne y Judith no tardan en acogerlos. El revuelo se arma de inmediato en cuanto ven lo mismo que yo, Judith da indicaciones claras a Luke de que busque a Siddiq y lo lleve a la enfermería.
—¡Eh! —Esta vez, la voz de Carl hace que me gire cuando llego ante Alpha por su tono iracundo—. ¡Habéis herido a uno de los nuestros! ¡Eso no fue lo que dijisteis!
Alpha lo mira fijamente durante largos segundos y me da la impresión de que se está armando de paciencia, no se le da demasiado bien hablar con «perdidos». Entrecierra los ojos y de las nubes que arremolinan sobre nuestras cabezas retumba un trueno.
—Dije que no los matamos y eso hicimos. No están muertos.
—Nosotros no herimos a tu hija —gruñe mi hermano.
Víctor arquea una ceja.
—Ese no es nuestro problema —dice sonriente—. Teníamos que saber dónde se encontraba este sitio y no se mostró muy colaborador.
Lo entiendo.
Es entonces cuando lo entiendo.
La información, todo lo que sabe, todo con cuanto ha envenenado la mente de Carl y me ha jodido la vida como yo se la destrocé a él.
Hijo de la gran puta.
Me abraza despacio, envolviéndome entre sus brazos como una araña que devora a la presa enredada en su tela. Yo me quedo muy quieto, ya lo he hecho decenas de veces. Todo mi cuerpo reacciona a su repulsivo contacto y la sangre en mis venas me hiela de pies a cabeza, impidiéndome rechazarlo. Esconde la nariz en mi cuello mientras me tiene entre sus brazos y sé perfectamente lo que está haciendo.
—¡SUÉLTALO!
Está mirando a Carl.
Puedo notar su sonrisa en mi piel.
Para cuando me deja en paz y me giro, a mi ex marido lo están sujetando Daryl y Judith. Y veo en él lo que con tanto empeño he intentado explicarle sin que me creyera. Está en su mirada.
El arrepentimiento.
La vergüenza.
El dolor.
Intento buscar algo en mí, alguna emoción, algún sentimiento que se parezca a lo que derrocha al verme.
No hay nada salvo el vacío. Un vacío que, paradójicamente, está muy lleno. Lleno de todas las cosas cuanto han muerto hoy para mí.
No sé qué le ha hecho cambiar de opinión, no lo sé y no me apetece saberlo, porque pesan mucho más sus verdades que las mías. Esas que me ha disparado con asco en balas de ponzoña.
Sí, yo le he mentido, pero él también a mí.
Porque a ese Carl irascible y aterrador me lo ha sabido ocultar muy bien durante años.
Ese Carl irrespetuoso, impulsivo y orgulloso.
Ya somos dos los engañados.
—Vuelve con ellos —dice Alpha en dirección a Lydia.
Esta asiente con la cabeza agachada e incapaz de levantar la mirada.
—Sí, mamá. Lo siento... Gracias por venir a por mí.
—Llámame «Alpha», como los demás —sisea, despedazándola con una mirada que augura un castigo posterior por haberla llamado así.
Lydia asiente una vez más con firmeza y temor y acelera el paso hacia Dante. Las niñas a sus pies lo miran y él hace un seco gesto de cabeza hacia Lydia, es entonces cuando corren hacia ella y esta, sollozando, se arrodilla para abrazarlas. Víctor las mira con rabia, como si le estuvieran dejando en ridículo y Dante se percata, da un silbido corto que basta para que Lydia se ponga en pie y mire con terror a Víctor. Toma a una de las niñas entre sus brazos y a la otra de la mano y camina con rapidez hasta su hermano. Lydia lo abraza cuando deja a la pequeña en el suelo, pero el chico se queda inmóvil, impasible y con la mirada puesta en el suelo. Ni siquiera hace un esfuerzo por corresponderle. Otro gesto con la cabeza es suficiente para que Lydia obedezca una vez más y se coloque tras él junto a las niñas, como si este pretendiera ocultarlas con su cuerpo delgaducho.
Ya lo entiendo.
Dentro de la jerarquía de los Susurradores, ellos tienen la suya propia. Dante es como un alfa con ellas, por eso sus hermanas le hacen caso e intenta protegerlas.
Alpha ladea la cabeza para observarme cuando un rayo ilumina el cielo, apoya su índice en mi mentón y me aparta la mirada de sus hijos, moviendo mi cabeza hacia ella.
—Estás diferente.
De alguna forma, siento que lo sabe. Es como si lo pudiera oler en mí, verlo en mis ojos, a través de mi piel y mis venas.
Trago saliva.
—Ya no soy inmune —murmuro. Exhala despacio y se le hunden los hombros. Los ojos de Víctor se abren de par en par en un espasmo, parece que mis palabras le han asestado una puñalada—. Perdí la inmunidad hace años.
Una risa seca y sin gracia alguna es lo que Alpha responde.
Antes de atizarme una bofetada que me gira la cara.
—¡Eh!
—¡Qué coño haces!
Ni siquiera me molesto en mirar en dirección a Carl y Daryl.
—Así que te has convertido en un auténtico inútil —sentencia ella con desprecio. Víctor se muerde los labios para aguantarse la risa—. Entonces vas a tener que ganarte el sitio, ya somos demasiadas bocas que alimentar y si no aportas lo poco por lo que valías, tendrás que luchar por él.
Víctor se carcajea, frotándose las manos con diversión. Mira hacia uno de los enmascarados lejanos y silba, ordenándole que se acerque.
—Yo no...
—¿Quieres retomar tu posición como Sigma o prefieres entrar como uno más?
Enmudezco.
El chaval que se quita la máscara y camina asustado hacia nosotros tiembla como un trozo de papel en mitad de un viento gélido, mirando a todas partes en busca de alguien que detenga lo que ella pretende.
Nadie lo va a hacer.
—¿Alpha qué he...?
—Silencio. Saca tu cuchillo y colócate en posición.
—Alpha, por favor...
Cierro los ojos.
—No pienso hacerlo —sentencio, dando un paso atrás—. Es un puto crío que no tendrá más de dieciséis años, no pienso matarlo para poder entrar en el grupo.
El suspiro de Alpha, seguido de la primera gota que cae del cielo y se me estampa fría en la frente, me estremece.
—Los animales matan al más débil cuando se convierte en un lastre para el resto del grupo, es parte de la naturaleza. —Me mira fijamente—. Has pasado demasiado tiempo entre perdidos y tienes que purgarte.
No pienso hacerlo.
No puedo hacerlo.
Yo puedo encargarme.
No, esto no debe ser así.
Alpha mira a Víctor.
—Hay que prepararlo.
Este asiente y se dirige a otro de los enmascarados que lleva colgado con él un zurrón de tela lleno de troncos y ramas. Le tiende a Víctor una.
Y entonces lo entiendo.
Doy otro paso atrás.
Porque lo comprendo.
—Arrodíllate —exige ella, mirándome con desdén—. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Hija de perra.
Puedo matarla.
Y nos echarías a todos encima. Es a ti a quien quiere, ¿es que no lo entiendes? Sin mi inmunidad solo valgo lo que tú eres para ella. Alpha sabe qué hacer para que salgas, ya lo ha hecho antes. El dolor es siempre el mejor interruptor.
Y con un público que lo motiva, es todavía mejor.
Me arrodillo bajo los gritos enfurecidos de mi familia.
Del que era mi marido.
La fina llovizna ya empieza a caer sobre mi cabeza en un suave y persistente goteo mientras me desabotono la camisa. La lanzo a un lado cuando Víctor le entrega la rama a Alpha y de reojo veo a Michonne sujetando a Daryl por un brazo, con el rostro desencajado. Judith pone la mano sobre el hombro de Carl y con la otra se cubre la boca, y Gracie tiembla boquiabierta aferrándose al brazo de su padre.
Van a verlo.
Van a verlo.
Van a verlo.
Tengo que ser más fuerte que esto, tengo que aguantar. Puedo controlarlo.
El estallido de la elástica rama mordiendo mi piel hace que Gracie grite y cierro los ojos.
Puedo controlarlo, no va a salir, que esta sea tan solo la única imagen de mí que van a ver.
Un delgado hilo de sangre desciende por mi espalda, absorbiendo las gotas de lluvia que comienzan a perlarla.
Puedo controlarlo.
Aprieto los dientes con el segundo, que resuena contra la muralla de troncos como el eco de un disparo.
—¡PARAD! ¡ÁYAX!
El grito de Carl me llena los ojos cerrados de lágrimas y a Víctor la garganta de risas entre dientes.
Aguanta.
Aguanta.
Aguanta.
No.
Aguanta.
—Reinamos en la oscuridad, somos libres...
Las palabras de Alpha inundan mi mente con su amargura y veneno, y el tercer latigazo me hace apoyarme con una mano sobre la tierra, conteniendo los gruñidos. El sudor helado comienza a mezclarse con las gotas de lluvia y sangre en mi espalda.
Sé lo que intenta, no lo va a conseguir.
Puedo con ello.
—Nos bañamos en sangre, somos libres...
Mi respiración se acelera, me vibra el pecho en un sube y baja irregular.
Yo me encargo, puedo hacerlo.
—No amamos nada, somos libres...
Carl.
Gracie.
Daryl.
Michonne.
Judith.
Rok.
Aprieto aún más los dientes. Una lágrima se escapa.
Rick.
Deja que yo me ocupe.
—No tememos nada, somos libres...
La rama pica en mi piel como cientos de veces ha hecho, abriendo la caja de madera negra y vieja que guardo en un rincón de mi mente. La caja de recuerdos que el lobo monstruoso guarda con recelo y apenas me deja ver con claridad, por la que siempre me enseña los dientes cuando le pido ver más.
La lluvia empapa mi pelo, las gotas se escurren por mi nariz y caen sobre mis manos llenas de tierra sobre mi regazo, enterrando mis uñas y dedos en los sucios y empapados pantalones. Retuerzo su tela y aprieto los dientes.
Puedo.
Puedo.
Puedo.
Yo también.
—Abrazamos la muerte, somos libres.
Mi mente es oscuridad, es pura y absorbente negrura.
Son voces y voces y voces.
Ecos y ecos y ecos.
¿Confías en mí?
Golpes y golpes y golpes.
Nunca volverás a tener miedo, te lo prometí. Deja que lo cumpla.
No puedo hacerlo... no puedo dejarte... no pueden vernos así...
—¡Sé lo que ella está intentando! ¡Áyax, mírame!
Carl sigue gritando.
Es un chico cualquiera, tú eres mi prioridad.
No puedo hacerlo.
—¡Mírame y respira! ¡Áyax, escúchame!
No lo escucho.
Hazlo.
No puedo hacerlo.
—¡Áyax, por favor, sé que puedes oírme!
No lo siento.
Hazlo.
—Ahora es el fin del mundo, nosotros somos el fin del mundo.
Hace seis años ya ocurrió, no fue la primera vez.
No que yo recuerde.
Es esa sala negra, ese lugar oscuro sin techo ni paredes.
Ese limbo lúgubre que es mi mente, donde me encuentro en mi misma posición arrodillada. Me miro las manos, la tierra en ellas, de la que siento sus granos sobre mis dedos si los rozo entre sí. Todo parece tan real y tan ficticio a la vez.
Sé perfectamente a quien tengo delante.
Ya no es un niño de trece años, con el pelo corto y un chaleco de piel humana en su torso, que juguetea con una daga.
Es el lobo, el monstruo en su forma primigenia que veo cada noche, con quien hablo siempre antes de irme a dormir.
Se acerca a mí despacio y, con cariño, me olfatea. Me ha costado años y cientos de conversaciones nocturnas para conseguir respetarlo y que me respete.
Para conseguir quererlo.
Porque cuando le quiero a él, me quiero a mí.
—Es solo un crío.
—Si Gracie estuviera en tu lugar, ¿qué le aconsejarías que hiciera?
Levanto la mirada hasta sus ojos rasgados y blanquecinos.
Enmudezco.
—Lo sabes tan bien como yo.
—¿Cómo voy a hacerle eso a un pobre chaval?
Se relame las fauces y lame mi mejilla para limpiar la lágrima que se me escapa.
—En esta vida ya has hecho cosas horribles, esta no será la primera. Mucho menos será la última. Solo es una más.
—Solo es una más.
—Él es uno más.
—Él es uno más.
Lo abrazo y escondo mi cara entre el pelaje negro de su cuello, sollozando. Siento su cabeza apoyada en mi hombro, protege mi cuerpo con el suyo como aquella vez.
Sobre aquel lecho de hojas ensangrentadas.
—Yo puedo encargarme.
—Tú puedes encargarte. —Lo miro y une su frente a la mía, sintiendo su hocico contra mi nariz—. Tú puedes... tú... puedes...
Yo me encargo.
Yo me encargo.
Tú te encargas.
Esto es cosa mía.
Abro los ojos en una convulsión.
Jadeo en busca de aire porque me estaba asfixiando, tirado contra el suelo con los ojos en blanco. Me apoyo en las manos para levantarme despacio.
Sacudo la cabeza.
Un hilo de saliva cuelga de mis labios pegado a la tierra y lo limpio perezoso.
Me carcajeo sin querer.
La lluvia sigue cayendo sobre mí, llevándose con ella el barro en mi cara y mi cuerpo, mezclándose con la sangre de mi espalda que moja el inicio de mis vaqueros. Las gotas de agua empapan mi pelo y este se mueve ante mis ojos a causa de los temblores espasmódicos que me sacuden.
El chaval llora en silencio, mirando a la mala bestia que tiene ante él.
Y yo sonrío.
Sonrío perfilando mis dientes con la lengua tal y como el monstruo hace en mi cabeza.
Escucho el jadeo de sorpresa contenida de Alpha, que se aparta pasos atrás con la rama todavía en su mano.
—¡Áyax!
—¡Áyax, por favor!
Vuelvo a reír, y ese ruido escalofriante parece más un gruñido animal que algo humano.
Es la risa de una hiena hambrienta de sangre como hacía años que no lo estaba.
Víctor hinca una rodilla en la tierra, justo a mi lado, y deja despacio su mano tras mi nuca, acercando su boca a mi oreja.
—God fyr, Sigma —dice sonriente, mirando hacia las vallas.
Saco la daga en mi bota.
Y me levanto.
—Nosotros somos el fin del mundo —susurro con la voz ronca, caminando hacia ese pobre chico.
A Víctor se le han iluminado los ojos al ver que conservo su arma y yo muestro la mejor de mis sonrisas.
Eso es.
El chaval se pone en guardia, pero no le dura ni un segundo, no es capaz de esquivar el primer puñetazo y le parto la nariz.
Con el segundo, reviento su labio.
Con el tercero, la ceja izquierda.
Hace un aspaviento con el cuchillo, desesperado por defenderse, y logra cortarme el costado de forma superficial.
Gruño y le asesto una patada en el abdomen que lo derrumba.
Hago un puchero de fingida tristeza y Víctor se carcajea.
Apenas había empezado a divertirme.
Camino despacio hacia él mientras repta por el barro y lo tomo por la pierna para arrastrarlo hasta mí. Grita y exhalo con fuerza, relajando mis hombros. Jugueteo con la daga en mi mano y me agacho sobre el chico, hundiendo una rodilla en la tierra a cada lado de su cuerpo.
—¡Áyax!
Lo agarro por el pelo y estampo su cabeza contra el fango.
—¡ÁYAX, PARA!
Apoyando la otra mano, me asomo sobre su cabeza mientras el chico se asfixia contra el barro, que le entra por la nariz y la boca llenando sus pulmones.
—¡Áyax, por favor, tú no eres así!
Se me escapa una risita y un pitido ya conocido me taladra los tímpanos.
—Áyax, Áyax, Áyax —canturreo divertido moviendo la cabeza de un lado a otro. Agarro al chaval por el pelo, levanto su cabeza y boquea por la falta de aire. Coloco la hoja de la daga contra su cuello y chasqueo la lengua a la vez que un trueno retumba sobre nosotros—. Me he cansado de juegos.
Es un grito único.
De una voz única.
Que dice una única palabra.
—¡PAPÁ!
En mi mente se hace el silencio más absoluto y contemplo la idea de haberme quedado sordo.
Levanto la vista.
Gracie me mira aterrada, en sus ojos azules baila el miedo apagándole la mirada. Una lágrima brota de sus ojos y se escurre por su barbilla mezclándose con las gotas de lluvia, resbalando por la piel de su cuello. Tiene la boca abierta y la respiración acelerada, sus sollozos llegan hasta a mí.
—Fuiste tú...
Mi garganta se seca y frunzo el ceño sin entenderla.
—El hombre de mis pesadillas... eres tú...
Y la daga cae de mi mano.
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Durante años me pregunté cómo era posible que el asesino de mi sueño no tuviera cara, era algo que no lograba comprender. Si soñaba con aquello, y yo lo relacionaba con algún momento de mi pasado, debería recordar lo que pasó. Aunque he aprendido que la memoria puede ser selectiva, que puede hacerlo para protegerme de las cosas que no estoy preparada para asimilar.
Eso lo he aprendido de mi padre.
Lo que nunca imaginé, es que él sería el detonante de ese mecanismo de defensa.
El frío que trae la lluvia consigo me drena las energías y comienza a consumirme, a su vez, sentirlo erizando mi piel convierte todo en algo mucho más real. A mi derecha, papá me mira y balbucea algo que no llego a oír.
No me hace falta escucharlo porque lo veo en su cara, en su mirada.
Él también lo sabía.
Es curioso cómo funciona la mente. Solo ha bastado una postura, una imagen. Mi otro padre sobre un chico al que ha dado una paliza, agarrándolo por el pelo y con el cuchillo contra su cuello, apunto de degollarlo.
La misma posición del hombre sin rostro en mi sueño.
Una vez más, es un mecanismo de mi mente, pero no creo que esta vez sea para protegerme. De hecho, es como completar un rompecabezas que llevo años sin terminar. Porque todos esos malos sueños, esas horribles pesadillas en las que siento que alguien ha entrado en casa, me asomo a mirar por la ranura de la puerta y veo como un tipo sin cara le corta el cuello a un hombre con los mismos ojos que los míos, cobran el mayor sentido que he visto jamás en algo.
Y en el tipo siniestro y de negro que aparece siempre en mis sueños, se comienza a dibujar poco a poco el rostro de mi padre.
De un Áyax joven.
Y lo veo, es abrir la puerta a cientos de cosas que parecen no pertenecerme, pero por cómo reacciona mi cuerpo a ellas las siento muy mías. Puedo oler esos recuerdos, sentir las texturas y si cierro los ojos me transporto hasta allí.
A un pasado en el que el hombre al que el Áyax joven mata tirado en el suelo de un pasillo después de suplicar por su vida, me tiene entre sus brazos y me levanta mientras ríe feliz.
Me arropa en mi cama y deposita un beso en mi frente después de leerme un cuento cada noche.
Me intenta enseñar a caminar, a dar mis primeros pasitos.
Juega conmigo, con el peluche de Relinchitos y bloques de madera que él mismo me talló. Y de repente deja de jugar cuando oye disparos, me advierte de que me esconda bajo la cama, sale y deja la puerta entornada. Se oye un forcejeo, gritos y golpes que acaban con el fuerte sonido de lo que creo que es un cuerpo desplomándose contra el suelo.
Es entonces cuando gateo hacia la puerta y miro por la ranura de la misma forma que lo hago en mis sueños, solo que en el recuerdo real debo tener al menos unos cuatro años.
Y veo a Áyax, al que dice ser mi padre, con la misma sonrisa de salvaje desquiciado que ahora, rajándole el cuello con su cuchillo a mi verdadero padre, al hombre que me mira con mis mismos ojos intentando así despedirse de mí.
O advertirle de que estoy ahí.
Pero yo no entendía lo que estaba pasando, no podía entenderlo. Y de haberlo hecho, jamás hubiera permitido que me llevara con él.
Parpadeo cuando vuelvo en mí y lo entiendo.
Lo entiendo todo.
—Tú lo mataste —sollozo—. ¡Tú mataste a mi padre! ¡Al de verdad! ¡El de mis pesadillas eres tú!
Áyax se pone en pie, temblando de pies a cabeza.
—No... no, Gracie... escúchame...
—¡No me mientas!
Carl se acerca a mí y me abraza, reteniéndome para intentar calmarme cuando la ansiedad me impide respirar correctamente.
—Gracie, por favor...
Me revuelvo en su agarre para liberarme y me alejo de él.
De todos, porque lo veo en sus ojos. En los de Daryl, en los de Michonne, en los de Judith.
—Lo sabíais... lo sabíais todos... no me encontró en ninguna cabaña... ¡Mis padres no me abandonaron! —grito mirándole a él de nuevo, haciéndome oír entre la lluvia—. ¡Tú lo mataste! ¡Todos me mentisteis!
Oculta tras su hermano, Lydia se lleva las manos a la boca con asombro y dolor. Mira a su familia y después a mí como si quisiera venir a socorrerme, pero no puede hacerlo.
—Grace, no es...
Judith se calla en cuanto la asesino con la mirada.
—¿Os habéis divertido mucho riéndoos de mí? —Solo se escucha lluvia, lluvia y más lluvia repiqueteando contra el barro y la hierba. Lluvia que se lleva con ella cada recuerdo de mi falsa vida. Miro al dueño de mis pesadillas, rompiendo en llanto y con rabia—. ¿Te divertiste igual que ahora matando a mi padre? ¡Eres un monstruo!
Y cae sobre sus rodillas sobre el fango.
—Gracie...
Odio que me duela la forma en la que dice mi nombre. Odio que me duela todo lo que le han hecho. Odio saber que no puedo dejar de quererlo de inmediato. Odio saber que me arrebataron la oportunidad de vivir mi vida con mi verdadera familia y se hicieron pasar por los buenos de la historia.
Los odio.
A todos.
Pero, sobre todo, lo odio a él.
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Intento ir hacia ella, gritando su nombre para que me escuche por unos momentos, pero tiene la mirada perdida y se aleja de la familia un par de pasos.
—No... no, Gracie... lo hice mal... sé que lo hice mal, pero eres mi hija ¡Eres mi hija!
No puedo moverme porque Víctor me retiene con fuerza entre sus brazos y gruño por el dolor que sacude mi espalda, haciéndome caer de rodillas de nuevo cuando apenas había podido levantarme.
—No has acabado el trabajo, eres un puto inútil —maldice en mi oído, recuperando su daga.
Forcejeo para liberarme, pero no lo consigo. Nunca lo consigo si se trata de él.
Lloro desconsolado y mi garganta se rompe en un grito de dolor. Cada lágrima que cae mientras estoy de rodillas sobre el barro es un pedazo de mi vida que se destruye para no volver.
En un solo día lo he perdido todo.
Una prueba de que nunca he merecido nada.
—Se acabó, hemos de volver —dice Alpha, que gira la cabeza para mirar hacia Dante—. Acábalo.
¿Qué?
El chico al que le he dado una paliza llora tirado en el suelo y se intenta arrastrar por él aterrado en cuanto la oye. Lydia contiene un jadeo de sorpresa y Dante se mantiene impertérrito, echando a caminar hacia nosotros.
Sacando una de sus hachas del cinturón con la mirada más desalmada que he visto jamás.
—Dante... Dante, tío, por favor...
El chico se arrastra con las piernas como puede mientras la sangre cae a ríos por su cara, hago ademán de levantarme, pero Víctor me hunde la mano en el hombro para impedirlo.
—¡No hace falta! —grita Judith ahuecando las manos alrededor de su boca para hacerse oír—. ¡Podemos encargarnos de él!
—¡Nosotros lo acogeremos!
Alpha mira a Michonne fijamente y sin parpadear.
—No. Ha demostrado no ser útil, esto es lo natural.
—¡Dante, es tu amigo! ¡No puedes hacerle algo así!
El grito de Lydia me sorprende y vuelvo la cabeza hacia ella, que hace que sus hermanas se giren para no ver lo que sea que está por suceder y mira al mayor con gesto aterrado. Víctor y Alpha ignoran sus gritos y sigo con los ojos el camino de Dante justo cuando pasa por mi lado.
Ni siquiera duda, ni siquiera se lo piensa.
—¡DANTE, POR FAVOR!
El chico llora, grita y patalea cuando lo agarra por el pelo.
Pero Dante lo ignora y el hachazo nos sobrecoge a la mayoría por igual.
Los gorgoteos de su amigo llenan el ambiente cuando comienza a ahogarse con la sangre que brota de la grotesca herida. Su garganta está abierta en un corte limpio y escalofriante, la mirada es desorbitada y se le llena la boca de sangre y lluvia cuando intenta decir algo. No se le oye, porque el segundo hachazo le rompe medio cuello.
Tras las vallas se hace el silencio y solo se escuchan tenues jadeos de asombro y alientos que se contienen. Algunos cubren sus bocas con las manos y sus ojos se abren de par en par con mirada temblorosa.
Yo me petrifico al tercer hachazo, que llega tan natural como la noche sigue al día y corta por completo su cabeza, quedándose con la misma colgando de la mano por el puñado de pelo que sostiene.
El estómago se me revuelve cuando la cabeza parpadea una última vez con lentitud, se le desencaja la boca y el cuerpo separado de ella se sacude con vida propia en un espasmo final. Aparto la mirada del colgajo de columna vertebral que cuelga de ambos porque si no terminaré por vomitar finalmente.
Alpha muestra una mueca fugaz que parece una sonrisa enfermiza. La de Víctor, pletórica y divertida, dura largos segundos más.
Dante, que ni tan siquiera suspira por lo que acaba de hacer, deja la cabeza de su supuesto amigo sobre el barro junto al cuerpo. La sangre que ha salpicado sus mejillas y cuello, endureciendo ese rostro fantasmagórico, me hacen temblar bajo la lluvia.
Si eso se lo ha hecho a su amigo, no me gustaría estar en el bando enemigo.
Ahora entiendo lo que dijo Lydia.
Víctor me levanta de golpe y gruño apartándome de él para que no vuelva a tocarme. Alpha se coloca su máscara con lentitud y da un solo asentimiento después de mirar al grupo, comenzando a caminar, provocando que todos la sigan. Víctor me dedica una mirada amenazadora para que camine ante él cuando todos se alejan de nosotros, incluido Dante, Lydia y sus hermanas después de que el primero haya indicado el camino con la barbilla.
Aun así, Víctor sigue al grupo y cuando me quedo atrás, a solas frente a la comunidad, doy un vistazo por encima de mi hombro.
Daryl llora silencioso, observando mi espalda.
Michonne abraza a Judith, ambas con el miedo y el dolor contrayendo sus rostros.
Gracie está apartada, rota, hundida.
Y Carl es más muerto que vivo.
Él me mira.
Yo le miro.
—No te vayas, por favor.
Sonrío con acidez y amargura, ensombreciéndole el rostro.
Y vuelvo la vista al frente.
Hacia los Susurradores.
Es un gran y ancho claro entre los árboles, una explanada enorme encima de una colina.
Eso es el campamento al que hemos llegado tras caminar durante unos veinte minutos más o menos, por llamarlo de alguna forma.
Son más que antes, muchos más que hace años. El grupo ha crecido considerablemente y el asco me retuerce las tripas cuando algunos se quedan boquiabiertos al reconocerme, pero son solo unos pocos. No les miro, no pienso hacerlo.
Unos se dedican a curtir la piel, como siempre, y me sorprende que sigan teniendo algo de ganado, aunque siga siendo escaso y al que alimentan otros miembros. Hay un par de fogatas, un par de hogueras comunes en las que algunos se sientan a su alrededor para calentarse, porque la lluvia ha parado y todos tienen la ropa mojada. A lo lejos veo como unos cuantos guardan a un puñado de caminantes en la horda cercada que da vueltas entre los árboles y después se aproximan con cubos de agua, por lo que entiendo que debe haber un río cerca.
Es un movimiento lógico, asentarse y desplazarse siempre hacia lugares con agua en los alrededores.
Me siento detenido en un limbo espacio-temporal. Sé que los años han pasado porque lo noto en mí, en mi altura, mi pelo, mi barba surcada en cicatrices, el dolor en mi hombro lesionado, la dificultad para ver con nitidez las zonas alejadas del campamento.
Los años han pasado, eso está claro.
Y aun así es extraño, el olor es el mismo, el sistema de vida es el mismo, siguen siendo los mismos.
—Vamos, trae leña.
Alpha hace un gesto seco con la cabeza y Dante se aproxima a hasta el montón de troncos y ramas que el enmascarado del zurrón coloca junto a una hoguera. Ella me mira y doy un respingo cuando Beta aparece entre los árboles.
—Has vuelto...
Su puta voz de muerto que habla me pone la piel de gallina, ni siquiera me molesto en contestarle. A través de la máscara puedo ver la mirada de asco y decepción con la que me apuñala, como si le molestara la simple idea de que siga con vida.
No me importa, es recíproco.
Alpha me ordena que la siga y un escalofrío lacerante me recorre la columna y la piel herida cuando Víctor y Beta me flanquean.
Mi vida se ha vuelto una eterna penumbra, así que bien poco me importa si pretenden matarme.
Es más, hasta lo agradecería.
Tan solo andamos unos metros entre los árboles hasta llegar a una especie de refugio pequeño, una cueva al aire libre hecha de ramas, con una pequeña hoguera en su interior de la que ya solo quedan brasas. Alpha entra en ella y se deshace de la máscara, colgándola en una rama.
—Has pasado tanto tiempo entre perdidos que dudo poder recuperarte —murmura decepcionada. Se gira hacia mí—. Dudo, incluso, que no intentes escapar para volver con ellos.
Quiero controlar con todas mis fuerzas el temblor de mi cuerpo, pero apenas lo logro.
—No lo haré. —Trago saliva. Víctor camina hacia ella, cruzándose de brazos cuando llega a su altura y sin mirarme, como un perro fiel y guardián—. No tengo ningún lugar al que volver.
Dante aparece tras Beta como el fantasma sigiloso que es, cargando con el puñado de troncos que Alpha le ha pedido y los deja junto a la hoguera. Su madre lo mira.
—Dudo que de verdad creas eso.
Un solo movimiento basta para que, cuando Dante se pone en pie y sale de la cueva, Víctor lo agarre por el pelo y lo retenga contra él.
—¿Qué haces? —bramo estupefacto.
Beta pasa un brazo por delante de mi cuello y me asfixia, pegándome la espalda contra su cuerpo. Aprieto los dientes por el dolor y la falta de oxígeno. Me reduce contra el suelo, obligándome a hincar una rodilla.
—¿Qué coño te pasa? —gruño hacia Alpha como puedo, que me mira ladeando la cabeza mientras Víctor aprieta la hoja de su daga contra el cuello de Dante. El pobre chaval permanece silencioso y aterrado.
Alpha se agacha hasta que sus ojos muertos quedan a mi altura.
—Lo bueno de que hayas pasado tanto tiempo entre vulnerabilidades humanas es que te han corrompido hasta tal punto en el que sé que no vas a poder escapar. —Toso cuando el perro de Beta endurece su agarre y siento la vena de mi frente palpitar—. Porque si lo haces, Dante morirá delante de ti.
—O verás algo incluso mucho peor —sisea Víctor, que sonríe y desliza su lengua por el cuello del chico.
Me entran ganas de arrancarle la puta cabeza.
La respiración de Dante es irregular. Su mirada, oculta por parte del pelo negro que le cae por la cara y perdida en el suelo, se llena de lágrimas.
—¡Déjalo en paz, joder! —rujo entre dientes—. Él no tiene la culpa de que estéis enfermos, ¿por qué coño iba a importarme que mates a uno de tus propios hijos, puta loca?
Beta me ahoga todavía más y Alpha ordena que me suelte. Toso con fuerza cuando me libera y me llevo la mano al cuello, siento el pulso latiendo con fervor contra mis dedos.
Alpha pone su dedo índice bajo mi barbilla y tan solo su contacto ya me repugna, poniéndome la piel de gallina. Me levanta la cabeza hasta que mis ojos topan con los suyos. Sus cejas se arquean con inocencia, la mirada le brilla de una forma que nunca antes había visto.
Y los labios se le curvan en una siniestra sonrisa en la que me muestra todos sus dientes.
—Porque él es el fruto de nuestro amor, Sigma —susurra con dulzura cerca de mis labios.
Por momentos dejo de escuchar.
Dejo de respirar.
Dejo de sentir.
Abro los ojos de par en par.
Petrificado, Dante me mira.
Igual que yo le miro a él.
A sus ojos, rasgados y azules como los de Daryl.
A su pelo, lacio y negro como el mío.
Escucho como el lobo se aproxima en un lento caminar desde mi espalda hasta mi oído.
¿Entiendes ahora lo que no quería que vieras?
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